Transcurridos unos pocos días del cambio oficial a la hora de verano, constato que no poca gente de la que me rodea va saliendo como puede, mal que bien, del especial jet lag que le montan las autoridades dos veces por temporada.
A mí la cosa no me afecta de manera particular, porque funciono con biorritmos privados, de modo que me meto en la cama cuando tengo sueño y me levanto cuando se me pasa, sin prestar excesiva atención al reloj. Ventajas que tiene ser trabajador por cuenta propia. (También tiene sus inconvenientes, y graves, pero hoy no toca hablar de eso.)
El asunto no me afecta directamente, digo, pero sí indirectamente, porque Charo, mi mujer, lleva muy mal estos cambios de horario, que la descolocan. Ella no sólo es envidiablemente dormilona, sino que, además, lo es a horas fijas, y le da cien mil patadas que contraríen sus hábitos. No es asunto ideológico, sino físico. Lo pasa mal, hasta que consigue cambiar de marcha y adaptarse al nuevo horario.
He hecho un rápido sondeo entre alguna gente cercana y el resultado de mi investigación no ofrece dudas: son amplia mayoría los que padecen los cambios de horario, y una exigua minoría los que se declaran indiferentes al asunto.
Las autoridades se justifican alegando que el tal cambio es genial, porque permite un muy importante ahorro energético. Me cuentan que hay expertos que se toman en solfa esa pretensión y sostienen que no hay manera de evaluar con rigor lo que se gana y lo que se pierde con el baile de horas. Yo no soy experto, pero me pregunto si las autoridades habrán considerado las pérdidas que acarrea, en productividad y en medicamentos, el malestar que padecen las personas que no soportan el cambio de marras.
En todo caso, lo que me subleva es que digan que la maniobra en cuestión «permite un muy importante ahorro energético». ¿A quién se lo permite? ¿A las compañías eléctricas? ¿Al Estado? Yo no he visto que en el recibo de mi consumo eléctrico bimensual –eso que ellos llaman tontamente «el recibo de la luz» (*)– figure el menor descuento. Tampoco veo que aparezca en la declaración de la renta ningún apartado que diga: «Descuento por el ahorro energético obtenido por el Estado gracias al cambio de horario...». O sea, que si se ahorra algo, lo ahorran ellos, que no la sufrida población. Pero los inconvenientes ha de arrostrarlos ella.
Si no estuviéramos obsesionados o hipnotizados por la política superficial, como perfectos papanatas, defenderíamos la necesidad perentoria de que este tipo de cuestiones, que son de las que afectan de verdad a la vida cotidiana de la gente corriente y moliente, fueran sometidas a referéndum.
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(*) Recuerdo una conversación telefónica que tuve con alguien del servicio de atención al cliente de Iberdrola a raíz de un corte eléctrico que padecimos en Aigües hace tres o cuatro años. Eran como las 10 de la mañana. El suministro había quedado interrumpido a eso de las 6 de la tarde del día anterior. Me dice la empleada de Iberdrola: «¿Siguen sin tener luz?». Le respondí: «No. Luz tengo muchísima. Entra por la ventana y me la proporciona el sol. De lo que carezco es de electricidad». Creo que no entendió mi sarcasmo.