Cuando yo era un bobo de 16 años –luego he seguido siendo bobo, pero ya con otras edades– me rebelaba ante la idea de que la chica de mis amores, que a mí me parecía «pura poesía» (?), hiciera caca. Me sentía incapaz de imaginar a una criatura tan bella y etérea sentada en la taza del inodoro haciendo fuerza para consumar su escatología digestiva.
La educación machista produce ese género de estupideces. Con el tiempo, si uno acierta a acostumbrarse a la idea de que las mujeres –incluso las más sublimes y adorables– hacen de todo, igualito que los hombres aunque con adminículos parcialmente distintos, puede aceptar sin mayor dificultad que la vida es como es, y que no hay en ello nada de malo.
Pero no es sólo cosa de jovencitas delicadas y adolescentes embobados. Por dar un salto enorme, aunque sin abandonar el frufrú de las faldas: ¿te has planteado alguna vez tú, querido lector, estimada lectora, que Benedicto XVI, por ejemplo, también tendrá sus urgencias, y que quizá se vea obligado a esforzarse en el empeño, con o sin tiara, adquiriendo su rostro esa tonalidad violácea tan característica del estreñido empeñado en poner término a su problema?
Sostenía el pesado de Ortega y Gasset (antes Lista), que el hombre es él y su circunstancia. No creo que sea del todo cierto. En tanto que ser social, el hombre –y la mujer, digo, por no abandonarlas ya del todo– es sobre todo su circunstancia.
Cada cual es, sobre todo, lo que se ve. Lo que parece.
A lo largo de mi ya dilatada existencia, me ha tocado ver a individuos dotados de una dignidad generalmente aceptada a los que, por lo que fuere, de repente se les cayó el sombrajo y se quedaron en una posición en la que nunca los habíamos imaginado. Mario Conde sin afeitar ingresando en una celda carcelaria, pongo por ejemplo (aunque yo no lo vi). El rey en calzoncillos persiguiendo a una camarera de hotel en Baqueira Beret (aunque yo tampoco lo vi. Yo, en concreto. Parece que otros sí.)
El 7 de mayo, una parte de lo más florido de nuestra oligarquía financiera se encontró en un acto público. Un tipo singularísimo y aparentemente bastante enloquecido, que había estado al frente de un organismo no menos singular y enloquecedor (la Comisión Nacional del Mercado de Valores), decidió despedirse poniendo a caldo a sus ex colegas y sucesores.
Se supone que esas cosas están feas y no se hacen. Pero de repente va un pirado y las hace. Y entonces todas las convenciones que dan tono, y aseguran que el común de los mortales considere a esos inmortales gente muy superior, se van a freír puñetas, y todos los personajillos concernidos sacan al zafio que llevan dentro, y se ponen a darse patadas como en una pelea de patio de colegio, pero en más infantil.
Las fotos los mostraron en su salsa, echándose unas miradas que parecían recién salidas de un kalashnikov, modelo AK-100.
El momento estelar llegó cuando concedieron el abuso de la palabra a un menda de gesto colérico que, aludiendo al que acababa de intervenir, dijo: «Sólo a un majadero podría ocurrírsele…»
¡Guau, qué chachi!
Me parecieron una pandilla de adolescentes etéreas –aunque lucieran recios bigotes y llevaran caros trajes de alpaca– esforzándose en cagarla.
Por supuesto que aquello apestaba, pero la escena resultó la mar de graciosa.
Hablo por mí, desde luego.
Quizá Solbes no esté de acuerdo.
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