La anécdota se hizo célebre hace años entre mis amigos. Trataba de uno de esos sucesos que, a fuerza de relatados, no acabas ya de tener claro si se cuentan como sucedieron –si sucedieron como se cuentan– o si se han ido remodelando según las necesidades del guión.
La historia se atribuía a uno de nuestros compadres más fijos al que, para simplificar, llamaré Gervasio Guzmán.
Vivía por entonces Gervasio con otro periodista (se supone que todos mis amigos y amigas son periodistas, ¿qué, si no?) y tenían varias novias. No el uno y el otro, sino los dos, porque se iban turnando, ellas y ellos. Se relacionaban más en horizontal que en vertical, aunque estuvieran cerca la mayor parte del tiempo, cualquiera sabe para qué, habida cuenta del poco caso que se hacían.
La casa en la que habitaban Gervasio y su amigo tenía las paredes de papel de fumar, como en las canciones de Leonard Cohen y Paul Simon, de modo que se oía todo lo que no se veía, y viceversa («The couple in the next room…», etc.)
Era esto una noche en la que Gervasio se había ido al catre con una mozuela que todo el mundo decía que estaba muy bien (ellos decían «buena»), aunque yo, con mi elegancia natural, argumentaba que presentaba un inconveniente definitivo: hablaba, lo cual tenía sobre mi persona efectos antieróticos devastadores.
Se fueron a la cama y pasó un rato de silencio, que todos llevamos con paciencia, sabiendo que a veces los prolegómenos son silentes. (La gente no puede estar a todo y además hablar).
Siguieron luego unos minutos de susurros, que ya llevamos con menos paciencia. Y, al final de lo que nos pareció una especie de forcejeo, oímos la voz de él que, claramente, dijo:
–¡Joder, no! ¡Pídeme que te quiera, pero no que te entienda!
La carcajada que sonó en el salón fue terrible. Cruel, demoledora.
Supongo que no debió de gustar demasiado a la pareja de presuntos amantes.
A mí tampoco me hizo feliz.
Víctima del momento, me asomé a la ventana más próxima, que daba a un mar de tejados.
Pensé en la mujer que a la que amaba y que estaba –me lo había dicho pocas horas antes– a punto de dejarme.
Me dije: «Ay, ojalá no te entendiera».
Pero la entendía muy bien.
Espero que haya sido feliz, de entonces a aquí. Sé que viajó lejos, que trabajó con ahínco, que se casó y que tuvo dos hijos, que ya serán mayores, supongo. En aquel momento me dejó muy triste, pero, bien pensado, le agradezco que huyera. Gracias a su fuga, los dos hemos progresado.
Nunca se sabe qué puede convenirnos más.
Mi consejo universal es siempre el mismo: cuando una situación no te guste, lárgate. No sólo es lo mejor para ti. También le haces un favor al otro (u otra).
Pero hay otro consejo aún más importante: si tienes una pareja que no sabe abrir la boca sin decir chorradas, sal a la carrera. Y, una vez que te detengas, pregúntate cómo pudo ser que aceptaras a semejante imbécil por pareja. ¡Porque lo tuyo también tuvo delito!
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P. S. Dedico este Apunte a la moza de referencia, que cumplirá cincuenta y tantos años dentro de muy pocos días, pobrecita mía, y a mi amiga C. M., que me telefoneó ayer cuando creí que este articulín se había ido a la mierda por culpa de un corte en el fluido eléctrico, cosa que sólo sucedió a medias, como casi todo en esta vida.