El término más utilizado en las crónicas políticas de las últimas semanas es «bloqueo». Se mire hacia el asunto que se mire, dentro de los que resultan de importancia capital para el desarrollo de la gobernación, se constata la existencia de algún «bloqueo». El proceso vasco –aceptemos llamarlo así, para entendernos, aunque yo preferiría que por lo menos se utilizara el plural, porque no se trata de un solo proceso, sino de dos, como poco– está bloqueado. Las iniciativas legislativas y políticas destinadas a afrontar el problema de la inmigración ilegal están bloqueadas. La reforma constitucional, necesaria para encajar sin total bochorno el nacimiento de un hijo varón de los príncipes de Asturias, está bloqueada. La disputa sobre el eterno asunto de lo-que-verdaderamente-sucedió-el-11-M no está bloqueada, pero gira sin parar sobre sí misma, lo que viene a ser igual. Los desplantes descaradamente antigubernamentales de los órganos de la Justicia –sobre todo los de los abiertamente políticos: el Consejo General del Poder y el Tribunal Supremo– son constantes. A veces las situaciones institucionales se instalan directamente en lo grotesco, como se encarga de demostrar el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, cada dos por tres. En realidad, ni uno solo de los asuntos que los políticos del establishment califican como «de Estado» avanza normalmente por la dirección prevista.
Hay algunos bloqueos de los que no tiene toda la culpa el PP –el del «proceso vasco» puede tomarse por buena muestra–, pero sí cabe responsabilizar a ese partido de la casi totalidad de los demás. El PP tiene decidido que no va a colaborar en nada y para nada con el Gobierno. Le da igual de qué se trate y lo políticamente inocuo que sea el asunto: lo suyo es decir no, y del no no se apea jamás, pase lo que pase. Es una actitud que pone de los nervios al Gobierno, que parte del sobreentendido de que los «asuntos de Estado» precisan de un cierto consenso entre los dos principales partidos del Parlamento español.
Pero, por mucho que al Gobierno le deprima o enfurezca, las cosas están así, y no tienen ninguna pinta de ir a cambiar en los próximos meses (en el año y pico que queda de legislatura). Ante lo cual Zapatero tiene dos posibles salidas.
Una pasa por echar el cierre a la legislatura, disolver el Parlamento y convocar elecciones. Supone, en buena medida, tirar una moneda al aire, y a ver qué pasa. Por cómo veo yo la situación, tiendo a pensar que el PSOE saldría victorioso del envite. Podría pormenorizar mis razones, pero cabría resumirlas muy esquemáticamente en dos. Primera: el actual PP, hipercrispado y sediento de venganza, da miedo, literalmente hablando, a amplios sectores de las clases medias españolas, que son las que acaban inclinando la balanza electoral, y podría volver a movilizar en alguna medida a la izquierda abstencionista, que tan decisiva fue en las elecciones de marzo de 2004. La segunda: la gestión económica –y la marcha de la economía, por sí sola–, lo mismo que las reformas sociales apadrinadas por el Gobierno de Zapatero –aunque tampoco sean gran cosa–, han calado en buena parte del electorado español, que también se siente relativamente tranquilizado por las expectativas de paz en Euskadi. Es fácil que un electorado tan poco amigo de grandes vuelcos –tan cobarde, si se quiere– como el español optara, en caso de celebrarse elecciones inmediatas, por quedarse como está, desechando cualquier aventura.
La otra posibilidad que tiene Zapatero por delante es dejarse de remilgos y tirar para adelante en todos los frentes, excepto en aquellos que requieren del aval de una mayoría parlamentaria cualificada. Prescindir del PP. No contar con él para nada. Asumir su posición de negativa universal y darla por hecha, no consultándole nada ni invitándole a nada. Y si se enfada, y si se enfadan con él también muchísimo los integrantes de su coro mediático, como si no. Eso tendría un coste para el Gobierno, sin duda, pero es muy posible que lo tuviera en medida harto superior para el PP, que perdería bastantes enteros en su imagen de «alternativa creíble».
Cualquiera de estas dos posibilidades me parece que daría más réditos al Gobierno que la actual, que ofrece un aspecto deplorable de impasse y de falta de ideas e iniciativas.
Pero, claro, si Zapatero no obrara como obra Zapatero no sería Zapatero. Incluso es posible que, de ser así, ni siquiera estuviera en el Gobierno.