No todas las declaraciones oficiales sobre el hundimiento del pesquero Nueva Pepita Aurora tienen por qué ser absurdas. Mientras la ministra manifestaba su esperanza de que los cadáveres aparecieran con vida (sic), otro responsable de la Administración apuntaba que, aparte del mal estado de la mar, hay motivos suficientes para afirmar que las condiciones del barco no eran las exigibles.
Fui a hacer un reportaje a Barbate (Cádiz), el puerto base del Nueva Pepita Aurora, allá por 1985. Supongo que aquello estará muy cambiado. Trabajaba yo por entonces para la revista Mar, del Instituto Social de la Marina, y las intenciones de mi viaje eran múltiples: la principal, hacer un artículo sobre el resurgir de la pesca de atunes con la vieja y espectacular técnica árabe de las almadrabas (Barbate está al lado de Zahara de los Atunes), pero también tenía interés en averiguar algo sobre el uso en la zona de artes de pesca prohibidas y en acercarme a la realidad de los tremendos cambios sociológicos que se estaban produciendo en muchas poblaciones pesqueras reconvertidas en turísticas por la brava. Anduve varios días merodeando por el puerto, entrevisté a algunos marineros y a varios patrones, me vi con un responsable de la Comandancia de Marina, tuve unas palabras con un concejal y, sobre todo, tomé abundantes notas de cuanto veía.
Quise que me recibiera el alcalde, Serafín Núñez, pero no fue posible. Pretendía yo, entre otras cosas, que me explicara cómo un Ayuntamiento socialista, tal que el suyo, no había hecho nada por cambiar el nombre del pueblo, que por entonces se llamaba Barbate de Franco. El concejal que me recibió, también militante del PSOE, me lo aclaró: «Es una cuestión histórica», me dijo.
En mis repetidos paseos por el puerto comprobé, entre otras muchas cosas, dos que me llamaron particularmente la atención, para mal. Una fue que la cantidad de marineros que llevaban a bordo los barcos que salían a faenar era muy superior a la legalmente permitida. Otra, que los cables y demás artilugios necesarios para echar al agua los botes de salvamento tenían incrustada tal cantidad de pintura que, de valer de algo, sólo podrían valer de adorno. Le comenté ambas circunstancias al responsable de la Comandancia. Sobre el exceso de marinería me dijo que era «una tradición local». Sin más. Como acerca del asunto de los botes de salvamento no parecía animado a decir nada, le pregunté si se hacían de vez en cuando los preceptivos simulacros de accidente. A ello me respondió que a la gente de Barbate no le gustaban ese tipo de cosas.
Mientras estábamos en tan fascinante charla, llamaron a la puerta. «¡Adelante!», dijo el marino. «Con su permiso», musitó un marinero, que entró, dejó en el suelo una caja de hermosos langostinos y se fue.
«Otra tradición local, supongo», le comenté a mi interlocutor, sonriéndole. Pero para mí que la observación no le hizo gracia.
La impresión global que saqué fue que en el Barbate de entonces la seguridad en el trabajo y la legalidad en general gozaban de un prestigio bastante limitado.
Esa impresión se vio reforzada cuando al cabo de pocos años el alcalde de la localidad, el antes mencionado Serafín Núñez –estrecho colaborador de Juan Guerra, hermano de quien era a la sazón vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra–, fue procesado y condenado por prevaricación.
Ya he dicho que lo más probable es que Barbate haya cambiado mucho en las últimas dos décadas. Pero, cuando oí ayer las declaraciones que he citado al principio, en las que un alto cargo de la Administración afirmaba que el barco Nueva Pepita Aurora no reunía las condiciones adecuadas, no pude por menos que pensar: «Vaya. Lo mismo es una cuestión histórica. O una tradición local».