El camarero del establecimiento de postín se dirige al cliente sentado en la terraza (o clienta, no se le ve) en el tono dócil que se supone corresponde a alguien de su condición social (subordinada) y le pregunta si el coche que está aparcado delante es suyo. Comprobado que sí, muestra una preocupación poco común. Le inquiere: «¿Y qué se siente conduciendo ese coche?». Momento en el cual aparece en pantalla una joven de aspecto convencionalmente atractivo la cual, abalanzándose sobre el respetuoso camarero, le propina un beso espectacular.
¿Debemos entender que el mensaje del anuncio es que conduciendo ese coche uno se siente sexualmente agredido? Sea así o no, el hecho objetivo es que el comportamiento retratado en el anuncio está tipificado en el artículo 181.1 del actual Código Penal, que establece: «El que, sin violencia o intimidación y sin mediar consentimiento, realizare actos que atenten contra la libertad sexual de otra persona, será castigado como culpable de abuso sexual con la pena de multa de doce a veinticuatro meses.»
A estos efectos, que quien incurra en tal conducta sea una mujer o un hombre es indiferente. O quizá no. Quizá sea particularmente perverso que la culpable sea una mujer, porque se basa en la idea extendida de que el abuso sexual es una conducta exclusivamente masculina, cuando lo cierto es que hay mujeres que, convencidas de que los hombres –así, en general– se pirrian por tener trato carnal con cualquier mujer de buen ver, consideran que la decisión de tener o no un trato de ese género es exclusivamente suya, lo que las mueve a pasar a la acción sin mayores miramientos cuando les apetece, obviando cualquier consulta previa, lo que en ocasiones sitúa a algunos hombres en una situación tan embarazosa como desagradable. No sólo porque existen hombres que no gustan de la relación sexual con mujeres –con ninguna–, sino también porque los hay que atesoran un cierto espíritu selectivo, por las razones que sea (y aquí me acuerdo de una que manejaba el viejo Georges Brassens y a la que atribuyo la máxima importancia: «On parle même à l’amour».) *
Las pantallas televisivas son habitual escenario de atentados contra la libertad de las personas. No sólo contra la libertad sexual. Pienso en los programas tipo «cámara oculta», en los que un menda se dedica a tomar el pelo a alguien que va por la calle –tranquilamente o no: lo mismo lleva prisa– y, cuando la víctima ya no sabe dónde rayos meterse, desbordada por la situación, le descubren el engaño entre grandes risas. Ya sé que dan al primo la opción de aparecer o no aparecer en el programa, pero eso, con ser necesario, no es suficiente. Estoy deseando que alguna vez me vengan con una gracia de ésas. La siguiente vez que me verá el responsable del programa será delante de un tribunal, ante el que le demandaré por varios conceptos, varios de ellos acompañados de la correspondiente demanda de indemnización.
Llevo fatal a los listillos.
Nota de edición: Javier publicó una columna que trataba de lo mismo en El Mundo: Otras libertades maltratadas.
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(*) «Incluso en el amor se habla». Me parece recordar que el verso, en realidad, es de Paul Fort.