Algunos políticos están tan convencidos de la incondicionalidad de sus fieles y de la impermeabilidad de sus hostiles que desdeñan por completo la calidad de sus argumentos. Dicen lo que sea, por absurdo, insustancial o inconsistente que resulte, convencidos de que a todo el mundo le da igual, porque cada cual ha tomado partido de antemano, sin esperar a oír las razones –o las sinrazones– que ellos puedan aducir en defensa de sus criterios.
Tomo dos ejemplos recientes.
El primero, el de José María Aznar argumentando –es un decir– que lo que él hizo en su día durante la tregua de ETA que le tocó afrontar no tiene nada que ver con lo que está haciendo ahora Rodríguez Zapatero, porque éste ha llegado a acuerdos con la organización terrorista y ha emprendido una negociación política con ella. No respalda su acusación en nada que se parezca a una prueba: se limita a tomar como hechos lo que no son sino hipótesis que manejan como dogma de fe algunos agitadores mediáticos de su propia cuerda. Y, a quienes le reprochan que él hizo más «gestos de buena voluntad» hacia ETA que los realizados hasta ahora por Zapatero, que no ha hecho ninguno –él acercó a Euskadi a bastantes presos, amén de revolucionar la terminología oficial española llamando a ETA «movimiento de liberación»–, responde: «¡A mí, que me dejen en paz!». Como si no reparara en que una petición así, que sería comprensible en alguien retirado por completo de la actividad política, resulta del todo estrafalaria en boca de quien sigue en el centro mismo de la escena, pontificando sobre cuanto se le pone por delante y repartiendo parabienes y anatemas a diestro y (sobre todo) a siniestro. ¿Por qué habrían de dejarle en paz a él aquellos a los que él no deja en paz ni por descuido?
Tentado estoy de decir que no cabe tomar como argumentos ese puñado de excusas, tan torpes y tan mal hiladas, pero no lo diré, porque sí cabe: sus seguidores las han aplaudido cual si aportaran la prueba irrefutable de la fina inteligencia y la astucia polémica del ex presidente del Gobierno.
Otro ejemplo, tomado éste del otro extremo del panorama político, es el que ha aportado el co portavoz de Batasuna Joseba Permach argumentando –es otro decir– que las detenciones de presuntos miembros de ETA realizadas estos últimos días en el sur de Francia «no contribuyen al proceso» (de paz, se entiende). Estamos en las mismas. ¿Pretende Permach que consideremos que el robo de 350 armas cortas y abundante munición es una mera circunstancia periférica, ajena al proceso, y que los estados español y francés deberían hacer la vista gorda ante sucesos como ése, para no entorpecer el diálogo? ¿Querrá que aceptemos que ETA es libre de hacer lo que tenga a bien, lo mismo que sus simpatizantes, que pueden atacar e incendiar los locales de los partidos a los que la izquierda abertzale llama a negociar, y que a éstos no les corresponde sino guardar silencio y quedarse mano sobre mano? Sí, en efecto: eso es lo que pretende y lo que quiere. Y lo que consigue que acepten y crean sus incondicionales. O por lo menos es lo que aparentan.
No sé cuántos seremos, pero quedamos algunos que nos negamos a acercarnos a los hechos con el juicio previo de que, si son obra de Tales, no pueden sino estar bien, y si son cosa de Cuales, mal, o al revés, y que seguimos empeñados en considerar las razones alegadas por cada uno, para ver lo que de correcto o de falsario puedan contener. Así, cuando nos topamos con argumentaciones del estilo de las que hoy he comentado, concluimos que o nos toman por imbéciles o nos presuponen cegados por el fanatismo, como tantos otros. Y no.