Soy un tipo muy ordenado. Planifico con bastante rigor mi tiempo: a tal hora, esto; luego, lo otro; comer con Tal, llamar a Cual, recordarle a Fulano que tiene que hablar con Mengano; tomar notas para tal artículo, hacer un esquema para la conferencia que he de pronunciar dentro de dos semanas, recopilar argumentos para el apunte de mañana, o de pasado…
Cuando viajo en coche, llevo un grabador digital de voz que me permite aprovechar el tiempo y dictarme a mí mismo lo que luego habré de escribir. Me atengo fielmente a la boutade de Picasso: «La inspiración existe, pero hace falta que te coja trabajando».
Ayer tuve lo que estaba destinado a ser, sin más, otro día en mi ordenada existencia, como cualquier otro. Habíamos hecho noche en Santander. Me desperté pronto, me aseé, desayuné, repasé lo escrito la víspera, recogí los bártulos atendiendo a mis inevitables y casi siempre fallidas listas de “No olvides que…” y me puse en marcha en dirección a Bilbao, adonde debía acudir para participar en la tertulia televisiva de ETB2. Durante el viaje, dicté a mi pequeña grabadora digital los guiones de dos no-sé-qué (artículos, columnas, apuntes… a saber en qué se quedarán al final).
Llegué a Bilbao, hice un par de compras sin enterarme de que algunos sectores del comercio estaban en huelga, comí con una amiga –que conozco desde hace no mucho, pero que ya es amiga de toda la vida: son cosas que ocurren–, fui a la tele, hice el programa de marras, salí de allí, enfilé en dirección a Madrid…
Lo tenía todo planificado: llegar a la capital de España en torno a las 22:00; recoger de mi casa madrileña los últimos bártulos que he de llevar mañana (hoy, a tus efectos) camino del Mediterráneo, donde se supone que voy a pasar la mayor parte del verano; poner en marcha el ordenador; revisar el correo y pasar a limpio alguna de las cosas que tengo anotadas para que haga las veces de Apunte del Natural cuando despunte el alba del 03.07.07…
Tenía –ya digo– todo previsto. Cada cosa en su sitio.
Sucedió que, según llegué a Madrid, comprobé que ya se me había descargado del todo un documental que el canal franco-alemán Arte hizo hace años para resumir la vida y la obra de Georges Brassens, y que había dejado en pleno descenso internáutico el viernes pasado, antes de iniciar mi viaje anterior.
Me puse a ver el documental. Qué digo a verlo: no; me puse a admirarlo, a dejarme envolver por él, a gozarlo, a reírlo, a ser feliz a su costa, a conocer a Jeanne, la de la pata, a Marcel, l'auvergnat, a Onteniente, más conocido por «Gibraltar»...
Y se me pasó el tiempo que debería haber dedicado a escribir otro apunte, que no éste.
O sea, que ayer me salté mi planificación estricta, mi orden constituido, mi régimen de vida. No hice mis deberes. Preferí hermanarme con Brassens.
¿Qué duró el hechizo? ¿Una hora? ¿Más, contando las pausas? Tanto da. Recordé lo que escribió Walt Withman de una de sus obras: «Esto no es un libro. Quien dobla sus páginas toca a un hombre».
Sin ningún plan previo, sin pretensión alguna, anoche me dio por dejarme de deberes y ser condescendiente conmigo mismo.
Lo siento por la planificación. Me alegro por mí.