Me quedé sorprendido el pasado viernes cuando vi la relevancia que concedía El País a la publicación de las memorias del ex subcomisario José Amedo Fouce.
Mi sorpresa estaba justificada. El libro había pasado por mis manos meses antes. Un amigo me lo hizo llegar por si podía interesarme su publicación en Foca, la colección de libros de política que dirijo dentro del grupo editorial Akal. Lo leí y le contesté que no me interesaba en absoluto, cosa que entendió a la primera. Porque el libro era –y supongo que seguirá siendo– un bochornoso intento de autojustificación de la sangrienta y ridícula biografía del policía, que aprovecha sus páginas para retratarse como una especie de socialdemócrata pacifista e ingenuo que se vio envuelto en toda clase de episodios tristísimos nada más que por su mala cabeza.
Devolví el original con mucho cuidado, dejando constancia de que, si alguna vez el señor Amedo se decidiera a contar algo parecido a la verdad de su vida, tendría en mí al más feliz de los editores. Pero que, en el ínterin, no contara conmigo para aderezar sus milongas.
Por lo que leo en El País, Amedo acabó encontrando un editor más desenvuelto que yo, que le convenció de que el libro era en efecto un pestiño infumable, pero que podía redimirse con un capítulo final, escrito para la ocasión, en el que soltara unas cuantas lindezas sobre los personajes de postín, desgraciados o desgraciables, con los que hubo de relacionarse en sus tiempos de arrepentido de lujo. A lo que Amedo –que o poco lo conozco o seguro que está atravesando por una de sus muy recurrentes fases de falta de liquidez– dijo que sí, que lo que haga falta, que lo que tú me digas, jefe. Y ya tenemos un hermoso panorama de reuniones entre Garzón, Álvarez Cascos, Pedro J. y el propio Amedo, todos al alimón.
Por lo que yo sé, todos ellos tuvieron encuentros informales en diferentes ocasiones –y no veo por qué no habrían de hacerlo, exceptuando al juez, que debería haberse abstenido–, aunque para mí que nunca se encontraron en asamblea conjunta. Pero da lo mismo. Tampoco estoy en condiciones de desmentir que Pedro J. ofreciera a Amedo dinero por largar lo que sabía. No lo sé: por entonces yo era subdirector de El Mundo, jefe de la sección de Opinión, pero no acompañaba a Pedro J. las 24 horas del día. En todo caso, lo que me resulta más curioso es que nadie pretenda que Amedo cobrara por mentir. Lo que les escandaliza, por lo visto, es la posibilidad de que le pagaran por decir la verdad.
Leí el reportaje de El País sobre las memorias de Amedo y, cuando terminé, me pregunté: «Bueno, ¿y qué?». Nada.
Coge cualquier banalidad, métela en primera página de tu diario independiente de la mañana titulándola con aire insinuante y ya tienes un escándalo. Aunque nadie esté en condiciones de aclarar en qué consiste lo escandaloso.
Otra posibilidad: espera cuatro o cinco días y añade al potaje una Carta al Director firmada por Rafael Vera en la que, con tono de cordero degollado, el menda afirma que seguro que lo que cuenta Amedo es verdad (aunque sin aportar ni un solo dato que contribuya a corroborarlo, por supuesto).
A mí, lo que más gracia me ha hecho de la carta de Vera es la parte que dedica al asunto de los fondos reservados del Ministerio del Interior. ¡Cómo se rasga las vestiduras! Llegados a ese punto, sólo me queda pedirle a Vera que me libere de las obligaciones que me impone el secreto profesional en lo que a su persona se refiere y me permita contar cómo llegaron a la Redacción de El Mundo los documentos reveladores del uso abusivo de los fondos reservados de Interior.