La próxima semana verá la luz pública un amplio documento oficial en el que se reconocen numerosas actividades delictivas protagonizadas por la CIA y otros organismos de la Administración de EEUU entre 1953 y 1973. Entre ellas figuran numerosas acciones criminales llevadas a cabo más allá de sus fronteras, incluidos varios intentos de magnicidio y unos cuantos golpes de Estado, algunos verificados con éxito. El informe admite asimismo que las persecuciones ilegales, las labores de espionaje realizadas sin respaldo judicial y las violaciones arbitrarias de la confidencialidad de las comunicaciones fueron prácticas habituales de los servicios secretos estadounidenses a lo largo de esas dos décadas.
La noticia me sugiere dos comentarios de apariencia contradictoria.
El primero, y muy obvio, se refiere a la demostrada capacidad de los sucesivos gobiernos de Washington, sedicentes campeones de la democracia y la libertad, para saltarse a la torera cualquier restricción legal con tal de imponer soluciones acordes con sus intereses. Desde matanzas en masa a asesinatos selectivos, desde el patrocinio de dictaduras al adiestramiento de policías torturadores y la organización de escuadrones de la muerte, desde actos de terrorismo atribuidos a terceros a la compra sistemática de oligarquías venales… La fuerza bruta norteamericana, uniformada o vestida de civil, ha venido actuando en constante aplicación del manido principio jesuítico que pretende que el fin justifica los medios, lo que en su caso resulta doblemente inaceptable, porque no sólo sus medios son repulsivos: también lo son sus objetivos de dominación mundial.
Pero, si lo anterior es cierto, no lo es menos –y aquí viene la aparente contradicción a la que me refería más arriba– que el sistema norteamericano, a diferencia de los que conocemos en otras latitudes, prevé el acceso público a los secretos oficiales una vez que tales secretos dejan de ser directamente operativos. Los historiadores y los estudiosos tienen acceso a numerosos documentos que fueron clasificados como secretos en el momento de su elaboración y que resultan de un interés extraordinario, no sólo por la luz que arrojan sobre el pasado, sino también por lo que ilustran sobre hábitos de trabajo que, según todas las trazas, se mantienen en el presente.
No hace falta decir, supongo, que no todos esos documentos, por lo general acumulados en los National Archives of the U.S., acaban conociéndose. Unos se mantienen en total reserva, mientras otros afloran tras haber sido expurgados a conciencia, en nombre de la Seguridad Nacional. Pero, con todo y con eso, la parte desclasificada aporta una información valiosísima, sin parangón en otros países (*).Tan es así que hay episodios de la Historia mediata de España, incluidos aspectos clave de la Transición, sobre los que hoy en día sabemos más gracias a los documentos desclasificados del Pentágono que por las fuentes que nos son accesibles en el propio escenario de los acontecimientos. Gracias a esos papeles despojados hace ya algunos años de su carácter secreto, se ha podido probar, por ejemplo, la decisiva intervención de las principales potencias occidentales en la neutralización de los proyectos de ruptura democrática con el franquismo, que se llevaron a cabo potenciando y financiando generosamente a los elementos más proclives a la reforma, incluyendo al PSOE reinventado en Suresnes. (**)
Esta ambivalencia del sistema político norteamericano, capaz de hacer lo peor y, acto seguido, de reconocerlo al menos en parte, ilustra no poco sobre la complejidad de una sociedad con la que la nuestra tiene unas relaciones sentimentales patológicas: pretende que la desprecia, pero no deja de mirar hacia ella y de imitarla. Para lo malo, mayormente.
Nota de edición: Javier publicó una columna con el mismo título en El Mundo: Ambivalencia «made in USA».
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(*) Recordemos que en la España de hoy sigue siendo tarea ímproba, cuando no imposible, la consulta de documentos y registros oficiales elaborados hace más de 60 años, como muy bien explican quienes se dedican en la actualidad a la recuperación de la llamada «memoria histórica».
(**) Es de rigor reconocer la importante labor divulgativa realizada a este respecto por Joan E. Garcés, prestigioso profesor, abogado y analista de política internacional, recogida en su más que interesante obra Soberanos e intervenidos (Ed. Siglo XXI de España, Madrid, 1996).