Pocas horas antes de que se abrieran las urnas del referéndum sobre la OTAN, allá por 1986, Televisión Española regaló al entonces jefe de Gobierno, Felipe González, una amabilísima entrevista en la que el máximo defensor del Sí pudo explayarse a sus anchas, sin miedo a que nadie la planteara ninguna pregunta incómoda (empezando por la más elemental: con qué derecho se autoconcedía aquella entrevista de cierre de campaña).
Entre otros muchos argumentos más o menos peregrinos a favor del Sí en el referéndum, González dejó caer aquella noche una maldad que no me extrañaría que calara en el espíritu de bastante gente, porque no tenía nada de tonta. Empezó por dejar claro que, si el No triunfaba en la consulta, él presentaría su dimisión. Y preguntó a continuación: «En tal caso, ¿quién administrará el No?»
La pregunta tenía sentido, porque la campaña en pro del abandono de la OTAN había sido llevada adelante por un abigarrado conjunto de fuerzas políticas y sociales que no estaban en condiciones de convertirse en alternativa de Gobierno. Lo que González estaba diciendo a la ciudadanía llevaba implícito un mensaje muy claro: «Da igual que estéis más o menos en contra de la OTAN. Lo decisivo es que con ésos no vais a ningún lado.»
Y aquello pesó en el voto de bastante gente de orden, que pensó que, en efecto, el triunfo del No abría demasiadas puertas a la incertidumbre. (A otros lo que más nos preocupaba en aquel momento era la certidumbre de lo que se nos venía encima. Pero pintábamos mucho menos.)
Me hice consciente entonces, y sigo siéndolo, del problema que supone eso que he llamado «administrar el No», pero que sería más adecuado llamar «administrar el No victorioso», porque, cuando el No pierde, se administra muy fácil.
El problema que han encarado estos días el tripartito y CiU es que, en caso de decir que no a la oferta «definitiva» del Gobierno de Zapatero, tendrían que administrar el No, es decir, apechugar con la responsabilidad de lo que sucediera a continuación, incluyendo el declive político del propio Zapatero y el inevitable ascenso en la política española de las opciones más agresivamente centralistas. El PSC desde luego, pero también ICV y CiU, han preferido pagar un tributo muy considerable permitiendo rebajas de mucho peso en sus aspiraciones nacionales para no verse en el trance de empujar a Zapatero hacia el abismo.
El juego de ERC es diferente, porque puede plantearse —puede: no creo que lo haga— decir que no al pacto PSOE-CiU sin tener que responder de las consecuencias, porque el Estatut no necesita de su concurso para seguir adelante.
Aunque habría que ver si en esas condiciones podría mantenerse el tripartito.
Ya digo: es un asunto muy peliagudo éste de administrar los noes. Salvo cuando quien lo hace está en la posición en la que yo me he encontrado siempre, o sea, la de quien no pinta nada y tanto da lo que diga.