Me publicaron en el Diario de Noticias de Gipuzkoa a mediados del pasado mes de abril un artículo sobre el fenómeno mediático que estaba ya suponiendo la enfermedad de Rocío Jurado. Su agonía y muerte han llevado hasta extremos de verdadero vómito lo que se denunciaba en aquel escrito. Baste con decir que la mayoría de los medios españoles, incluidos los pretendidamente más «sesudos», llegaron a dedicar la semana pasada más tiempo y espacio al ocaso definitivo de la cantante andaluza que al seísmo que segó más de cuatro mil vidas en Indonesia.
Como tampoco me parece que sea cosa de repetir los argumentos que expuse ya entonces, así sea remozándolos y adaptándolos a lo visto y oído ayer, me limito a reproducir el mencionado artículo, que nunca apareció en este rincón de la Red. Decía así:
«¿Alguien cree que el hecho de que la tonadillera Rocío Jurado haya abandonado la clínica en la que estaba internada y regresado a su domicilio es una noticia que merece un espacio en las portadas de los medios de comunicación españoles tenidos por más serios y rigurosos? ¿Hay quien considere que los detalles de la evolución de la convalecencia de la mencionada señora tienen tanta relevancia social que se justifica interrumpir los magacines de las radios y las televisiones, estén tratando de lo que estén tratando, para dar inmediata cuenta de ellos?
La respuesta es: sí. Lo creen, obviamente, para empezar, los responsables de los diarios españoles de más ringorrango que decidieron ayer incluir esa noticia en lugares de honor de sus medios, incluyendo las portadas de sus ediciones digitales. Y así deben de considerarlo, por pura lógica, los directores de los magacines de radio y televisión, que llevan días y días dando cuenta inmediata de cuanto sucede en el entorno de la cantante, con conexiones inmediatas y en directo en las que dan exhaustiva cuenta de lo que dice cualquier familiar o próximo suyo, por nimio que sea.
Yo huyo de este tipo de noticias sobre famosos como de la peste, pero hace algunos días me tocó contemplar en un informativo de televisión –no pude evitarlo: lo sacaron por la brava y sin previo aviso– una escena verdaderamente desagradable. Vi a un nutrido grupo de reporteros y fotógrafos forcejeando violentamente con las personas que habían formado un cordón de protección destinado a impedir que se viera y comentara el traslado en camilla de la cantante, que acababa de regresar de una clínica de los EEUU. El patente intento de violar la intimidad de la enferma fue justificado por una joven e intrépida periodista apelando a «el enorme interés que tenemos todos en verla» (sic).
En otro programa de ese mismo día, o del anterior, oí estupefacto una amplia conversación dedicada a valorar la importancia médica y cultural, si es que no racial, que tenía el hecho de que Rocío Jurado hubiera desayunado un churro (resic!).
Me importa dejar claro que no siento ni sombra de desprecio por esta cantante. Es más: aunque el gremio de las tonadilleras no es precisamente de los que más me motivan, y tampoco me tengo por experto en él, lo que he oído de su obra me parece de lo más digno y mejor hecho del género. Su versión de La canción del fuego fatuo, de Falla, me impresionó hasta el punto de que compré el disco. Pero, reconocido todo lo cual, no me olvido de que estamos hablando de una cantante, todo lo apreciada que se quiera en ciertos ámbitos, pero una cantante.
¿De qué se deriva la atención mediática que rodea su enfermedad? ¿De la excelencia de sus méritos artísticos? No lo creo. Basta recordar que el interés público que mereció la grave enfermedad de José Carreras –cuyas virtudes interpretativas no considero inferiores a las de la tonadillera de Chipiona– no alcanzó ni el 10% del bullicio que acompaña a la doliente intérprete de «Lo siento mi amor» y otros grandes hits de Manuel Alejandro. ¿Se deberá tal vez al especial cariño o al respeto suscitados por su persona? Esa hipótesis la descarto todavía con más energía: si la quisieran y la respetaran realmente, no la someterían a semejante asedio. La dejarían más tranquila.
La explicación es, me temo, mucho más arrastrada: estamos ante un caso de amarillismo periodístico puro y duro. Porque el amarillismo –tantas veces invocado y tantas veces mal invocado en España– consiste exactamente en eso: en las malas artes utilizadas por algunos medios de comunicación para provocar, exacerbar y al final rentabilizar las emociones morbosas del gran público con hechos que, o bien no merecen tamaña atención, o bien no deberían ser tratados de modo tan truculento, o tan superficial, o tan sensiblero. Eso es amarillismo y no, como algunos pretendían en España hace algunos años, la denuncia periodística de los casos de corrupción política o de terrorismo de Estado.
En tiempos, el amarillismo –muy popular en los países anglosajones, pero poco practicado en el Estado español, excepción hecha de El Caso y las revistas del corazón– era práctica exclusiva de algunos medios de gran tirada, fabricados a base de titulares enormes y fotos de gran tamaño. Lo más significativo, y digno de análisis, es que ahora el amarillismo ha pasado a ser parte constitutiva de la prensa que se pretende seria. Noticias que antes ocuparían como mucho un espacio menor en páginas interiores, al tratarse de hechos sin mayor trascendencia social, ahora tienen acogida en los titulares principales.
No paramos de mejorar.