De jovencito, como todos los amigos nos habíamos puesto muy trascendentes, empecé a cantar loas a la frivolidad. No a la frivolidad en general, ni a la frivolidad permanente, ni a cualquier suerte de frivolidad, sino a la inclusión en el menú vital diario de una pequeña dosis de frivolidad, así fuera mínima. Lo que no me convencía era que estuviéramos muy serios y muy conscientes de nuestra responsabilidad histórica a todas horas.
No quisiera que se me entendiera mal. Yo era capaz de mostrarme tan serio y tan consciente como el que más. Recuerdo que, siendo adolescente, con 16 años o algo así, salí un par de días con una cría monísima, que me encantaba y por la que entonces hubiera dado no sólo mi vida, sino también la de cuatro o cinco de mis amigos, y que dediqué todo el tiempo que me permitió acompañarla a explicarle la gravedad que entrañaba la firma del Tratado Internacional de No Proliferación de Pruebas Nucleares, porque eso consolidaba la hegemonía de las superpotencias. No diré que la muchacha hiciera bien en desaparecer sin dejar señas –sobre todo porque, según supe luego, fue a caer en manos de un mocetón que se comportó con ella como si él mismo fuera una superpotencia–, pero sí he de admitir que a día de hoy acepto que su interés por mis peroratas tuviera francas limitaciones. Aunque se las soltara a la luz de la luna, con vistas a la bahía de La Concha y tratando distraídamente de introducir mi mano izquierda (soy zurdo) por debajo de su blusa.
Quiero decir con esto que no me opongo por completo a la frivolidad. Pero sí a su exceso. Como afirmaba mi abuela María, «lo poco agrada, pero lo mucho enfada».
Como siempre, también mi divagación de hoy viene inspirada por algo del día.
He repasado esta mañana los periódicos españoles de más tirada, he echado una ojeada al trabajo de mis colegas columnistas y he comprobado que el que (la que) no perora sobre los zumos de naranja que daban antes en los aviones o especula sobre la mano derecha de Freud y su escasa predisposición a admitir los males del tabaco, hace gracietas sobre el Fogar de Breogán y lo inadecuada que resulta su larguísima letra a la actual coyuntura ígnea. Todos en este plan. Y se me ha venido al cerebro y a las tripas una reacción de rabia, que venía a decir algo así como: «Vale, venga: un poco de seriedad, que aunque hasta en los entierros uno pueda echar unas risas, para rebajar la tensión, y aunque en todos los trabajos se fume, etc., no está de más que recordemos que vivimos en este mundo, y que este mundo es un entierro permanente, y que hay mucha gente con el corazón atenazado, aunque nosotros estemos bien comidos, y muy vivos».
Porque una cosa es que no estemos todo el día en plan de funeral, porque acabaríamos muy amargados y con úlcera, y otra que nos tomemos a cachondeo y todos a coro esta enorme tragedia. Porque lo es.