De las circunstancias más irritantes que han acompañado la participación española en el Campeonato Mundial de la FIFA, que sigue jugándose en Alemania –aunque por aquí ya casi no lo parezca–, una fue, sin duda, la naturalidad o incluso el regocijo con el que muchísima gente hizo suya la consigna «¡A por ellos!», difundida sin parar por todos los medios, incluidos los públicos. Convirtieron la cosa es una especie de canto de guerra y tuvieron éxito. En cuanto se juntaban cinco o seis forofos, se ponían a dar botes y a gritar «¡A por ellos!» como posesos.
Llevo desde comienzos de mes preguntándome quiénes podían ser esos «ellos» contra los que había que ir tan por la brava. Eso, como primera providencia. De habérmelo aclarado alguien, le habría formulado una segunda pregunta, para mí tan decisiva como la primera: «¿Y qué os han hecho, para que os creáis en la obligación de arrollarlos?».
Como nadie me respondió a la primera cuestión, no tuve la oportunidad de plantear la segunda. Y sin embargo era igual de interesante, porque toda definición hostil de un «ellos» implica la existencia de un «nosotros». (Asunto sobre el que, como se verá, tomé precauciones de entrada, preguntando «¿Que os han hecho?» y no «¿Qué nos han hecho?».)
Ese tono decididamente belicoso –tontorrón, pero belicoso–, que tan presente ha estado en los días que ha durado el espejismo del fútbol español, respondía a un planteamiento ideológico nacionalista excluyente, de ésos que tratan de definir la propia identidad a costa de las identidades ajenas. Es como el «¡Qué viva España!» al que me referí ayer: para que España pueda ser «la mejor», como pretende la cancioncita, todos los que no son España han de ser forzosamente peores.
El final, más bien triste y hasta un pelín ridículo –durante varios días vivimos el esplendor de los perdonavidas, que ya sabían que los de Luis Aragonés y el pelo de su gamba iban a dejar bien servidos a los jugadores «viejos y decadentes» de la selección francesa–, vino cuando se lanzaron a por «ellos», representados en este caso por Zidane y compañía, y se llevaron una azotaina en toda regla, por absurdos y por pretenciosos (no los jugadores, sino los del reino de la chulería, con Aragonés al frente).
Mi buen amigo Gervasio Guzmán tiene toda una teoría al respecto: «Para llegar lejos en un mundial, hace falta tener los nervios muy templados y no atolondrarse», dice. A lo que yo le apostillo: «Sí. De todos modos, tampoco estorba nada jugar mejor que el contrario».
De la participación española en este Mundial de fútbol, siempre me quedará el recuerdo divertido de esos miles de aficionados enfervorecidos, empeñados en cantar un himno que no tiene letra y cuya música, para más inri, siguen sin aprenderse (en efecto: una y otra vez, cuando la orquesta repetía la primera parte, el público se lanzaba a clamar la segunda, generando un caos genuinamente celtibérico).
Cuando en la presentación del partido España-Francia terminó aquel guirigay de barraca de feria y empezaron a oírse las muy reconocibles notas de La Marsellesa, no me costó nada imaginar lo que podía venir a continuación.