Se cumplen ahora 20 años del ingreso del Estado español en la Comunidad Económica Europea, llamada más tarde Comunidad Europea y ahora Unión Europea.
Todo el mundo de por aquí está haciendo balances de la experiencia.
El asunto es interesante. Y un tanto complicado en lo que a mí respecta, porque me toca juzgar lo mejor o peor fundada que estaba la posición que adopté en aquel momento, que fue contraria a la integración española en la CEE.
Me opuse por dos géneros diferentes de razones.
Las primeras se referían a las condiciones concretas de la adhesión. Decíamos bastantes allá por 1986 que el PSOE se había dejado llevar por las prisas a la hora de suscribir el acuerdo y que, por culpa de sus urgencias, había aceptado algunas condiciones muy onerosas para el entramado de nuestra economía y, por ende, de nuestra sociedad.
Los aspectos sectoriales que más me preocupaban en aquel entonces, por mera proximidad, eran los relativos a la industria siderúrgica, a la naval y a la pesca, pero había más, sin duda.
Voy por partes.
De entrada: ¿estaban justificadas las prisas del Gobierno de Felipe González? Podía entenderse que atribuyera a la integración del Estado español en la CEE un efecto disuasorio con respecto a cualquier tentación golpista, aunque ya no quedara mucho de eso. En todo caso, parece obvio que actuó movido por el convencimiento de que la adhesión le iba a aportar una muy apreciable rentabilidad electoral, y quería conseguirla cuanto antes. (De cualquier manera, es imposible saber si una mayor calma en la negociación hubiera tenido como resultado una mejora en las condiciones de adhesión, o todo lo contrario.)
El otro aspecto: está claro que hubo ramas productivas que salieron muy dañadas por el acuerdo, pero no menos claro está para estas alturas que esas ramas estaban condenadas a pasar las de Caín con o sin entrada en la CEE.
Lo que sí es discutible, y mucho, es cómo afrontó el Gobierno esas crisis inevitables, inspirándose en el vaticinio de Carlos Solchaga, según el cual España estaba destinada a convertirse en «un país de multinacionales y de camareros».
Se argumenta, como hecho irrefutable, que el Estado español ha recibido durante estas dos últimas décadas del resto de Europa mucho más de lo que ha dado. Y es innegable. Pero no cabe evaluar lo cuantitativo prescindiendo de lo cualitativo. Si lo ha recibido, ha sido a costa de someterse estrictamente a un determinado modelo económico y social que para algunos —entre los que me cuento— dista de ser el más justo de los posibles.
Esto último me conduce directamente a la consideración del segundo tipo de razones que me movieron a oponerme al ingreso en la CEE: las estratégicas.
Entrar en el macrotinglado europeo equivalía a renunciar a cualquier transformación sustancial del sistema político-social imperante y aceptar como pautas obligatorias las del neoliberalismo, que ya avanzaba a marchas forzadas.
Se me puede objetar que en realidad no había nada a lo que renunciar, porque las expectativas de cambio de modelo social eran aquí igual de limitadas tanto fuera como dentro de la CEE. Y no diré yo que no. Pero la ampliación del marco de la lucha por la liberación social la vuelve aún más dificultosa, incluso como hipótesis.
Los hay que tratan de zanjar la discusión diciendo que, al final, lo que ha sucedido es más o menos lo que era inevitable que ocurriera. A lo que cabe responder que incluso lo inevitable puede ser puesto en cuestión. No se logrará que no suceda, pero sí que no se dé por bueno.