Recuerdo que estaba sentado en el sofá de mi casa de Madrid viendo la CNN cuando pasaron las imágenes del avión que se estrellaba contra una de las Torres Gemelas. Había sucedido pocos minutos antes. Lo interpreté como un accidente. Como un tremendo accidente, por supuesto, pero accidente. Fue sólo unos instantes después, al ver –esta vez creo que ya en directo– la misma escena pero en la otra torre, cuando empecé a pensar que aquello podía ser cualquier cosa, pero desde luego no un accidente. Era otra cosa, sí, pero ¿qué cosa? La hipótesis de un atentado de Al Qaeda ni se me ocurrió en aquel momento. (Más grave es que me sucediera lo mismo con el 11-M. Pasó un buen rato hasta que se me abrió paso en la cabeza la idea de que aquello podía ser un atentado tipo Al Qaeda. He de admitir –y de admitirme– que mis reflejos analíticos ante los acontecimientos imprevistos son pocos y malos.)
Seis años después del hundimiento de las Torres Gemelas, que causó más de 3.000 muertos, ya nos hemos hecho a la idea de que los atentados suicidas a gran escala constituyen una posibilidad que no cabe descartar en ningún momento.
Por mi parte, además, los entiendo. No digo que me parezcan bien, vive el cielo, sino que entiendo la lógica de la desesperación que los alienta. El terrorismo suicida parte de dos convicciones. La primera es que las grandes potencias occidentales matan, destruyen y roban cuanto les viene en gana amparadas en un orden mundial que se han fabricado a la medida de sus ambiciones, y no hay modo de frenarlas por ninguna vía legal y pacífica. La segunda es que, una vez que se ha decidido responder a lo anterior por la vía del terrorismo, la autoinmolación del combatiente es el método que abre más posibilidades de hacer daño.
La primera convicción es errónea. No sólo es posible combatir la injusticia por métodos pacíficos, sino que son los métodos pacíficos, apoyados en la movilización de las masas, los únicos que abren la vía a la consecución de conquistas estables. El recurso a métodos de violencia indiscriminada prefigura situaciones posteriores de arbitrariedad e injusticia parecidas a las que se combatieron con esas armas, aunque tal vez controladas por otros sátrapas.
La segunda convicción, en cambio, es correcta. Si al terrorista le da igual perder la vida, su capacidad destructiva puede ser muy alta, tanto en cantidad como en calidad.
Alfonso XIII le preguntó en cierta ocasión al jefe de policía que estaba encargado de su seguridad si podía certificar que no moriría en un atentado. A lo que éste le respondió: «No, Señor. Si alguien quiere matar a Su Majestad y está dispuesto a lo que sea para lograrlo, es muy posible que lo logre. Lo que sí puedo certificarle es que no saldrá vivo.»
La anécdota viene bien para ilustrar la tesis que he defendido más arriba. Porque Alfonso XIII no desapareció de la escena política española por ningún atentado, sino por unas elecciones democráticas en las que quedó claro que la mayoría de la población, y en todo caso sus sectores más dinámicos e influyentes, no lo querían ver ni en pintura. Lo cual le movió a tomar el portante y huir de España.
Aunque –y en eso he de matizar mi afirmación de antes– aquello no permitió ninguna conquista popular estable.