Columnas de
Javier Ortiz aparecidas en
durante el
mes de septiembre de 2003
(para fechas anteriores, ve al final de esta página)
ZOOM |
El miedo a que se sepa |
JAVIER ORTIZ Los 1.400 expertos que el Gobierno de Bush envió a Irak para hallar las armas
de destrucción masiva -ésas que ponían en inminente peligro nuestra
civilización occidental y cristiana, según Bush, Blair y Aznar- han llegado a
una conclusión: tanto daría que se dedicaran a buscar el vellocino de oro. O
el Santo Grial. Los resultados serían los mismos. Las autoridades
norteamericanas recalcan que se trata de una conclusión provisional. Y lo es,
sin duda: mientras decidan que los expertos sigan en Irak busca que te busca,
todas sus conclusiones serán provisionales. Por definición. Otra cosa es que
ellos mismos hayan manifestado esperanzas de encontrar algo si continúan con
su búsqueda. Al contrario: según las noticias que ha divulgado la propia
prensa norteamericana, los 1.400 especialistas no ven qué más podrían hacer.
Es más: creen que no han encontrado nada porque no hay nada que encontrar. Admito que al
principio me sorprendió que los ocupantes estadounidenses no encontraran
armas de destrucción masiva en Irak. No porque creyera que Sadam Husein las
tenía -que no lo sabía, y sigo sin saberlo-, sino porque di por hecho que, si
no descubrían armas autóctonas, llevarían desde los propios EUA otras
fabricadas ad hoc, con sus letreritos de made in Iraq y todo. Tardé en darme cuenta
de que esto último era prácticamente imposible. ¿Por qué? Porque la banda de
George Bush no puede encargarse personalmente de la fabricación en secreto de
esas armas y de su traslado a suelo iraquí. Hubieran tenido que recurrir a
oficiales y soldados del Ejército, y a trabajadores de la industria
armamentista. Decenas, cientos de personas, tal vez. Y no podían tener la
certeza de que alguno de los enterados no fuera a sentir la tentación, fuera
por escrúpulos morales fuera por ambición económica, de chivarse a la prensa.
Lo cual habría tenido efectos catastróficos para los tramposos: ése es el
tipo de cosas que la opinión pública norteamericana no perdona. Cuando la fuga de
Luis Roldán, hace casi una década, recordé un viejo poema de Bertolt Brecht. Escribió
el fundador del Berliner Ensemble, pensando en los mandamases del III Reich:
«General: tu tanque es poderoso. / Pero tiene un defecto: / necesita un
conductor». Y es verdad: siempre cabe la posibilidad de que el conductor
piense, sienta, no acepte la orden. O que cuente luego lo ocurrido. De no necesitarse
conductores de uno u otro tipo, de no hacer falta intermediarios que lleven a
cabo los designios de la superioridad, quizá alguien habría especulado
seriamente con las ventajas de la desaparición física del fugitivo Roldán.Y
seguro que habrían aparecido en Irak armas de destrucción masiva. A montones.
Ya que es poco lo
que cabe esperar de la decencia de los gobernantes, está bien que al menos
les acabe refrenando de vez en cuando el miedo a que se sepa. [Copia del artículo publicado en El
Mundo el 27-09-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
EL HORNO |
¿Quién tiró la piedra? |
JAVIER ORTIZ Cuando los agentes de la autoridad conducían detenido el jueves pasado
al súbdito británico que ha admitido su relación con los asesinatos de Coín y
Mijas -King, o como quiera que se llame-, un individuo, integrado en un grupo
de ciudadanos de esos que se forman a toda velocidad en relación con lo que
sea para mostrar su indignación supina y su irrefrenable deseo de venganza
-es decir, para salir en la tele-, arrojó un pedrusco que, como suele ocurrir
en estos casos, no acertó en la cabeza de su destinatario, sino en la cara de
un comisario de policía, en la que abrió una brecha de considerables
proporciones. El suceso
simboliza bastante bien, me parece, la disparatada barbarie de la que hacen
gala esas turbas -no demasiado compactas, pero definitivamente ruidosas- que
se pasean por la vida con aspiraciones a extras de película. Hijos
espirituales del virginiano juez Lynch, famoso en el mundo entero por la ley
que lleva su nombre y por los linchamientos resultantes de su aplicación,
condenan de antemano a los detenidos y exigen la ejecución inmediata de la
sentencia, cuando no se animan a ponerla en práctica por su cuenta. La cuestión no es
sólo que se equivoquen con cierta frecuencia y hagan pagar a justos por
pecadores, como saben muy bien ahora Dolores Vázquez y todos cuantos
intervinieron en su condena.Tampoco que, además, pretendan aplicar penas tan
ilegales como estrafalarias (la lapidación, por ejemplo). Lo peor es que
conciben -y animan a que se conciba- la Justicia como venganza, en lugar de asumir
su finalidad reinsertora, debidamente proclamada por la Constitución
Española, tan invocada y tan poco asimilada, salvo para lo peor. Ya sé que lo fácil
es culpar de estos extremos a los medios de comunicación en general, y a las
televisiones en particular.Es fácil... y es justo: no se movilizaría ni mucho
menos tanta gente si no fuera porque cree que así va a ver reconocido su
derecho universal a tener un cuarto de hora de fama, derecho formulado -un
tanto tontamente, dicho sea de paso- por Andy Warhol. Pero hay en toda
esa gente -creo- algo más que afán de notoriedad.El gusto por el linchamiento
es muy anterior a la televisión. Para mí que es también intérprete
inconsciente de una pulsión tribal, que mueve a odiar a muerte a quien
lesiona gravemente las reglas de funcionamiento que hacen que el grupo se
sienta en paz, confortable. Son gente de orden
que no soporta que le alteren su orden. Cuando oí la
noticia de la pedrada, me formulé mentalmente la pregunta retórica que da
título a estas líneas («¿Quién tiró la piedra?»), y recordé una viejísima
canción popular: «El aldeano tiró / tiró la piedra, tiró / tiró la piedra
/ y no la encontró». Hoy en día, los
aldeanos mentales ya no viven necesariamente en las aldeas. Ni mucho menos. [Copia del artículo publicado en El
Mundo el 25-09-2003 y enviado para sustituir la columna de los jueves de
José Luis Martín Prieto, ausente] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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Aznar, teórico y práctico |
JAVIER ORTIZ Oí anteayer el discurso de José María Aznar en un foro internacional
reunido en Nueva York para analizar las raíces del terrorismo. El jefe del
Gobierno español negó la mayor, rechazando que se hable sobre las raíces del
terrorismo. Dijo a los reunidos que es un error conceder importancia a las
causas de los actos de violencia terrorista. «Hay que desmitificar la idea
misma de causa», sentenció. Para él, sólo han de tenerse en cuenta los
efectos. En consecuencia, lo único que hay que estudiar es cómo acabar con
los terroristas. Los otros
destacados intervinientes -Annan, Chirac, Chrétien, Lula da Silva- dedicaron
sus intervenciones al enunciado del foro, examinando las realidades que
explican -no que justifican, por supuesto- la existencia del terrorismo y
planteando la necesidad de superar las situaciones de injusticia, frustración
y sufrimiento que pueden contribuir a que surjan y obtengan cierto respaldo
social tales o cuales fenómenos de violencia política organizada. Nadie se tomó el
trabajo de responder a la tesis de Aznar. Por delicadeza, supongo. El presidente
español partió de un sobreentendido falso. Dio por hecho que, cuando se trata
de terrorismo, todo el mundo habla de lo mismo que él. Y no. Por el sentido de
sus palabras, se deduce que él considera terrorismo todo acto de violencia
política realizado por quienes no actúan bajo la autoridad de un Estado. Pero
ésa es una simplificación inaceptable. En primer lugar, porque, si el
terrorismo fuera eso, quedaría excluida la existencia del terrorismo de
Estado.Y en segundo término, porque, si toda violencia no legitimada por la
autoridad de un Estado fuera condenable, quedaría anulado de un plumazo el
derecho a combatir los regímenes tiránicos.Lo primero contradice el Derecho
internacional. Lo segundo, el sentido mismo de la justicia (y, ya de paso, la
propia doctrina de los Padres de la Iglesia católica). Si más allá de la
autoridad de los estados no hubiera violencia justa, ninguna revolución
podría ser justa. ¿Cómo tomar posición ante una revolución sin examinar sus
causas? Incluso aceptando
que Aznar no pretenda que su criterio valga para juzgar el curso general de
la Historia, es obvio que su mera aplicación a la realidad actual obligaría a
romper relaciones con los muchos gobernantes del mundo que han llegado al
poder manu militari, contando con las autoridades establecidas
únicamente para pasarlas por las armas. Es sorprendente
que Aznar se crea con autoridad para dar lecciones sobre terrorismo al resto
de los líderes del mundo. Porque tampoco puede decirse que su tosquedad como
teórico se vea paliada por sus éxitos como práctico. Todos sus colegas
internacionales saben que ya hace siete años que prometió que en seis habría
acabado con ETA. Debería darse por
contento con que no se lo recuerden. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 24-09-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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El sábado para el hombre |
JAVIER ORTIZ Los fariseos
preguntaron a Jesús de Nazareth cómo se atrevía a violar la ley sacra que
manda descansar el sábado, dedicándose a hacer buenas obras en tal día. Y él
les contestó: «El sábado está hecho para el hombre; no el hombre para el
sábado». José María Aznar
debería leer las cartas de San Pablo a los Corintios. Quizá así, inspirándose
en la doctrina cristiana, pondría menos énfasis en exigir a Chirac y Schröder
que se atengan al Pacto de Estabilidad, cual si de una ley divina se tratara,
y entraría a considerar si conviene al bienestar de los hombres -y de las
mujeres, aunque a San Pablo le preocuparan bastante menos- que la UE tome
sendas económicas menos ortodoxas pero más útiles. Aznar presume de
hacer sus deberes. Pero se ve que entre sus deberes no figura ni la cantidad
ni la calidad del empleo: España ofrece en ambos campos uno de los panoramas
más deprimentes de la Europa comunitaria. Tampoco debe de considerar que
entre sus obligaciones figure el desarrollo tecnológico: la inversión pública
en I+D va aquí de mal en peor. A lo que parece, entiende que también queda
fuera de sus deberes la posibilidad de que el Estado emplee su dinero
-nuestro dinero- en potenciar las infraestructuras, dinamizando la economía y
generando empleo. ¿Será que Chirac y Schröder se han vuelto keynesianos? No:
es, sencillamente, que han sacado algunas lecciones de la experiencia. Y,
visto lo que dan de sí si las recetas neoliberales, han decidido recurrir
también a otras. El consejo de ministros
conjunto que celebraron anteayer los gobiernos de Francia y Alemania ha
marcado el paso al que habrá de ajustarse la Europa comunitaria, de la que
ambos estados son columna vertebral. Aznar puede hacer todos los aspavientos
que quiera y decir que ésa ha sido tan sólo «una de las muchas reuniones que
se celebran en Europa». No puede ignorar que le han dado con la puerta en las
narices. Al final, todo se
relaciona con todo. Y todo es consecuencia de todo. Es lógico que Blair,
primer ministro del menos europeísta de los estados de la UE, haya venido
decantándose sistemáticamente del lado de los Estados Unidos, siguiendo la
tradición británica. Sabe a qué juega. Sabe que el peso que tiene el Reino
Unido en los más diversos órdenes obliga a los demás a tenerlo en cuenta, por
mucho que les fastidie. ¿Pero Aznar? ¿De dónde se sacó que hacía un buen
negocio enfrentándose al eje francoalemán y dedicándose a dar a Chirac y
Schröder campanudas lecciones de política exterior, de política común de
Defensa, de constitucionalismo continental, de pericia económica y de todo lo
que pillara por delante? Le han puesto en
su sitio. A él y, ya de paso, a su amigo Berlusconi. Que pidan ahora
socorro a Bush. No podrá auxiliarlos. Está demasiado ocupado escapando de un
huracán. ¿Qué digo de un huracán? De varios huracanes. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 20-09-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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El jefe de la oposición |
JAVIER ORTIZ Es evidente que Rodríguez Zapatero está convencido de que firmar con el
PP eso que llaman «pactos de Estado» mejora su imagen. Que le hace aparecer
como un político responsable, constructivo, etc., etc. Lo que no sé es de
dónde se ha sacado que la ciudadanía española se toma las elecciones como un
concurso de buenos modos. La Historia reciente de este país da suficiente
cuenta de políticos cuyas virtudes personales han merecido toda suerte de
alabanzas y a los que la inmensa mayoría ha dejado de lado una y otra vez a
la hora del voto. Como tampoco escasean ejemplos de lo contrario: personajes
cuyas marrullerías jamás han sido un secreto para nadie, a pesar de lo cual
-si es que no precisamente por lo cual- han tenido éxitos enormes en las
urnas. La política
castiga con frecuencia a los honrados, sí. Pero mucho más a
los panolis. ¿Qué beneficio
político concreto obtiene Rodríguez Zapatero apareciendo de la mano de Aznar
en los asuntos más cruciales de la vida política española? ¿Qué gana suscribiendo
pactos privados con respecto a la inmigración, a los alambicados problemas de
Euskadi o al funcionamiento actual de la Justicia? En cada uno de esos
campos, su afán pactista no ha alterado ni en un ápice la línea práctica del
Ejecutivo, que ha hecho lo que le ha venido en gana antes del pacto, en el
pacto y después del pacto. En sus primeros
años de Gobierno, Felipe González tuvo una ocurrencia que le dio abundante
renta: nombró a Fraga Iribarne «jefe de la oposición». Adornado con tan
pomposo título -absurdo en un sistema parlamentario como el español, en el
que no hay una oposición, sino tantas como partidos están fuera del
Gobierno-, Fraga se puso muy hueco. Pero, sobre todo, se puso dócil, que es
lo que González había buscado regalándole el oído y las prebendas. Fraga pasó
años sin hacer nada que se pareciera a una verdadera oposición. A una
oposición que se aproximara, siquiera fuera de lejos, a la que el propio
González había hecho con Adolfo Suárez. Me da que Aznar
tomó nota de aquella experiencia y que la ha repetido a su modo con Rodríguez
Zapatero. Le ha invitado a firmar mano a mano pomposos acuerdos fuera del
Parlamento, como si el secretario general socialista representara al conjunto
de la oposición (o como si el resto de la oposición fuera desdeñable).Y él lo
ha aceptado, no dándose cuenta de que con ello se separaba del resto de los
partidos de oposición y de la parte de la población que simpatiza con ellos.
No ha aprendido de la experiencia, que debería enseñarle que el PP vuelve
esos acuerdos contra él a la primera de cambio, acusándole de traicionarlos. Hay un reproche
que Aznar suele lanzar desdeñosamente contra Rodríguez Zapatero y que -debo
admitirlo- comparto. Le dice que no se aclara. Y es verdad. Y lo que es peor
todavía: se le nota. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 17-09-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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Juan Franco II |
JAVIER ORTIZ Para Rosanne Cash, con mi más sincero
pésame «Hay
algunos que especulan con mi edad...», dijo Francisco Franco en no me acuerdo
ya qué decrépito, balbuciente, casi inaudible mensaje navideño, prácticamente
póstumo. Y siguió, con un hilillo de voz: «...Pero yo me siento más joven que
nunca para empuñar con mano firme el timón de la nave del Estado». Hasta
algunos franquistas -los menos insensibles- sentían vergüenza. Al final
de su vida, aquel personaje cruel y sanguinario, odiado y odioso, daba pena.
Se caía a trozos, pero se aferraba como un poseso al poder. Era patético. Pero ese
largo e impúdico viacrucis no fue sólo cosa suya. Quienes le servían de coro
interesado lo jaleaban. Hasta tuvo un yerno que se dedicó a fotografiarlo
mientras agonizaba, para vender luego las instantáneas. Juan
Pablo II es, como Franco, jefe vitalicio de un Estado que no se atiene a
criterios de democracia. Entre el
uno y el otro hay diferencias y parecidos. La
diferencia principal es que el todavía Papa no obliga a nadie a ser súbdito
de su régimen. Tampoco fusila a los que le salen díscolos. Pero
tampoco podemos desdeñar los parecidos. Da
verdadera pena este hombre trémulo, terminal, casi inmóvil, arrastrado, sin
apenas signos de vida, al que vimos anteayer a su llegada a Bratislava. Es
obvio que ese anciano irremisible, que tardó más de 20 minutos en ser bajado
del avión y que fracasó en la locución de un sencillo mensaje tan breve como
burocrático, no está para ningún trote. Para ninguno. Pese a lo cual, lo van
a llevar de aquí para allá durante varios días. Y luego lo meterán en otros
fregados, algunos de ellos comunitarios. La
tentación -que también las hay, incluso cuando se trata de tan pías figuras-
es imaginar que la burocracia vaticana se está aprovechando cruelmente del
anciano para sus propios fines. Que lo tienen en pie -o como sea- del mismo
modo que los otros hicieron cabalgar al Cid en Valencia, para sostener el
tinglado. Pero no
es así. Es decir: sí es así, pero no en lo esencial. Un esperpento como ése
sólo puede llevarse a cabo cuando el protagonista está firmemente empeñado en
representar el papel. Y cuando, si él se empeña en hacerlo, nadie tiene poder
para quitárselo. Que aquellos que lo rodean estén por la labor, o la
aplaudan, es condición necesaria, pero no determinante. Karol
Wojtyla hace lo que cree que debe hacer. Del mismo modo que Franco hizo hasta
sus últimos y trémulos pasos lo que creyó que le correspondía. El
dictador español hizo inscribir en las monedas, bordeando su efigie:
«Caudillo de España por la Gracia de Dios». De eso se trata, en ambos casos. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 13-09-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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Napoleón Bush |
JAVIER ORTIZ George Bush pide más dinero al Congreso de los EEUU para mantener la
ocupación de Irak y reclama que los estados que integran la ONU envíen tropas
y material, pero bajo mando norteamericano. La prensa de su país le responde
-digámoslo así, para abreviar- que si se ha vuelto majara o está tonto. Ni lo uno ni lo otro:
sufre un atracón de soberbia. Sólo eso explica que tenga las narices de
solicitar a quienes le dijeron que no fuera a la guerra que asuman ahora los
gastos -y el desgaste- de sus consecuencias. No recuerdo quién
dijo aquello de que Napoleón era un loco que se creía Napoleón. Bush se
parece a Napoleón sólo en un punto: la megalomanía. Bonaparte creyó que podía
conquistarlo todo, y durante muchos años los hechos parecieron darle la
razón, puesto que ningún ejército frenaba sus avances. Pero, lo mismo que
Hitler más de un siglo después, cometió el error de ocupar demasiado
territorio. Y de quedarse en él. Vencer parece más
rápido, sencillo y contundente que convencer pero, a la larga, resulta mucho
más oneroso. El convencido se administra solo. Al vencido hay que tenerlo a
raya. En los tiempos en
los que Nikita Jruschev creyó necesario mostrar a la China de Mao su poderío
militar y ordenó a su Ejército disparar contra las tropas chinas sobre las
aguas del río Usuri, frontera entre ambos países, corrió por Moscú un chiste
que tenía muy mala uva. Contaba que el
conflicto se ponía cada vez más feo y que se llegaba a la guerra total entre
las dos potencias. El primer día de guerra, el ejército soviético atacaba y
hacía dos millones de prisioneros chinos. El segundo capturaba diez millones
de combatientes de la República Popular. Durante el tercero se le rendían
ochenta millones de soldados chinos. Al cuarto, cien millones. Al quinto día,
el premier soviético recibía un telegrama enviado por Mao Zedong. El
texto era tajante: «¿Ha entendido? Ríndase». Al igual que
tantos otros de sus antecesores en el mando de un imperio, George Bush se ha
dejado fascinar por la belleza de sus armas, como Leonard Cohen en Manhattan.
Pero las armas dan miedo, no razón. Y para conservar el miedo en los
territorios ocupados, hace falta mantener en ellos las tropas que puedan usar
las armas, si hace al caso. Y eso sale caro. Y a los afectados -incluidos los
que integran las tropas en cuestión, y los que las financian con sus impuestos-
acaba por resultarles antipático. No me sorprende
demasiado que Bush, cuyas luces son las que son, desconsiderara la
posibilidad de que la guerra se le envenenara. Me deja perplejo, en cambio,
que los responsables de la maquinaria estratégica mayor del mundo no hubieran
previsto que las cosas podían seguir el rumbo que han seguido. Debe de ser que, a
fuerza de mentir y de mentir, acabaron por creerse sus propias mentiras. Reconforta
comprobar que son tan falibles. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 10-09-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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Aznar no les engañó |
JAVIER ORTIZ Afirma el director del Centro Nacional de Inteligencia, antes Cesid, que
su organización ni tuvo ni tiene datos que demuestren que el régimen de Sadam
Husein poseyera armas de destrucción masiva, ni tampoco que mantuviera
vínculos de colaboración con Al Qaeda. Quiere decir esto que Aznar apoyó el inicio de la guerra sin contar con
pruebas de primera mano que justificaran la decisión.Lo cual viene a
demostrar que, cuando juró y perjuró que esas pruebas existían, lo que estaba
haciendo era otorgar más crédito a los informes de Bush que a los de sus
propios servicios de información. Estos, ya para entonces, le habían hecho
saber que las presuntas pruebas aportadas por EEUU no demostraban nada y que
las denuncias de colusión entre Sadam y Bin Laden carecían de fundamento. A medida que han
ido pasando los meses, se ha visto que los informes del CNI se ajustaban
fielmente a los hechos y que los gobiernos de Washington y Londres alternaron
sin escrúpulos las exageraciones y las mentiras. Está claro que Aznar actuó
de modo censurable. ¿Por qué lo hizo?
Hay dos posibilidades teóricas. Hipótesis A: el
jefe del Gobierno español pecó de ingenuo. Ni se le ocurrió la posibilidad de
que Bush pudiera estar obrando sin la necesaria base, o que le movieran
razones distintas de las que le estaba dando. Supuso que los servicios
españoles de inteligencia no podían afinar más que la CIA, el FBI y todo el
monario trasatlántico. Esta hipótesis es
más que improbable. De haber sido así, ahora que sabe que los informes que le
pusieron sobre la mesa en las Azores eran una porquería, cuando no un burdo
amaño, debería estar indignado con Bush, mentándole todos sus antepasados.
Sin embargo, sigue dando la cara por él. En consecuencia,
sólo cabe la hipótesis B: no le dio mayor importancia al hecho de que los
informes tremendistas contra Sadam fueran inconsistentes, porque él también,
como Bush y como Blair, perseguía objetivos distintos de los que declaraba. De todos modos,
actuara movido por unas u otras razones, fuera imperdonablemente ingenuo o
perfectamente cínico, lo obvio es que falseó la realidad y se apuntó a una
guerra tan ilegal como inmoral. En otros países,
la evidencia de que sus gobernantes fabricaron el escenario que les permitió
justificar la guerra está levantando una considerable polvareda. Blair ha
visto comprometido su futuro y se ha tenido que emplear muy a fondo para
defenderse. Aquí no. El grueso
de la opinión pública española es tan especial -digámoslo así- que, incluso
teniendo pruebas de lo sucedido, incluso después de oír las declaraciones
abrumadoras del jefe de los servicios secretos locales, no sólo permite que
quien obró de ese modo se niegue incluso a dar explicaciones, sino que acepta
sin pestañear que continúe enviando tropas al frente. ¿Qué se deduce de
ello? Muchas cosas, pero una bastante antipática: que a muchísimos españoles
Aznar les mintió, pero no les engañó. Les parece bien.
Lo quieren así. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 06-IX-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
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Actores, y malos |
JAVIER ORTIZ La Ejecutiva del PSOE ha puesto a caldo a
Mariano Rajoy por abandonar el Gobierno. En su estreno como portavoz
socialista, Carme Chacón afirmó anteayer que el candidato ha demostrado que
es otro cobarde, como Aznar, y que huye del Parlamento porque no quiere dar
la cara. Supongo que la
propia Carme Chacón será consciente de la inconsistencia de su crítica. En
primer lugar, porque si algo ha demostrado Mariano Rajoy en los últimos meses
es que no se arredra a la hora de dar la cara para defender causas para las
que hace falta valor, dicho sea en todos los posibles sentidos de la
expresión. Y, en segundo término, porque el alejamiento de Rajoy del Gobierno
era de cajón. Una vez decidido que asume la dirección del PP, no podían hacer
otra cosa. Sería surrealista que Aznar tuviera de ministro a alguien que es
su jefe jerárquico en el partido. Eso, más que un Gobierno bicéfalo, sería un
Gobierno cefalálgico. Una y otra vez, el
PSOE incurre en críticas afectadas, teatrales, cogidas por ni se sabe qué
pelos. Parece no darse cuenta de que, a fuerza de pintar como catastróficas
tantas actuaciones de Aznar y los suyos, devalúa lo que hacen de
verdaderamente catastrófico. Lo trivializa. No trato de decir
que los dirigentes del PSOE critiquen demasiado al PP. De hecho, creo que se
quedan muy cortos. En realidad ése es
precisamente su problema: que, como las críticas que formulan son por lo
general bastante superficiales -en el fondo ambos partidos están bastante de
acuerdo en casi todo, salvo en quién debe gobernar-, tienen que cargar
exageradamente las tintas para fingir que ejercen una oposición
intransigente. Sobreactúan. Y se
les nota. Los jefes del PSOE
son víctimas sistemáticas de tres contradicciones que ni quieren ni pueden
quitarse de encima. Primera: lo que
ofrecen al electorado a cambio de lo que hay se parece enormemente a lo que
hay (aunque el compañero Tamayo, afamado renovador por la base, lo considere
poco menos que maoísmo). Segunda (y todavía
más enojosa): casi todo lo que critican en el PP, presentándolo como
despotismo y reacción pura y dura, es calco de lo que hizo su propio partido
cuando tuvo el Gobierno en las manos. ¿Qué digo su propio partido? Ellos
mismos, en buena medida. Y tercera (suma y
resultado de las dos anteriores): no hay ninguna razón para creer que lo poco
diferente e interesante que ofrecen lo cumplieran realmente, en caso de
vencer. El conjunto es
demoledor. Y las encuestas dan cuenta de ello. Recuerdo lo que se
decía del PP en los tiempos del esplendor felipista: que no subía más porque
había tocado techo. Mucha gente no se dio cuenta de que, como en la canción
de Paul Simon, el techo de los unos suele ser el suelo de los otros. Con una
oposición como ésta, las únicas posibilidades de ascenso de los de abajo se
cifran en el hundimiento de los de arriba. [Facsímil del artículo publicado en la
edición digital de El Mundo el 03-IX-2003] Para volver a la página principal, pincha aquí |
Columnas publicadas con
anterioridad
[y no
incluidas en los archivos del Diario de un resentido social]
. Segunda quincena de
julio de 2003