Apuntes del natural

[Del 2 al 8 de julio de 2004]

 

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Responsabilidades

(Jueves 8 de julio de 2004)

El recurso es viejo, pero probablemente nadie haya echado más generosa mano de él en los últimos tiempos que el ex ministro de Defensa Federico Trillo Figueroa. En el tramo final de la pasada legislatura, cada vez que quedaban en evidencia sus muchas y variadas torpezas de palabra y de obra y alguien le preguntaba si pensaba asumir las responsabilidades correspondientes, él contestaba que las responsabilidades se dirimen en las urnas. Venía a decir que quien creyera que debía irse no tenía más que ayudar a que otro partido venciera en las elecciones, con lo que a él no le quedaría más remedio que abandonar el Ministerio.

Ahora que ya han quedado al desnudo sus chapuzas, sus negligencias y sus mentiras en relación al accidente del Yak-42, vuelve a refugiarse en la misma barricada: ya no es ministro; ya ha pagado el precio de  sus eventuales errores.

He recordado antes que ese subterfugio no es de su uso exclusivo, ni mucho menos. También los felipistas lo emplearon con generosidad tras la victoria de Aznar en las elecciones de 1996. Cada vez que alguien amagaba con pasarles factura por alguno de sus desafueros pasados –varios de ellos descritos en el Código Penal con notable precisión–, contestaban de manera invariable: «Ya hemos dejado el Poder. ¿Os parece poca penitencia?».

El abandono del Poder es grave desgracia, desde luego, sobre todo para quien lo ambiciona como ninguna otra cosa, pero no lava de toda culpa a quien pasa por tan amargo trago. Un partido gobernante puede perder las elecciones por razones diversas. Cabe que a la mayoría del electorado no le convenzan las recetas que está aplicando, por honradas y lícitas que sean. Sin más. En ese caso, el voto no es de repudio, sino de mera preferencia. Además, cuando un gobierno es derrotado, pierden todos sus integrantes, no sólo aquellos que se han servido de sus cargos de manera inescrupulosa.

En suma: los purgatorios colectivos no sirven para expiar los pecados individuales. Trillo se quedó sin Ministerio, como el resto de sus compañeros y compañeras de Gabinete, pero de sus yerros, sus trampas y sus engaños particulares ha de dar cuenta él, específicamente. Por eso tiene pleno sentido reclamar que renuncie a su acta de diputado.

Se extiende estos días entre los afines al PP una línea argumental semejante para referirse a los trabajos de la Comisión parlamentaria sobre el 11-M: «No vale la pena dar más vueltas a lo que hicieron o dejaron de hacer Aznar, Acebes y Zaplana los días 11, 12 y 13 de marzo. Ya pagaron sobradamente el 14 por sus errores». Estamos en las mismas. Fuimos muchísimos los que el 14 de marzo no votamos al PP sencillamente porque no le hubiéramos dado nuestro voto de ningún modo, al margen de lo ocurrido en las horas anteriores. Es posible que una parte del electorado decidiera variar el sentido de su voto a la vista del bochornoso comportamiento del Gobierno en esas horas y que otra parte abandonara su idea inicial de abstenerse y acudiera a votar para castigar a Aznar y los suyos. Pero, mientras no quede claro qué sucedió realmente, si fueron torpes o canallas –o ambas cosas, y en qué proporción–, no sabremos si cabe considerar que su actuación es cosa ya juzgada o si cumple pedirles responsabilidades suplementarias, no incluidas en la derrota electoral.

Nada de echar tierra a nada. Lo primero de todo, conocer la verdad. Y lo segundo, sacar las consecuencias.

 

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7 de julio

(Miércoles 7 de julio de 2004)

Me siento extraño este 7 de julio. Desde 1991, el primer encierro de los sanfermines me ha pillado ya siempre de vacaciones en Aigües. Se cumplía entonces lo que se me había convertido en un ritual privado: levantarme pronto, desayunar, realizar las inevitables tareas domésticas, escribir... y esperar para saber si ha pasado o no a mejor vida alguno de los borrachos e inexpertos –o borrachos inexpertos, que nada les impide ser ambas cosas– que corren delante de los toros a esas horas de la mañana. Este año el contexto es diferente –veo amanecer en Madrid, aunque pronto saldré de viaje, en cuanto termine la tertulia de la radio–, pero el sentimiento es el mismo.

Sería un hipócrita sí dijera que me preocupa mucho la existencia de las eventuales víctimas de los encierros. Me cabrea ese ejercicio anual de imprudencia temeraria con respaldo estatal y eclesiástico. Cuando alguno sufre un percance, no puedo dejar de pensar que es lo que tiene el juego de la ruleta rusa: a veces el percutor encuentra la bala.

Como nunca he asistido a esas fiestas y tampoco me he interesado gran cosa por ellas, ignoraba que las carreras de los encierros distan de constituir la única muestra de temeridad absurda que se estila durante estos días en Pamplona. Ayer, durante el programa Pásalo de ETB nos enseñaron otra variedad que también se las trae. Consiste en trepar hasta la punta de una muy alta fuente (¿puede ser en la plaza de la Navarrería?) y tirarse desde allí para que quienes están abajo pongan sus brazos y eviten que el objeto volador no identificado se estrelle contra el suelo. Según me contaron, no faltan los ex practicantes de esta habilidad –llamémosle fuenting, para estar a la moda– que meditan ahora sentados en una silla de ruedas sobre lo divertidísima que fue su proeza.

Sobre lo que no medito yo, porque lo tengo clarísimo, es sobre lo estupendo que resulta que todos los cotizantes a la Seguridad Social tengamos que pagar a escote los resultados de la imbecilidad ajena.

«También pagamos los gastos que produce la imprudencia de los automovilistas kamikazes», me dirá más de uno. Cierto. También. Pero no es lo mismo. A los kamikazes del volante, si los pilla la Guardia Civil los empura. A los imprudentes de los sanfermines no sólo se les deja hacer, sino que incluso se les aplaude. Y hasta les pone un santo la Iglesia, para que los ampare.

 

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Patético Aznar

(Martes 6 de julio de 2004)

Sí, es evidente: este hombre no ha digerido su derrota. La sigue teniendo atragantada, clavada en el píloro. Aún se sofoca cuando recuerda lo sucedido el 14-M. No soporta la idea de haber hecho el ridículo.

Porque lo hizo. Durante más de un año, trabajó sobre el supuesto fijo de que su partido iba a ganar las elecciones. De que las iba a ganar, además, de calle. Es ese apoteósico error de cálculo el que trata de justificar, arguyendo que todo se torció por culpa de los atentados del 11-M. Poco dado a asumir la complejidad de las realidades, no se da cuenta de que esa explicación de su derrota es tan simple como tonta. Simple, porque es absurdo creer que los electores cambien de opinión de la noche a la mañana y en razón de un solo factor. Tonta porque, para que esa justificación valiera de algo, habría de partir del reconocimiento de que su actuación anterior había sentado las bases para que se le pudiera achacar alguna responsabilidad en la matanza. Ahora comprende que patinó lastimosamente cuando dio por hecho que su prestigio era tan alto que podía permitirse tranquilamente contrariar a la ciudadanía en lo que le viniera en gana.

Dije en su día que había un aspecto de la trayectoria de Aznar como presidente –uno– que me merecía un punto de consideración: prometió que no volvería a ser candidato a la reelección y cumplió. Pero ahora está demostrando que es incapaz de estar a la altura de su propia decisión. Ni ha digerido su derrota ni ha asimilado que ya no es el jefe de su partido. Trata de marcar el paso a Rajoy desde fuera, hablándole desde la zarza de la fundación FAES, cual Yahvé a Moisés.

El resultado no es bueno para él, pero a cambio es nefasto para Rajoy, que se ve desautorizado por el Bajísimo en las dos decisiones fundamentales que ha adoptado en los últimos tiempos: admitir la posibilidad de que se reforme la Constitución Española y aprobar la Constitución Europea.

Está visto que el poder es una de las drogas más adictivas que hay. Todos dejan la Presidencia del Gobierno diciendo que qué bien, que por fin van a poder dedicarse a sus actividades favoritas, desde el cuidado de bonsáis a la lectura intensiva de poesía. Y, en cosa de nada, ya están de nuevo metiendo baza. ¿No se dan cuenta de que su soberbia resulta nefasta para los suyos? Supongo que la atención de su ego no les deja tiempo libre para nada más.

 

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Periodismo económico

(Lunes 5 de julio de 2004)

Existe una variedad de autocensura que nos imponemos muy pocos columnistas. Consiste en prohibirnos escribir artículos en alabanza del patrón del periódico para el que trabajamos, incluso cuando hace las cosas bien o es atacado injustamente.  La razón es simple: el lector no puede saber si lo que escribimos es sincero o si es sólo un modo de hacer la pelota al jefe.

Fue por esa razón por la que no escribí en su día ni una sola línea sobre el asunto del «vídeo sexual» de Pedro J. Ramírez. La verdad es que aquella historia me cabreó a tope. Por dos razones. Primero, porque resultaba evidente que se trataba de una maniobra política tan sucia como ilícita, pese a lo cual mucho presunto defensor del Estado de Derecho hizo el juego a los Vera, Rodríguez Menéndez y compañía, riéndoles la supuesta gracia. Y segundo, porque reveló la carcundia esencial de tantos y tantos progres que se dedicaron a hacer irrisión de lo que no era sino el reflejo de la libertad sexual de un individuo. De un individuo que, por lo demás, nunca ha pretendido dar a nadie lecciones de moral católica ni se ha erigido en censor de ninguna conducta sexual libremente consentida.

Pero no escribí nada sobre aquel asunto. Se lo comenté a más de uno: «De sucederle algo así a Juan Luis Cebrián o a Jesús Polanco, habría escrito muy a gusto en su defensa, porque nadie hubiera podido interpretarlo mal. Pero tratándose del director del periódico para el que trabajo, imposible».

Me pasa ahora algo parecido, pero al revés. El País ha emprendido una campaña rastrera y lamentable contra Santiago Torres, el juez que lleva el caso Alierta. Una campaña denigratoria que se basa en insinuaciones y maledicencias no sustentadas en prueba alguna, cuando no en datos directamente falsos, o en acusaciones que no se sabe muy bien en qué consisten (por ejemplo, la de haber sido el juez que la emprendió contra los negocios de Jesús Gil, como si eso fuera un baldón en su carrera).

Está más que claro que Polanco se ha propuesto desacreditar a ese juez para proteger al presidente de Telefónica, que le sirvió en bandeja el suculento bocado de Vía Digital y que es desde entonces su aliado del alma. Teme que, de verse Alierta obligado a abandonar Telefónica por culpa de este sumario, pudiera ser sustituido por alguien menos dispuesto a facilitarle los negocios.

Vale la pena analizar cómo y hasta qué punto Polanco no duda ni por un momento en utilizar con total descaro sus medios periodísticos, principalmente El País y la cadena Ser, para servir su causa, así sea a costa de faltar a la verdad y de saltarse a la torera las normas más elementales de la deontología periodística.

A gusto publicaría en El Mundo una columna sobre ello pero, ay, el periódico en el que escribo está mezclado en la pelea, y parecería que trato de hacer méritos ante quien paga puntualmente mis colaboraciones todos los meses.

De manera que no tengo más remedio que abstenerme.

Comento este asunto aquí, al margen del periódico y en petit comité, por dos razones. Una, para dar un toque a los lectores y llamarles la atención sobre ese ángulo de análisis: tengan cuidado y no atribuyan con demasiada alegría purezas y radicalismos a columnistas que, en cuanto su patrón los necesita, acuden prestos en su ayuda, como lacayos que son. Y dos, para invitar a quienes todavía creen que El País es un periódico «serio» y «riguroso» a que sigan el rastro de este asunto y vean cómo se las gasta el señor Polanco y a qué métodos recurre cuando cree que alguien le puede tocar la cartera, sea como sea y por lo que sea.

 

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Otro culto más

(Domingo 4 de julio de 2004)

Por lo que he leído y oído –que tampoco ha sido tanto: el asunto dista de entusiasmarme–, no parece que haya llamado demasiado la atención el nuevo sistema estatuido por el Congreso del PSOE para la elección del órgano de dirección permanente, es decir, de su Comisión Ejecutiva Federal.

A mí me ha parecido un escándalo.

En síntesis, el modelo elegido –y aplicado ya en este caso– sigue tres pasos: en primer lugar, el Congreso elige directamente al secretario general; luego, éste se encarga de seleccionar a los miembros de su Ejecutiva; por último, la Ejecutiva seleccionada por el secretario general es sometida a la ratificación del plenario.

Se trata de un sistema de poder que bien puede calificarse de dictadura, dicho sea en el sentido romano del término. Como en las primeras dictaduras de Roma, el dictador es elegido pero, una vez que recibe el beneplácito de los electores, su poder es inmenso.

La potenciación del poder personal se sustenta en una filosofía de mando diametralmente opuesta a la que defiende la superioridad del poder colegiado. La primera confía en el arbitrio del líder; la segunda, en las soluciones de compromiso surgidas de la confrontación de los criterios y los intereses diferentes representados en el órgano de poder correspondiente.

Nada excluye, desde luego, que el dictador sea sabio, prudente y hasta generoso. Pero depende de él. No es algo a lo que le fuerce la propia dinámica organizativa.

Por supuesto que el sistema establece un mecanismo para derrocar al dictador en el caso de que éste se comporte de manera inaceptable para el partido. Pero se trata de un mecanismo de efectos tan inevitablemente traumáticos para el colectivo que es, en la práctica, como si no existiera. Recurrir a él supondría condenarse a una nueva travesía del desierto, perspectiva cuya sola mención horroriza a todo aquel que ya ha hecho alguna.

Pero, más allá de las consecuencias prácticas que tenga en su vida orgánica interna, el sistema elegido por el PSOE representa un modelo muy negativo para la educación democrática de la sociedad. De una sociedad que no necesita que se le incite a creer en las virtudes taumatúrgicas de tales o cuales líderes carismáticos, sino en la superioridad de la suma de las inteligencias, los esfuerzos y las voluntades  de los más.

Esta reedición socialista del culto a la personalidad, que tanto practicaron con Felipe González, echa doblemente para atrás, por lo evidente que resulta que no se asienta en la admiración espontánea que sienten hacia el personaje encumbrado –recordemos que en el anterior Congreso lo eligieron por los pelos y con todas las reticencias del mundo– sino, en lo esencial, en el deseo de amarrarse al poder que han recuperado de manera sorprendente incluso para ellos y cuya permanencia ligan a la persona del actual presidente de Gobierno.

Espero que, por lo menos, tengan el buen gusto de no clausurar el Congreso cantando La Internacional, con aquello de «Ni en dioses, reyes ni tribunos / está el supremo salvador»...

 

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Citius, altius, fortius

(Sábado 3 de julio de 2004)

No sé por qué existe tan general veneración por el lema de los Juegos Olímpicos (*): Citius, altius, fortius («más rápido, más alto, más fuerte»). ¡Si por lo menos añadiera habilius («más hábil»)! Puedo dar por bueno eso que se suele contar de que los fundadores de estas justas, allá por los tiempos de la Grecia clásica, pretendieron que los pueblos sublimaran con ellas sus odios mutuos, desfogando los furores bélicos en el terreno incruento de la rivalidad deportiva (aunque, a juzgar por la cantidad de guerras en las que de todos modos anduvieron metidos, no parece que tuvieran demasiado éxito). En todo caso, hace tiempo que la cosa ya no va de eso, como demostraron sobradamente los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, en los que las muchísimas medallas logradas por Alemania sólo sirvieron para exacerbar aún más la prepotencia nacionalista de los hitlerianos.

En la actualidad, el citius, altius, fortius ya no funciona como un anhelo estimulante, sino como una exigencia inexcusable: los atletas deben ir más y más rápido, llegar a más y más altura, mostrarse más y más fuertes. Porque, si no, el espectáculo decepciona, y si el espectáculo decepciona, el público se retrae, y si el público se retrae, los anunciantes se mosquean, y si los anunciantes se mosquean, peligra el negocio, y si el negocio peligra, los organizadores montan en cólera, y si los organizadores montan en cólera, los atletas ven en el alero su modus vivendi privilegiado.

Pero hete aquí que la raza humana tiene las mismas capacidades básicas desde hace ya muchos siglos, lo que no facilita la materialización de esa permanente reclamación de más y más. A partir de los años 50 del siglo pasado mejoraron mucho las técnicas de entrenamiento, es cierto, pero hace ya años que esas técnicas, si bien no han tocado techo, avanzan ya con lógica lentitud.

En tales condiciones, la vieja exigencia de citius, altius, fortius se convierte, se mire como se mire, en una invitación a los atletas para que se sirvan de medios artificiales que les permitan romper las barreras de aquello que cabe alcanzar por medios naturales.

La hipocresía oficial pone el grito en el cielo ante el dopaje, subrayando que el recurso a esos medios implica un desgaste feroz de los recursos físicos y psíquicos de los atletas, lo que limita tanto sus expectativas como su calidad de vida, porque con frecuencia les provoca lesiones y dolencias duras de sobrellevar y sin cura posible. Es cierto. Pero ¿qué más le da al show bussines? Los atletas, como tanta otra gente en este mundo mediatizado, funcionan como objetos de usar y tirar. En realidad, y digan lo que digan quienes controlan el tinglado, lo que quieren –lo que necesitan imperiosamente– es que este año, ahora mismo, se realicen las más portentosas proezas. Si quien las realiza está hecho una piltrafa dentro de una o dos décadas, ¿a quién le importa? Se le utiliza dentro de una o dos décadas para hacer un reportaje que relate en tono lastimero su penosa situación, en plan «quién te ha visto y quién te ve», y a correr.

Hoy empieza el Tour. El trazado es de una dureza enorme. Se supone que los ciclistas deberán cubrir etapas larguísimas, algunas con dificultades orográficas brutales. A la vez, habrán de soportar una presión psicológica fortísima y constante, producida tanto por las propias condiciones de la carrera (la menor distracción puede resultar fatal, incluso cuando se rueda en grupo) como por la permanente intromisión de los medios informativos. Si sobrevivir a una prueba así es ya de por sí una heroicidad, no digamos proponerse hazañas suplementarias. Pero deben hacerlas.

¿Cómo se logra eso? Todo el mundo lo sabe. Sin embargo, aunque quizá este año no asistamos a espectáculos de control y de sanciones tan llamativos como los de anteriores ediciones –parece que los encargados de esas cosas tienen líos con la organización–, doy por hecho que el discurso oficial seguirá siendo el mismo. Quieren ciclistas limpios. Pero los quieren haciendo imposibles.

Cuando acabe el Tour,  le llegará el turno a los Juegos Olímpicos de Atenas. Y será lo mismo.

Que quien quiera se tome estas cosas como si fueran pruebas deportivas. Son, en lo esencial, espectáculos de masas, regidos por las leyes mercantiles de los espectáculos de masas. El deporte establece las reglas, sí, pero el juego es otro.

 

(*) Una observación sobre una polémica que vuelve cada cuatro años: ¿es correcto llamar Olimpíadas a los Juegos Olímpicos? Según la Academia, sí. De hecho ésa es la primera acepción que el DRAE concede al término. Es de temer, de todos modos, que en éste como en tantos otros asuntos, los académicos no se hayan esmerado gran cosa. Es gente que tiende espontáneamente a la molicie. Baste con decir que ha habido que esperar a la última edición para que el DRAE dejara de pretender que un rasgo definitorio de los JJOO es que en ellos no participan deportistas profesionales.

En rigor, de acuerdo con el origen del término, la olimpíada es el periodo de cuatro años que media entre unos Juegos Olímpicos y los siguientes. De hecho, los griegos clásicos contaban los años por olimpíadas, de cuatro en cuatro. En ese sentido, unos Juegos Olímpicos y una olimpíada (u olimpiada, que los dos acentos valen) son dos cosas totalmente diferentes.  

 

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Dos verdades

(Viernes 2 de julio de 2004)

El Tribunal de la Administración que Georges Bush ha montado en Irak acusa a Sadam Husein de ser un criminal de guerra y un genocida. Husein responde que el juicio es una farsa y que el criminal de guerra y el genocida es George Bush.

Ambos parecen partir del injustificado principio de que sólo puede haber un criminal. Que hay que elegir: si  lo es el uno, no lo es el otro.

Vi el otro día en el canal Historia –en el que suelo recalar a menudo cuando tengo ganas de ver la televisión pero no de perder el tiempo del todo– un documental sobre las guerras de gángsteres en el Chicago de los años 20 y, más especialmente, sobre la célebre matanza del día de San Valentín, sucedida el 14 de febrero –claro– de 1929. El documental no estaba novelado y se atenía a los hechos, cosa a la que no estaba obligado Roger Corman cuando rodó en 1967 su justamente aplaudida The St. Valentine’s Day Massacre.

Aquel día de copiosa nevada, Al Capone envió a cuatro de sus pistoleros para que acribillaran a la plana mayor de su peor rival, George Buggs Moran.  Hicieron auténtico picadillo con cuatro lugartenientes de Buggs, el chofer de un camión y un conocido que estaba de visita, pero no con el propio Moran, que se olió la tostada y escapó de la cita trampa, que diría Mayor Oreja. Al saltar la noticia, que provocó auténtica conmoción en EEUU –hasta entonces se mataban de uno en uno, como quien dice–, Capone, que estaba en su casa de Florida, dijo: «Ese crimen lleva el sello de Moran».  Moran, por su parte, replicó: «Ese crimen lleva el sello de Capone». Lo cierto es que cualquiera de los dos hubiera sido capaz de ordenar una matanza así. Se acusaban el uno al otro de ser un asesino de la peor especie, y ambos tenían razón.

Por cierto que los defensores de Moran alegaban que se había granjeado el odio de Capone porque no aceptaba explotar el negocio de la prostitución. Y era verdad. Los defensores de Capone, por su parte, replicaban que Scarface fue durante años el potentado más caritativo de Chicago, que montó muchos comedores y albergues nocturnos gratuitos para los pobres. Y también decían la verdad. Ni siquiera los más malos son nunca absolutamente malos, más que nada porque en la realidad –en cualquier forma de realidad– los absolutos no existen.

El negocio de Capone era muchísimo más poderoso que el de Moran. Desbordaba ampliamente las fronteras de Illinois y abarcaba muchos estados. Moran controlaba sólo un barrio de Chicago.

La pena es que en aquella batalla fuera el criminal de menos monta el que se llamaba George Buggs. De ser al revés, la comparación entre el enfrentamiento de los dos célebres gángsteres y el de estos dos de ahora sería perfecta.

 

NOTA.–  ¡Cómo se nota (y perdón por tanta nota)! Ayer, esta página tuvo 1771 visitas. Unas 200 menos que a comienzos del mes pasado. Las estadísticas reflejaron el primer descenso a raíz del término del curso escolar. Este segundo, con el inicio de las vacaciones de una parte del personal. Y aún habrá de bajar, si se repite la experiencia de otros años. Es posible que mis propias vacaciones también afecten en alguna ocasión a esta colección de Apuntes. No porque haya días que no trabaje, sino porque los habrá que tendré que hacer otros trabajos de los de ganarme el pan y, puesto a sacrificar alguno para no quedarme por completo sin descanso, la pagará éste. Pero ya avisaré cuando eso ocurra. Si ocurre.

 

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