Apuntes del natural
[Del 5 al 11 de diciembre
de 2003]
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La rabia de CiU
(Jueves, 11 de diciembre de 2003)
No me hacía yo cargo de hasta qué punto las gentes de CiU iban a
encajar mal su salida de la Generalitat. Daba por supuesto que no les iba a
hacer la menor gracia, por supuesto, pero no me imaginaba que iban a
desencajarse por completo. Les ha dado un ataque de rabia evidente, tremendo e indisimulado, de ribetes casi cómicos. Ayer
estuve hablando con algunos que, por decirlo claramente, sólo les faltaba echar
espumarajos por la boca. Me llegaron a decir que ERC era culpable de haber
puesto al frente de Cataluña a “un español”. Cuando indagué sobre lo que
pretendían decir con eso, me respondieron que “es evidente” que Pasqual
Maragall “no es catalán”.
Creí que me daba un ataque de risa. De modo que uno puede ser
indiscutiblemente catalán gobernando con el apoyo del PP y ayudando al PP a
gobernar en Madrid, pero no puede serlo si tiene relaciones orgánicas con un
partido estatal. Curioso sistema de atribuir la nacionalidad.
Estuve luego hablando con amigos catalanes no vinculados a CiU y me
dieron una explicación muy pedestre de esa rabia. Me contaron que son miles de
personas las que, después de 23 años de vivir en y de la Administración
autónoma, van a quedarse en la calle, obligados a ganarse el pan con el sudor
de su frente. Y no se lo esperaban. Tuvieron la fugaz imagen de esa trágica
posibilidad antes de las elecciones, pero en seguida se tranquilizaron, a la
vista de los resultados: el PSC iba a quedarse de nuevo con un palmo de
narices.
Estaban ya repartiéndose los cargos cuando les ha llegado, como un
mazazo, la noticia de que tienen que recoger los trastos y marcharse para su
casa.
Con el paso de los años, y aunque nunca llegaran siquiera a planteárselo
así, habían llegado a interiorizar que la Generalitat eran ellos.
Ahora ya saben que no.
Sus risas de la noche electoral se han helado. Quien ríe el último...
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La vía catalana
(Miércoles, 10 de diciembre de 2003)
Dice Joan Puigcercós, vicesecretario general de Esquerra Republicana de
Catalunya, que su partido va a formar gobierno con el PSC porque su vía «no es
la vasca».
Para mí que la explicación sobraba. Su vía no es la vasca porque
Cataluña no es Euskadi, Mas no es Ibarretxe, CiU no es el PNV, ERC no es EA, el
PSC no es el PSE, el catalán no es el euskara y el Llobregat no es ni el
Nervión, ni el Urumea, ni siquiera el Oria. Por supuesto. La cuestión es saber
si han hecho una opción correcta. Para determinar lo cual no hacía falta marcar
distancias con respecto a Euskadi, a no ser que a ERC, en general, o a Joan
Puigcercós en particular, les haya entrado mucha prisa por dejar claro ante el estabishment español que el suyo es un partido
sensato, que no tiene intención de hacer causa común con esos vascos tan raros
y tan rupturistas.
Lo mismo es que soy muy suspicaz –eso me reprochó hace años José María
Aznar, supongo que con razón–, pero admito que no me ha gustado ese empeño de
Puigcercós por distanciarse de «la vía vasca».
Dicho lo cual, y perfectamente consciente de que Cataluña no es Euskadi
–ni Irlanda, ni el Quebec, ni Gales, ni Bretaña, ni el Alto Adigio, ni Japón, ni
la Pampa–, creo que ERC hace bien pactando con el PSC e IU-EV. Porque considero
que ese pacto le puede venir bien a Cataluña, y a España en su conjunto. E
incluso también a Euskadi, de rebote. Disiento de Josu Jon Imaz, que afirmó
ayer que habría preferido un acuerdo CiU-ERC (es más: sospecho que Imaz tampoco
está de acuerdo con esa afirmación pública de Imaz, obligada por las relaciones
entre el PNV y UDC).
No me hago muchas ilusiones con respecto a Maragall y el PSC, desde
luego, pero confío en que su ambición de poder le haga respetar más o menos los
compromisos que ha adquirido con sus futuros socios de Gobierno. Como confío
también en que la necesidad que tiene la dirección central del PSOE de mantener
la unidad de su partido le obligue a moderar su respaldo a la «voluntad de
imperio» del PP. Son factores que pueden dinamizar algo la esclerotizada vida
política española, cosa que conviene a
tot arreu, y no sólo en las «nacionalidades históricas».
Es curioso, de todos modos, que el afán que muestran algunos líderes
nacionalistas catalanes a la hora de subrayar las diferencias que separan a
Cataluña de Euskadi desaparezca como por ensalmo en cuanto empiezan a hablar
del estatuto de autonomía fiscal del que gozan los territorios forales de
Navarra, Guipúzcoa, Vizcaya y Álava. En ese punto, se olvidan por entero de las
diferencias –incluidas las históricas, reflejadas en la disposición adicional
primera de la Constitución– y sólo ven los parecidos. Ni siquiera recuerdan la
falta de interés que mostraron ellos mismos por la autonomía fiscal a la hora
del pacto constitucional.
Quizá porque no soy nacionalista, nunca he tenido el más mínimo interés
en que Euskadi goce de ningún privilegio. El Concierto Económico me parece un
buen sistema de descentralización fiscal, en la línea federal que creo deseable
para el conjunto del Estado. Así que, si la mayoría política de Cataluña quiere
ahora ser en eso como Euskadi, la respaldaré. Y reclamaré al Gobierno vasco y a
la izquierda española que la respalden. Porque me parece justo.
Pero, la verdad, me sentiría mejor si la izquierda nacionalista
catalana, hasta ayer mismo tan solidaria con la causa autodeterminista vasca,
no mostrara tanto empeño en distanciarse de ella ahora que está en la vecindad
del poder. Porque no me parece justo.
Nota de régimen interior.– Agradezco,
una vez más, las numerosas muestras de interés hacia mi estado físico que me
llegan a diario. Para conocimiento general, y a falta de respuestas
individualizadas, haré saber que la evolución de las heridas de mi brazo
derecho es satisfactoria, pero que aún me quedan al menos un par de semanas
hasta que pueda empezar a manejarme con cierta normalidad. Como puede
apreciarse por estos textos, he ido aprendiendo a usar el ordenador con un solo
brazo «normal», pero no me es posible trabajar todo lo que yo quisiera –y
necesitaría–, porque el brazo «bueno» se me cansa mucho. En fin, todo se
andará.
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Una contradicción
sobre ruedas
(Martes, 9 de diciembre de 2003)
Los noticiarios dan cuenta de la cifra de víctimas mortales producidas
por los accidentes de tráfico durante este pasado fin de semana, alargado al
lunes.
La consideran terrible, y lo es, pero no tanto en comparación con las
de otros años. En estas mismas fechas, en 2002 se registró una cantidad de
muertos casi idéntica. Es cierto que el puente del
año pasado fue más largo en algunas zonas, pero otras contaron con un día
menos. En realidad, una vez descontado el efecto de algunas variables –las
meteorológicas, en especial–, puede
considerarse que la carretera viene a representar un factor de muerte casi
fijo, predecible. Lo es, en todo caso, cuando lo evaluamos en plazos de cierta
amplitud, no sujetos a circunstancias coyunturales.
Eso es precisamente lo que más debería preocupar. No que en un fin de
semana concreto se produzcan más muertes de lo normal, sino la regularidad
final de la cifra.
Es chocante –al menos a primera vista– el poco interés real que pone
nuestra sociedad en el análisis de un problema que es a todas luces gravísimo.
El tráfico mata mucho más que la mayor parte de las lacras que la ciudadanía
pone en primer plano. Sin embargo, cuando las autoridades se refieren a esa
sangría constante, lo hacen de manera casi rutinaria, centrándose siempre en la
responsabilidad individual de los conductores.
Por supuesto que esa responsabilidad existe. Quien conduce de manera
imprudente se pone en peligro él y pone en peligro tanto a quienes lo acompañan
como a los demás usuarios de la carretera. Pero cuando de lo que se trata es de
la suma de una cantidad enorme de imprudencias individuales, el asunto deja de
ser abordable apelando a la conciencia de cada uno. Pasa a ser un problema
social.
¿Cabe abordarlo a escala colectiva? Las autoridades de algunos países
han optado por incrementar espectacularmente la cuantía de las multas. Se trata
de corregir por la vía del miedo lo que la prudencia y el buen sentido no dan
de sí. Pero la fragilidad del planteamiento queda de manifiesto cuando se sabe
que hace poco la policía de tráfico francesa multó en un solo día por exceso de
velocidad... a dos ministros del Gobierno que ha puesto en marcha una política
de sanciones de ese tipo. Si de lo que se trata es de pagar más, los menos
perjudicados son, por supuesto, los que más tienen.
Mejorar las carreteras, aumentar la vigilancia, castigar con severidad
las infracciones... Todo eso puede hacerse, aunque no sea fácil, porque cuesta
mucho dinero y no aporta gran popularidad. Pero el problema de fondo, lo que
dificulta –lo que impide, en realidad– un afrontamiento radical del problema,
es lo que el automóvil supone en unas culturas tan fuertemente individualistas,
competitivas y apresuradas como las nuestras. El coche es un símbolo de poder.
Y de distinción. Y es un medio para ir por cuenta propia, sin tener que
someterse a una disciplina colectiva.
¿Se puede exaltar a todas horas el más feroz individualismo y reclamar
luego que los así aleccionados tengan un
comportamiento considerado hacia los demás?
Por poderse, se puede. Es lo que se está haciendo.
Pero con los resultados que están a la vista. O bajo tierra.
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El régimen
(Lunes, 8 de diciembre de 2003)
Aznar se declara dispuesto a estudiar una posible reforma de la
Constitución siempre que afecte sólo a asuntos «secundarios» y no represente
«un cambio de régimen». Para él, lo fundamental es conservar intactos los
pactos esenciales que sirvieron para la elaboración de la Constitución vigente.
Es significativo que utilice la expresión «cambio de régimen», porque
precisamente uno de los pactos clave que marcaron el tránsito del franquismo al
sistema parlamentario fue la renuncia a la ruptura, es decir, al cambio de
régimen. 25 años después, él insiste en que no haya ruptura.
Yo no comparto ni poco ni mucho la posición de los que dicen que el PP
está propiciando la vuelta al franquismo. El PP tiene una fuerte inclinación
hacia el autoritarismo, sin duda, y un clamoroso desprecio por la separación de
poderes (un modelo probablemente inalcanzable, pero al que ni siquiera trata de
acercarse). Es catolicón, desconfía del pensamiento libre, alimenta un
españolismo carpetovetónico y ultramontano... Todo eso es más que cierto. Pero
el franquismo impuso sus querencias reaccionarias no sólo de manera mucho más
extrema, sino también con una espantosa violencia. No sólo fue más: fue otra
cosa. Sólo gente que no haya vivido bajo el franquismo o que se haya olvidado
de cómo fue puede decir que esto de ahora es franquismo.
Pero tampoco cabe olvidar que el paso del franquismo al sistema
parlamentario –la llamada «Transición»– se hizo respetando ciertas
características básicas del régimen anterior. Y que, así como algunas de esas
pervivencias se han ido desvaneciendo por pura ley de vida –por ejemplo, la
continuidad de los altos mandos militares y policiales–, otras se han mantenido
en lo esencial, o incluso se están reforzando en los últimos tiempos. Así, el
papel de la Iglesia Católica en la vida civil. O la concepción centralista de
España, basada en la identificación de «lo español» con los hábitos culturales
más rancios de las regiones no periféricas y de habla exclusivamente
castellana. La forma de Estado monárquica también se incluye en el lote de esos
elementos de continuidad intocables, no tanto porque sea importante en sí
misma, sino porque la proclamación de una República nos situaría de inmediato
dentro de otra tradición histórica, laica, izquierdista y federalizante.
Es obvio que cuando Aznar muestra su oposición frontal a «un cambio de
régimen» está pensando en el apuntalamiento de esos elementos de continuismo.
En resumen, lo que reclama es que no se desdibujen los trazos de la España eterna. Y la dirección de este PSOE
actual, cuyo único principio parece ser la carencia de principios, se dedica a
rivalizar con él en la puja por los blasones del derechismo histórico.
¿Lograrán que todo siga tal cual, salvo en los asuntos bien llamados
«secundarios»? Supongo que sí. A no ser que Cataluña, Euskadi y la anti-España interior, que diría Franco, a
fuerza de oponerse a la España eterna, acierten a abrir paso
a una nueva.
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¿Mía por obligación?
(Domingo, 7 de diciembre de 2003)
Si no supiera que Su Bajestad Don Borbón no ha escrito en su vida nada que
no sea la lista de los recados –o sea, que es políticamente ágrafo--, lo
maldeciría por lo que mal-dijo ayer en el discurso que balbució a propósito de
la Constitución.
¿Quién fue el fabricante de frases campanudas que le puso en el papel
que «nadie tiene derecho a apropiarse de la Constitución ni a rechazarla como ajena»?
Valiente memez. Todo el mundo tiene derecho a rechazar la Constitución
como ajena.
Incluyéndome a mí.
No sólo tengo derecho a rechazar la Constitución como ajena, sino como
me dé la gana. Desde luego que como ajena, puesto que ni participé en su
confección ni la aprobé, porque no me dio la gana respaldar que España siguiera
con la Monarquía instaurada por Franco, que el orden económico capitalista sea
inmutable y que el Ejército tenga el peligroso encargo de mantener la unidad
sacra de la Patria. Pero si hubiera querido rechazarla por cualquier otro
motivo, incluso porque sí, también habría estado en mi derecho. (Un derecho
reconocido en la propia Constitución, dicho sea de paso... y como no podía ser
menos, porque si no quieres reconocer derechos tan elementales como ése, no
haces ninguna Constitución y santas pascuas.)
Nadie puede obligar a nadie a identificarse con una ley, por importante
que sea. Ninguna ley puede obligar a los ciudadanos a que la aplaudan.
Las leyes se acatan. Hasta que se reforman o se derogan.
Las pleitesías son de otro orden. No del legal. Y menos del
democrático.
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Una tienda
constitucional
(Sábado, 6 de diciembre de 2003)
Hoy, 6 de diciembre, vigésimo quinto aniversario de la aprobación de la
Constitución, me viene al recuerdo una tienda que me topé el viernes de la
semana pasada según paseaba sin destino fijo por Barcelona.
Era una tienda de banderas.
Si digo que las tenía todas, seguro que exagero. Tenía muchísimas, en
todo caso, y de signo no sólo muy diferente, sino a veces incluso opuesto. Allí
estaban, sin embargo, las unas junto a las otras, dobladitas y en paz.
¿Creen ustedes que ligo el recuerdo de aquella tienda con el
aniversario de la Constitución por esa imagen de simbólica coexistencia
pacífica de las más diversas causas? No. Me ha venido a la memoria al pensar
sobre la capacidad de alguna gente para negociar con el imaginario de los
demás.
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Ella
(Viernes, 5 de diciembre de 2003)
Leo que la ministra Pilar del Castillo
acaba de firmar un papel por culpa del cual el catalán y el valenciano serán
enseñados en las escuelas de idiomas como dos lenguas diferentes.
Esta pájara militó allá por los 70 en
Bandera Roja, grupo catalán de izquierda radical –más o menos– integrado en lo
esencial por chavalines del pijerío condal que se entretenían jugando a los
rojos a la espera de que el Poder les hiciera un hueco, aunque ni siquiera
ellos mismos lo supieran, porque la lucidez nunca fue su fuerte.
En todo caso, esa vieja militancia izquierdosa
permite concluir que la veterana moza sabe de sobra que el valenciano no es
sino una variante dialectal del catalán, como ha reconocido la propia Academia
Española. Que diferenciar el valenciano del catalán es, sobre poco más o menos,
como distinguir al andaluz del castellano.
Del Castillo sabe eso, como sabe también
sin duda que la chorrada que ha firmado no es sino una concesión a la derecha
más carca del Reino de Valencia, de la que saca partido ese cínico natural de
Murcia que se hace llamar Eduardo Zaplana, que hizo su carrera política entre
Benidorm y Valencia prometiendo todos los días que se iba a poner a estudiar
valenciano y no haciéndolo jamás.
Siempre me he hecho cargo de los desastres
que puede causar la ignorancia de origen. Lo que me cuesta entender, en cambio,
es la estupidez sobrevenida. Porque esta tía no sólo se ha hecho carca. Las
tonterías que dice demuestran que con el paso del tiempo también ha ido
desprendiéndose de las neuronas.
Seguramente que se trataba de un proceso
necesario para llegar a ministra.
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La vaca
He oído a alguien que situaba al mismo
nivel el acompañamiento masivo a Juan María Atutxa, Kontxi Bilbao y Gorka Knörr
a la sede del TSJPV con las manifestaciones de respaldo a Barrionuevo y Vera en
las puertas de la cárcel de Guadalajara.
Me he acordado al punto de un viejo chiste
(muy malo, por cierto) que decía: «¿Tú sabes en qué se
parecen una vaca y un buzón de Correos?». Respondías que no, para seguir el
juego, y el gracioso te decía: «En que ninguno de los dos ha hecho la Primera
Comunión.»
Pues más o menos. De un lado, dos
condenados por dirigir una banda fascista dedicada al terrorismo de Estado, y
del otro, tres diputados a los que aún no se les imputa nada, que declaran en
relación a la posible ilegalidad de un acto parlamentario.
Igualito.
(Había una variante bastante más graciosa
del chiste. Preguntabas a uno: «¿Tú sabes en qué se
distingue una vaca de un buzón de Correos?». Y cuando el pobre te respondía que
no, le decías: «Pues cualquiera te manda a echar una carta».)
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