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AVISO IMPORTANTE: Lo que puede verse aquí abajo es la
imagen fija de cómo quedó la web
el 24 de enero de
2006, fecha en la que javierortiz.net
pasó a presentarse en forma de blog.
Los apuntes
escritos a partir de esa fecha se encuentran ahora en http://www.javierortiz.net/jor/apuntes
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[Del 20 al 26 de enero de 2006]
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Juegan con dos barajas
(Martes 24 de enero de 2006)
Durán Lleida no
tardó mucho en confirmar ayer lo avanzado pocas horas antes en estos Apuntes: que si CiU selló con Zapatero el
pasado fin de semana un pacto bilateral sobre el Estatut en condiciones
bastante favorables para el presidente del Gobierno es, en no poca medida,
porque quiere convencerle de que le iría mejor gobernando con ellos, tanto en
Barcelona como en Madrid, que haciéndolo con ERC.
Tampoco hacía falta ser adivino para verlo
venir.
Los dirigentes de CiU han estado jugando
durante estos últimos meses a nacionalistas puros y duros, criticando a ERC por
haberse aliado «con un partido español», lo que suponía —decían— «hipotecar los
intereses de Cataluña». A quienes hemos seguido la larga trayectoria de
chalaneos constantes del pujolismo con los gobiernos de Madrid, fueran del
PSOE o del PP, ese subidón de intransigencia
nacionalista nos hacía más gracia que otra cosa. Ahora muestran su otra cara,
la de siempre: ellos ocupan «la centralidad», igual que el PSOE –dice
Durán—, de modo que deberían trabajar en familia, como buenos primos hermanos.
Incluso especulan con la posibilidad de entrar en el Gobierno de Zapatero.
¿Se lo creen? No mucho. Les conviene dar esa
imagen, para que se vea que pueden estar a las duras y a las maduras. Que no
renuncian a ninguna hipótesis de trabajo. Es la ventaja que tienen los que
carecen de principios: el campo de posibilidades se les amplía hasta el
infinito.
Los portavoces de Zapatero responden que el
pacto del fin de semana no debe entenderse como el avance de ninguna política
de alianzas nueva, ni en Madrid ni en Cataluña.
Ellos también juegan con dos barajas.
Coquetean con CiU para que ERC vea que no es imprescindible y se dé cuenta de
que, si se empeña en pedir demasiado, puede quedarse fuera de juego. Pero no
tienen intención de quebrar el tripartito, que les viene bien para ofrecer una
imagen de izquierda —Maragall no tendría fácil vender a los suyos una alianza
con CiU—, para embridar a IU en el Parlamento de Madrid y para dar juego a
Patxi López en Euskadi, entre otras operaciones multiusos.
ERC está en las mismas, a su modo. No puede
dar por bueno, sin más, el pacto PSOE-CiU, porque sería tanto como decir que ha
estado durante meses dando la vara para nada y porque no puede permitir que Mas ejerza en exclusiva la representación del nacionalismo
catalán ante el Estado. Pero no veo cómo podría llevar su rechazo del acuerdo
hasta el final sin torpedear el tripartito. Carod se ve en la obligación de
jugar, él también, con dos barajas. Y con una de ellas apostar fuerte, para
conseguir que el nuevo Estatut lleve su impronta al menos en algunos puntos de
importancia, y con la otra jugar a la baja, porque le interesa muy mucho
conservar las parcelas de poder que ERC ha obtenido gracias a su presencia en
el tripartito.
El único que no juega con dos barajas,
porque ni siquiera juega a este juego, es el PP. A Piqué se le ocurrió coger
cartas, para ver si había modo de meter baza, y en cosa de nada salió Acebes
desautorizándolo y diciéndole que ni se le ocurra. Su juego es otro.
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Administrar el No
(Lunes 23 de enero de 2006)
Pocas horas antes de que se abrieran las
urnas del referéndum sobre la OTAN, allá por 1986, Televisión Española regaló al
entonces jefe de Gobierno, Felipe González, una amabilísima entrevista en la
que el máximo defensor del Sí pudo
explayarse a sus anchas, sin miedo a que nadie la planteara ninguna pregunta
incómoda (empezando por la más elemental: con qué derecho se autoconcedía aquella
entrevista de cierre de campaña).
Entre otros muchos argumentos más o menos
peregrinos a favor del Sí en el
referéndum, González dejó caer aquella noche una maldad que no me extrañaría
que calara en el espíritu de bastante gente, porque no tenía nada de tonta.
Empezó por dejar claro que, si el No
triunfaba en la consulta, él presentaría su dimisión. Y preguntó a
continuación: «En tal caso, ¿quién administrará el No?»
La pregunta tenía sentido, porque la campaña
en pro del abandono de la OTAN había sido llevada adelante por un abigarrado
conjunto de fuerzas políticas y sociales que no estaban en condiciones de
convertirse en alternativa de Gobierno. Lo que González estaba diciendo a la
ciudadanía llevaba implícito un mensaje muy claro: «Da igual que estéis más o
menos en contra de la OTAN. Lo decisivo es que con ésos no vais a ningún lado.»
Y aquello pesó en el voto de bastante gente de orden, que pensó que, en efecto, el
triunfo del No abría demasiadas
puertas a la incertidumbre. (A otros lo que más nos preocupaba en aquel momento
era la certidumbre de lo que se nos venía encima. Pero pintábamos mucho menos.)
Me hice consciente entonces, y sigo
siéndolo, del problema que supone eso que he llamado «administrar el No», pero que sería más adecuado llamar
«administrar el No victorioso»,
porque, cuando el No pierde, se
administra muy fácil.
El problema que han encarado estos días el
tripartito y CiU es que, en caso de decir que no a la oferta «definitiva» del Gobierno de Zapatero, tendrían que administrar
el No, es decir, apechugar con la
responsabilidad de lo que sucediera a continuación, incluyendo el declive
político del propio Zapatero y el inevitable ascenso en la política española de
las opciones más agresivamente centralistas. El PSC desde luego, pero también
ICV y CiU, han preferido pagar un tributo muy considerable permitiendo rebajas
de mucho peso en sus aspiraciones nacionales para no verse en el trance de
empujar a Zapatero hacia el abismo.
El juego de ERC es diferente, porque puede plantearse
—puede: no creo que lo haga— decir que no al pacto PSOE-CiU sin tener que responder de las consecuencias, porque el Estatut no
necesita de su concurso para seguir adelante.
Aunque habría que ver si en esas condiciones
podría mantenerse el tripartito.
Ya digo: es un asunto muy peliagudo éste de
administrar los noes. Salvo cuando quien lo hace está en la posición en la que
yo me he encontrado siempre, o sea, la de quien no pinta nada y tanto da lo que
diga.
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Muy en su papel
(Domingo 22 de enero de 2006)
No recuerdo quién dijo aquello de que «Napoleón
era un loco que se creía Napoleón». Al margen de que acertara más o menos, la
idea no tenía en principio nada de tonta: es verdad que hay gente, muy
especialmente en las cumbres de la política, que tiende irresistiblemente a
creerse ungida de las virtudes que le atribuyen sus allegados y que acaba
sustituyendo su propia personalidad por la del personaje más o menos carismático que quienes la rodean han
ido creando a partir de él.
Aquilaté hasta qué extremos puede llegar esa
singular variante humana siguiendo la trayectoria de José María Aznar. Cuando
lo conocí, me dije: «He aquí un hombre cuya ausencia de brillantez es tan
evidente que hasta él tiene que percibirla. Eso lo protegerá de cualquier
delirio de grandeza». ¡Ingenuo de mí! Tras vivir un par de años en La Moncloa
rodeado de una nube de aduladores, también él pasó a considerarse genial,
providencial y astutísimo. Se le notó de inmediato, cuando adoptó el aire fatuo
y el habla engolada que él debe de considerar propios
de un gran líder mundial y que le acompañan desde entonces.
Algo parecido va camino de sucederle a
Mariano Rajoy. En tiempos lo traté algo (no mucho: compartí con él un par de
comidas con pocos comensales). La impresión que saqué de su persona me fue
ratificada luego por personas que lo conocen de antiguo. Me pareció un hombre
templado, poco dado a los aspavientos, escasamente fanatizado, reflexivo,
incluso dubitativo. Alguien que colaboró con él en sus primeros años de
militancia en Galicia me dijo: «Mariano es un excelente segundo. Si alguien
marca la línea, él la aplica de manera inteligente y concienzuda. Pero no le
pidas que sea él quien decida por dónde hay que ir. No vale para líder.»
¿Qué relación hay entre ese personaje y ese
otro al que vimos ayer en Valencia, vocinglero, demagogo, faltón y encantado de
haberse conocido? Me temo que, harto de
oír que en su partido mandaban todos —en particular Acebes y Zaplana— menos
él, empujado por los muchos que han tratado de convencerle de que él es el
mejor, Rajoy se ha puesto a representar el papel de Aznar-bis, Y que, poco a
poco, se está creyendo que ése es su verdadero ser. De seguir así —y no veo por
qué iba a dejar de hacerlo— dentro de nada habrá perdido contacto con aquel
otro Rajoy (que era, dicho sea de paso, infinitamente más agradable que éste).
Rodríguez
Zapatero está siguiendo un proceso del mismo tipo, aunque de consecuencias —de
momento— menos perniciosas para el progreso social. Zapatero llegó a la
Secretaría General del PSOE no por lo que era, sino por lo que no era. Fue
seleccionado por quienes no querían bajo ningún concepto que ninguno de los
candidatos previsibles alcanzara el cargo. Vieron en él un secretario general
de circunstancias, cuya apariencia aguantaba en el escaparate y que podría ser
mantenido en el cargo hasta encontrar alguien de verdadero peso que pudiera
asumir con ciertas garantías el liderazgo del partido y oponerse al PP en
condiciones. Porque daban por hecho que perdería las elecciones de 2004.
Pero las
cosas sucedieron como sucedieron y, a partir de ese momento, Zapatero empezó a
creérselo. Empezó a pensar que no es que el PP hubiera perdido; que él había
ganado. E inició el proceso de solidificación de su nueva personalidad carismática. Se dijo que él podía pasar
a la Historia como el gobernante que logró crear un nuevo tipo de unidad
nacional española, basada en la genial idea de la «nación de naciones» y, sobre
todo, que él podía ser el encargado de celebrar las exequias fúnebres de ETA.
(La evidencia de que es así es lo que ha soliviantado definitivamente a Felipe
González, que no soporta la idea de que Zapatero pueda triunfar donde él
fracasó y que por eso le está haciendo la puñeta todo lo que puede y un poco
más.)
Así que
ya vamos teniendo también a Zapatero convertido en un lunático que se cree
Zapatero. Ahora ya sólo falta que haga algo que merezca la pena creérselo.
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Una soledad ganada a pulso
(Sábado 21 de enero de 2006)
Cuando Rodríguez Zapatero estaba en la
oposición y trataba de hacer méritos para llegar algún día a La Moncloa, se
presentaba como el mayor de los forofos del enfrentamiento constante con los
nacionalistas vascos. No sólo defendía la persecución sistemática de Batasuna
(si la memoria no me falla, la idea de sacar adelante la Ley de Partidos fue
suya: él se la propuso al Gobierno de Aznar); también se mostraba favorable al
aislamiento del PNV y EA (recuérdese que llegó a presumir de no haber hablado
nunca «ni con Xabier Arzalluz ni con Fidel Castro», como si ambos formaran
parte de una misma categoría —la de los apestados, imagino— y como si negarse a
hablar con ellos aportara la prueba de algún mérito específico).
En aquel tiempo, cualquier observador
exterior —como lo éramos casi todos—encontraba sobrados motivos para atribuir a
Rodríguez Zapatero el más acendrado de los españolismos y la fe más ciega en la
eficacia de los métodos policiales como vía para poner fin a ETA. A ello
contribuía igualmente la constatación de que el PSOE, bajo su batuta,
rivalizaba con el PP a la hora de propiciar el acceso a los tribunales clave
del Estado (Supremo, Constitucional, Audiencia Nacional) de magistrados que
participaban de esa doble seña de identidad: la hostilidad hacia los
nacionalismos periféricos en general,
y al vasco en particular, y la fe ciega en el empleo exclusivo de métodos
policiales como vía para acabar con ETA.
Un conocido que tiene buenas líneas de
contacto con el entorno de Zapatero
me aportó hace pocos días una versión de aquella actuación del hoy presidente
del Gobierno que me sorprendió, porque, de ajustarse a los hechos, obligaría a redibujar los perfiles del personaje. Me dijo que —eso ya
lo suponía— a Zapatero no le faltaron quienes, desde su elección como
secretario general del PSOE, en 2000, hasta las elecciones de 2004, trataron de
hacerle ver que se estaba comprometiendo demasiado con opciones muy
intransigentes en lo referente a la cuestión nacional y a la solución del conflicto vasco, y que además estaba
contribuyendo a consolidar demasiado esas opciones, tanto en lo tocante a las
leyes como en lo relativo a los órganos judiciales encargados de aplicarlas. Lo
que me sorprendió es que dijera que Zapatero no quitaba la razón a quienes le
señalaban ese problema. Se limitaba a responderles que estaba haciendo lo único
que podía hacer si quería llegar algún día a la Presidencia del Gobierno, y
añadía que tiempo habría, si lograba llegar a La Moncloa, para adoptar
posiciones más dúctiles, más matizadas y más realistas en esos terrenos.
¿Será cierto que estaba en esa sintonía ya
desde antes de marzo de 2004 o habrá actuado así sobre la marcha y porque no ha
tenido más remedio? No lo sé. El hecho es que, en todo caso, una vez llegado a
La Moncloa, ha tratado de poner en marcha una política sustancialmente
diferente no sólo de la de Aznar, sino también de la que él mismo preconizó en
sus tiempos de candidato.
Ha tratado de hacerlo, digo. Pero no ha
conseguido pasar de los puros enunciados. Y es que sus iniciativas políticas
durante el periodo 2000-2004 podrían tener todo lo que se quiera de argucia
táctica, pero sus efectos no fueron nada ficticios. Dando coba a los principales
medios de comunicación españoles y alimentando el pensamiento único que tienen en esas materias, contribuyó a
solidificar una ideología granítica en buena parte de la sociedad española y a
asentar un aparato legislativo y judicial consonante con esa ideología.
Ahora tanto la una como el otro se le oponen
con la fuerza de un auténtico vendaval. Incluso su propio partido, salvando el
PSC y algunas islas federalistas
desperdigadas por aquí y por allá, está en contra de la orientación que
pretende adoptar, y se la neutralizan. Está prácticamente solo, rodeado de un
equipo de oportunistas correveidiles y de prácticas nulidades, ya lo sean por
inexperiencia o por pura incapacidad.
Cabe dar giros de 180º sin partirse la crisma
si se trata de ponerse a favor de corriente y de decir lo que la mayoría quiere
oír. Mucho, muchísimo más complicado es hacerlo para ponerse a navegar contra
corriente, sin ningún apoyo mediático digno de particular mención, sin cuadros
que organicen a la tropa y sin tropa que organizar. Ahora bien: si Zapatero se
encuentra en esa situación, no podrá decir que no se lo ha ganado a pulso.
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Se siente
(Viernes 20 de enero de 2006)
La Real Academia Española define así el
valenciano: «Variedad
del catalán, que se usa en gran parte del antiguo reino de Valencia y se siente
allí comúnmente como lengua propia».
Singular técnica definitoria, la que aplicó en este caso la Academia. Empezó por dejar sentada la parte objetiva: el valenciano —estableció— es una variedad del catalán. Pero los autores del DRAE, que tienen muchos amigos en la derecha —en toda la derecha y, por lo tanto, también en la derecha valenciana—, no querían contrariarlos más de lo imprescindible. Así que añadieron ese postizo: «...(que) se siente allí comúnmente como lengua propia».
Por lo común, las definiciones no dan cuenta
de las percepciones subjetivas que difieren del conocimiento académico. Pero a
veces las conveniencias políticas propician la utilización de recursos
balsámicos, por exóticos que resulten. Como éste.
El PSOE está tratando de hacer con el Estatut catalán lo mismo que el DRAE con
la definición del valenciano. Quiere la dirección socialista que en la parte
sustantiva del nuevo texto estatutario quede establecido que no hay más nación
que la española, pero ofrece, a modo de paño caliente, añadir que hay
«ciudadanos y ciudadanas catalanas» que «sienten a Cataluña como una nación».
¿Y qué pintan los sentimientos en un texto legal? Pues lo mismo que en la
definición de una variante lingüística: nada. Nada que tenga trascendencia
práctica, quiero decir. Sientan «comúnmente» en «el antiguo reino de Valencia»
esto o lo otro, sientan «ciudadanos y ciudadanas catalanas» (sic) lo que tengan a bien, lo que fija
la norma está, en ambos casos, clarísimo. Y va en contra de los sentimientos
citados.
Si alguien cree que este parto de los montes
es del gusto de Rodríguez Zapatero, se equivoca. Él estaba dispuesto a que el
texto del nuevo Estatut definiera a
Cataluña como nación. Le habría encantado llegar a un acuerdo basado en esa
convención inasible y vaporosa que pretende que España es «una nación de
naciones», cuya mayor ventaja es que parece decir mucho y no dice nada.
Pero le ha sido imposible. Está en el centro
de una pinza tremenda: la que forman el PP, de un lado y, del otro, los
llamados barones socialistas, que en
este asunto cuentan con el respaldo de la mayor parte de la base militante del
partido. Lo cual sería muy grave en todo caso, pero lo es aún más porque los
unos y los otros cuentan con el respaldo de la
totalidad de los grandes medios de comunicación españoles.
Se ha puesto en marcha en contra de Zapatero
una maquinaria verdaderamente demoledora.
Desde Adolfo Suárez, no se había visto a un
presidente de Gobierno español en una circunstancia semejante: acosado hasta la
extenuación por la oposición y desasistido, cuando no boicoteado, por los suyos
propios.
Mi duda es si lo tiene dificilísimo o
simplemente imposible.
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