Desde comienzos de la
transición política española, todo ministro de Asuntos Exteriores ha tenido
que caminar sufriendo en sus zapatos los efectos de tres molestos clavos.
Tienen nombres propios: Gibraltar, Marruecos y Sahara Occidental.
Los
dos primeros son herencia de la Historia. El tercero nació con la
transición. Los tres parecen impedir que la política exterior española se
mueva con la agilidad, la iniciativa y la firmeza que serían deseables para
un país que no se conforma con estar en uno de los últimos puestos de la
nueva Europa.
Agilidad,
iniciativa y firmeza que tampoco parecen ser cualidades personales que
adornen, en grado deseable, a la actual titular de la cartera. Con ese
molesto lastre, la política exterior española busca éxitos en otros campos,
a veces con fines simplemente electorales. Así, de muy poco sirve
participar militarmente en misiones de pacificación balcánica o afgana, o
en patrullas navales por los mares de Oriente; contribuir a las bases
teóricas de la nueva Europa; organizar y participar en evanescentes
conferencias con los dirigentes de los países latinoamericanos; apoyar
incondicionalmente los delirios bélicos de la Casa Blanca y otras aventuras
en escenarios foráneos, mientras sigan sin ser resueltos los tres
principales retos que obstaculizan la necesaria fluidez de la presencia de
España en su propio espacio geoestratégico.
Si
en La Habana se dice que Guantánamo es la espina clavada en el costado de
la hermana Cuba, Gibraltar es lo mismo en España. Por mucha retórica
anticolonialista que desde Madrid se airee de cuando en cuando
("última colonia europea", "colonización de un país europeo
por otro"), la población gibraltareña sigue estando allí, no da su
brazo a torcer y prefiere seguir conservando su propio statu quo.
Pero hay otra cuestión. Si se levanta la tapa de la olla gibraltareña,
pueden surgir peligrosas amenazas. A pesar de las notables diferencias —jurídicas e históricas— que existen entre el caso
gibraltareño y la situación de Ceuta y Melilla, no todas las cancillerías
del mundo se esfuerzan por entenderlas. La reintegración de Gibraltar a
España podría producir perniciosos efectos secundarios en las dos ciudades
hispanoafricanas.
Es
también retórica la vieja frase acuñada de que "España y Marruecos
están condenados a entenderse", pensando que ese entendimiento surgirá
de la nada por la acción de un ignoto imperativo supremo. A lo largo de su
historia ambos países se han entendido, por lo general, mediante la guerra.
También la retórica ha jugado su papel, aludiendo a unos imaginarios lazos
de hermandad entre ambos monarcas, que ahora serían de tío a sobrino. Entre
una democracia como la española, por imperfecta que sea todavía, y la
irreformable autocracia alauita, no puede haber muchos lazos. Aunque Rabat
tenga línea directa con Washington, donde nunca se han cuestionado las
relaciones con dictaduras impresentables, siempre que apoyen los intereses
de EEUU. Del mismo modo que los intereses económicos españoles en
Marruecos, que explotan su barata mano de obra, miran púdicamente hacia
otro lado para evitar ver la realidad del vecino país: hambre, emigración,
corrupción, desprecio a los derechos humanos y, en consecuencia, el habitual
peligro de un auge islamista que suele aparecer en tales circunstancias.
La población
saharaui, expulsada violentamente de su territorio por la ocupación
marroquí, ante la pasividad culpable de la España de 1975-76, tiene un
hueco inamovible en el corazón de la mayoría de los españoles. Este tercer
clavo en los zapatos de Ana Palacio es el que más duele estos días. Por dos
motivos: España es ahora miembro con derecho a voto en el Consejo de
Seguridad y la cuestión saharaui vuelve a recabar la atención de la ONU. La
capacidad de engaño y mixtificación de la organización internacional, al
menos en lo que al Sahara se refiere, se puso ya de manifiesto en la torpe
actuación de aquel secretario general que fue Pérez de Cuéllar. Ni el
Consejo de Seguridad es un órgano incorruptible ni sus decisiones se
ajustan siempre a la justicia y la ética. Pero hacen ley internacional y su
incumplimiento es sancionable (no siempre: véase Israel).
En todo caso, también esta
cuestión repercute en las demás. Marruecos, ejerciendo esa agilidad,
iniciativa y firmeza que tanto se echa de menos en nuestra política
exterior, ha decidido no devolver el Sahara Occidental a sus legítimos
poseedores. Así lo manifiesta oficialmente, haciendo mofa abierta de las
resoluciones del Consejo de Seguridad. España se refugia en una pusilánime
posición simplemente legalista y de mínimo esfuerzo: "se apoyará lo
que decida la ONU". A sabiendas de que el Consejo de Seguridad puede
sancionar la suprema injusticia de desposeer al sufrido pueblo saharaui de
las tierras que le pertenecen, sacrificando sus legítimos intereses a una
pretendida estabilidad en el Magreb y a las inversiones capitalistas que
allí prosperan.Con esos tres clavos en los
zapatos es más que evidente que España no puede moverse con mucha soltura
por las avenidas internacionales.
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