–por Ramón Casares–
Este artículo, que
fue publicado inicialmente en la revista
en catalán Veus Alternatives (número 13, marzo de 2000), y que fue
revisado en su versión castellana por el propio autor para su publicación en la
revista Página Abierta (número 108, octubre de 2000), plantea algunos de los debates sobre la
educación escolar que puede suscitar el filme Ça commence aujourd'hui
(«Hoy empieza todo»), película dirigida por Bertrand Tavernier, con guión de
Dominique Sampiero, Tiffany Tavernier y Bertrand Tavernier, que tuvo un gran
éxito en el Festival de San Sebastián de 1999 y que lo ha seguido teniendo en
su exhibición en las salas especializadas en el cine en versión original.
La última película de
Bertrand Tavernier, Ça commence aujourd'hui, ha conmocionado al mundo de
la enseñanza y también al de las personas que trabajan en los servicios
sociales. Lo que no quiere decir que esta película no sea, por muchas razones,
una propuesta extraordinariamente sugerente para todo el mundo. En realidad,
resulta tan sugerente que es difícil reseñarla como una película más. En este
comentario me centraré en algunos de los debates educativos que puede suscitar
la película, pidiendo disculpas por adelantado a aquellas personas que no la
hayan visto o a las que no se sientan tan concernidas por el universo a menudo
autista de la enseñanza.
Precisamente, sacar la
enseñanza de este ámbito autorreferente es uno de los méritos de Bertrand
Tavernier, el director, y de Dominique Sampiero, coguionista, escritor e
inspirador del personaje de Daniel, el protagonista. La película le sitúa como
el director de una guardería infantil de Hemaing (Valenciennes), una zona
minera del norte de Francia donde se han cerrado las minas y la población está
mayoritariamente en el paro. En este ambiente de destrucción de la cultura
obrera y de avance de la marginación y de la exclusión, Tavernier halla un
espacio dramático en la frontera en que el mundo de la escuela y el de fuera,
la vida "real", se encuentran y, en cierta medida, chocan. En esta
intersección, la educación escolar, en lugar de diluirse como un terrón de
azúcar, crece en dignidad moral, en importancia social y en proyección
comunitaria.
El punto de vista de
Tavemier resulta extremadamente duro con las instituciones –el Estado, el
municipio, los servicios sociales, la inspección educativa–, las cuales
aparecen como impotentes, vacías y deshumanizadas frente a la marginación y la
pobreza. En esto se aproxima al cine "social" de Ken Loach. Pero, a
la vez, esta mirada crítica no se limita a denunciar la destrucción de los
individuos en los engranajes de las políticas sociales del sistema: la escuela,
como ámbito, y también como institución, se dibuja como núcleo dinamizador de
valores –ejercidos, predicados con el ejemplo, más que "mostrados"– y
como motor de una dinámica social en la que se hace patente la dignidad y la
humanidad de los damnificados, de las personas excluidas de este mundo
finisecular. En este sentido, la película respira un cierto optimismo. No el
optimismo de las grandes epopeyas, de las grandes esperanzas tan a menudo
desmentidas, sino un optimismo mucho más modesto, que nace de los colores
fríos, de atardeceres grises, azulados... Una esperanza remachada en el frío
despiadado del norte, en los pisos espantosamente sucios, en la luz y el gas
cortados, en el abandono de esa madre al alcoholismo.
Esta mirada esperanzada no
rehuye el fracaso de la vieja escuela republicana de inspiración positivista en
la que el conocimiento y la ciudadanía se reclaman mutuamente y parecían
constituir un todo armónico. Las exigencias educativas de nuestra sociedad, la
sociedad del conocimiento "útil", de la mercantilización del saber y
de las personas, pero también la sociedad que busca en la educación remedio
para la cohesión social amenazada, no resultan tan fáciles de armonizar como
aquéllas. A pesar de ello, la esperanza nace en la necesidad misma de la
educación, en su frágil realización a través de una institución social como es
la escuela y en el hecho de que ésta, en su frágil debilidad, sea, finalmente,
después de un proceso de transformación dramático y expresamente conmovedor, la
cuna de una cierta comunidad humana.
A menudo, la conmoción del
malestar que inspira Ça commence aujourd'hui no pasa de eso, de la
expresión, violenta incluso, del malestar que hoy sacude la enseñanza,
especialmente la pública. En la película, este malestar se escenifica de
formas muy diversas. En primer lugar, en la inquietud de Daniel. Pero, en otro
sentido, en el desconcierto de Mrs. Liénard, la vieja maestra a punto de
jubilarse que se pregunta qué ha pasado, cómo se explica la conversión de la
pobreza digna dé la gente obrera que ella conoció en el pasado, en la miseria
desesperada, pasiva y egoísta que parece presentar la gente excluida en la
sociedad opulenta. ¿Dónde está la dignidad de la escuela republicana, creadora
de la ciudadanía? Esta sensación de pérdida, esta mirada incrédula y a menudo
aterradora sobre el carácter malévolo de los cambios que se producen ante nuestros
ojos, es el punto de arranque intelectual de la película.
Así pues, no nos
encontramos ante un poema amable sobre el potencial de la educación. De hecho,
a pesar de que la película constituye todo un reto a la resignación
profesional, admite igualmente una lectura pesimista, porque su realismo crudo
hasta la hipérbole parece abonar la melancolía que hiela el corazón de tantos
profesionales de la educación. Después de todo, la película es una ficción,
pero la realidad gris y dura del día a día nos empuja a un escepticismo
dulcemente autocompasivo (1).
En el humus de este
escepticismo nacen algunas flores venenosas. Me refiero a esa mirada fatuamente
severa con la que los profesionales ‑ayudados convenientemente por
ciertos medios de comunicación‑ convertimos a los chicos y chicas en
"portadores" del virus de la incultura, en vicarios del hedonismo y
de la vagancia, en impúdicos exhibicionistas de las faltas de ortografía... Ola
manera con la que reducimos a ciertos chicos y chicas y a ciertas familias a un
nuevo estado de inhumanidad; o la indisimulada satisfacción con la que acogemos
todas aquellas noticias que vienen a confirmar la amenaza abominable de esta
infrahumanidad: la violencia en los institutos ‑chaparrones de violencia
incontrolable‑, padres que "tienen" que denunciar a sus hijos,
niveles educativos en infernal descenso irrecuperable... Un discurso truculento
que justifica el escepticismo y hasta el cinismo funcionarial en sus
expresiones más groseras; un discurso destructivo que liquida no sólo toda
perspectiva democrática en la enseñanza, sino que niega el sentido a cualquier
esfuerzo educativo (llamado ahora voluntarismo) y que constituye el adobo para
la angustia, el sufrimiento profesional y la depresión. Hablo de lo que en la
película de Tavernier se pone en boca del director de la escuela vecina
mientras se fuma el cigarro en el váter: «Al final, lo único que te agradecerán
es haber "salvado" a los que están por encima de la raya en la
campana de Gauss». E1 resto desaparecerá en el inframundo de donde no tendría
que haber salido nunca.
Dejemos, de momento, los
implícitos escatológicos de esta pedagogía de la caspa. De hecho, hay que
aceptar que es complicado y poco elegante aludir a los problemas sociales en
términos morales. Plausiblemente, la antigua noción de "culpa" se ha
diluido hasta el punto de que en el registro periodístico se confunde con
"causa". Desgraciadamente, esto no lo resuelve todo. Los problemas
permanecen y hasta crecen, pero las responsabilidades, en el mejor de los
casos, se diluyen. Así se explica la satisfacción ante la hipérbole: frente a
la intrínseca maldad del mal, no es exigible que nadie dé un paso adelante. Es
más, a nadie se le puede reprochar que rechace trabajar profesionalmente entre la
gente desfavorecida (o, simplemente, poco favorecida) si eso equivale a
exponerse a pecho descubierto a las consecuencias de tanta miseria, de tanto
egoísmo desagradecido y de tanta crueldad.
Y, por otra parte, qué
difícil es vivir sin la noción de culpa: te priva del consuelo de saber quiénes
son los culpables. De hecho, hay mucha gente –y mucha de izquierdas– que no se
cansa de derramar toneladas de rencor contra todas aquellas personas que
ingenuamente han pretendido incorporar la cultura y el conocimiento en el
ámbito de los derechos de ciudadanía realmente exigibles. Profesionales que no
paran de lamentar haber creído algún día que la educación era una forma de
combatir la exclusión y de promover ciertas formas de igualdad social (o de
despojar la desigualdad en el acceso a la cultura y al conocimiento de sus
justificaciones meritocráticas). De culpar –en el sentido más premodemo del
término y desde la más rancia de las concepciones conspirativas– a una cierta
izquierda por haber proporcionado a un poder descarnado la justificación para
cargarse la enseñanza pública. De añorar aquella escuela pública mítica, donde
acudían sólo los pobres limpios, pulidos y bien peinados, los que realmente
merecían ser instruidos, hoy reducida a la red de contención de los conflictos,
a servicio asistencial para la gentuza.
Y bien. A los ojos de
muchos, los culpables del desorden escolar son gente como Dominique Sampiero, o
su alter ego cinematográfico, Daniel. Y si no ellos, al menos la aspiración
moral que late tras los chorros de emoción de la película (2).
¿Otra deontología?
En realidad, la película
de Tavernier y Sampiero no es ninguna tontería: no es sólo un melodrama de
temática educativa, como tantos otros, ni se limita a la denuncia del estado
lamentable en que se encuentra la enseñanza.
De hecho, una de las cosas
que hacen interesante la película es que pone en primer plano el mundo moral de
los enseñantes, en contraste con el entorno social que rodea su trabajo. La
película se puede ver como un interrogante en profundidad en relación con las
aspiraciones que pueden alimentar una deontología profesional democrática en la
enseñanza. Y, no hace falta decirlo, más allá del ámbito profesional de la
educación, supone una reflexión sobre la vigencia de determinados valores y
sobre la conveniencia de darles unas referencias más cercanas, más reales, más
de carne y hueso.
En efecto, ¿por qué
Daniel, pero también Cathy, la niñera, la educadora social Sophie y también
Valeria (la compañera escultora de Daniel) y tantas otras se sienten
concernidas humana y profesionalmente por las implicaciones de la miseria que
las rodea?
¿Por qué aceptan que la
escuela es una pequeña comunidad donde se adquieren obligaciones mutuas, lazos
que nos hacen personas (y no sólo ciudadanos dispuestos a ser útiles a la
patria, y a utilizarla si es posible, o individuos preparados para competir con
otros individuos y, si hay suerte, utilizarlos igualmente)?
La respuesta que da la
película a estos interrogantes tiene, al menos, dos niveles: uno es el
propiamente emotivo. Simplemente se trata de dejar actuar la empatía que nos
permite reconocer la humanidad del otro y que está en la base de toda
educación. El otro es el ideológico. Se refiere a la proyección, a la
reinterpretación de algunos de los valores que articulaban la cultura obrera,
cuando la clase obrera ha desaparecido. El cierre de las minas, en efecto,
ofrece un espacio metafórico donde esta desaparición se hace radicalmente
evidente: «Se ha acabado Germinal, vivimos en un mundo globalizado», proclama
el político centrista local. Se ha acabado la noción de solidaridad y ayuda
mutua que cuajaron con la esperanza de un mañana mejor.
Daniel podría irse a
vender fotocopiadoras, como su hermano, pero decide quedarse con aquellos que
considera su gente: su madre, lectora impenitente, tan delicadamente cultivada
como tantas mujeres de familia trabajadora; su compañera, escultora y camarera;
el hijo de la compañera; la escuela; las criaturas... No es que rechace el
ascenso social: ha querido ser funcionario. Simplemente busca algo que dé
sentido a su actividad profesional y a su vida. Y lo encuentra en la idea de
dar continuidad, de aportar su granito de arena al trabajo que, piedra sobre
piedra, generaciones de mujeres y hombres han realizado alrededor de las minas
ahora definitivamente vacías; y en la escritura, que le permite reencontrarse
simbólicamente con la madre y ganar valor a los ojos del padre. De esta manera,
intenta hacer las paces con la figura del padre, atenazado por la silicosis y
la mala leche, e incluso llegar a ser padre para el hijo de su compañera.
Es una aspiración romántica, la aspiración a fundir vida y arte en un todo. Una aspiración probablemente imposible en un mundo como éste. En cualquier caso, una opción que reconoce la educación como una necesidad humana de primer orden y que, aun viéndola como un trabajo como los otros, no se resigna a convertirla en un trabajo más. Una opción muy particular, pero bastante más interesante que la de aquellas personas que han accedido a la enseñanza por accidente o como último recurso y que, legítimamente, no hace falta decirlo, aún no se han recuperado del trauma. O una opción más gratificante que la de aquellos que revisten su tarea con la púrpura de los guardianes académicos del acceso a una meritocracia en proceso de extinción.
Ahora bien, ¿la motivación de Daniel es la única posible? Sabemos,
porque nos lo dice, qué mueve a la vieja maestra republicana, Mrs. Lienard: la
necesidad de llegar a la jubilación; pero también la posibilidad de dar ‑y
recibir‑ un poco de afecto. Sabemos menos qué se esconde tras las
compañeras de claustro; no están sindicadas ni recuerdan La Internacional.
¿Miran con horror y distancia el universo sórdido que se abre a las puertas
de la escuela, porque, por suerte, han conseguido escapar a él? ¿O, más bien,
sienten su posición y dignidad comprometidas por las nuevas responsabilidades
en las que, de manera irreflexiva, parece haberse metido el director? «Dame
ahora el impreso, que tengo prisa», exige una maestra, pasando por delante de
la madre que espera una palabra de Daniel para no suicidarse aquella noche con
sus dos hijos. Pero estas mismas maestras se angustian con sus limitaciones,
encuentran en el trabajo motivos y momentos de alegría y se identifican con
los progresos de los niños y niñas.
En realidad, quizás, la
película nos resulta demasiado francesa, tan centrada en Daniel, tan Comedie
Française el actor, Philippe Torrenton, tan héroe positivo el personaje.
Quizás un enfoque más coral nos habría permitido contemplar motivaciones más
plurales y hubiera satisfecho mejor un cierto afán de realismo, de equilibrio,
de rehuir del empacho de la trascendencia. Quizás la gente del barrio aparece
poco perfilada, demasiado distante, excesivo paisaje ‑paisaje humano,
paisaje moral extremo, eso sí‑ de los dilemas de Daniel. ¿No hay entre
esta gente ninguna capacidad de actuación por sí misma? ¿Ninguna reacción, ni
pizca de tradición? O, por lo menos, ¿ninguna demanda educativa?
En este sentido, la
pregunta es: ¿hay un horizonte político democrático, una propuesta de política
educativa capaz de orientar, de fundir y de dinamizar estas motivaciones
diversas? Conocemos los límites que la política impone al concejal y al alcalde
comunistas: el excesivo gasto social respecto a los sectores excluidos empuja a
la nueva clase media, salida de la clase obrera, a votar al Frente Nacional.
Sabemos, también, que el horizonte luminoso que prometía la pedagogía
racionalista frente a las tinieblas de la reacción o la promesa de la
"igualdad de oportunidades" resisten mal el choque con los prejuicios
educativos más arraigados y con las nuevas formas de miseria.
A1 final vemos cómo la
pequeña comunidad escolar, sin embargo, llega a ser el embrión, casi la
iglesia, de una comunidad laica en proceso de renacimiento. La escuela, como
puede verse en la fiesta de final de curso, aúna el arte (plástico y musical),
la expresión de las diferencias culturales, la dignidad y la autoestima de las
personas ‑el padre que hace sentirse orgullosa a su hija cuando lleva el
camión‑grúa a la escuela‑. La escuela es lugar de muchos
aprendizajes. Lo es también de los afectos, de los compartidos entre la gente
adulta y las criaturas y de su concreción simbólica e identitaria. Unos
aprendizajes que ponen en su lugar toda la tontería tecnoeducativa que el
inspector, falto de otras razones, esgrime "contra" Daniel. Éste es
el horizonte, la pequeña comunidad moral que vemos nacer ante nuestros ojos
(3).
En una sociedad tan complicada y extensa como la nuestra ‑en realidad bastante más compleja, dinámica y sometida a cambios que la del rincón de Hemaing‑ ha de haber una propuesta más amplia, más articulada, con capacidad de movilizar más energías y de neutralizar las tendencias antidemocráticas que se registran. Pero eso es harina de otra película.
«La película hace penca», me decía una buena amiga que trabaja en Nou Barris (4). «Pretende despertar las ideas, pero también las emociones, apela a la cabeza y al corazón», matiza Dominique Sampiero. Acaso éste, siendo un gran mérito, es su defecto principal. Esa intensísima carga emocional permite darle la vuelta y cerrar el círculo moral. En efecto, ante el drama, ¿quién puede decir si la tarea educativa de Daniel, todos sus agobios y el esfuerzo de la comunidad tienen sentido? O, en otras palabras, ya que Daniel es el héroe positivo ‑héroe al fin y al cabo‑, la propuesta deontológica que presenta, sus implícitos morales y políticos, pueden ser fácilmente ignorados. La emoción contundente del drama, con su aparente excepcionalidad, puede borrar el resto. ¿En qué tenemos que apoyarnos, en la razón o en el sentimiento? Todo tiene sus inconvenientes: saltar del drama a la tragedia es difícil. Ya es bastante, de momento, haber rescatado ciertas dignidades innecesariamente escarnecidas.
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(1)
Félix de Azúa, en una columna titulada "Fracaso" (El País, 10‑12‑1999),
hacía una interpretación de este estilo. «La vida cotidiana de esa escuelita es
la misma en millones de escuelas del mundo entero. Y por supuesto, las hay
mucho peores. Pero es un acierto haber elegido una escuela relativamente
eficaz, privilegiada y protegida por el Estado». «¿Qué ha sucedido», se
pregunta ‑e1 personaje de Mrs. Liénard, la vieja maestra republicana‑
a sabiendas de que nadie conoce la respuesta. Que la opulencia de las naciones
no haga disminuir, sino que incluso aumente la crueldad, el egoísmo y la maldad
que suelen atribuirse a la miseria, es el enigma más ominoso del siglo». He
aquí el fracaso: «Nuestra incapacidad para instruir y la impotencia de los
padres para educa»» (atención a la distinción entre instrucción‑pública‑y
educación‑propia del ámbito privado‑familiar).
(2) El mismo Félix de Azúa intenta mantenerse
en el terreno de la ecuanimidad moral más exquisita, exhalando sólo el leve
lamento de la razón anonadada por lo que es incomprensible. El equilibrio
resulta tan perfilado que no se le escapa ni un elogio por la película, ni un
ápice de admiración por la empresa educativa que desarrolla. «La emoción del
suceso era demasiado potente como para tomar distancias», se excusa. Pero el
silencio acerca del valor del filme en sí mismo y de lo que hacen la escuela y
su protagonista‑«gestionar una de las mayores catástrofes de las
sociedades opulentas, la educación (...)>son, me temo, elocuentes. Uno se
siente tentado de preguntarse hasta qué punto "gestionar" equivale
para Félix de Azúa a "gestar".
(3) Joan Subirats, en "¿Patriotismo de barrio?" (El País, 4‑1‑2000), comentando la misma película decía: «Sólo el compromiso y la responsabilidad de todos con todos, simbolizado en la celebración final, puede dar una cierta esperanza. La comunidad local se moviliza. Unos ponen la arena, otros se ocupan de los colores, aparecen pasteles magrebíes, mientras la banda hace sonar sus instrumentos. Profesores yendo más allá de lo que la normativa les exige, padres movilizarlos y asumiendo sus responsabilidades, y barrio defendiendo la stock option popular de la formación, ese patrimonio de la comunidad que es la escuela, es una vía de salida».
(4)
Nou Barris es el conjunto de barrios obreros que forma el distrito 8 al
nordeste de Barcelona.