La CIA y la
guerra fría cultural
Me largué este rollo en la
presentación de la obra del mismo título, de la británica Frances Stonor
Saunders (Ed. Debate, 2001), en un acto que
tuvo lugar en la librería «Fuentetaja» de Madrid, el 15 de octubre de
2001, con asistencia de la autora.
Todas las lecturas son interesadas.
Incluso cuando no nos damos cuenta, también leemos interesadamente.
Estoy seguro de que muchos de ustedes lo habrán comprobado por propia experiencia: lees un libro a los veintitantos años, inmerso en una determinada realidad –y en un específico estado de ánimo–, y el libro te dice unas cosas, y te deja una impresión concreta. Vuelves a leerlo veinte años después, y te parece que fuera otro libro, del todo distinto: las enseñanzas de ayer se difuminan por completo y otras nuevas ocupan su lugar. No ha cambiado el libro: ha cambiado el lector. Hemos cambiado nosotros.
Finalmente, sólo encontramos lo que buscamos.
Admito sin el menor recato que mi lectura de este impresionante trabajo de Frances Stonor Saunders ha sido interesada. Ferozmente interesada. No tanto porque me apasione la Historia de la guerra fría cultural –que ahora ya también–, como porque me apasiona el presente.
La autora ha hecho un trabajo de recopilación de datos que resulta conmovedor, a fuer de exhaustivo. No me cuesta nada hacerme cargo de las muchas dificultades con las que se habrá topado. De algunas, ella misma da cuenta en la Introducción. Otras imagino que las habrá omitido, por mero pudor.
Es difícil escoger una materia de investigación que cuente con fuentes de más difícil acceso. Incluso refiriéndose a una época ya relativamente lejana en el tiempo, es obvio que los protagonistas supervivientes tienen demasiado que ocultar, o que maquillar, o que reconvertir. La CIA, por su parte, tampoco se caracteriza por dar facilidades a quienes tratan de inspeccionar sus tétricos desvanes. La autora de este libro ha demostrado poseer una tenacidad y una presencia de ánimo envidiables.
Reconozco en ella el espíritu investigador anglosajón del que me convertí en ferviente admirador en el breve espacio de mi vida en que me dediqué a la indagación historiográfica. Invertí varios años en el estudio febril de la Historia de la Rusia zarista y de la posterior URSS, con el ánimo de hacer un ensayo biográfico sobre Jósif Stalin.
Tuve ante mí dos ejemplos contrapuestos. De un lado, el de los estudiosos anglosajones, con Edward Hallet Carr en primerísimo plano. Del otro, el de los analistas latinos, entre los que, por aquel tiempo, destacaba Charles Bettelheim. Los primeros analizaban la realidad rusa y soviética con actitud y pasión semejantes a la que hacen suyas los entomólogos cuando estudian la vida sexual de los himenópteros. Los segundos sucumbían, uno tras otro, a la irrefrenable pulsión de explicarnos la verdad de lo sucedido, extrayendo las lecciones políticas correspondientes, para el caso de que nosotros no fuéramos capaces de hacerlo por nuestra propia cuenta. Bettelheim llegó al extremo de publicar tres tomos sobre la Historia de la Rusia Soviética: en el primero nos explicaba cómo había que interpretarlo todo, en el segundo refutaba lo dicho en el primero y nos explicaba cómo había que interpretarlo todo, y en el tercero refutaba los dos anteriores y, oh maravilla, volvía a explicarnos cómo había que interpretarlo todo. Sin cortarse un pelo.
Prefiero con mucho a los entomólogos.
Frances Stonor Saunders analiza pormenorizadamente la actividad de la CIA en el mundo cultural europeo durante los años de la guerra fría con el rigor y el distanciamiento propios de una entomóloga. Proporciona datos, cifras, fechas, declaraciones. Los clasifica. Les confiere sentido. Pero no da muestra de estar izando ninguna bandera particular, salvo la del conocimiento de la realidad de lo sucedido. Por ello mismo, su trabajo acaba resultando infinitamente más valioso y eficaz que si hubiera escrito un panfleto contra la CIA, por documentado que estuviera. Su libro rezuma honestidad. Y ganas de saber.
Imagino que no hará falta que les diga que yo hubiera preferido que su documentadísimo trabajo no se refiriera al periodo de la guerra fría, sino al momento presente; que no se centrara en músicos, pintores y escritores, sino en los medios de comunicación de masas; y –ya puestos a pedir– que incluyera un amplio capítulo relativo a España.
Ocurre, sin embargo, que el libro que ella ha escrito ha sido posible (aun a costa de ímprobos esfuerzos), en tanto que el que yo pido sería directamente imposible. Pocas realidades tan bien escondidas como las que yo quisiera que se desvelaran.
Sin embargo –y retorno con ello al inicio, en el que hablaba de las
lecturas interesadas–, este libro, por más que se centre en un tiempo
pretérito y en un sector tan específico como es el de los escritores y
artistas, nos proporciona claves de valor inapreciable para analizar la
realidad presente, incluyendo la realidad del mundo de la comunicación de
masas. Y eso es así porque Saunders, al describirnos la intervención de la CIA
en el mundo cultural de hace décadas, nos desvela lo que bien podría
calificarse como un modelo de actuación. Un modelo que, sin lugar
a dudas –ella misma lo apunta–, ha sido utilizado también en tiempos
posteriores y con respecto a otros sectores de interés estratégico para los
EEUU. Dicho de otro modo: aunque ella hable de la intervención de la CIA en el terreno estrictamente
cultural, literario y artístico, en los principales países de la Europa
democrática y durante los años de la guerra fría –esto es, aunque hable muy
poco de los medios de comunicación de masas, no se refiera prácticamente para
nada a España y no proporcione datos actualizados–, nos proporciona de hecho
las herramientas necesarias para reconstruir lo que sin duda está sucediendo
actualmente aquí y ahora.
¿En qué consiste ese
modelo de actuación extraíble, a mi entender, de la obra de Saunders?
Trataré de describirlo brevemente.
Primer punto que
conviene retener: la reivindicación de la llamada «mentira necesaria».
Cuenta la autora cómo
George Kennan, uno de los padres de la CIA, desarrolló en 1947 el concepto de
«mentira necesaria» en tanto que componente esencial de la diplomacia
norteamericana de posguerra. Kennan, situándose en la línea del sempiterno
principio que justifica la utilización de cualquier medio, por odioso que resulte,
siempre que el fin se considere correcto, propugnaba la puesta en pie de una
tupida red mundial de complicidades intelectuales, culturales y periodísticas
que permitieran a los EEUU expandir sus criterios. Esa red no debería dudar en
recurrir a la mentira, la manipulación y la intoxicación a gran escala
cuando ello resultara conveniente para los intereses norteamericanos.
Pocos meses después,
y en sintonía con los criterios de Kennan, el Consejo de Seguridad Nacional
norteamericano elaboró diversas instrucciones –entonces ultrasecretas, ahora ya
accesibles, gracias al trabajo de Saunders– destinadas a impulsar no sólo el
desarrollo de esa red de propaganda, sino también el trabajo sistemático de
«guerra económica, acciones directas, incluido el sabotaje... y de subversión
contra Estados hostiles, incluida la ayuda a movimientos clandestinos de
resistencia, grupos guerrilleros y grupos de liberación de refugiados». El CSN
precisaba que esas acciones deberían «planificarse y ejecutarse de modo que las
personas no autorizadas carezcan de pruebas de la responsabilidad del gobierno
de los Estados Unidos, y que, en caso de ser descubiertas, el gobierno de los
Estados Unidos pueda rechazar de forma convincente cualquier responsabilidad al
respecto de ellas» (National Council Directive 10/2).
En 1949, el Congreso
de los EEUU liberó al director de la CIA de la obligación de dar cuenta del uso
que asignara a los inmensos recursos económicos puestos a su disposición. Era
la única pieza que faltaba para que el plan pudiera llevarse a la práctica con
total impunidad y a gran escala. En el plazo de sólo tres años, la Office of
Police Cordination de la CIA, encargada de estas tareas bajo la tutela de
Kennan, pasó de contar con 302 agentes a tener casi 6.000 servidores a sueldo,
más de la mitad de ellos en el extranjero.
La CIA se ha
mantenido fiel desde entonces a la filosofía de «la mentira necesaria» y
a los métodos propugnados por Kennan para aplicarla, disponiendo para ello cada
vez de más y mejores medios.
Hace una década
tuvimos una llamativa muestra de su poder: recuérdese con qué entusiasmo
participaron casi todos los medios de comunicación occidentales en la difusión
de la patraña según la cual Irak poseía un poderosísimo ejército, «uno de los
más importantes del mundo», lo que podía llevar a Sadam Hussein a convertirse
en «un nuevo Hitler», por lo cual era imperioso cortarle las alas de inmediato.
Fue una «mentira necesaria» arquetípica.
Conclusión de
utilidad bien actual que puede sacarse de esto: no hay ninguna razón para creer
en la veracidad de las supuestas informaciones que se nos están proporcionando
con respecto a los atentados del 11 de septiembre y a la red terrorista,
supuestamente poderosísima, de Ben Laden, contra la que el Pentágono está librando
su autodenominada Guerra Contra el Terror. No afirmo que todas las
informaciones que se nos están dando sean mentira. Constato que no tendría nada
de extraño que lo fueran. O que se trate de un batiburrillo de verdades, medias
verdades y perfectas mentiras.
Hasta ahora lo
sospechábamos. Ahora sabemos, gracias a Saunders, que hay decenas de
funcionarios de la CIA, con abundantes contactos en el mundo entero, cuyo
trabajo consiste en expandir «mentiras necesarias». Sabiendo eso, resulta
imperioso deducir que al menos una parte de lo que se nos cuenta tiene que ser
el fruto del trabajo de los fabricantes de «mentiras necesarias».
Es también
extraordinariamente interesante la descripción que nos proporciona Saunders del
modus operandi de la CIA en este terreno.
Lo primero que
conviene retener de su trabajo de investigación es que, en contra de lo que
alguna gente supone, la CIA no va repartiendo a gogó carnés de espía por esos
mundos de Dios. Según cuenta –y documenta– nuestra autora, la CIA apenas suele tener
en cada país agentes propiamente dichos dedicados a estas tareas. Ni siquiera
en los europeos. Lo que hace es tejer una amplia red de complicidades en
la que atrapa a bastantes profesionales, muchos de los cuales ni siquiera saben
a ciencia cierta que están trabajando para la CIA. Se ven impelidos a servir a
sus designios sencillamente porque cobran, en metálico o en especie, de
plataformas formalmente asépticas especializadas en la concesión de favores:
ignotas publicaciones que pagan a precio de oro artículos que poco importa si
alguien lee, fundaciones y asociaciones que subvencionan actividades de alto
standing (cursillos, conferencias, debates, viajes de lujo, etc.), premios,
honores y prebendas de origen más o menos oscuro... A veces ni siquiera necesita
crear nada de eso ad hoc: se aprovecha de lo ya existente,
proporcionando los fondos necesarios para las tareas de presunto mecenazgo.
Sus agentes explotan
también mucho el lado tripero de los profesionales: las sobremesas
relajadas en restaurantes de muchos tenedores configuran un excelente escenario
para el establecimiento de lazos de complicidad.
Esto en lo que hace
al trato directo con la gente más o menos influyente. Pero hay que contar
también con las posibilidades que tiene la agencia de intervenir por la vía
empresarial: nunca ha carecido de medios, directos e indirectos, para persuadir
a tal o cual grupo empresarial o financiero de la conveniencia de invertir
–o de no invertir– aquí o allá. Y no hace falta decir qué formidable capacidad
de convicción otorga el poder accionarial.
No resulta nada
difícil hacer la traslación de ese esquema de funcionamiento, minuciosamente
descrito por Saunders, al mundo de los medios de comunicación de masas de la
España de hoy (o de la Francia de hoy, o de la Alemania de hoy: tanto da).
Conozco a un buen puñado de periodistas que tienen chollos rarísimos, sé
de fundaciones y asociaciones que financian actividades de nulo valor
intrínseco, me consta que se producen viajes de lujo de justificación
prácticamente imposible, hay premios y becas genuinamente inexplicables... y ya
casi mejor ni hablo de las comidas opíparas con sobremesas propicias a las
confidencias. En ocasiones, incluso, me ha tocado participar a mí en alguna
historia de ese estilo, más o menos de rebote.
¿Está la CIA detrás
de todo ello? De todo, no; seguro. Pero es fácil que sí esté detrás de algo.
Ignoro de qué. No sé a través de quién. Pero, insisto: es fácil que lo esté.
La siguiente pregunta
es inevitable: en tal caso, ¿qué profesionales españoles de la comunicación
serán los que trabajan para la CIA? No me refiero a gente que lo esté haciendo
sin conciencia de ello –que de ésos puede haber varias toneladas–, sino a los
que lo hacen a sabiendas, porque están en nómina.
Admito que nunca había
pensado en esa posibilidad. Pero, ahora que me le ha planteado tras la lectura
del libro de Saunders, se me han venido a la cabeza sin demasiada dificultad
cinco o seis nombres. Y me da que no debo de andar muy errado. Pero tampoco es
cosa de hacer en público meras suposiciones, por bien traídas que parezcan.
Cierto es que la CIA
no necesita comprar periodistas españoles a puñados para que nuestros medios de
comunicación privilegien su versión de los acontecimientos. No lo necesita, en
primer lugar, porque los mass media españoles se nutren en muy buena
medida de los grandes medios norteamericanos trasmisores de noticias (las
grandes agencias de Prensa, las grandes cadenas de televisión, etcétera), con
lo que buena parte del trabajo ya les viene hecho, y convenientemente
orientado. Tampoco lo necesita, en segundo término, porque buena parte de los
profesionales españoles de la comunicación coinciden espontáneamente, por
así decirlo, con los puntos de vista del Gobierno de Washington. No vale la
pena empujar a nadie para que vaya por donde ya está caminando de buen grado.
Pero hay
una vuelta de tuerca más para la que probablemente sí se requiere una
intervención directa sobre el terreno. Me refiero al control, altamente
conveniente, sobre esa subespecie del periodismo que nutre el género de la
opinión, de tanto peso en España, esto es, sobre los perpetradores del cúmulo
de editoriales, columnas de Prensa y tertulias radiofónicas que se abaten a
diario sobre nuestra sufrida población, que los absorbe con tan singular como
desconcertante entusiasmo. La creación de una red de complicidades que invite
a los periodistas de ese género a suscribir los puntos de vista más
convenientes para los intereses estadounidenses tiene que ser, sin duda, un
objetivo de las antenas de la CIA en España. Y doy por hecho que lo
están persiguiendo con la máxima tenacidad, habida cuenta, sobre todo, del prejuicio antiamericano que se le
presupone, no sé con cuanto fundamento, a una parte considerable de la opinión
pública española.
No puedo probarlo por
la vía positiva, como ya antes decía, pero lo infiero sin mucha dificultad por
la vía negativa, a través de la simple constatación de lo complicado que
resulta no sostener esos puntos de vista cuando se trabaja en la España
actual para un gran medio de comunicación. Este humilde servidor de ustedes
podría darles abundante cuenta de ello, si no fuera porque no está aquí para
contarles su vida.
Termino. No sin antes
disculparme ante la autora y ante la editorial por lo muy interesada que ha
sido mi lectura de este libro. Mucho me temo que haberlo reconocido desde el
comienzo no me exculpe demasiado. Permítanme que trate de compensarlo, así sea
sólo en parte, diciendo que, aparte de para presuponer cómo trabaja la CIA con
los medios de comunicación de la España de hoy, este libro es fundamental para
saber cómo trabajó esa agencia en el mundo de los intelectuales y artistas en
la época de la guerra fría.
Yo le estoy muy
agradecido a Frances Stonor Sauders por haberse tomado el inmenso trabajo de
averiguarlo. Y de contárnoslo.
Puedo asegurarles
que, si se deciden a leer el libro, compartirán mi agradecimiento.
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