No soy
optimista. En cada situación, trato de prepararme para lo peor. Me gustaría creer
que se trata de una fría actitud racional basada en mi creciente conocimiento
de la naturaleza humana, pero mucho más probable es que sea, sencillamente, un
legado genético de mi abuelo gallego.
Por supuesto que me produjo una gran alegría la proclamación de la tregua
unilateral de ETA y el casi inmediato anuncio de José María Aznar de que estaba
dispuesto a propiciar un diálogo entre su Gobierno y la organización vasca para
acordar las condiciones del fin del terrorismo. Pero desde el primer momento me
preparé para encajar el fracaso de ese intento de salida negociada. La verdad:
no veía yo a actores tan mediocres representando papeles tan cargados de
matices y de sutilezas en una obra tan endiabladamente difícil.
Una vez más, la experiencia ha superado mis peores expectativas.
No han comprendido nada. O no han querido comprender nada. O no han sabido
comprender nada.
Empezaron por no darse cuenta de que se trataba de una obra coral, en la que a
nadie le correspondía hacer de gran protagonista. Cada cual se ha paseado por
el escenario como si su papel fuera el del bueno de la película. Ni siquiera
han entendido que esto no iba de cine, sino de teatro.
Lo que se suponía que debía ser una gran epopeya ha resultado finalmente un
lamentable pastiche.
Van a tener ustedes ocasión de constatarlo más que cumplidamente en esta obra,
en la que Joaquín Navarro reconstruye las escenas de esta deprimente farsa con
la minuciosidad y la precisión de un buen juez instructor.
Mucho menos dotado que él para la observación y nada ducho en las técnicas
procesales -incluyendo también, me temo, las de los procesos de paz-,
aprovecharé estas breves líneas introductorias para resumir en grandes trazos
las reflexiones que me ha sugerido lo ocurrido en -o sobre- Euskadi durante
estos últimos meses.
En mi criterio, el fracaso del llamado proceso de paz se ha cimentado sobre dos
grandes incomprensiones, que encierran otras muchas menores.
1.- El Gobierno de Aznar no ha entendido a ETA y ETA no ha entendido al
Gobierno de Aznar.
1.1.- El Gobierno de Aznar no ha entendido a ETA.
Aznar interpretó mal las razones por las que ETA proclamó su tregua unilateral.
Creyó que era consciente de su fracaso -aunque no quisiera reconocerlo
públicamente, por razones obvias- y que tan sólo buscaba una salida
pasablemente digna para sus militantes, presos o en libertad.
Convencido de ello, empezó a actuar conforme a algunos criterios rudimentarios:
- Imaginó que todo lo debía hacer para obtener la paz era eso: dar a los
miembros de ETA una salida personal, dejando en libertad a los presos y
permitiendo el regreso de los exiliados.
- Dedujo que contaba con un amplio margen de maniobra para moverse hacia ese
objetivo, porque estaba convencido de que ETA tenía muy difícil, si es que no
imposible, volver al activismo armado, por razones tanto materiales (sabía que
estaba en horas muy bajas, dado el aumento del acoso policial, de las
detenciones, de las extradiciones, etc.) como políticas (no ignoraba que la
presión social a favor de la paz era muy alta, incluso dentro de los propios
sectores abertzales).
- No sólo pensó que podía avanzar muy lentamente, sino también que debía
hacerlo: le pareció evidente que no tenía ningún sentido apresurarse, habida
cuenta de que el objetivo último -acabar con los atentados-, ya lo había
logrado de antemano con la tregua.
- Estaban además las elecciones generales, a año y medio vista. Cuanto más se
prolongase esa situación de plácida indefinición, mejor podría ser
rentabilizada de cara a las urnas. "Sólo les haré alguna concesión cuando
vea que se están ahogando", dijo Aznar en privado, en una de las contadas
ocasiones en que rompió su proverbial hermetismo y habló del asunto. Y añadió,
lacónico: "Apenas tengo vino para ellos. He de servírselo muy poco a poco".
Este era su cálculo general, cegato y cicatero.
Pero ni siquiera se atuvo a él.
Su ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, le persuadió de que, si las cosas
estaban bastante bien, todavía podía conseguirse que estuvieran mejor.
Lo de Mayor Oreja merece capítulo aparte. No se lo concederé, porque esto es
una introducción, y no un libro, pero sí haré un apunte sobre su actitud.
Cuando se hizo cargo de la cartera de Interior, Mayor alimentaba la ambición de
jugar un papel decisivo en la pacificación del País Vasco. Obsesionado por su
animadversión hacia el PNV, su plan apuntaba hacia la potenciación de una HB
pacífica que, de un lado, convenciera a ETA de la necesidad de dejar las armas
y, del otro -del mismo, en realidad-, se hiciera con la representación política
del conjunto del campo nacionalista, del que, lógicamente, huirían antes o
después sus elementos más moderados, que acabarían por recalar en su PP.
No avanzó demasiadas iniciativas al respecto, entre otras cosas porque no
disponía de los contactos necesarios, pero trató de explotar al máximo los
pocos que tenía (recuérdese cuán en serio se tomó su entrevista con el
responsable de la asociación Gernika Gogoratuz y qué solemnes declaraciones le
hizo, pese a la operatividad prácticamente nula del foro que representaba su
ignoto interlocutor).
La tregua de ETA le cogió totalmente a contrapié. Y le irritó sobremanera.
Primero, porque él no había tenido nada que ver en su gestación y tampoco
estaba previsto que cumpliera ningún papel en ella. Y segundo, porque el PNV
-su odiado PNV- estaba en el centro de todo. Así que se decidió a boicotear
aquello con todo lo que tuviera a mano.
Lamentablemente, lo que tenía a mano era mucho.
Trabajó en dos frentes principales. De un lado, en el político: boicoteó el
acercamiento de los presos de ETA a territorio vasco, consciente de su valor
simbólico, convenciendo a Aznar de que eso encajaba perfectamente con las
intenciones del presidente de administrar al máximo las concesiones, y
prosiguió su labor de acoso a los resortes legales del frente abertzale
radical, gracias al siempre disponible concurso de la Audiencia Nacional. De
otro lado, y ya en el plano más propiamente policial, propició la
intensificación al máximo de la persecución de los dirigentes de ETA en
Francia, para exasperarlos e impedirles desarrollar la negociación y, como
complemento, hizo cuanto pudo por dificultar la labor de los mediadores civiles
y eclesiales, como muy bien podría testimoniar al actual obispo de San
Sebastián, Juan José Uriarte.
De esta guisa, el equipo de personas a las que Aznar encargó de propiciar la
negociación con ETA se encontró atado de pies y manos, sin apenas margen de
maniobra. No tiene nada de particular que pronto quisiera tirar la toalla, y
que acabara tirándola de hecho, sin haber conseguido avanzar prácticamente
nada.
1.2.- ETA tampoco supo, pudo o quiso entender la posición del Gobierno de
Aznar.
ETA está convencida de que su presión es una carga insoportable para el Estado
español.
Escucha las soflamas que se oyen después de todos los atentados, cuando
políticos, periodistas y agentes sociales afirman solemnemente que el
terrorismo es "intolerable", y se toma al pie de la letra lo que
dicen.
En realidad, el terrorismo de ETA hace tiempo que es perfectamente tolerable
para el Estado. En tiempos -a lo largo de la transición y en los años
inmediatamente posteriores-, representó, sin duda, un claro factor de
desestabilización: las estructuras del poder estaban cogidas con alfileres y
cualquier tirón podía desgarrarlas. Pero hace ya mucho que se han vuelto lo
bastante sólidas como para soportar eso y mucho más sin correr riesgo alguno.
Incluso cabe afirmar lo contrario: las acciones de ETA añaden cohesión social
al sistema (es una de las ventajas que proporciona contar con un enemigo
exterior).
Hay teóricos del establishment que no tienen empacho en declarar que, dentro
del escalafón de los enemigos del Estado, ETA es sin duda el más sanguinario,
pero no el más peligroso. Consideran que el nacionalismo estrictamente político
encierra potencialidades mucho más dañinas. Es la vieja teoría que se atribuye
a Luis María Ansón, que considera que ETA es como una úlcera, que molesta, pero
no mata, en tanto ve al nacionalismo pacífico como un cáncer, que corroe el
cuerpo del Estado por dentro sin que la víctima lo note y, para cuando quiere
darse cuenta, está ya para el requiescat in pace.
Atribuyéndose una fuerza muy superior a la que tiene, ETA dio por hecho que el
Gobierno de Aznar estaba dispuesto a pagar un elevado precio político por
neutralizar sus actividades. Se equivocó. En realidad, no sólo no tenía la
menor intención de pagar un alto precio, sino que incluso dudaba si debería
pagar algún precio.
ETA ni siquiera consideró la posibilidad de que pudieran existir influyentes
sectores, tanto en la sociedad española como dentro del propio Gobierno,
interesados en frustrar la perspectiva de paz, si de ella corriera el riesgo de
derivarse un reforzamiento del peso político del nacionalismo vasco. No valoró
la hondura del odio que sus atentados han ido enquistando en muy buena parte de
la ciudadanía y el soporte social que ese sentimiento proporciona a quienes son
hostiles por principio a cualquier solución negociada del terrorismo. Tenía que
haberlo entendido, aunque sólo fuera tras comprobar el alto grado de aceptación
que encontraba Aznar cada vez que repetía su frase campanuda favorita: "La
paz no tiene precio". Debería haberse dado cuenta de que una afirmación
así sólo puede entenderse como una negativa a negociar o, más concretamente,
como una invitación al enemigo a que se rinda, porque el que acepta negociar
sabe cuán cierto es el dicho popular: el que algo quiere algo le cuesta.
Hasta tal punto desdeñó ETA la existencia y la fuerza de esa realidad hostil a
una auténtica negociación, así fuera a la baja, que actuó como si no existiera,
o fuera menospreciable. Con lo que, de hecho, puso las cosas en bandeja a sus
promotores.
Por otro lado, ETA se ha tomado su capacidad de recuperación como un dato fijo
de la vida, tal que la sucesión de las noches y los días. Da por hecho que la
Policía detiene y los jueces encarcelan, pero que todos los activistas que caen
son de inmediato sustituidos por otros, con lo que el ciclo puede repetirse
hasta el infinito. Como el viejo Tertuliano, que decía aquello de que "la
sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos", ETA está
convencida de que es una tenia cuya cabeza está alojada en el intestino de la
opresión española: mientras haya cabeza, la tenia volverá a reproducirse, y lo
hará tantas veces como sea preciso.
Es cierto que el terrorismo vasco se nutre de una lógica que tiende a
reproducir los odios primigenios: con frecuencia, el hermano, el hijo o el
sobrino del caído -o la hermana, o la hija, o la sobrina, que ya tanto empieza
a dar- siente la llamada del deber -del odio- y se enrola. Empieza quemando
cabinas de teléfono y rompiendo escaparates de bancos, sigue atentando contra
la vivienda o el coche del vasco traidor o el txakurra y acaba haciendo cola en
Baiona ante la oficina de reclutamiento de comandos.
Pero esa espiral, que en tiempos era claramente ascendente, ahora ha invertido
su sentido: desciende. No es sólo -o no es tanto- un problema cuantitativo, que
también, sino sobre todo cualitativo: los nuevos militantes están cada vez peor
preparados, su bagaje ideológico es escaso y sus convicciones están muy poco
elaboradas. Como el hielo, su constitución es dura, pero frágil. Los jóvenes de
los que hoy se alimenta ETA no han vivido la dictadura franquista ni los
tiempos de las grandes movilizaciones de masas. No han actuado nunca arropados
por el pueblo real, ése que anda por la calle todos los días. Desconfían de él
y sólo se sienten confortables cuando se cuecen en su propia salsa endogámica.
Llevan dentro de sí el germen de su derrota.
Sólo que ese germen de autodisolución puede tardar muchos años en
desarrollarse. Pocos, tal vez, para el afán de eternidad de ETA, pero
demasiados, si es en ese germen en el que sus enemigos depositan sus esperanzas
de victoria.
2.- El PNV (junto con EA y, en general, los nacionalistas vascos pacíficos)
se ha equivocado con ETA. Y ETA se ha equivocado con el PNV y los nacionalistas
vascos pacíficos.
2.1.- El PNV se ha equivocado con ETA.
Arzalluz, Egibar y sus aliados políticos más cercanos alimentan desde hace años
-como Mayor Oreja, pero desde la orilla diametralmente opuesta- la ambición de
pasar a la Historia como los grandes pacificadores de Euskadi.
Parten del convencimiento de que ETA, y el MLNV* con ella, son resultado de una
frustración histórica: la de los sectores sociales vascos que no ven que la
legalidad constitucional española ofrezca expectativas reales al movimiento de
liberación nacional de Euskadi. Creyeron que, si ofrecían a esos sectores una
vía de posible materialización pacífica de sus expectativas independentistas,
podrían disuadirles de persistir en la lucha armada. Que podrían convencerles
de que esa forma de lucha, al margen de ser cruel y detestable desde el punto
de vista moral, es también, y sobre todo, contraproducente de cara a la
obtención de los objetivos políticos perseguidos.
A diferencia de ETA, el PNV y sus aliados sí se han dado cuenta de que a los
responsables del poder central español, digan lo que digan de cara a la
galería, les duelen más las decenas de miles de votos depositados en las urnas
que las bombas y las ráfagas de balas, sobre todo porque éstas matan a sus
subordinados, pero raramente les hieren a ellos, que se desplazan en coches
blindados, no pisan un sitio que no haya sido minuciosamente peinado por los
servicios policiales especializados y van siempre cubiertos por una nube de
guardaespaldas.
A partir de ese convencimiento, atinado en términos generales, y alentados por
los progresos de las conversaciones de paz sobre Irlanda del Norte -Joaquín
Navarro cuenta muy bien la importancia que tuvo ese espejo exterior-, el PNV y
toda la heteróclita troupe de compañeros de viaje que le han arropado en ese
esfuerzo -buena parte de la Iglesia católica vasca, los grupos pacifistas tipo
Elkarri y Gesto Por la Paz, muchos de los que se fueron escindiendo del MLNV
por desacuerdo con sus métodos, IU-EB, la izquierda radical no nacionalista,
etc.-, ofrecieron a ETA y sus seguidores la posibilidad de articular un gran
frente vasco, no exclusivamente independentista pero sí abierto de par en par
al independentismo, definido por su explícita renuncia a los métodos violentos,
que tuviera la virtualidad, inalcanzable para el MLNV, de suponer una
alternativa posible al actual marco político español.
Ese fue el telón de fondo de las conversaciones entre el PNV y EA con ETA, y
ése fue el objetivo con el que nació el foro de Lizarra.
Les alentó igualmente la constatación de que eran cada vez más amplios y más
influyentes los sectores que, dentro del propio MLNV, reconocían su cansancio,
su hastío y hasta su repugnancia hacia los viejos métodos, tan sangrientos como
inútiles, y su preocupación ante el declive, lento pero a todas luces
inexorable, de su causa.
Todo acuerdo político encierra un do ut des. El que el PNV y EA ofrecieron a
ETA en la primavera de 1998 se planteaba en estos términos: renunciad vosotros
a matar, apartaos del centro del escenario, dejad que los políticos nos
encarguemos de la política... y a cambio nosotros os ofrecemos desplazar el
centro de nuestra actividad hacia el combate por la soberanía vasca, uniendo
nuestro esfuerzo al de vuestros seguidores.
ETA les dio su acuerdo global, pero les puso algunas condiciones: habrían de
romper toda colaboración con los partidos españoles, deberían considerar que el
ámbito de aplicación de la nueva política era el del conjunto de los
territorios históricos (esto es, incluyendo a Navarra y al País Vasco bajo
soberanía francesa), debían comprometerse a iniciar de inmediato el nuevo proceso
constituyente de Euskadi...
Tan ufanos estaban, fue tal su júbilo ante la aquiescencia de ETA y ante su
disposición a iniciar de inmediato la tregua indefinida, que el PNV y EA apenas
prestaron atención a esas condiciones laterales, cuya aceptación explícita, por
lo demás, no les fue exigida en un primer momento. Seguramente confiaban en
que, una vez puesto en marcha el proceso de paz, la propia dinámica de los
acontecimientos -que daban por descontado que resultaría exultante para todo el
mundo nacionalista- iría limando asperezas y obligando a ETA a aceptar de mejor
o peor grado los límites de la realidad (dentro de los cuales, desde luego,
esas condiciones no tenían posibilidad alguna de encaje).
Se equivocaron. Sabían que buena parte de la dirección de ETA y del MLNV vivía
en su propio mundo, sin hacerse cargo de la realidad real del País Vasco;
pensaban que estaba en las nubes. Pero qué va. Desde las nubes, aunque lejos,
se ve bastante bien la tierra. Esa gente navegaba muchísimo más lejos del suelo,
por el espacio sideral: seguramente en la órbita de Marte, dios de la guerra.
Además, los efectos euforizantes de la proclamación de la tregua, inicialmente
espectaculares, se apagaron rápidamente. El anuncio del nacimiento del foro de
Lizarra fue acogido por las fuerzas españolistas con verdadera alarma. Su
desconfianza abarcó a la propia tregua, rápidamente definida como "tregua
trampa". Y el PNV, EA y IU-EB se vieron sometidos a un acoso formidable,
que convirtió cada uno de sus pasos adelante por la vía soberanista -fueran
reales o supuestos- en un auténtico vía crucis.
2.2.- ETA se equivocó con el PNV y los nacionalistas pacíficos.
El tiento con el que los nacionalistas moderados hubieron de empezar a
actuar, para no acrecentar las muchas y muy poderosas iras del campo
constitucionalista -que los llenaba de oprobio día sí día también desde los
medios de comunicación, prácticamente unánimes a este respecto-, fue de
inmediato interpretado por ETA como el anuncio de su inminente traición a la
causa independentista.
ETA se equivocó con el PNV. Se equivocó tanto como los partidos españolistas.
La una y los otros creyeron que la adormecida alma independentista de los
viejos jelkides había despertado súbitamente, cual la bella durmiente del
bosque, al recibir en su mejilla el amoroso beso del MLNV. Que habían vuelto a
aflorar sus imperecederas esencias sabinianas. Un argumento sin duda atractivo
para los esencialistas de toda suerte -incluidos los que viven del negocio de
denostar las esencias, como ese tal Juaristi-, pero escasamente útil para el
frío análisis de la realidad concreta.
La realidad es que el PNV es un partido especializado en la administración de
la autonomía estatutaria e imbuido de eso que hoy en día se llama púdicamente
vocación de poder.
El PNV se siente perfectamente a sus anchas en la reivindicación permanente: en
la exigencia de más transferencias, en la queja por los agravios y desplantes
del poder central, en el lamento por lo mucho que podría hacer pero no puede,
porque no le dejan... Sabe perfectamente que ponerse a montar un Estado vasco
independiente en la Europa de hoy sería, más que nada, un perfecto engorro. Un
engorro, por lo demás, erizado de riesgos. El sueño de la independencia le vale
sólo en tanto que sueño. Es como las fantasías eróticas de muchos mortales:
disfrutan imaginándolas, pero no tienen ninguna intención de llevarlas a la
práctica.
Por lo demás, el PNV es demócrata. No pretende imponer nada que no tenga un
suficiente respaldo social. Y sabe que la independencia no lo tiene. No lo
tiene ni siquiera en Guipúzcoa. Menos todavía en Vizcaya. Irrisoriamente menos
en Alava. Por no hablar de Navarra. En fin, lo del la Euskal Herria del otro
lado, que se dice -o sea, del otro lado de la frontera-, forma parte ya del terreno
de la pura política ficción. "Si nos diera por promover el referéndum de
autodeterminación en Iparralde*", me dijo hace unos meses un altísimo
dirigente del PNV, "no tendríamos gente suficiente ni para hacerse cargo
de las urnas".
Si el PNV se metió en la aventura de Lizarra, Udalbiltza*** y demás, no fue
porque creyera que ése era el camino de rosas que conducía a la independencia,
sino porque pensó que con ello podía convertirse en artífice de la paz,
arrancar superiores cotas de autonomía al poder central y transformarse en
cabeza de un movimiento político y social mucho más amplio que el que tenía
tras de sí hasta entonces.
ETA imaginó que podía arrastrar al PNV al enfrentamiento total contra el Estado
español y, ya de paso, también contra la parte de la población vasca que lo
respalda. Sólo el pétreo subjetivismo que predomina en la organización armada
-alimentado por la vocinglería nacionalista española, empeñada en que Arzalluz
y compañía se estaban echando al monte- puede explicar que cometiera un error
de cálculo tan monumental.
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Si ha tenido usted la paciencia de leer las páginas anteriores, tal vez haya
llegado a la conclusión de que su autor no tiene excesivas esperanzas de que el
conflicto vasco vaya a solucionarse, al menos a un plazo razonable. Habrá
acertado.
Por fortuna, puede volcarse de inmediato en la lectura del excelente y
apasionante trabajo de Joaquín Navarro que, partiendo de premisas muy
semejantes a las mías, alimenta expectativas menos desfavorables.
A ese talante naturalmente constructivo, añade Navarro algo que le viene dado
probablemente por su vocación de juez: no se deja vencer por el peso de lo
mucho que la vida le ha ilustrado en contra y sigue pensando que la justicia,
por dificultosa que se presente la senda, puede llegar a abrirse paso. Ojalá
tenga razón: de veras que lo deseo con todas las fuerzas.
Me inclino finalmente también, no sin ternura, ante la admiración y el cariño
que este buen andaluz, orgullo de su pueblo, siente por el mío.
Como vasco al que el largo exilio no ha arrebatado las raíces, siempre me he
apuntado a la vieja sabiduría castellana, para la cual "nadie es más que
nadie".
Nadie es más, pero tampoco menos.
A los vascos se nos dio un trato de excepción en los primeros tiempos de la
transición, atribuyéndonos colectivamente una resistencia contra la dictadura
franquista que, en la práctica, no había sido ni tan poderosa -salvo en
términos comparativos- ni, sobre todo, tan colectiva.
De héroes hemos pasado a villanos. Ahora, cuando del Ebro para abajo y del
Adour para arriba nos identificamos como vascos, tenemos que apresurarnos a
añadir los peros de rigor.
Adéntrense de la mano de Joaquín Navarro en el conocimiento de las
circunstancias concretas del conflicto y verán que, entre vascos y no vascos,
las culpas se reparten generosamente. Que, como diría León Felipe: "Aquí
no se salva nadie; ni el místico ni el suicida".
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* Movimiento de Liberación Nacional Vasco. No se trata de una organización
formal, sino del nombre que sus partidarios dan al conjunto de fuerzas
políticas y sociales que se sitúan en la órbita de ETA.
** Iparralde: "La parte del Norte", en euskara. El País Vasco bajo
soberanía francesa.
*** Udalbiltza: Asamblea de Municipios Vascos.
(Este texto fue
escrito en febrero de 2000)
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