El Kursaal: Jirones de recuerdos
Escribí este artículo en 1998 para la revista del Colegio de Arquitectos de Madrid.
Aunque es para uso principal
de donostiarras, la mayoría habréis tenido experiencias semejante en vuestras
propias ciudades.
El Código Penal vigente
recoge toda suerte de delitos pero, por razones incomprensibles, no prevé
ningún castigo para uno de los crímenes contra la Humanidad más graves y
execrables que existen: el robo de recuerdos.
Cada ver que regreso a mi
ciudad natal, San Sebastián, sufro un nuevo desgarro en mi memoria. Un día es
la tienda de incomestibles de la esquina –la de don Pedro, el que fiaba– la que
ha desaparecido; otro es la sidrería de un poco más allá, donde nos daban de
beber sin fijarse demasiado en nuestra edad, convertida ahora en sucursal de
una Caja de Ahorros... Desguazan mi infancia y tiran sus huellas, como
escombros y cascotes.
No retroceden ni ante el
paisaje. Mi barrio estuvo siempre presidido por un montículo de arena, en cuya
parte superior se asentaba la plaza de toros, el Chofre, construida en 1903 y anterior a casi todo lo demás. El
Ayuntamiento donostiarra decidió en los 70 que, para sólo diez festejos al año,
aquel albero estaba de más: derribó la construcción, allanó el promontorio,
devolvió la arena al mar y dejó construir una barriada de medio pelo, casas y
más casas.
Mató mucho más que una plaza
de toros. Al levantar el asfalto de su empinada carretera, se llevó la huella
de las bicicletas en las que aprendimos a pedalear. Al reducir a astillas los
portones de sus toriles, acabó con los rincones que fueron escondite para
varias generaciones de niños. Hirió a un ser vivo: mi barrio, aquel largo
arenal que José Gros compró por 1.820 pesetas ya avanzado el XIX, sólo podía
entenderse desde la plaza de toros. Desaparecida, quedó desfigurado,
inexpresivo, como un triste Polifemo sin su único ojo.
Peor todavía fue lo del Gran
Kursaal.
El Casino Gran Kursaal fue
construido en 1922 en el estilo más característico de la arquitectura
donostiarra: en falso antiguo.
Cualquiera que lo viera, con sus columnas neoclásicas y sus imponentes
vidrieras, pensaría en largos esplendores pasados. El San Sebastián de los años
20 fue especialista en la fabricación de antigüedades totalmente nuevas, a las
que el salitre del mar proporcionaba enseguida un aire desgastado y añejo.
Gozó el Kursaal de una muy
efímera vida activa. Al poco de nacer, le llegó la primera prohibición del
juego. Dedicado a las más diversas y peregrinas actividades, tuvo un nuevo y
desdichado intento de recuperar sus funciones de casino en 1935, cuando los
señores Strauss y Perlo obtuvieron del Gobierno de Lerroux el permiso necesario
para poner en marcha un nuevo juego, al que llamaron, recurriendo a una no muy
ingeniosa combinación de sus nombres, estraperlo.
Se trataba de una estafa que permitía a la banca ganar siempre: la Policía
clausuró el local a las pocas horas, el Gobierno, que había autorizado el juego
porque Strauss y Perlo habían dado bajo capa generosos estipendios, se vio
obligado a dimitir, y el estraperlo quedó por mucho tiempo como sinónimo de
engañifa.
Ni sabía ni me importaba
nada de eso cuando de niño iba al Kursaal a jugar, ya en la frontera de los 60.
Especie de barco de piedra al borde del mar, frontera de mi barrio, solitario,
haciendo extraña pareja con el teatro Victoria Eugenia, con el puente de la
Zurriola de por medio, construido a la par que él, sus ventanales tapiados eran
para nosotros la puerta de un misterio. Lo mismo que las rocas que lo protegían
de las olas durante las mareas vivas y que, cuando el mar estaba en calma,
explorábamos en búsqueda de cuevas.
Un día alguien, alguno de
nosotros, logró arrancar algunos tablones y franquear una entrada. Pudimos
pasear por aquellos nobles salones a la escasa luz que se colaba por las sucias
vidrieras: los terciopelos ajados y polvorientos, los tapetes antes verdes, los
palcos como púlpitos, el salón de baile, las largas telarañas... Encontramos
elegantísimas barajas de fibra de marfil, con las iniciales del Casino en el
reverso: jugamos con ellas durante años.
Marché en 1970 muy contra mi
voluntad a las correrías del exilio. Cuando regresé, sólo quedaba el solar. Un
amigo me regaló la fotografía: se ve la larga grúa de un tal Alonso
emprendiéndola contra la cúpula del casino que no pudo ser. Contra la cima de
los juegos que sí fueron.
Las tiendas, el Chofre, el Kursaal, luego el
mercado... Ahora han puesto una playa, una playa inventada, con un largo paseo
lleno de terrazas, maravilla de los turistas. Me han ido robando los recuerdos.
Me han privado de los puntos de apoyo de mi fragilísima memoria. Me han dejado
sólo jirones de nostalgia.
Menos mal que me queda el
mar: la mar, que nunca fue la misma y que, precisamente por eso, siempre será
la de siempre.
A la izquierda, el actual
edificio del Kursaal. A la derecha, el puente del Kursaal (o de la Zurriola),
poco
después de su inauguración,
el 14 de agosto de 1921. Detrás, el Casino Gran Kursaal.
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