Escribí este
texto para “El Mundo” en 1992. Han pasado ocho años y, prescindiendo de algunas
referencias coyunturales, me sigue pareciendo plenamente válido. El único
movimiento social que por entonces no tuve en consideración –porque apenas
existía– es el de solidaridad con los inmigrantes clandestinos.
Cuando accedió al gobierno hace una década, el PSOE declaró que, en conformidad con las resoluciones de sus congresos y con las promesas de su programa electoral, tenía la firme intención de impulsar el desarrollo de los llamados «movimientos sociales».
Las iniciativas de tipo asociativo
y reivindicativo a las que se aludía cuando se hablaba de «movimientos
sociales» eran a la sazón, particularmente, el movimiento pacifista, el
feminista, el ecologista, el vecinal y el juvenil, aunque también existieran
otros de menor amplitud o de localización geográfica concreta (movimientos de
solidaridad internacional, de apoyo a la normalización lingüística en las comunidades
con lengua propia, etc.).
Diez años después, el panorama que
ofrecen los movimientos sociales en España es, hechas las cuentas, francamente
desolador. Siguen existiendo agrupaciones que persiguen esas finalidades y
otras de más reciente aparición, pero sus núcleos organizados son
extraordinariamente reducidos y su eco en la vida política y social, casi
imperceptible.
¿En qué medida es responsable el
«felipismo», el Poder socialista –partido y gobierno– del proceso de
desarticulación que han sufrido esos movimientos?
Conviene no simplificar el
problema.
La tradición asociativa en nuestra
sociedad ha sido siempre escasa, con la parcial excepción del País Vasco. Hace
diez años, e incluso en los momentos de intensa efervescencia política que se
vivieron tras la muerte de Franco, la militancia real –tanto en partidos
políticos y sindicatos como en movimientos sociales– era mínima. De hecho, si partidos, sindicatos y otras
asociaciones lograron abultar sus listas de afiliados fue porque renunciaron a
exigir de ellos una militancia efectiva (asistencia a reuniones asiduas, pago
de cuotas elevadas, venta de las publicaciones, etc.) y se conformaron con
formas de vinculación muy laxas. Los estudios sociológicos realizados a lo
largo de los últimos quince años revelan que el interés asociativo en España,
limitado como era, ha ido decayendo, paulatina pero firmemente, en un proceso
que no es exclusivamente español, sino que abarca, bajo diferentes formas, al
conjunto de los países de nuestro entorno. En España, el auge del apoliticismo
entre los menores de treinta años, y muy en especial entre los estudiantes, ha
sido singularmente intenso, y alcanza en la actualidad niveles arrolladores,
según ha confirmado un reciente estudio del CIRES (La realidad social en
España, 1990-1991, páginas 595 y ss).
Esto, que afecta al asociacionismo
en general, resulta de particular aplicación a los movimientos sociales, por
cuanto éstos han tenido siempre, por naturaleza, un carácter mucho más
inestable que los partidos políticos o los sindicatos, y su desarrollo ha sido
deudor, invariablemente, de hechos o sucesos de la actualidad inmediata. Así,
el movimiento pacifista logró un poder de atracción y de movilización social
muy considerable con motivo del ingreso en la OTAN y el posterior referéndum,
pero se fue debilitando a marchas forzadas en los años siguientes. El
desencadenamiento de la guerra del Golfo le permitió volver a levantar cabeza
pero, acabada ésta, entró en un nuevo letargo. También el movimiento feminista
consiguió un auge cierto, gracias sobre todo a las movilizaciones a favor del
aborto libre y a raíz de los juicios por aborto, pero luego ha tendido a
difuminarse. Otro tanto cabe decir de los movimientos de objetores e insumisos,
o del movimiento ecologista. En todos los casos nos encontramos con núcleos
organizados que han sido siempre -que ya eran en 1982- extremadamente
reducidos, cuya ampliación y capacidad de atracción ha dependido del concurso
de determinadas circunstancias (políticas, sucesos trascendentes) que han
interesado a amplios sectores de la población.
¿Por qué hoy los movimientos
sociales viven una lánguida y átona existencia? Por dos razones fundamentales,
que en último término se funden en una: porque cada vez tienen menos integrantes,
y porque la sociedad española es cada vez menos capaz de interesarse –y de movilizarse–
por los grandes sucesos y problemas cruciales de la realidad política y social.
El PSOE ha fomentado decisivamente
ambos factores.
El PSOE ha hecho lo posible por
anular la capacidad política radical, «desestabilizadora», de los movimientos
sociales. Lo ha hecho desde fuera, creando un vacío a su alrededor,
dificultando sus posibilidades de conectar con el conjunto de la población y
deformando su imagen a través de los medios de comunicación que le son fieles.
Y lo ha hecho, en todo lo que ha podido, también desde dentro, interviniendo en
los movimientos –incluso en los que le parecían hostiles por naturaleza:
recuérdese que el Programa 2000 aún se planteaba cómo «recuperar» el pacifismo para su causa– con el objetivo
de evitar que se enfrentaran al poder político establecido y para lograr que se
limitaran a luchar por reivindicaciones o bien inofensivamente utópicas o bien
inofensivamente posibilistas.
Con este fin, a lo largo de los
últimos diez años, el PSOE se ha servido de la acción de sus militantes, de los
cantos de sirena del Poder («Cuando quiero tapar la boca a un tipo realmente
molesto –me dijo hace años un alto cargo socialista–, lo nombro para un cargo y
le pongo un despacho») y, sobre todo, de la más eficaz de sus armas: el dinero.
Se ha hablado mucho de las
subvenciones concedidas por los socialistas a las organizaciones juveniles que
le son afines. Lo que mucha gente no sabe es que el PSOE no sólo financia
asociaciones dóciles. También subvenciona algunas inicialmente críticas. Y no
sólo juveniles: también feministas, ecologistas culturales... Consigue que la
financiación oficial se convierta en esencial para la subsistencia de la
organización y deja que el dinero haga sus efectos: pasado el tiempo, es poco
probable que sus responsables tengan deseos de enfrentarse radicalmente con
quienes aseguran el sostenimiento del tinglado.
Más importante, y también más
sutil, es el trabajo de «desarme moral» que el PSOE ha realizado a escala de
toda la sociedad. Porque bueno es tapar la boca del que quiere protestar, sin
duda, pero más importante es conseguir que el conjunto de la sociedad sea
insensible a las protestas.
Reconozcamos que el Poder
socialista no ha tenido que inventarse nada para ello. La degeneración de la
sociabilidad es uno de los males que caracterizan el momento por el que atraviesan
las sociedades occidentales. «La modernización de Occidente», ha escrito muy
acertadamente Eugenio del Río, «ha conllevado la destrucción de los vínculos
asociativos tradicionales. A la vez, se ha mostrado incapaz de tejer nuevas
redes asociativas duraderas y de enriquecer la vida social. La sociedad moderna
es un universo atomizador, de seres relativamente aislados. Pero, a la vez, ha
traído consigo un empobrecimiento de la individualidad: (...) acentúa la
uniformización en el plano de los valores, del estilo de vida, del empleo del
tiempo, de la información recibida." (¿Crisis de la izquierda?, en Éxodo,
núm. 12, enero-febrero 1992.)
El PSOE se ha montado en la ola, ha
contribuido a agrandarla y se ha beneficiado de ella. Hoy siguen produciéndose
acontecimientos como los que en un pasado aún reciente provocaban reacciones
colectivas de repulsa o solidaridad y favorecían la articulación de tal o cual
movimiento social de apoyo o de repulsa. La violencia racista, el Tratado de
Maastricht, el hambre en África o las guerras que desgarran el Este europeo son
hechos de muy diferentes órdenes, pero equivalentes en esa dimensión. Hoy no
consiguen la menor movilización ciudadana y deambulan entre nosotros como
fantasmas.
El «felipismo» no tiene toda la
culpa de que eso sea así, desde luego. Pera reconozcámosle que ha hecho lo
posible por conseguirlo.
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