(Texto actualizado)
Pero nunca ha sido exactamente la
misma. A medida que ha ido transcurriendo el tiempo, me he visto obligado a
corregirla para pintar la realidad con tintes más y más oscuros. La versión que
incluyo a continuación, notablemente actualizada, es la que utilicé el pasado
26 de octubre en Valencia en la conferencia inaugural de la sede de «Ca Revolta».
«Medios de comunicación y pensamiento
único».
¿Qué es eso del pensamiento único?
Algunos damos ese nombre a la ideología
del neoliberalismo económico. Una ideología que defiende no ya la supremacía de
la propiedad privada, sino su superioridad moral;
que es hostil por principio a la intervención del Estado y a la regulación de
las relaciones sociales y que ve con entusiasmo y patrocina el actual proceso
de globalización de la economía, en
la que él mismo participa.
Aunque sus consecuencias principales se
expresen en los planos económico y social, el pensamiento único no sólo tiene
recetas económicas: es toda una concepción del mundo, que entroniza el individualismo
más exacerbado y recela de cualquier planteamiento colectivo. Luego volveré
sobre esto.
El pensamiento único es una ideología,
un modo de ver la realidad política, económica y social, pero se niega a
presentarse como tal. Aquellos que lo sustentan no creen que el suyo sea un modo de ver el mundo, sino el único modo sensato de verlo. Para
ellos, quien no considera la realidad a su manera es, sencillamente, o un
idiota o un insensato, si es que no un embaucador.
Los medios de comunicación están, prácticamente
en su totalidad y a escala internacional, dominados por el pensamiento único.
Lo cual no quiere decir que sean clónicos. Como más tarde analizaré, hay
diferencias que los separan, en buena medida determinadas por sus diversos
planteamientos empresariales. A lo que me refiero es a que su ideología de
fondo ha alcanzado un grado de homogeneidad desconocido en el pasado. Una
homogeneidad apenas separada no ya por intereses de clase contradictorios, sino
incluso por intereses nacionales en conflicto.
Pero, para llegar a la situación
actual, ha sido necesario recorrer un largo camino. Para llegar a lo
superlativo, ha habido que pasar previamente por lo grande.
Antes de abordar la actual situación de
los medios de comunicación a escala internacional, y para poder entenderla, me
parece necesario empezar por analizar cómo son los elementos que la
constituyen, esto es, los medios de comunicación concretos, y de qué modo éstos
crean una situación que enmarca y en buena medida condiciona la labor periodística.
Lo haré ateniéndome a la realidad que
mejor conozco: la de la prensa diaria escrita. Tanto la prensa que sigue otra
periodicidad, como la radio y, sobre todo, la televisión, tienen sus propios
problemas específicos, si bien es cierto que la gran mayoría de esos problemas
reproducen y multiplican los del periodismo diario escrito.
Iremos, pues, de lo particular a lo
general; de la célula al cuerpo.
¿Qué es un periódico? Un periódico es,
antes que nada, una empresa. Algunos periodistas y muchos lectores tienden a
menospreciar esta realidad. Imperdonable error. Una empresa periodística
próspera puede hacer un mal diario –burocrático, aburrido, sin chispa: ha
ocurrido, ocasionalmente–, pero una empresa periodística deficiente jamás podrá
sustentar un buen diario: algo antes o algo después, lo hundirá.
De modo que la condición primera de un
periódico –es decir, su primer condicionante– le viene dado por la prioridad
que debe conceder a los criterios empresariales.
Es cierto que ha habido y hay
periódicos que ponen por delante otros criterios, diferentes de los
empresariales. Algunos son partidistas, lo que les proporciona fuentes de
ingreso atípicas. Es el caso, entre nosotros, de Avui, Deia y Gara.
No es que a éstos no les importe vender, pero tampoco ése es para ellos el
factor decisivo.
Hay otros periódicos no partidistas,
pero sí explícita y voluntariamente militantes, que se conciben a sí mismos
como complementarios. Son diarios que funcionan con muy pocos medios y que, por
tanto, no están en condiciones de atender las necesidades informativas de su
público lector, que se ve obligado a comprar algún otro periódico.
La experiencia demuestra que estos
periódicos tienden a ser efímeros. Porque, o funcionan bien, o funcionan mal.
Si funcionan mal y acumulan pérdidas, acaban cerrando. Fue el caso, en España,
del diario Liberación. Y si van bien,
rara vez se resisten a la tentación de abandonar ese terreno marginal y entrar
en competencia con los grandes periódicos. Fue el caso, en Francia, del diario Libération. Pero esta evolución no es
obligatoria: en Alemania sigue existiendo el Tage Zeitung, aunque desconozco en qué condiciones en los últimos
tiempos. En todo caso, se puede afirmar
sin miedo a equivocarse que esas experiencias son ya meras reminiscencias del
pasado. Las posibilidades de sacar hoy en día con éxito un diario independiente
son mínimas, por no decir nulas. También sobre esto volveré más tarde.
Un periódico vive –cuando vive– de sus
lectores y de la publicidad. Vistas las cosas superficialmente, podría decirse
que vive sobre todo de la publicidad, dado que ésta proporciona ingresos más limpios que la venta en kiosco, que hay
que repartir con el kiosquero, el distribuidor, etc. Pero la publicidad, con la
parcial excepción de la institucional, en realidad también depende de los
lectores: los anunciantes acuden más prestos a los periódicos que tienen más y mejores lectores (entendiendo por mejores los que lo son para los
anunciantes, que prefieren lectores con mayor nivel adquisitivo).
Lo que nos lleva a otras dos
conclusiones: primera, que como suelo decir de modo deliberadamente brusco, el
periodismo es ese trabajo que se hace en los huecos que deja libre la
publicidad; y segunda: que no tiene nada de sorprendente que los periódicos
muestren una tendencia casi biológica a no contrariar excesivamente a los
grandes anunciantes (en el caso de España, El Corte Inglés y los grandes
fabricantes de automóviles, sobre todo).
La relación de los periódicos con los
lectores es relativamente compleja. Sobre todo la de los grandes periódicos.
Los lectores condicionan también el
periódico. Cada periódico tiene un determinado público y está obligado no sólo
a dirigirse a él, sino también, en términos generales, a contentarlo. No puede
contrariarlo sistemáticamente, porque corre el riesgo de que lo abandone. Cada
periódico sabe qué público es el suyo: a qué clases sociales pertenece y en qué
proporciones; qué querencias ideológicas y políticas predominan en él,
etcétera. El periódico influye sobre sus lectores, pero los lectores ponen
también límites a su periódico.
En una sociedad como la española, el
público de prensa de información general –digo de información general: no olvidemos que el diario español de más
venta es Marca– admite subdivisiones.
Como se sabe, en nuestro país se han consolidado tres grandes periódicos de
difusión estatal: El País, ABC y El
Mundo. Los tres tienen un público asentado básicamente en las clases medias
y medio-altas. Se trata, en consecuencia, de un público que, en términos
generales, goza de una buena posición económica. El público de ABC es de más edad, y el de El Mundo, mayoritariamente más joven.
Pero las mayores diferencias entre los lectores de estos tres periódicos no
están ni en el plano sociológico ni en el de la edad, sino en el político. Los
de ABC se identifican
mayoritariamente con la derecha más tradicional, heredera del franquismo. Los
de El País simpatizan con el
centrismo de corte felipista: un centrismo que se obtiene mezclando derechismo
político y hábitos culturales de izquierda. Los de El Mundo procedían sobre todo, hasta hace unos años, del centrismo
antifelipista. Ahora tiene también muchos pertenecientes a la nueva derecha,
simpatizante del ala menos vetusta del PP.
Son diferencias que han podido tener
mucha importancia en el escenario de la política de cada día, e incluso seguir
teniéndola, pero que resultan relativamente mínimas en lo que se refiere a su
ideología profunda: estamos ante posiciones que van desde la derecha al
centro-izquierda, o sea, desde el rancio conservadurismo hasta un vago
reformismo sin aristas para el sistema.
No trato de decir que no haya más
público que ése. También hay un público menos conformista. Conscientes de ello,
tanto El País como El Mundo incluyen determinados
contenidos destinados a ese segmento social, y tienen en plantilla personas que
pueden conectar con esas posiciones. Pero ese público, minoritario, no tiene
capacidad para servir de soporte a un gran diario. Tampoco interesa del mismo
modo a los anunciantes, que saben que las personas más orientadas hacia la
izquierda se dejan influir menos por la publicidad y suelen tener, además,
menos disponibilidades económicas.
Los profesionales de la información
trabajan, pues, para un público que, en su gran mayoría, espera recibir un mensaje
ideológicamente moderado.
He mencionado ya algunos condicionantes
clave que enmarcan la actividad de los medios de comunicación: la empresa, los
anunciantes, el público... Pero hay más.
Al referirme antes a las empresas de la
comunicación no he mencionado a los accionistas. Los accionistas, incluidos los
minoritarios, también tienen influencia. Pondré un ejemplo referido al medio
para el que trabajo. Uno de los grandes accionistas de El Mundo es Rizzoli, emporio italiano de la comunicación. El principal
accionista de Rizzoli es Agnelli, propietario de la Fiat. Francamente, no veo
yo a la sección de Motor de El Mundo
poniendo a parir al último modelo puesto en la calle por la Fiat. Aunque –todo
sea dicho– tampoco la veo haciendo lo propio con el último modelo de la
Renault, la Opel o la Citröen, que
proporcionan al periódico unos fantásticos anuncios de página entera que
pagan a muy buen precio.
Pero dejemos ya los condicionantes
concretos de cada medio y elevemos un poco más el punto de mira, para ver de
qué fuentes beben los periódicos.
La prensa diaria en el mundo presenta,
como no podía ser menos, una gran variedad, dependiendo de las tradiciones de
las diversas áreas culturales, e incluso de las de cada país, de su fortaleza
económica, del nivel de alfabetización de las poblaciones respectivas,
etcétera.
No obstante, esa variedad es más
aparente que real. Se refiere más a las formas que a los contenidos. Por un
lado, la progresiva desideologización de
la labor periodística –entendiendo por tal la adopción de patrones ideológicos
equivalentes, si no idénticos, que entronizan los postulados formales de la
ideología neoliberal– y, por otro, la estandarización
de las técnicas de redacción de las noticias hacen que los contenidos de los
periódicos se estén uniformizando cada vez más a lo largo y ancho del mundo.
A ello contribuyen poderosamente dos
factores.
En primer lugar, la labor de las
grandes agencias de noticias. Sólo
los rotativos más poderosos tienen una red de corresponsales propios que les
permite cubrir la información
potencialmente relevante a escala internacional. Esta red, de todos modos, y en
el mejor de los casos, abarca únicamente las principales capitales de cada
continente, lo que conlleva carencias fundamentales. Es cierto que, en casos
extraordinarios, los periódicos desplazan a sus enviados especiales, pero éstos
no les aseguran la cobertura del día a
día. Así las cosas, todos los diarios del mundo deben nutrirse del material
que les proporcionan las grandes agencias de noticias.
En el mundo de hoy hay muy pocas
grandes agencias de prensa. Está Reuter, controlada por una comisión
paraestatal de la Commonwealth; está la Asociated Press (AP), que es una
cooperativa formada por los principales diarios de Nueva York; está la United
Press International (UPI), que es de capital privado norteamericano, y está la
France Press, que es de propiedad pública francesa. La vieja Tass soviética se
ha fragmentado y ha perdido buena parte de la influencia que tuvo. En el ámbito
internacional de habla española, la agencia española Efe cuenta con
considerable acogida.
Aunque no hay cifras oficiales sobre
ello, se calcula que unas dos mil personas trabajan diariamente para alimentar
de noticias a estas agencias. Pero a esa cifra hay que sumar muchos miles más
de periodistas que no son de plantilla, pero suministran noticias a las
agencias (o, eventualmente, a los propios periódicos), sea de modo habitual,
sea esporádicamente.
Esta enorme concentración de las
principales fuentes de información conduce necesariamente a una equivalente
homologación de los periódicos que se elaboran con ellas. Y, si bien las
grandes agencias tienen a gala utilizar un estilo de redacción aséptico, sin
valoraciones explícitas ni adjetivaciones, es obvio para cualquier persona avisada
que la propia selección de lo que se considera noticia y los aspectos que se
resaltan dentro de ella constituyen un filtro condicionante de las valoraciones
que cada periodista y cada medio de prensa en concreto, y finalmente cada
persona que lee, pueden establecer con relación a los hechos relatados.
Hoy en día han cobrado gran importancia
también los servicios llamados sindicados,
que son agencias dedicadas a proporcionar a los periódicos pequeños artículos
de análisis, columnas de opinión y hasta editoriales, por extraño que esto
último pueda parecer. Un gran número de periódicos locales se abastecen así hoy
en día de opinión homogénea servida desde los grandes centros opinantes.
En segundo lugar, el proceso global de
uniformización de la prensa diaria, y de los medios de comunicación, en
general, viene dado por la importante concentración de la propiedad que ésta ha experimentado a partir de
los años 70, pero muy especialmente en la década de los 90.
En el mundo actual, la tendencia
principal en el terreno de los medios informativos es la marcada por la
constitución y el reforzamiento de los grandes
emporios multimedia. Hablo de empresas que publican varios periódicos y
revistas, que tienen canales de radio y televisión, productoras y
distribuidoras de cine, editoriales de libros y sellos discográficos...
Empresas que, en la actualidad, trabajan también en el mundo de la telefonía,
de las comunicaciones por satélite, de la informática... Lo más frecuente es
que esos poderosísimos tinglados se formen no por expansión del mercado, sino a
través de un proceso de concentración de la propiedad previamente existente:
las empresas mayores van absorbiendo empresas menores y se fusionan entre sí.
Lo cual tiene dos efectos, y ambos
extraordinariamente perversos.
De un lado, conduce a la reducción
progresiva del pluralismo informativo y de la variedad de líneas de opinión.
Estas empresas ponen a nuestra disposición, sin duda, una oferta enorme, pero
sólo en cuanto al envoltorio: el contenido ideológico-político final es siempre
el mismo. Es el mismo autor último el que se encarga de todo: de elaborar
productos cultos para el público culto y productos basura para la gran masa; de dar deportes al que quiere deportes y
cine al que desea cine... Incluso pueden escenificar un falso pluralismo: nada
les impide, por ejemplo, elaborar mercancías de elevada religiosidad y, a la
vez, porno duro. El mercado se compone de muy diversos sectores y ellos los van
atendiendo uno a uno, sacando provecho de las necesidades de cada cual. Pero
sus opciones ideológicas y políticas, explícitas o latentes, son
invariablemente las mismas.
Este efecto perverso se ve multiplicado
por otro: la concentración de la propiedad conduce también inevitablemente a la
oficialización de los grandes consorcios
de la comunicación.
No podría ser de otro modo. Quien
necesita del visto bueno gubernamental para sus negocios –porque precisa que la
Administración le conceda determinados permisos y licencias, y que se las
renueve cada tanto– no puede permitirse el lujo de llevarse mal con quien
ostenta la titularidad del Poder político.
Así como un diario independiente puede
tener relaciones de franca hostilidad con el Poder político, e incluso ir
viento en popa a toda gracias a esas malas relaciones, la existencia de graves
disfunciones en la relación entre un gran consorcio multimedia y el Poder
político establecido es un fenómeno difícilmente mantenible. No ya a largo
plazo: incluso a medio término. O el
Gobierno cede o lo hace el consorcio empresarial. Dos poderes tan importantes
no pueden estar en posiciones antagónicas.
Porque esos grandes grupos multimedia son Poder. Y a veces su poder es enorme.
Los gobernantes norteamericanos admiten sin demasiado reparo que la posición de
las grandes cadenas de TV de su país puede condicionar su política. Así se vio
muy claramente hace unos años cuando las tropas norteamericanas desembarcaron
en Somalia para realizar la llamada Operación
«Restaurar la Esperanza». Aquella
“operación” se concibió en función de las necesidades de su
retransmisión por televisión: baste con decir que el desembarco de las tropas
norteamericanas se hizo coincidir con la hora de inicio de los principales
telediarios, y que los soldados estuvieron esperando, cual extras de cine, a
que les indicaran en qué momento debían ponerse en marcha porque las cámaras ya
habían comenzado a transmitir.
Las televisiones tienen un enorme poder
de conmoción de la opinión pública. Convenientemente dosificado, sirve para que
los ciudadanos tengan su ración diaria de sensibilidad –digamos mejor de
sensiblería–, para mantenerlos entretenidos y para que tengan la sensación de
que participan de una conciencia colectiva. Pero las cosas se hacen de tal modo
que la información resulta siempre caótica, abrumadora, indigerible, de tal
modo que no pueda servir para conformar una conciencia crítica. Por eso es tan
importante la constante variación: un día toca
encoger el corazón con el drama de tal o cual país misérrimo del África
subsahariana, pero al día siguiente hay que estar ya con el pasajero del avión
secuestrado en Arabia Saudí –y de la cosa subsahariana, si te he visto no me
acuerdo–, y al día siguiente en el quirófano donde se disponen a despegar a
dos criaturas que han nacido unidas por el vientre, y al siguiente con la pobre
mujer de Murcia que estuvo luchando con el agua tres cuartos de hora para no
morir ahogada, y al siguiente con la señora que ingresa en prisión porque ha
sido condenada a 15 años de cárcel por darle matarile a su marido pegón.
Cada tragedia cumple la doble función de anonadar sobre la marcha
y de hacer olvidar la anterior.
Pero el poder inmediato de las
televisiones no vuelve inútil, ni mucho menos, el poder de los periódicos.
Volvamos a España. En este país, los
grandes diarios, los diarios que se consideran como de referencia, tienen un fuerte ascendiente sobre personas y grupos
que son, a su vez, muy influyentes. Un diario en nuestro país puede ser leído,
en el mejor de los casos, por unos dos millones de personas. En cambio, una
cadena de radio puede tener un público tres o cuatro veces mayor, y todavía más
una televisión.
Pero los periódicos marcan más, condicionan más el orden del
día de la vida político-social, y ello porque contribuyen a moldear la opinión
–y, por ende, las decisiones– de aquellos que controlan los centros de poder
político, empresarial, financiero, judicial, etc. Es más: moldean también la
opinión de aquellos que deciden el contenido de los programas de radio y
televisión. Casi todos los grandes magazines de radio y televisión se hacen
con los grandes diarios como referencia.
En realidad, la prensa española tiene
una influencia política desproporcionada. En el mundo desarrollado, hay
periódicos cuya difusión está a años luz de la de los periódicos españoles. El Yiomiuri Shimbun japonés edita 14,5
millones de ejemplares diarios. El Asahi
Shimbun, 12,8 millones. El Bild
Zeitung alemán vende 4,2 millones. Incluso un periódico tan técnico –y tan
insoportablemente carca– como The Wall
Street Journal se las arregla para vender 2 millones de ejemplares. Los
japoneses leen cuatro veces más diarios que los españoles. Los británicos, tres
veces más. Los alemanes, más del doble. Y, sin embargo, la influencia directa e
indirecta de las tres grandes cabeceras madrileñas no es menor, ni mucho menos,
a la que tienen los principales diarios norteamericanos, japoneses, alemanes,
franceses, o italianos, aunque éstos tengan más lectores. Dicho en pocas
palabras: en España, la prensa se lee poco, pero pinta mucho.
He tratado de explicar cómo el mundo de
la comunicación está organizado para funcionar como una máquina de reproducción
y expansión de la ideología dominante. Pero no sería justo si me olvidara de
una pieza esencial en el engranaje de esa máquina: los propios periodistas.
El periodista está muy condicionado, en
todos los sentidos, para actuar como un reproductor de la ideología dominante.
Sin duda. Pero, en la gran mayoría de los casos, no ve esos condicionantes como
un corsé opresivo. Al contrario: le parecen lo más natural del mundo, porque la
ideología dominante es su propia ideología. Los periódicos, las radios y las
televisiones no están compuestos por una cúpula perversa y una base honrada y
paciente. Lo más normal es que, desde el punto de vista ideológico, un jefe
sólo se distinga de un redactor de base por su mejor conocimiento de las reglas
del juego... y porque, en buena parte, ya ha conseguido buena parte de lo que
el redactor de base aspira a conseguir.
El resultado de todos estos factores
combinados conduce a lo que ya antes he señalado: a la aparente desideologización de los medios de
prensa, que no es, en la práctica, sino la entronización de los dogmas del
neoliberalismo y su cristalización en lo que llamamos pensamiento único.
Debemos ser conscientes de la gravedad
de lo que está ocurriendo. Como ha subrayado Eduardo Galeano,
«El
número de quienes tienen derecho a escuchar y ver no cesa de acrecentarse, en
tanto se reduce vertiginosamente el número de quienes tienen el privilegio de
informar, de expresarse, de crear. La dictadura de la palabra única y de la
imagen única, mucho más devastadora que la del partido único, impone en todas
partes el mismo modo de vida, y otorga el título de ciudadano ejemplar a quien
es consumidor dócil, espectador pasivo, fabricado en serie, a escala
planetaria, conforme al modelo propuesto por la televisión comercial
norteamericana. (...) En el mundo sin alma que los medios de comunicación nos
presentan como el único mundo posible, los pueblos han sido reemplazados por
los mercados; los ciudadanos, por los consumidores; las naciones, por las
empresas; las ciudades, por las aglomeraciones. Jamás la economía mundial ha
sido menos democrática, ni el mundo tan escandalosamente injusto. » («¿Hacia una sociedad de la incomunicación?», en Le Monde Diplomatique, enero de 1996).
Así es. Se nos ha tratado de convencer
de que la aplicación de los drásticos criterios del neoliberalismo contribuye a
impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas y a crear riqueza, lo que
debe revertir automáticamente en un mayor reparto del bienestar. Pero la
realidad que se ha producido es exactamente la opuesta: el bienestar material
no sólo no se democratiza, sino que se concentra cada vez en menos manos. Según
cifras de las Naciones Unidas y del propio Banco Mundial, el sector más
acomodado de la Humanidad (el 20%) era en 1960 treinta veces más rico que el
20% más desfavorecido. Treinta años después, en 1990, el grupo de los mejor
situados ya era 60% más rico. Y el abismo ha seguido ahondándose.
La conversión en dogma del valor
superior de la libre circulación de capitales y mercancías, de la conveniencia
de las privatizaciones y de la desregulación de los mercados, de la
independencia de los Bancos centrales y, en suma, de la primacía de lo privado
sobre lo público –o sea, la victoria del neoliberalismo, plena ya a escala
mundial desde la caída del Muro–, supone un golpe brutal para la democracia y,
de modo destacado, para la libertad de expresión. El capitalismo se ha
desnacionalizado: los gobiernos nacionales han adoptado leyes que cada vez
hacen más difícil contrarrestar el poder de las multinacionales. Para estas
alturas, ningún voto emitido en ningún país puede alterar las reglas del juego
planetarias, impuestas por los grandes poderes financieros mundiales, que no
están sometidos a ningún gobierno.
El mundo de los medios de comunicación
forma parte principal de esa ofensiva. En dos planos diferentes. Por un lado,
asume la misión de difundir esa ideología (que, como señalaba al comienzo, no
se acepta como tal, porque el neoliberalismo niega ser una opción entre otras
posibles: pretende ser la única práctica racional imaginable). Esta misión es
convenientemente estimulada por las instituciones económicas y monetarias (el
Banco Mundial, el FMI, la OCDE, la Comisión Europea, el Deustche Bank, etc.)
que, dinero en mano, enrolan a su causa numerosos centros de investigación,
universidades, fundaciones, etc., cuyo discurso es retomado por los principales
órganos de información económica (The
Wall Street Journal, The Financial Times, The Economist, la agencia Reuter...), que son frecuentemente
propiedad de grandes grupos industriales o financieros. Finalmente, otros
periodistas, comentaristas, ensayistas, políticos, etc., reproducen en los
grandes medios de comunicación las ideas así adobadas, convirtiéndolas en una
especie de nuevas tablas de la ley, aprovechando el hecho de que, como ha dicho
acertadamente Ignacio Ramonet, «en nuestras sociedades mediáticas, repetición
equivale a demostración». («La pensée unique», Le Monde Diplomatique, enero de 1995).
Pero los emporios de la comunicación no
se limitan a hacer esta función de difusión y reproducción de la ideología
neoliberal. También la aplican a su propio sector. Ellos mismos se expanden a
escala internacional, conquistan mercados, se agrandan y se independizan de
cualquier interés nacional. Hoy, el mundo de la comunicación, a escala
internacional, está cada vez en menos manos, y esas manos lo abarcan en sus más
diversas facetas. Pero, si las manos son pocas, las ideologías son todavía
menos: sólo hay una. Es una ideología que explica las desigualdades sociales no
en función de la injusticia del orden social vigente, sino en razón de las
diferentes capacidades para triunfar: si alguien es pobre, si no tiene, es
porque no ha sabido tener, porque no ha sido listo, porque no ha trabajado lo
suficiente o porque no ha trabajado lo suficientemente bien. Lo cual no
constituye un problema que deban resolver los Estados, sino la caridad: de ahí
la devoción de los neoliberales por las ONG.
La situación es perfectamente penosa.
El proceso de concentración de la propiedad de los medios de comunicación
avanza de modo inexorable, y a gran velocidad. Por otra parte –o por la misma,
en realidad–, el mundo de la Prensa ha entrado ya de pleno en la vorágine globalizadora:
la propiedad de los medios cambia de manos como si se trata de fábricas de
productos lácteos, o de zapatos. Lo cual tiene en ocasiones efectos incluso
cómicos: no deja de ser risible ver a los mismos presentadores de tal o cual
cadena de televisión o de radio diciendo primero maravillas de estos o aquellos
personajes, pasando a ponerlos furiosamente a caldo algo después y volviendo a
cantar sus excelencias un poco más tarde, todo en función de los vaivenes político-empresariales
sufridos por la empresa propietaria. El caso de los medios comprados por
Telefónica está en la mente de todos.
Pero no nos quedemos con el lado
tragicómico de la experiencia y reparemos en el hecho de que hoy en día la
propiedad de buena parte de los medios informativos está en manos de empresas ajenas por entero al mundo de la
comunicación. Así, hay cadenas de televisión y de radio, o periódicos, que son
propiedad de compañías dedicadas en lo fundamental a la telefonía, o a la
explotación de los derivados del petróleo, o a las finanzas: empresas a las que
todo empuja a servirse del periodismo con los mismos criterios que organiza una
cadena de montaje.
Los paladines del pensamiento único
pretenden que esa realidad es muy positiva, porque proporciona a los medios de
comunicación una enorme cantidad de sinergias. Es decir, que cada medio
se beneficia de compartir el mismo gran tinglado con muchos otros medios. Según
ellos, es estupendo que El País forme parte del mismo emporio
empresarial que la Cadena Ser, Canal Plus, Satélite Digital, la red de tiendas
Crisol, Santillana, Alfaguara y tropecientas piezas más, porque eso abre
al periódico muchísimas expectativas. También les parece magnífico que el
Mundo forme parte de la red internacional de Pearson, representada en
España por el grupo Recoletos, lo que le abre las puertas de medios tan
variados como Marca y The
Financial Times. El argumento es de broma. Para lo que eso sirve, vistas
las cosas desde el punto de vista de la opinión pública, es para que esos
periódicos tengan que hablar necesariamente bien de todas las muchas divisiones
y subdivisiones de la empresa matriz. Así, quien publica un libro en Alfaguara
ya sabe que tiene derecho a que El País le saque una crítica favorable.
Y ya puede Marca publicar todas las tonterías que le dé la gana, que
puede dar por descontado que habrá un periódico que por nada del mundo –o sea,
por nada de El Mundo– lo criticará. Las supuestas sinergias no
son sino otras tantas cortapisas a la libre expresión.
En la España actual hay un gran
consorcio multimedia –el del grupo Prisa–, otro de menor tamaño y bastante
menos integrado, pero que cuenta con el favor del Gobierno –el resultante de la
entente existente entre Telefónica y el grupo Recoletos–y un par mucho más
pequeños y bastante menos politizados (el del grupo Correo y el constituido en
torno a La Voz de Galicia).
A ciertos
efectos, siempre es preferible que el mercado de la comunicación no esté
dominado por un solo grupo. La existencia de varios puede redundar en beneficio
de los consumidores. Pero no necesariamente. Basta con comprobar la experiencia
del fútbol en la modalidad de pago. Canal Satélite y Vía Digital empezaron
haciéndose la competencia, lo que les metió en una benéfica carrera de precios.
Pero finalmente han llegado a un acuerdo, con lo que en la práctica existe un
monopolio de oferta. Por otra parte, e incluso cuando funciona, la
competencia puede tener también efectos
espantosos. Por ejemplo, cuando los diferentes canales se lanzan a la carrera
para ver quién puede captar una cuota más alta de espectadores ávidos de
fútbol, de telebasura, de programas de cotilleo o de esa cosa afrentosa del
Gran Hermano, el Bus y hierbas parejas.
En todo caso, lo que la competencia
entre los gigantes de la comunicación no asegura de ningún modo es una
diversidad ideológica digna de tal nombre. Sus grandes opciones en este terreno
son uniformemente las mismas. Y lo peor no es eso. Lo peor es que, además,
imponen unas reglas de mercado que hacen prácticamente imposible la presencia
de productos dignos que escapen del terreno de la mera marginalidad. Antes
hacía alusión a ello: hace poco más de una década, fue posible crear en España
un medio independiente como El Mundo.
En la actualidad, no sería viable. De hecho, tampoco ha sido viable El Mundo
como medio independiente. Los macrotinglados multimedia, cuya capacidad
para absorber la oferta publicitaria es cada vez mayor, no dejan apenas aire
para respirar, y un diario sin una importante facturación de publicidad está
condenado al fracaso.
No quisiera
poner fin a este capítulo son hacer mención especial de la última de las
tendencias que se está haciendo notar en España en el terreno de los medios de
comunicación. Me refiero a la creciente conversión de la Prensa en un cuarto
poder del Estado.
La expresión cuarto poder no
tiene nada de nueva. Hace tiempo que se ha venido aplicando a los medios de
comunicación. Pero hasta hace poco se empleaba de manera sólo
metafórica, alusiva a la capacidad de la Prensa para influir en la evolución de
los acontecimientos.
Ahora creo que se puede empezar a
emplear con total literalidad, entendiendo que el poder del Estado se subdivide
en cuatro poderes: el ejecutivo, el legislativo, el judicial y el mediático.
No pretendo hacer ninguna humorada. La
cosa no está para bromas.
El asunto está en relación con la
propia desnaturalización del papel de los tres
poderes clásicos, originariamente previstos para vigilarse entre sí y
prevenir sus posibles extralimitaciones. En la actualidad, la vigilancia ha
cedido su peso específico a la colaboración. El poder legislativo –es decir, el
Parlamento– está en manos del Ejecutivo, gracias a la mayoría absoluta de que
goza el PP. Por su parte, los integrantes de los órganos políticamente claves del
poder judicial –Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, Tribunal
Constitucional, Audiencia Nacional– son tan deudores de sus compromisos
políticos que rara vez se atreven a llevar la contraria al Ejecutivo en las
llamadas cuestiones de Estado. Los casos de colaboración servil del
poder judicial con el Ejecutivo, e incluso los de acción concertada entre ambos
–la Audiencia Nacional suele ser frecuente muestra de ello–, son cada vez más
escandalosos.
El papel de la Prensa no es muy diferente. La colusión entre los
principales medios de comunicación y el establishment político es cada
vez más descarada. Antes solían coincidir, por pura comunidad ideológica. Ahora
siguen ya estrategias convenidas previamente. En determinados casos, establecen
incluso campañas conjuntas para crear determinados estados de opinión: la
Prensa pone en circulación con aire de espontaneidad tal o cual idea, los
políticos se hacen eco de ella, la Prensa se hace eco del eco de los políticos,
los informativos lo reflejan, las tertulias lo comentan y, en cosa de nada, ya
está en marcha el clamor popular deseado. Llegado el caso, el poder
legislativo se hace cargo de su conversión en ley, y el judicial, de su
aplicación.
De hecho, va creciendo en importancia
el papel de los líderes de opinión que pudiéramos tipificar como transversales:
son, a partes iguales,
periodistas, políticos
profesionales y empresarios. Cada una de sus tres facetas potencia las otras
dos y sólo la unión de las tres permite entender el sentido de sus tomas de
posición.
Así las cosas, ¿existe alguna
posibilidad de huir de la voracidad de los grandes tiburones de la
comunicación? A decir verdad, lo veo difícil. Extremadamente improbable.
Apuntaré muy brevemente, en todo caso, unas pocas líneas de reflexión.
Señalaré, en primer lugar, que los
medios de comunicación, aunque fuerzan la realidad, también son reflejo de
ella. En la medida en que crezca el movimiento de contestación a la
globalización y el pensamiento único, aumentará
la viabilidad de medios de comunicación que se sitúen fuera de esas coordenadas
de pensamiento.
En segundo lugar, dejaré constancia de
mi convencimiento de que el escenario de la contestación actual ya no puede ser
otro que el forzado por el propio sistema del Poder. No sé cómo podrá hacerse
eso –ni siquiera sé si podrá hacerse–, pero estoy persuadido de que la
oposición al sistema también tiene que globalizarse,
hacerse internacional.
En tercer lugar, creo que quienes
estamos en contra del orden social vigente debemos prepararnos parta
aprovechar, en la medida que sea posible, las rendijas que ofrecen las nuevas
tecnologías. Algunos estamos demasiado condicionados por nuestra formación:
cuando queremos hacernos oír, inmediatamente pensamos en hacer un periódico.
Pero la prensa escrita no sólo está monopolizada, sino también en decadencia. Hay que aprender a utilizar las
posibilidades que ofrece Internet como arma de información veraz y como foro de
expresión del pensamiento crítico. No soy miembro del Club de Adoradores de
Internet, pero tampoco desdeño sus claras virtualidades. Sin ir más lejos: yo
me he venido hoy desde Madrid –encantado, por otra parte– para contaros esta
historia, y vosotros y vosotras os habéis desplazado desde vuestras casas hasta
este local para escucharla. Pues bien: todo los días me suelto un rollo
diferente en mi página web y más de 300 personas se lo leen también a diario, y
ni ellas ni yo tenemos que movernos de nuestros respectivos lugares de origen
para realizar ese intercambio de ideas, que de otro modo sería imposible.
Internet no excluye el contacto
personal, sin duda necesario, pero abre posibilidades antes inexistentes. ¿Cómo
iba a arreglármelas yo para reunir a diario a más de 300 personas determinadas
a escucharme? Internet hace posible esa inaudita expresión de masoquismo.
Pero son gotas de agua en el océano.
Sólo se transformarán en una corriente digna de ese nombre cuando, a fuerza de
soportar los desafueros de la globalización, crezca más y más la corriente de
rebeldía mundial que ya está empezando a tomar cuerpo.
En esa esperanza estamos los
profesionales de los medios de comunicación que nos negamos a pasar por el aro.
O que pasamos por él sólo lo imprescindible para ganarnos los garbanzos, a la
espera de tiempos mejores y haciendo lo posible para que lleguen cuanto antes.
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