Conferencia pronunciada en el Ateneo de Hika, en Bilbao, el 29 de mayo de 1998, y luego en otras ciudades a lo largo del mismo año
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Introducción
El Mayo real y el Mayo imaginario. El título de esta charla apunta su doble
intención. Quiero hablar de lo que ocurrió ahora hace 30 años, sí, pero también
voy a referirme a algunas cosas que muchos creen que sucedieron, y que no
sucedieron en absoluto, o no en la medida en que se pretende, o no entonces,
sino años después.
El pasado 13 de abril, la revista Tiempo publicó un amplio dossier sobre el
Mayo francés de hace tres décadas. Permitidme que os lea unos cuantos párrafos
del artículo con el que el director de la revista, Pedro Páramo, presentaba ese
dossier. Me parece particularmente representativo no sólo del género de
falsificación de los hechos que suele hacerse, sino también de la intención con
que se realiza esa falsificación.
Escribe Páramo: "¿Es imaginable hoy un nuevo Mayo del 68 que sacuda
nuestras vidas? A casi nadie le pasa por la imaginación que tal cosa pueda
darse. La mayoría de los ciudadanos se siente en el mejor de los mundos
posibles y una rebelión de aquellas características está fuera de lugar. No en
balde hemos llegado al fin de la Historia. La desaparición de los bloques ha
conjurado el riesgo de una confrontación apocalíptica, la globalización asegura
la estabilidad y la paz a escala planetaria, al tiempo que el sistema, sin
alternativas, se siente capaz de absorber todas sus contradicciones."
Esto, para establecer el marco general, como aquel que dice. Hecho lo cual,
pasa ya a hablar de hace treinta años: "Mayo del 68 quedará en la Historia
como la rebelión popular más bonita de todas, como la revolución de la alegría.
Nunca la sociedad avanzó tanto en tan poco tiempo de forma tan incruenta. Las
banderas que se alzaron entonces de forma definitiva responden a las causas más
nobles que hoy nadie discute y que los partidos democráticos han adoptado con
fervor: feminismo, antirracismo, ecologismo, pacifismo, anticonsumismo,
libertad sexual... ".
Tras de lo cual, nuestro hombre regresa ya al presente, presto a sacar
lecciones: "Hoy, ciertamente, hasta tal punto se percibe la libertad como
un elemento más del aire que respiramos que hasta nos resulta difícil explicar
a los jóvenes cómo se vivía antes de aquella fecha, cuando se veneraba la autoridad
por encima de todo y donde el mandato principal era mantener el orden. (...) Lo
que entonces era anormal y revolucionario lo hemos convertido en rutinario y
cotidiano. [Pero] hemos perdido el espíritu de Mayo del 68. Si no lo
recuperamos, no podremos ir mucho más lejos, a menos que un milagro nos
devuelva la fascinación por la utopía."
No es un texto brillante, pero tiene la virtud de juntar casi todos los
elementos con los que se suele falsificar la realidad de Mayo del 68. Se
presenta como un movimiento que quería cambiar las costumbres y que, para ello,
se basó en algo así como la resistencia pacífica. O sea, hippies, flores en el
pelo, todos nos queremos mucho, viva la maría y el amor libre, yo me siento
aquí y de aquí no me muevo, etc. Esa es una pintura que refleja lo que hizo una
parte muy minoritaria de la juventud norteamericana a finales de los 60 y
comienzos de los 70, pero no describe para nada ni al conjunto de los
movimientos de rebeldía juvenil de los Estados Unidos ni, sobre todo, a la juventud
rebelde europea del 68. Incluida, claro está, y muy especialmente, la francesa.
Quizá lo primero que resulte obligado precisar es que aquel fue un movimiento
que, en su parte más activa, comprometió a una parte muy minoritaria de la
juventud. Apenas ningún cincuentón de hoy renuncia al título de
sesentaiochista, pero lo cierto es que, en aquel momento, jóvenes rebeldes
activos y organizados había bastante pocos. En el caso del Estado español, eso
fue aún más llamativo. Si en Francia el movimiento organizado podía agrupar a
unas cuantas decenas de miles, arropados por varios cientos de miles de
participantes circunstanciales, aquí el movimiento era cosa de unos pocos
miles. Algunos lo podemos certificar en tanto que testigos directos. La gran,
la inmensa mayoría de la juventud de la época se mantuvo bajo el franquismo al
margen de cualquier lucha. Si fuera verdad que estuvieron en los
acontecimientos de París todos los españoles que ahora pretenden que
estuvieron, no habría hecho ninguna falta que los jóvenes franceses se hubieran
movilizado: hubiera podido ser una revuelta de importación .
El segundo elemento que conviene precisar es que la intención del movimiento no
fue cultural, sino estrictamente política. Los militantes de la revuelta no
aspiraban a transformar las costumbres, sino a conquistar el Poder. No hablaban
de feminismo, ni de libertad sexual -en el sentido amplio y hedonista que luego
cobraría-, ni menos aún de ecologismo (no digamos ya de pacifismo, palabra que
no podían escuchar sin torcer el gesto). Hablaban de marxismo-leninismo, de
comunismo, de anarquismo, de trotskismo; mantenían formas de organización
extremadamente autoritarias y defendían la legitimidad y la oportunidad de
utilizar métodos violentos contra las fuerzas del orden burgués. Una cosa es en
qué desembocó realmente el movimiento y otra es lo que inicialmente sus
protagonistas pretendían conseguir. Pretendían la revolución proletaria. El
objetivo era disparatado, imposible, sin duda. Pero era ése, y no otro.
La Historia registra muchos cambios que fueron puestos en marcha por grupos
minoritarios imbuidos de determinadas ideas revolucionarias, y que acabaron
produciendo transformaciones políticas, económicas o sociales muy distintas de
las pretendidas, e incluso opuestas a ellas. En cierto modo, podría decirse que
los protagonistas de esos movimientos fracasaron, puesto que no lograron en
absoluto materializar sus aspiraciones. Pero, vistos con distancia, desde el
punto de vista de la Historia, más bien cabe considerarlos agentes
inconscientes de determinados cambios que habían madurado en su entorno social
sin que ellos se dieran cuenta. Esto es válido para muchos grandes sucesos
históricos, como la Revolución Francesa de 1789, o la Revolución bolchevique de
1917 -ninguna de ellas dio origen a una sociedad como la que sus protagonistas
habían idealizado-, pero es igualmente aplicable a fenómenos mucho menos
cruciales, propios de la segunda división de la Historia, como éste del que nos
ocupamos hoy, que preparó las condiciones para un relevo generacional de las
élites del poder occidentales.
Una realidad en ebullición
Porque hablamos de Francia, pero podíamos hablar, con las diferencias y matices
necesarios, del conjunto del Occidente de la época.
Estamos hablando de una juventud que tenía muy buenos motivos, en términos
generales, para estar encantada de haberse conocido.
Era la primera gran generación libre de los terribles traumas de la posguerra.
Las anteriores habían pasado hambre, carencias: habían visto en su infancia la
cara cruel de la muerte y la destrucción. Todo las empujó al pesimismo, a la
incertidumbre, al miedo. Esta generación vio la vida cuando ya la metralla se
había silenciado y lo que se hacía, básicamente, era trabajar, trabajar a
marchas forzadas, reconstruir. Fue una generación querida: sus padres habían
visto luz al final del túnel y se decidieron a procrear, y lo hicieron con
ganas. Hasta se le dio un nombre a esa fiebre procreadora: fue el baby boom. La
industria crecía a gran velocidad, la riqueza emergía.
Francia representaba un buen ejemplo de ello. Venía atravesando un largo
periodo de expansión económica acelerada. En 1957 se firmó el Tratado de Roma,
que dio origen al Mercado Común. El nuevo marco económico hizo perder al
capital francés una parte de su protegido mercado nacional. De Gaulle impulsó
entonces una política de fortísimas inversiones públicas. Sobrevino un rápido
proceso de concentración de empresas. A lo largo de los 60, el capitalismo
francés se situó en una de las posiciones más avanzadas de Occidente. Pero el
esfuerzo tuvo sus víctimas: en 1966, los salarios industriales franceses eran
los más bajos de todo el Mercado Común; a cambio, las jornadas laborales eran
las más elevadas. Los jóvenes trabajadores -y los jóvenes hijos de trabajadores-
veían cómo la economía crecía, pero los beneficios se repartían muy
desigualmente. Empezó por entonces a hablarse de neocapitalismo y de Estado de
bienestar: se hablaba mucho, pero no se hacía tanto. O no a la velocidad que
los jóvenes creían posible y reclamaban.
La economía avanzaba. Los avances científicos se sucedían y repercutían
rápidamente en la vida cotidiana: el plástico, los transistores, la televisión,
los coches utilitarios... ¿El paro? No existía ni siquiera como hipótesis:
cualquiera podía encontrar un trabajo. Mejor o peor, desde luego. Pero alguno.
Aquella generación no sólo era querida por sus progenitores: también por el
capitalismo. Por primera vez en la Historia, la juventud emerge como una gran
potencia de consumo autónoma. El fenómeno fue abiertamente visible en Europa
con la publicación del LP de The Beatles titulado La banda del club de los
corazones solitarios del Sargento Pimienta, o sea, Sgt. Peppers Lonely Hearts
Club Band, que salió al mercado precisamente en aquellos momentos. En poco
tiempo se vendieron un millón de ejemplares de aquel disco que hablaba de
escaparse del hogar paterno, de reírse de la autoridad, de inventar, de
experimentar, de divertirse. De progresar.
El progreso. Aquella generación creció en unas condiciones en las que la idea
de progreso no parecía ser sólo eso, una idea, sino que presentaba los
caracteres de una total evidencia.
Y el cambio. La posibilidad del cambio. Aquel mundo estaba en ebullición. Y los
nuevos medios de comunicación permitían saberlo. Todo parecía frágil, maleable,
destruible, cambiable. Los Estados Unidos, la gran potencia salida vencedora de
la II Guerra Mundial, estaban siendo puestos en jaque por el pequeño pueblo
vietnamita: David podía vencer a Goliat, estaba clarísimo. La resistencia
argelina había derrotado a la poderosa República Francesa. Africa entera se
descolonizaba a marchas forzadas. En América Latina surgían más y más
movimientos guerrilleros. Los estudiantes mexicanos desafiaban el poder del
incombustible PRI. En el corazón mismo de los Estados Unidos de América, la
rebelión negra se extendía y radicalizaba. En Irlanda, el IRA retomaba el
combate contra la dominación británica, que no sabía responder sino con una
represión torpísima.
No había modelo. También el modelo estaba por inventar. La Unión Soviética no
podía atraer realmente a aquella juventud. Estaba empeñada en coexistir
pacíficamente con los Estados Unidos y trataba de frenar los movimientos
revolucionarios a escala planetaria; de controlarlos para frenarlos. La prueba
la encarnaba el mito del momento, Ernesto Guevara: el Che había tenido que
romper con la URSS y había muerto, traicionado y abandonado, en Bolivia. Ese sí
era un ejemplo. La Unión Soviética era un fracaso; un pésimo aliado, en el mejor
de los casos. Ya había tenido que aplastar por las armas la revuelta húngara.
En Checoslovaquia había un proceso de cambio: socialismo con rostro humano,
llamaba a eso el nuevo secretario del PC de Checoslovaquia, un eslovaco llamado
Alexander Dubcek al que Moscú miraba rematadamente mal. Acabó desalojándolo por
la fuerza en agosto de aquel mismo año. Estaba China, eso sí. Aunque las
noticias que llegaban de China eran muy confusas -y muchísimas de ellas falsas,
según hoy sabemos-, se decía que estaba en marcha una revolución juvenil contra
los burócratas del Partido Comunista, y que el presidente Mao Tsetung en
persona apoyaba la revuelta. Aquello animó a algunos jóvenes radicales
europeos: parecía la revolución en la revolución.
Dentro de la propia Europa occidental, y al margen del caso de Irlanda, estaba
también Italia, donde el movimiento revolucionario juvenil crecía a ojos vista,
apoyando en un muy pujante sindicalismo. Y la República Federal Alemana, donde
los jóvenes del Partido Social-Demócrata se habían rebelado contra sus mayores.
Y estaba Gran Bretaña, también muy activa. El conjunto resultaba prometedor.
No trato de decir que las cosas fueran así, sino que así se vivían, mezclando
hechos reales e interpretaciones voluntaristas.
El Mayo francés
Ya pintado a grandes trazos el decorado general, volvamos a Francia. Al Mayo de
Francia.
Hace ya diez años, con motivo del vigésimo aniversario de la cosa, publiqué en
la revista Hacer, predecesora de la actual Página Abierta, un dossier sobre el
Mayo francés. Quizá alguno de vosotros lo viera, y hasta es posible que alguien
lo recuerde.
Me atendré en lo fundamental al relato de los hechos que hice entonces. Creo
que no estaba mal y, en todo caso, ahora no sabría hacerlo mejor.
Eran los primeros días de enero de 1968 cuando los
periódicos franceses dieron a conocer a un muchachote de aspecto desaliñado,
con una mata de encrespado pelo rojo. Se trataba de un estudiante de
nacionalidad alemana, matriculado en la Universidad de Nanterre, en París. Los
medios de comunicación repararon en su existencia porque en el transcurso de un
acto oficial le grito "¡Fascista!" al ministro de Juventud y
Deportes, François Missoffe. Su nombre no dejaba dudas con respecto a la otra
peculiaridad de su origen: era, desde luego, judío. Se llamaba Daniel
Cohn-Bendit.
Claro que ese incidente tampoco extrañó demasiado a nadie. El curso estudiantil
se estaba presentando bastante animado aquel año, y el ambiente de protesta se
había generalizado entre los estudiantes y el profesorado más progresista,
cuyos sindicatos respectivos (la UNEF por parte estudiantil, el SNESup del lado
de los profesores) no se estaban haciendo de rogar a la hora de la
movilización.
Había motivos bastantes para la agitación. Los había, en primer lugar,
referidos a la problemática específicamente estudiantil, al funcionamiento de
la enseñanza, a la organización universitaria... Pero la conciencia del sector
más radical de los estudiantes, relativamente amplio, no se preocupaba
únicamente de esos problemas, considerados aisladamente. Alimentaba la
conciencia de que la sociedad en su conjunto -y la Universidad como parte de
ella- constituía una enorme estafa hipócrita, de la que sólo un puñado de
privilegiados se beneficiaba realmente. "Luchamos -se podía leer en una
octavilla del Movimiento 22 de Marzo, distribuida por las aulas el 4 de mayo,
cuando aquello no había hecho más que empezar- porque nos negamos a
convertirnos en profesores al servicio de la selectividad universitaria,
realizada a expensas de los hijos de la clase obrera; en sociólogos fabricantes
de eslóganes para las campañas electorales gubernamentales, en psicólogos
encargados de hacer que "funcionen" los equipos de trabajadores...;
en científicos cuyo trabajo de investigación sea utilizado según los intereses
exclusivos de una economía basada en el provecho. Rechazamos este porvenir de
"perros guardianes"".
Firmaba este manifiesto, como digo, el Movimiento 22 de Marzo. Eso nos permite
recordar que la revuelta de mayo no surgió de golpe. El 22 de marzo del 68 los
estudiantes de Nanterre ocuparon las dependencias de un Consejo de Facultad en
protesta por la detención de un compañero. 142 de ellos se encerraron durante
días. Fue la primera chispa.
La octavilla de los del 22 de Marzo nos permite ver que las gentes de la
Universidad -no todas las gentes de la Universidad, insisto, pero sí su parte
más dinámica y con más tirón sobre el conjunto- distaban de tener una
mentalidad estrechamente sectorial: miraban hacia el exterior de las aulas y,
de modo particular, hacia las fábricas. La clase obrera era su punto de
referencia ideológico, casi religioso.
No estaba tampoco mano sobre mano, precisamente, esa clase obrera. Desde
comienzos de año, varias huelgas de importancia habían sacudido el país: en
Caen, en el sector de los astilleros, en el de la aeronáutica... Se trató de
huelgas de importancia, que se radicalizaron rápidamente ante la represión
policial. En eso coincidieron pronto con las protestas estudiantiles.
Está claro que una parte considerable de la población francesa de 1968,
especialmente de su juventud, mostraba una saludable alergia al autoritarismo,
sobre todo cuando se le presentaba bajo la forma del uniforme policial, que en
el caso de los CRS -los antidisturbios de la República, todos vestiditos de
negro-, provocaba una insoportable aversión.
Esta alergia -que es crónica en la Historia de Francia, y que, como buena parte
de las alergias físicas, tiende a exacerbarse en la primavera- estaba en el 68
a flor de piel. No sólo por las razones comunes a todo el mundo occidental que
he evocado antes, sino también por motivos específicos. La República acababa de
despertar de dos bochornosas pesadillas coloniales: la de Indochina primero; la
de Argelia a continuación. Su clase dirigente había salido derrotada de ambas,
pese a haber demostrado una considerable capacidad para la crueldad. Esas dos
exhibiciones de torpeza y brutalidad le granjearon un considerable
desprestigio, que en buena parte se extendió a la izquierda parlamentaria.
Tanto el Partido Comunista, que se opuso frontalmente a los independentistas
argelinos, como el Partido Socialista, que se comprometió directamente en la
sangrienta represión de su revuelta, pasaban por una fase de popularidad más
bien limitada.
Fue el viernes 3 de mayo cuando la revuelta tomó cuerpo, provocada -cómo no-
por la represión policial. La Policía irrumpió en La Sorbona, la más antigua de
las universidades parisinas, interrumpió una asamblea y detuvo a 527
estudiantes. Fue demasiado. La protesta surgió espontánea y duró hasta las 11
de la noche. Lo que más indignó a los estudiantes fue que habían pactado un
desalojo pacífico de la asamblea y que los responsables policiales, violando el
acuerdo, ordenaron la detención masiva. A partir de ese momento, muchos
convirtieron la experiencia en ley: las promesas del Poder no son de fiar.
En las calles del Barrio Latino, la Policía carga y los estudiantes responden
levantando el empedrado de las calles y lanzando adoquines contra los
antidisturbios. Ese fue el primer cambio histórico que provocaron: el de
decidir a las autoridades a asfaltar las calles adoquinadas. Sus antecesores
revolucionarios de 1871 también lograron en otro mayo, muy a su pesar, una
importante transformación urbanística: los grandes bulevares de París,
planeados por el barón Jorge-Eugenio Haussman, nacieron, entre otras cosas,
para que los cañones del ejército, que habían resultado casi inútiles en las
retorcidas calles de los viejos barrios, particularmente en la colina
Montmartre, pudieran actuar a partir de entonces sin problemas contra el
pueblo.
La Sorbona fue cerrada por orden gubernativa y las organizaciones de
estudiantes y profesores respondieron convocando huelga general. El PC emite
ese mismo día un comunicado en el que proclama la necesidad de desenmascarar a
esos (cito literalmente) "grupúsculos anarquistas, trotskistas, maoístas,
etc., compuestos por hijos de grandes burgueses" que "sirven
objetivamente a los intereses del poder gaullista". En su furor anti-izquierdista,
el PCF descubrió al mundo ese día que en Francia los grandes burgueses se
contaban por decenas de miles. Era, como aquel que dice, la democratización de
la oligarquía.
El Gobierno de Charles de Gaulle, probablemente porque no captaba el fino
análisis del PCF y no comprendía que aquellos revoltosos servían objetivamente
sus intereses, optó por reprimirlos más duramente. Fueron detenidos Cohn-Bendit
y Jacques Sauvegeot, dirigente de la UNEF, acusados de ser
"agitadores". El prefecto de París (el delegado del Gobierno, dicho
en lenguaje nuestro) prohibió las manifestaciones callejeras. La Policía ocupó
el Barrio Latino.
El 6 de mayo los estudiantes respondieron masivamente al llamamiento de la UNEF
y el SNESup. La huelga fue total en las aulas. Las manifestaciones se
sucedieron en el Barrio Latino. El telediario afirma que se trata de la acción
de "un grupúsculo" y "una decena de rabiosos". Por la
tarde, los 20.000 manifestantes que se congregan en la plaza de
Denfert-Rochereau gritan a coro: "¡Somos un grupúsculo, una decena de
rabiosos!". No lo sabían, pero estaban inventando el márketing moderno.
La jornada se prolongó hasta avanzada la madrugada en el Barrio Latino. Hubo
422 detenciones.
El 7 de mayo, el general De Gaulle declaró: "No es posible tolerar la
violencia en la calle". El conjunto de la clase política estaba de
acuerdo, matiz arriba, matiz abajo. Y también los dirigentes de las principales
centrales sindicales. Georges Séguy, máximo líder de la Confederación General
de Trabajadores (CGT) y miembro del Comité Central del PCF, se refirió ese día
a la urgencia de poner coto a esos "elementos turbios y provocadores que
denigran a la clase obrera acusándola de haberse aburguesado". La CFDT,
sindicato próximo al Partido Socialista, rechazó "cualquier solidaridad
con los grupos cuya acción incoherente compromete una verdadera reforma".
Los días siguientes siguieron en la misma tónica: manifestaciones, represión...
El 9 de mayo fue un día extraño, en el que el movimiento pareció darse un
respiro y preferir la reflexión. En un mitin organizado por la Juventud
Comunista Revolucionaria, de orientación trotskista, los propios trotskistas
debatieron con anarquistas, maoístas y media docena más de istas sobre lo que
estaba ocurriendo y lo que había que hacer.
Fue un día que los rebeldes reservaron para pegarse entre sí, como los judíos
de La vida de Brian, si vísteis y recordáis la película: los del Frente Popular
de Liberación de Judea contra los del Frente Democrático para la Liberación de
Judea, etc. En realidad, les encantaba. Aunque más justo sería decir que nos
encantaba.
Pero al día siguiente volvieron a comprobar que existían los romanos, o sea,
los CRS. Y se fueron a por ellos con renovado entusiasmo.
El 10 fue un día muy movido, marcado por la incorporación al movimiento de
miles de bachilleres. La manifestación de la jornada reunió a treinta millares
de estudiantes. Pero lo más llamativo llegó por la noche. En la calle Gay
Lussac, los estudiantes consiguieron mantener sus barricadas hasta las 6 de la
madrugada. Hubo varias decenas de heridos -algunos de cierta gravedad-, y medio
centenar de detenidos. Alguien se tomó el trabajo de contar las barricadas
nocturnas de Gay Lussac: había sesenta.
Los "rompedores"
Haré en este punto una pausa en el relato de los hechos para referirme a lo que
pudiéramos llamar la tramoya de estas manifestaciones nocturnas. Porque
hablamos de barricadas, y puede haber más de uno que no sepa en qué consistía
exactamente aquello. Pues aquello consistía en que los estudiantes hacían acopio
de objetos de diversa naturaleza, pero de tamaño cuanto mayor mejor, y los
amontonaban en medio de la calle, y se parapetaban detrás con la lógica
intención de que el ingenio así edificado les protegiera de los proyectiles que
lanzaba contra ellos la policía, con intenciones indiscutiblemente aviesas:
botes de humo, balas de goma, etc. Bien, eso está claro. Pero, ¿de dónde
obtenían los estudiantes los enseres que apilaban para formar las barricadas?
Puedo aseguraros que no los llevaban de casa. Los cogían de la calle. Eran, en
concreto, preferentemente coches (rara vez de su propiedad). También se servían
generosamente de eso que ahora se llama mobiliario urbano, y de mercaderías
tomadas del interior de algunos comercios a los que entraban por el poco
frecuente procedimiento de romper previamente el escaparate.
Digo esto porque muchos de los que ahora pintan el Mayo del 68 con colores la
mar de románticos parecen prescindir del hecho de que aquellos estudiantes a
los que ahora tanto ensalzan se forraron a destrozar bienes ajenos, a menudo
privados. Y se olvidan de que aquellos coches y aquellas tiendas que los
barricadistas dejaron para el arrastre tenían dueños que salieron muy
perjudicados del acontecimiento. Sería de desear que se acordaran de ello,
sobre todo cuando ahora hablan de la violencia callejera en términos nada
románticos.
La gente de orden de la época sí lo tuvo en cuenta, vaya que sí. Los medios de
comunicación franceses bautizaron a los manifestantes profesionales con un
nombre que revelaba a las claras el enojo que les producía su modus operandi:
los llamaban les casseurs (los rompedores; los camorristas, en cierto modo).
Supongo que ellos se defenderían diciendo algo parecido a lo que alegó hace
unos años Carlos Solchaga para justificar los efectos antisociales de su
política económica: "No se puede hacer tortillas sin romper huevos".
Pero volvamos a los acontecimientos.
Hemos llegado al 11 de mayo. Aquel día marcó la incorporación de nuevas fuerzas
al movimiento. La consigna de huelga general lanzada por la UNEF -ya no sólo en
los centros de enseñanza, sino también en los de trabajo- fue aceptada por los
grandes sindicatos: la CGT, la CFDT e incluso el filoderechista Force Ouvrière.
Tres premios Nobel franceses anunciaron su intención de incorporarse a las
manifestaciones del Barrio Latino. Se hizo público un análisis clínico que
demostraba que la Policía había estado lanzando contra los manifestantes gases
tóxicos prohibidos internacionalmente. Para estas alturas, el PCF afirma ya, sin
rubor ninguno, que está "sin reserva alguna, del lado de los
estudiantes", y llama a apoyar la jornada de lucha del 13 de mayo.
Ese fue un día clave. La huelga general no sólo fue un hecho en París, sino en
toda Francia. La manifestación de la capital reunió -según las crónicas- a un
millón de personas. Bueno, ya se sabe lo que son estas cosas de las cifras de
las manifestaciones: digamos que hubo la tira de gente. La CGT y el PCF
repartieron sus esfuerzos entre tratar de impedir que los estudiantes y los
trabajadores se juntaran y que la manifestación se disolviera sin incidentes a
las 5 y media de la tarde. Fracasaron en ambos frentes. Fue como si el 13 de
mayo el movimiento obrero hubiera comprendido que era también su hora. A partir
de ese momento, las huelgas y las ocupaciones de fábricas se sucedieron. El
movimiento se extendió a los servicios públicos: transporte aéreo,
ferrocarriles, etc.
El 19 y el 20 de marzo marcaron el punto máximo del conflicto. De un lado, la
huelga general abarcó al conjunto de la República. Del otro, las consignas de
movilización lanzadas por las fuerzas de la derecha empezaron a encontrar el
eco esperable. Se formaron unos Comités de Defensa de la República de
intenciones abiertamente reaccionarias y por las calles de la capital empezaron
a verse bandas de aire inconfundiblemente fascista. El Gobierno aprovechó un
viaje de Cohn-Bendit a Holanda para prohibirle el regreso y Le Figaro habló de
él llamándolo despectivamente "ese judío alemán". Los manifestantes del
Barrio Latino de ese día -el 22- corearon otro eslogan ocurrente: "¡Todos
somos judíos alemanes!".
El declive
El 23 de mayo marcó el comienzo del control del movimiento por parte del
tándem PCF-CGT y su encaminamiento hacia la salida pactada, por más que la marea
huelguística siguiera creciendo en volumen y en radicalidad.
El 25 llegó lo inevitable: en la calle de Grenelle, en la sede del Ministerio
de Asuntos Sociales, los sindicatos, la patronal y el Gobierno iniciaron una
ronda de conversaciones para buscar una solución negociada al conflicto. La CGT
y el PCF proclamaron que se trataba de firmar un "programa
anti-monopolista" para "la unión de la izquierda".. 30 años
después, sigo sin saber cómo diablos se podía firmar un programa para la unión
de la izquierda... con la patronal y el Gobierno.
Pero el conflicto no disminuía. El 27, con la negociación de Grenelle ya en
marcha, diez millones de trabajadores respaldaban la huelga. En la mayoría de
las fábricas, los obreros rechazaban las consignas de desmovilización, votando
resoluciones contra la posición de las direcciones sindicales. Georges Séguy,
el secretario general de la CGT, negó que hubiera llegado a pacto alguno a
espaldas de los trabajadores, pero proclamó que se sentía orgulloso de que su
sindicato hubiera recibido la misión de ser la fuerza (vuelvo a citar
literalmente) "que ha venido a restablecer el orden". Los grupos de
extrema izquierda, a la vista de la situación, se reunieron para tratar de
establecer una plataforma común. No lo lograron.
Para el 29 de mayo ya puede decirse que el PCF y la CGT se habían hecho con el
control total de la situación. Su convocatoria de manifestación alcanza un gran
éxito: acudió medio millón de personas. Pero quien en realidad se había hecho
más y mejor con el control de la situación era la derecha. El día 30 convocó
una manifestación con resultados grandiosos: también en este caso se habló de
un millón de asistentes. Momento que aprovechó De Gaulle para retomar la
iniciativa: disolvió el Parlamento y convocó elecciones generales,
anunciándoselo al país en un discurso televisado en el que llegó a decir:
"Francia está sometida al peligro del comunismo totalitario".
Eso era el 30. Se acababa el mes y, con él, el movimiento. Aún el 1 de junio
hubo tiempo para celebrar otra manifestación radical. "Ce n'est qu'un
debut, continuons le combat!" ("¡Esto es sólo el comienzo, prosigamos
el combate!") gritaron 40.000 jóvenes en París. No era verdad, aunque,
vistas las cosas de cerca, podía parecerlo: muchas huelgas seguían en marcha y
en decenas de fábricas los trabajadores rechazaban indignados los acuerdos de
Grenelle, negándose a volver al trabajo, pese a que L'Humanité titula con
grandes caracteres: "Reforzados por sus victorias, miles de trabajadores
vuelven al trabajo". Tampoco era verdad, pero pronto lo sería.
Poco a poco, los estudiantes radicales volvieron a quedarse solos. El 10 de
junio, un bachiller de 17 años, Gilles Tautin, murió ahogado cuando trataba de
escapar de una carga policial. Algunos testigos dijeron que los CRS le
obligaron a tirarse al río: no sabía nadar. Las manifestaciones de protesta
fueron numerosas, y muy combativas. El 11 de junio, una de ellas juntó a 20.000
estudiantes. La policía pudo emplearse nuevamente a fondo: sus responsables
eran conscientes de que afrontaban un movimiento en declive.
El 13 de junio, el Gobierno decidió prohibir todas las manifestaciones
callejeras, aprovechando para declarar ilegales a todos los grupos de la
izquierda extraparlamentaria. Ni la Unión de Estudiantes Comunistas ni el grupo
fascista Occident (Occidente) fueron incluidos en la lista. Nadie protestó,
aparte de los propios afectados. El PCF, envalentonado, amenaza incluso al
poderoso sindicato estudiantil: "Si la UNEF -escribe su periódico-
continúa erigiéndose en fuerza motriz de una revolución violenta que el país
rechaza, habrá que constatar su elección y extraer las consecuencias". De
ahí a reclamar su ilegalización tampoco había mucho.
Para el final de curso, todo se había diluido.
Una recapitulación
Si repasamos lo ocurrido, tal como lo he descrito brevemente, podemos observar
que el movimiento pasó por tres fases distintas.
La primera es la del estallido de la revuelta estudiantil de masas, que surge
bajo formas extremadamente radicales: ocupación de universidades, barricadas,
enfrentamiento violento con la policía, consignas revolucionarias... Ya he
señalado antes que no todos los universitarios se meten en el fregado, ni mucho
menos, y que tampoco todos los que se meten son tan radicales como los que dirigen
la lucha. Pero eso tiene tanto interés sociológico como escasa relevancia
política. A estos efectos, lo que importó fue que los más radicales arrastraron
al resto.
Se trató de un movimiento sectorial, en la medida en que comprometía casi tan
sólo a estudiantes, pero no tenía vocación de serlo: sus protagonistas atacaban
la organización social en su conjunto. Su aislamiento inicial se vio reforzado
por el rechazo que suscitaba en los partidos parlamentarios, incluidos los de
la teórica izquierda, y en las direcciones de los sindicatos. Esta primera fase
cubre desde el inicio del proceso, antes de mayo, hasta el 10 de mayo.
La segunda fase es la de la coincidencia de la lucha estudiantil con la lucha
obrera. En contra de lo que se decía, y de lo que algunos creímos, no hubo
realmente una verdadera fusión de sus luchas. No era realmente el mismo
combate. Una parte de los trabajadores sí simpatizó con las consignas del
movimiento estudiantil, y trató de empujar la lucha más allá de las fronteras
del sistema. Pero otra parte, ampliamente mayoritaria, simpatizó exclusivamente
con la faceta antirrepresiva de la lucha de los universitarios. Estaba
dispuesta a defenderlos; no a seguirlos. Su guerra era otra: reclamaba reformas
en profundidad, pero no quería hacer ninguna revolución social. Esta fase va
desde el 10 al 30 de mayo y muere con los acuerdos de Grenelle.
En fin, la tercera fase viene marcada por el cambio radical de escenario: lo
esencial ya no ocurre en la calle, sino en los despachos. Las fuerzas parlamentarias
retoman el control de la situación: la derecha reafirma su Gobierno y la
izquierda oficial se hace con las riendas de la protesta, favoreciendo el
aislamiento y, en último término, la represión que se abate sobre las
organizaciones de extrema izquierda. Esto sucede desde comienzos de junio hasta
la extinción de la protesta.
Vistas así las cosas, puede decirse que no hubo en Francia un Mayo del 68, sino
dos. De un lado, el radical, protagonizado por los universitarios, que tuvieron
el apoyo de buen número de jóvenes de otros sectores sociales, preferentemente
obreros, y, del otro lado, el reformista, protagonizado fundamentalmente por
los sindicatos, que se apuntaron parcialmente a la gresca para tratar de
rentabilizarla. Claro que para rentabilizarla mejor hubieron previamente de
aceptar en parte su extensión. Sin este segundo movimiento, el primero no
hubiera logrado la proyección que tuvo. Pero, a la vez, la compañía de este
segundo movimiento diluyó la fuerza ideológica del primero. En fin, así de
liada suele ser la Historia.
¿Qué quedó?
La revuelta de Mayo del 68, como tal, no provocó cambios realmente
decisivos en la sociedad francesa. La Universidad sí cambió: los estudiantes y
el profesorado progresista se adueñaron prácticamente de ella, pero luego
fueron perdiendo ese poder poco a poco. En las fábricas, los trabajadores
obtuvieron ciertas mejoras salariales y de condiciones de trabajo, y los
sindicatos, un aumento de su influencia. El Estado mejoró las prestaciones
sociales, en la vía del tan mentado Estado de bienestar. Pero no olvidemos que
todas esas mejoras, lo mismo que los cambios que se fueron produciendo en las
costumbres -en el estilo de vida, en la familia, en las relaciones de pareja,
en las formas de ocio, etc.- coincidían con lo que pudiéramos llamar la
evolución natural de la realidad: en otros países de la Europa occidental no
hubo una revuelta tan llamativa, y sin embargo avanzaron en dirección muy
semejante.
La particularidad francesa, que tiene desde luego relación con lo ocurrido en
Mayo del 68, no estriba tanto en los resultados materiales obtenidos y visibles
como en el sólido fundamento social que les proporcionó. Lo estamos comprobando
ahora. Treinta años después, la política antisocial hecha suya por la Unión Europea
encuentra en la población francesa resistencias superiores a las que han
ofrecido las poblaciones de otros Estados europeos. En Gran Bretaña, por
ejemplo, primero con Thatcher y ahora con Blair, el neoliberalismo está
pudiendo hacer sus estragos sin toparse con ninguna resistencia insalvable. Por
no hablar de lo sucedido aquí: nos daríamos con un canto en los dientes por
alcanzar unos niveles de protección social como los que la mayoría de los
franceses rechazan cuando se los proponen ahora.
En Francia, el apego a las políticas sociales -el objetivo de la calidad de
vida, en suma- tiene una fuerza superior, a la que sólo Italia se acerca. No
cabe duda de que eso tiene mucho que ver, no ya estrictamente con la revuelta
de Mayo del 68, pero sí con los movimientos sociales de aquella época, de los
que Mayo del 68 bien puede tomarse como emblema.
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