(Ayuntamiento
de Barcelona, 5 de marzo de 2003)
El
Ayuntamiento de Barcelona, a instancias de los responsables del Centro de
Estudios Históricos Internacionales de la Universidad, tuvo la amabilidad de
invitarme a presentar la conferencia que dictó José Saramago en el solemne
salón consistorial el 5 de marzo de 2003. La invitación, aparentemente exótica,
lo era menos si se considera mi excelente relación con dos de los responsables
del Centre d’Estudis... y el hecho de
que fui yo quien medió para que Saramago aceptara la invitación. Dado que el
tema de la conferencia era abiertamente político (“Un mundo en
transformaciones”), opté por seguir en mi presentación un hilo
singular.
Lo
que sigue es lo que dije.
Mi presencia en este acto encierra una aparente paradoja.
Se supone que estoy aquí para presentar a José Saramago. Pero no tiene sentido que alguien presente a José Saramago. Tanto su persona como su obra son bien conocidas. No diré «de sobra», porque en la presente circunstancia difícilmente cabría el exceso, pero sí «muy» conocidas.
Y, en todo caso, de tener que presentarlo en esta ocasión –así fuera por razones meramente protocolarias–, lo que no parece demasiado puesto en razón es encargar de ello a un periodista y ensayista ocasional, que no sólo no es catalán, sino que encima, y para más inri, es vasco. Un vasco quejica. Con los tiempos que corren. Como si el propio Pasqual Maragall no tuviera ya suficientes problemas por prestar atención a los vascos quejicas.
Puestos a tomarse la cosa con humor, cabría plantearse si no sería más adecuado que José Saramago me presentara a mí, que gozo de una popularidad más bien doméstica (quiero decir: circunscrita prácticamente a mi casa y sus aledaños). Aunque seguro que, de ser así, tampoco faltaría el gracioso que objetara que ni siquiera Saramago podría superar la dificultad que conlleva presentar a un impresentable.
Todo tiene su lógica, sin embargo.
La invitación que recibimos ambos para participar en este acto surgió hace meses, en un momento en él había aceptado echarme una mano –o las dos– para afrontar la confección de un libro colectivo sobre la trágica situación de Palestina.
El libro se construyó tomando como piedra angular una accidentada entrevista que le fui haciendo en las escasas horas libres que tuvo durante una gira de conferencias que le llevó a recorrer los Estados Unidos de América a lo ancho y a lo largo.
Sobre esa base fue posible obtener la colaboración posterior de varios reputados escritores afincados en aquella orilla del Atlántico (Noam Chomsky, Edward Said y James Petras) y de un experto militar pacifista (el general Alberto Piris), todo lo cual fue arropado por el catedrático catalán Antoni Segura, que añadió al conjunto un resumen histórico-crítico que constituye, en mi opinión, un prontuario verdaderamente imprescindible para todo aquel que quiera adquirir una visión de conjunto honesta y rigurosa sobre el conflicto israelo-palestino.
Fue en ese momento, como digo, cuando se planteó la posibilidad de llevar a cabo este acto y, como la idea surgió vinculada al libro al que me estoy refiriendo, pareció razonable a los organizadores solicitar también mi presencia. Cosa que les agradezco infinito. Y muy sinceramente.
Decía al comienzo que no tendría mucho sentido que nadie –y menos alguien como yo, para nada experto– se pusiera a detallar las excelencias estilísticas de José Saramago, por lo demás conocidas y reconocidas. Renuncio de antemano a nada que pueda parecerse a un exordio literario.
Lo único que puedo decir al
respecto, en mi calidad de escribidor pertinaz y reincidente, es que envidio su
capacidad de síntesis. Saramago es capaz de retratar en cinco o seis líneas lo
que yo no sería capaz ni de sugerir en un folio. Y admito no sólo mi envidia,
sino también mi asombro, porque sé que él también fue pobre, como yo, y todos
los escritores que hemos sido pobres –o que seguimos siéndolo, o que no
tardaremos en volver a serlo– nos educamos en la triste habilidad de explicar
las cosas con la máxima extensión posible, mayormente porque las empresas
solían pagarnos a tanto el folio. Media docena de adjetivos podían hacernos
ganar lo que nos cobraban en el bar de la esquina por un bocata de calamares.
Si les añadíamos de paso cuatro o cinco adverbios, lo mismo teníamos también
para la caña de cerveza.
José Saramago renunció a vender verborrea al peso ya en los tiempos en los que seguro que no le sobraban los bocatas de calamares.
Lo cual me lleva directamente al meollo de lo que quería comentar esta tarde con ustedes: el género de personaje que es José Saramago. La pasta de la que está hecho.
Mi paisano el escultor Jorge Oteiza, que cometió el doble error de interesarse por mí en mi adolescencia y de animarme a persistir en la escritura, se daba –y nos daba a todos, en general– un consejo fantástico: «Nunca ensucies tu carrera de perdedor con un éxito de mierda». La primera vez que se lo oí me dejó de piedra: ¿cómo podía hablar de «carrera de perdedor» un hombre que había obtenido el máximo reconocimiento en las bienales de Venecia y Sao Paulo, y que figuraba ya en lugar destacado, a los cuarentaitantos años que tenía por entonces, en todas las enciclopedias del Arte? ¡Perdedor!
Pues sí. Porque él no hablaba del reconocimiento que la sociedad bienpensante no había tenido más remedio que concederle ante la evidencia de su genio, sino de lo que hubiera podido lograr sin mayor esfuerzo en el caso de haberse inclinado, de haber dicho amén, de haber sonreído a los reyes y los millonarios que llamaban a su puerta.
Conocí a Oteiza en la villa que tenía en Irún, cerca de la frontera de Hendaya: tenía 16 años y llamé a la puerta de su casa, digna pero modesta, y le dije que quería leerle unos poemas que había escrito. Y aquella puerta que estaba cerrada para los millonarios y los príncipes se me abrió de par en par.
A esa actitud es a la que Oteiza se refería cuando hablaba de «una carrera de perdedor», por mucho que a los demás nos chocara oírselo decir. Y a esa misma actitud, que yo he reconocido tantas y tantas veces en los actos de José Saramago, es a la que creo que puedo apelar cuando digo que nunca ha ensuciado su carrera de perdedor con un éxito de mierda.
Cuando José llegó a Israel, y allí le dijeron que podía criticar al Gobierno de Sharon (por supuesto, todo lo que quisiera, faltaría más, etcétera), pero que nunca pronunciara la palabra prohibida (“holocausto”), José supo que todo estaba decidido: tenía que hablar, indeclinablemente, del holocausto que los sionistas estaban cometiendo con el pueblo palestino. En esos términos. Literalmente.
Y cuando le anunciaron que si decía eso cometería un gravísimo error muy perjudicial para sus intereses, porque en Israel sus libros se estaban vendiendo en ese mismo momento como churros, su determinación se hizo doble.
Saramago tiene el Premio Nobel. Bueno, y qué. También lo tiene Kissinger. ¿Qué el suyo es de Literatura? Bueno, y qué. También lo logró Echegaray.
El más preciado premio que tiene José Saramago es, en lo profesional, como artesano de la palabra, la devoción de sus lectores, y en lo político (o en lo humano, que viene a ser lo mismo), la credibilidad. La cualidad de creíble.
Creo que fue en El año de la muerte de Ricardo Reis donde escribió: «Lo que decimos es verdad sólo en la medida en que los demás nos creen». (Tal vez no lo dijo exactamente así: espero que me perdone por citar de memoria.)
Lo que él dice es verdad porque los demás le creemos.
No creemos que acierte obligatoriamente. Faltaría más. Creemos, eso sí, que lo dice porque lo cree. No porque espere obtener nada diciéndolo. Y creemos que vale la pena tomarse en serio lo que dice porque proviene de un cerebro acostumbrado a pensar, y a pensar bien, sin miedo. Y que si ha llegado a esas conclusiones y no a otras es porque le han parecido las más certeras y las más honradas.
Habrán observado ustedes que las críticas que se le dirigen a José Saramago nunca apuntan por la vía retorcida de las dobles intenciones, del doble lenguaje o de la hipocresía. Salvador Dalí podía decir de Picasso aquello de que «Picasso es un genio; yo también. Picasso es comunista; yo tampoco», y todo el mundo le reía la gracia, porque era de general conocimiento el culto que don Pablo Ruiz rendía al poderoso caballero.
Los enemigos de Saramago (que los tiene, vaya que sí, aunque se agazapen) nunca tratan de asaltar el castillo de su prestigio por esa almena. Saben que no van a pillarlo ni por el flanco de la fatuidad ni por el del vil metal.
Lo atacan entonces diciendo que es un soñador, un utópico... o un amargado.
No llevo ya la cuenta de los cortos de luces –o, por decirlo más finamente: de los tontos del culo– que me vienen con la historia de que Saramago es un triste. Valiente estupidez. He compartido con él las suficientes carcajadas como para saber que cuenta con un envidiable sentido del humor y con una espléndida capacidad para encontrar a cada suceso su lado más ridículo, o más cáustico, o más surrealista.
Es un hombre extraordinariamente vivo, despierto a todas las percepciones. Incluida, por supuesto, la del humor.
Lo que nadie espere de él es que se tome a broma el sufrimiento ajeno. Ni que frivolice con el padecimiento de los pueblos. Ni que se ponga a decir que qué bien va todo, cuando lo cierto es que casi todo va realmente muy mal.
Bueno, no sé si se me habrá notado mucho, pero, si es así, lo admito: José Saramago me cae muy bien.
Hace años, un crítico se enfadó conmigo por mis gustos musicales. Dijo que yo defendía a Mísia –otra persona nacida en Portugal, vaya por Dios– porque es mi amiga. Le respondí explicándole que la verdad es exactamente la inversa: no me gusta Mísia porque sea mi amiga; me interesé por ella y nos hicimos amigos porque me gustó su trabajo.
Ahora estamos en las mismas, sólo que elevado al cubo. No les hablo bien de Saramago porque lo tenga por amigo. Lo tengo por amigo, y con orgullo, porque me parece de rigor hablar bien de él. Porque sería un tonto de remate si no me diera cuenta de que, como decía la vieja canción de Phil Spector, “conocerlo es amarlo”.
Pero escúchenle a él, que les será mucho más productivo.
Muchas gracias por su atención.