Tomárselo con humor
Leí
esta intervención para presentar a los humoristas políticos Nacho Moreno (de
Ricardo & Nacho) y Julio Rey (de Gallego y Rey) en un ciclo de conferencias
y mesas redondas que organizó el Colegio
Mayor “Isabel de España”, de Madrid, en noviembre de 1996, y que me tocó
coordinar. Monté una mesa redonda sobre política internacional, con Alberto
Piris y Felipe Sahagún; otra, sobre la situación de la Justicia, con Joaquín
Navarro, Javier Gómez de Liaño y Baltasar Garzón (creo que fue ésa la última
vez que se vieron en buena armonía); una conferencia sobre Economía, que
pronunció Juan Francisco Martín Seco, y, en fin, esta cosa extraña sobre el
humor en la prensa. Debo decir que las intervenciones de Nacho Moreno y de
Julio Rey hicieron llorar de risa a la mayoría de los asistentes. Fueron una
joya.
Cuando la Dirección del Colegio Mayor
«Isabel de España» me encargó la coordinación de esta serie de encuentros,
charlas, conferencias, mesas redondas o lo que sean, tuvo la amabilidad de
invitarme a participar alguno de los días también como ponente. Como cuota
parte de plasta, por decirlo claramente.
Se me ofrecían cuatro posibilidades,
tantas como temas previstos: política internacional, Justicia, humor político y
Economía.
El hecho de no saber gran cosa de ninguno
de estos temas no me arredró en absoluto. Como periodista, y en especial como
autor de editoriales, estoy muy acostumbrado a pontificar sobre asuntos
variadísimos de los que lo ignoro prácticamente todo.
Desde este punto de vista, lo que se me
aparecía como más propicio era presentarme aquí en tanto que experto en
política internacional, o como especialista en economía. La experiencia me ha
enseñado que la mayor parte de quienes hablan sobre política internacional y
sobre economía tienen mi misma capacidad de análisis, esto es, ninguna. En ese
sentido, el oficio de juntaletras habría podido ayudarme a hilar durante
algunos minutos una ristra de esas frases que sueltan con sonrisa de superioridad
los economistas al uso, y que tan bien quedan. Soltaré una, para que se vea que
no miento: «Si diseñamos un modelo de competitividad que se vertebre y adecúe
con las coordenadas de Maastricht, nuestro potencial puntual de desarrollo se
expresará, a nivel de grandes cifras, de modo virtualmente esperanzador para la
generación de empleo, en tasas y tiempo razonables». Una frase que sería
injusto afirmar que no sé qué quiere decir, porque me consta que no quiere
decir nada.
Pero me pareció mucha jeta.
Se me presentaba también la posibilidad de
hacerme pasar por jurista, y haberme soltado el moco la pasada semana, junto
con Javier Gómez de Liaño, Baltasar Garzón y Joaquín Navarro, hablando sobre el
Estado de Derecho, el dolo, la culpa, los papeles del Cesid y el sursum corda.
Esa hipótesis la desestimé también en seguida: no soy tan inconsciente como
para hacer piña y presentarme como colaborador de esos tres jueces de incierto
destino. Lo reconozco sin disimulo: me asusta la idea de ser una nueva versión del
testigo protegido 1964/S. No acaba de hacerme feliz la idea de que los amigos
del general Galindo me secuestren, me utilicen para prescindir de los ceniceros
a la hora de apagar sus cigarrillos y hagan penetrantes incursiones en mi
delicada posterioridad.
Así que, por exclusión, sólo podía
apuntarme a esta sesión.
Debo dejar claro para empezar que no soy
humorista.
Nunca me había planteado siquiera la
posibilidad de serlo, hasta que el año pasado, la autoproclamada Academia del
Humor, después de haber premiado año tras año a todos los humoristas de España
-entre ellos, destacadamente, a estos dos que aquí nos acompañan-, desesperada
al darse cuenta de que había agotado todas las existencias del ramo, decidió
distinguirme con un galardón. Mi perplejidad fue completa. ¿Yo, humorista?
Desde luego que no. Se supone que un humorista se dedica a provocar en la gente
un tipo de estímulo que pone en funcionamiento un singular reflejo, consistente
en la contracción coordinada de quince músculos faciales, lo que se manifiesta
visiblemente a través de un estiramiento característico del músculo zigomático
mayor, controlador del labio superior, acompañado por una alteración
respiratoria, con o sin emisión de sonido. Estoy en condiciones de jurar que yo
jamás me he propuesto hacer nada semejante.
Lo que sí hago -y no por elección
personal, sino porque mi papá y mi mamá me hicieron así- es tratar de examinar
la humana existencia con humor. El humor, para mí -y para muchos más-, es el
mejor antídoto que hay para el veneno de la vida, una vez descontadas otras
emociones no menos gratificantes, pero a las que resultaría poco decoroso
referirse en esta tribuna. Dedicado como estoy desde muy joven, por vocación y
por profesión, al análisis de la realidad política y a ia contemplación de los
desafueros que cometen cuantos están investidos de Poder, el humor me ha
servido permanentemente como un instrumento de doble función: de autodefensa,
para no sumirme en la más negra de las agonías, y de ataque.
Vengo defendiendo a este respecto desde
hace años una filosofía de la vida que podría calificarse, echando mano de
Antón Chéjov, como de desesperación tranquila. Desesperación, porque nada
excelso cabe esperar del incontenible avance de la Humanidad hacia el abismo.
Desesperación, sí, pero tranquila, porque el abismo todavía no está a la vuelta
de la esquina y es posible hacer el resto del viaje entreteniéndose con el
paisaje. La desesperación tranquila es el estado de ánimo que permite, en medio
del desastre general, reírse de lo ridículos que son (somos) los especímenes
humanos, y muy en particular los poderosos, maestros en incoherencias y en
poses involuntariamente tragicómicas. Mi especialidad es coleccionar y hacer
ver a mis eventuales lectores las paradojas del Poder, sus lapsus, que son como
grietas que se abren en la superficie del aparente orden social y que permiten
atisbar lo que realmente se esconde en sus profundidades.
Ocurre que ese género de visión de la
vida, irónica, pero con un poso de amargura que no se puede ocultar, cuenta con
muy pocos adeptos. Básicamente porque hace pensar, y a la mayoría del personal
pensar no sólo le cansa, sino que incluso le da miedo. Tomar distancia de la
realidad, ver su carácter contradictorio, y hasta absurdo, buscar el revés de
las cosas, es el primer paso para adoptar una actitud de insumisión ante todos
los dogmas. Ante todos, incluidos los más personales. Y eso es muy peligroso,
porque vivir sin dogmas, salirse de la rutina del pensamiento disciplinado,
impide tener respuestas prêt à porter para los acontecimientos. Y lo
mismo, pensando pensando, uno llega a conclusiones que le colocan fuera de la
normalidad, en el peligroso terreno en el que habitan los bichos raros.
Una concepción del mundo de este tipo es,
cuando uno ejerce de columnista, como en mi caso, una auténtica catástrofe. Son
muchos los lectores españoles de periódicos que afrontan las columnas de los
diarios con el firme deseo de que el autor les diga lo que ellos ya habían
pensado previamente. Es demasiada la gente que lleva mal que se le cuente nada
que escape a los surcos ya arados y solidificados en sus neuronas, y que
soporta todavía menos que alguien le plantee un problema sin proporcionarle a
la vez la solución. No digamos ya si lo que le decimos cuestiona el tran-tran de
su confortable existencia cotidiana (confortable no por lujosa, sino por
habitual, por conocida, por previsible).
Que uno ejerza ese oficio con buen ánimo y
espíritu risueño no le libra del desastre. Porque la paradoja, que gusta al
personal cuando se le presenta como mero juego intelectual, le divierte mucho
menos, o no le divierte en absoluto cuando le empuja a reflexiones
inquietantes.
Lo ilustraré proponiendo a vuestra
consideración dos paradojas: una «blanca» -sin segundas, digamos- y otra con
intención más maligna. Primera paradoja, clásica en los estudios sobre el
humor: la definición del masoquista. «Un masoquista es un tipo al que le
encanta tomar por la mañana duchas heladas... y que por eso las toma
calientes.»
Segunda paradoja, ésta con mala uva y de
reciente cuño. Felipe González toma la palabra en el homenaje a los miembros de
las Brigadas Internacionales: «Os estamos inmensamente agradecidos, amigos -les
dice-, porque vinisteis a España a dar la vida por una República... que no nos
hace ninguna falta, porque tenemos una estupenda Monarquía».
Creo que la diferencia entre ambas
paradojas se aprecia fácilmente. La primera puede hacer más o menos gracia,
pero no molesta a nadie. De la segunda, en cambio, me temo que no puede decirse
lo mismo.
Algunos chiflados disfrutamos con las
maldades de este segundo tipo y nos dedicamos a poner en evidencia el disparate
de los republicanos monárquicos, o el de quienes esquivan a los sucios niños
gitanos pedigüeños para llegar a tiempo de ver en la televisión el programa de
solidaridad con los refugiados del Zaire, o el de los que se conmueven con el
drama de los balseros cubanos mientras cierran los ojos ante las pateras
hundidas en el Estrecho, a las puertas de nuestra casa. Pero está visto que
denunciar los discursos hipócritas y las dobles morales resulta incómodo y
desazonante. Salvo, obviamente, para la minoría que comparte el gusto por esa
acidez.
El riesgo de la marginación, que corremos
los pocos que nos dedicamos a la literatura subversivo-corrosiva, no les
alcanza sin embargo a los humoristas de verdad, como estos dos que hoy tenemos
aquí de cuerpo presente.
No es que su vida sea un jardín de rosas.
De hecho, mi única duda sobre su destino es si los acabará matando ETA, si los
GAL los enterrará en cal viva, o si será el perro de Boyer el encargado de
seccionarles la yugular. Pero el hecho es que gozan del reconocimiento público
y saborean las mieles del éxito.
¿Por qué, si son bestias como ellos solos
y sueltan unas maldades que ningún otro mortal se atrevería a decir, salvo en
la intimidad del váter y en presencia de su abogado, doble circunstancia
difícil de reunir, amén de francamente embarazosa?
Pues, sencillamente, porque el humor -el
humor como tal, el humor como género- se beneficia desde siempre de una
permisividad social de la que no gozan aquellos otros modos de retratar la
realidad que, aunque contengan dosis de humor, tienen otra catalogación.
Cabe preguntarse de dónde procede esa
permisividad general. La respuesta es sencilla: de la complicidad.
Desde Aristóteles y Cicerón, la risa ha
merecido innumerables estudios y ha sido objeto de muchas y muy variadas
teorías. Pero en un punto parecen estar de acuerdo todos los estudiosos: en que
la risa permite una descarga de la agresividad que es inherente al ser humano,
y que habitualmente está reprimida.
La agresividad que el humor canaliza puede
adoptar muchas formas, no todas de mala uva evidente. Es habitual que se dirija
contra alguno de los muchos estamentos en que se divide ese magma informe que
son «los demás», pero también puede enfilar contra nosotros mismos. Y si es
cierto que suele derivar hacia la crueldad (de hecho, se ha llegado a definir
la risa como «una anestesia temporal del buen corazón»), también puede
canalizarse a través de objetos intermediarios, como ocurre con los chistes que
se limitan a ridiculizar o a buscarle el revés al llamado sentido común.
La sociedad entera se siente cómplice de
la agresividad de los humoristas. Porque la sociedad parte de la convención,
consciente o inconsciente, de que los humoristas son tipos exagerados de
profesión, que cumplen la función terapéútica de ayudarnos a descargar por una
vía relativamente inocente nuestra agresividad reprimida.
El humorista satírico moderno, que hace
irrisión de nuestra vida política y social es, en cierto modo, la versión
actual del bufón medieval, que contaba con autorización del señor para soltar
las mayores insolencias, que dichas por otro habrían sido causa de terribles
condenas.
Pero esa patente de corso que se otorga a
los humoristas para que puedan soltar las mayores frescas sin encomendarse ni a
Dios ni al diablo, que se diría evidiable privilegio, me da que puede ser
también con frecuencia causa de su más honda desesperación. Porque ocurre a
veces -bastante a menudo en el caso de Ricardo y Nacho y Gallego y Rey- que sus
chistes encierran una intención de gran fuerza moral, intención dinamitera que
los propios sobreentendidos del humor devalúan y trivializan. Van ellos y
pintan a tal o cual preboste como un asesino, y a gente se ríe y comenta: «Qué
brutos, qué malos son», sin apercibirse de que si lo han pintado como un
asesino es porque están convencidos de que, sencillamente, es un asesino.
Decía al principio que no soy humorista, y
creo haber dado buena prueba de ello: en cuanto me descuido, derivo hacia el
rollo sentencioso.
Corto, pues, y cedo la palabra a los
humoristas de verdad, para que os cuenten ellos cómo se las arreglan para
hacernos reír todos los días con cosas que, en rigor, son más bien para llorar.
20 de noviembre de 1996
Con mi profundo agradecimiento a las
responsables del Colegio Mayor femenino “Isabel de España”, que tantas veces,
durante los tiempos de la dura clandestinidad antifranquista, nos prestaron sus
locales para hacer reuniones subversivas. No se jugaron el bigote, porque no lo
tienen, pero sí todo lo demás, incluyendo su trabajo y su libertad.
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