¿Y ahora?
Conferencia pronunciada en Las Palmas el 28 de febrero
de 1996,
con motivo de la presentación de «Jamaica o Muerte»
Vengo a hablarles a ustedes de Jamaica
o Muerte cuando ya estoy dando fin a un nuevo libro, del que sé casi todo,
menos el título. Puede que acabe por llamarse algo así como El trecenato,
que es palabra que existe, y que sirve para definir a aquello que se compone de
trece elementos, años por ejemplo, y que lleve como subtítulo El felipismo,
de la A a la Z.
Los textos que componen Jamaica o
Muerte fueron escritos en su mayoría cuando el felipismo, alcanzado ya su
máximo esplendor, iniciaba su aparatosa decadencia. Son textos de resistencia,
destinados a corredores de fondo, dispuestos a apencar con todo y a no
desanimarse por nada. Textos que apenas analizan cuestiones de coyuntura,
aunque parezca lo contrario. En ellos, la referencia al suceso del día sólo
vale en la medida en que permite desvelar tendencias de fondo, actitudes de
principio. En Jamaica o Muerte hablo de quienes ocupan el Poder, sí,
pero no tanto por su interés específico como porque, en el rechazo de su Poder,
cabe rastrear las claves de una actitud de resistencia general, de oposición global
a la organización social vigente. Una actitud que alguna vez, evocando a
Chejov, he calificado de «desesperación tranquila»: desesperación, porque no
hay esperanza posible en un mundo como éste; pero tranquila, porque no hace al
caso vivir en crispación perpetua: es necesario rechazar este estado de cosas,
pero no es obligatorio hacerlo desgañitándose.
En Jamaica o Muerte pretendo
seguir las enseñanzas de Prometeo, el viejo dios hermano de los hombres, y
poner en práctica la filosofía del viaje de Kavafis hacia Itaca: lo importante
no es la isla de llegada, sino la felicidad que se logra en el esfuerzo por
alcanzar sus costas, probablemente imposibles. No se trata de defender las
ventajas de jugar y perder, como en el chiste, sino de proclamar que es en el
campo de los perdedores de la Historia donde se encuentra lo mejor de este
desdichado mundo.
No sé si me explico. Trato de decir
que tal vez sea cierto que, juzgada la sociedad entera, el infierno sean los
otros. Pero que, si nos situamos en las filas de quienes luchan por un orden
social justo, los otros son el paraíso.
La mayor satisfacción del viaje a
Itaca nos la da la compañía de quienes pretenden llegar a ese mismo puerto, por
sed de Justicia. Se vuelve así justo, aunque de modo muy diferente al
pretendido, el viejo aforismo de Eduard Bernstein: «El fin no es nada; el
movimiento lo es todo».
El libro que ahora tengo entre manos
aplica esa misma filosofía de la vida al análisis de lo que ha ocurrido en el
Estado español en los últimos trece años. Lo que ha dado en llamarse «el
felipismo» tiene la virtud –alguna tenía que tener– de mostrar cómo la
política, entendida como picaresca y como arribismo, conduce al desastre, así
se haga en nombre del progresismo. A un doble desastre, en realidad, si se hace
en nombre del progresismo.
No voy a justificar estas
afirmaciones ahora. Sería muy largo y, además, les ahorraría a ustedes la
lectura de este otro libro, lo que no me conviene en modo alguno. Lo que sí voy
a hacer es introducirme en las arenas movedizas que son el escenario del nuevo
libro, compartiendo con ustedes reflexiones que tratan de poner en relación la
concepción del mundo de la que acabo de dar somera cuenta, basada en el
convencimiento de que nuestra sociedad es esencialmente injusta y hay que
combatir para transformarla –una concepción tan noble como inicialmente
abstracta–, con lo que bien puede considerarse como su extremo opuesto: la
politiquería de la actualidad más concreta.
Tenemos todos, en estos días, a un
tiro de piedra de la cita con las urnas, la sensación de estar asistiendo al
fin de la peripecia felipista. Y nos preguntamos, muy lógicamente, qué puede
pasar a partir de ahora.
De esto quisiera hablarles hoy, o más
bien invitarles a que hablemos, así que haya dejado en el aire mis propias
reflexiones al respecto.
Lo primero que puede ocurrir después
del próximo domingo es que el trecenato siga su camino, dispuesto a volverse
catorceno, quinceno, dieciseiseno, y así sucesivamente, hasta el fin de
nuestros días.
Se trata de algo muy improbable, pero
en absoluto imposible. El análisis de la base social del felipismo conduce a la
conclusión de que los sectores sociales interesados en su continuidad son
realmente amplios. El felipismo ha creado un muy intrincado entramado de
complicidades: unas de mucho peso, otras más de andar por casa, otras
perfectamente cutres, pero todas ellas importantes para quienes las viven. A
estos efectos, tan importante es el deseo de Sarasola de seguir forrándose como
el miedo del que está cobrando el
PER a que se lo quiten, por más que sea una miseria. Hay cientos de miles de
personas que dependen del trabajo negro y que sienten angustia ante la
posibilidad de que el PP acabe con él, porque creen –probablemente con buen
criterio– que eso no les dará un trabajo en condiciones, sino una buena ración
de paro. Y hay cientos de miles de otros que se temen que, si la Administración
cambia de manos, los nuevos jefes les echarán de su puestecito para abrir hueco
a sus amigos; o que seguro que tendrán conocidos en otras imprentas y ya no le
encargarán a ellos los folletos o las revistillas; o que ya no los contratarán
para tocar en las fiestas; o que el restaurante para el que trabajan ya no
disfrutará del favor de las Visas Oro oficiales. Y luego están los que creen
que la pensión que cobran, o la atención que les dispensan en el hospital, o la
subvención que recibe su centro, salen directamente del bolsillo de González y
sus amigos, y no de mi nómina, que es de donde sale todo, si lo sabré yo.
Un aparato de Poder genera una
extensísima red de relaciones, lo que implica una extensísima red de intereses.
Poco importa que no sea verdad que los millones de personas finalmente
implicados en esa red, sea por vía directa o familiar, vayan a quedarse en peor
situación si el felipismo es derrotado. El caso es que lo creen, y votan en
consecuencia. Mi cálculo es que el felipismo cuenta por estas diversas vías con
no menos de seis millones de votos. A los que hay que añadir, naturalmente, los
votos de quienes, sencillamente, están de acuerdo con el PSOE.
En tales condiciones, dar por hecha
la derrota felipista me parece de una imprudencia más que notable. Tanto más
cuanto que esa certeza se basa en los sondeos –que no encuestas– de opinión,
cuyo nivel de fiabilidad es tirando a relativo. No necesariamente porque estén
mal hechos, o manipulados a posteriori –dos posibilidades en absoluto
descartables–, sino por la gente no siempre dice la verdad cuando se le
pregunta, o cambia de opinión después de haber respondido al Sigma Dos de
turno. En Gran Bretaña –sitio que no está en la España profunda, que yo sepa–
ocurrió en las últimas elecciones generales que, a cinco días de la votación,
los sondeos indicaban que los laboristas ganarían a los conservadores por 41 a
35. Sin embargo, el resultado final fue que los conservadores vencieron a los
laboristas por 42 a 35.
Pero supongamos que los sondeos no
fallan esta vez –lo que parece probable, porque son muchos, y porque además la
tendencia que marcan es a un mayor distanciamiento–, y que la derrota del
felipismo se produce, y que Aznar es el próximo presidente del Gobierno.
Ya está. Hoy es 4 de marzo y el PP ha
ganado. Y ahora ¿qué?
Vayamos por partes.
Empecemos por formularnos la pregunta
clave: ¿qué va a ser del felipismo?
El felipismo no es propiamente
expresión de un partido político, sino de una congregación de intereses.
Perdido el Gobierno, muchos de los que se beneficiaban de él tratarán de
hacerse un lugar bajo el sol que más caliente. Es lógico. O, mejor dicho, ésa es
la lógica de los que obran así.
Por supuesto que no será un fenómeno
absoluto, puesto que el PSOE va a seguir contando con parcelas de Poder local,
pero sí general.
_ Sucederá eso, desde luego, en el
terreno de la economía y las finanzas. Lo cual no será nuevo. Hace tiempo que
algunos elementos que son clave en ese mundo se habían reorientado ya hacia el
PP. Ha resultado patético ver durante la campaña electoral a los prebostes del
felipismo lanzar diatribas contra Botín y Cuevas, convertidos en los nuevos
demonios, cuando ambos personajes estuvieron en su círculo más estrecho de
relaciones durante muy buena parte del trecenato. Sólo cuando se pasaron con
armas y bagajes al campo de Aznar resultaron ser el colmo de la perversidad.
Banqueros, financieros y
multinacionales abandonarán al felipismo sin la menor vacilación. Porque ellos,
por definición, están con el que está.
_ También se producirá una importante
desbandada de lo que podríamos llamar «políticos gestores» o «tecnócratas». El
felipismo los ha tenido por cientos, tal vez por miles. En la medida en que el
PSOE ya no tenga gran cosa que darles para gestionar, lo abandonarán poco a
poco. Lo harán sin broncas ni alharacas, según vayan encontrando acomodo en
empresas privadas (o públicas), pero lo harán en masa, en cuanto comprueben que
seguir en el PSOE les obliga a hacer política-política –cosa que les aburre
mortalmente–, y que además no les da un duro. Da igual que conserven el carné
del partido. Lo guardarán, como Miguel Boyer, por conservar un recuerdo. Pero
ya no contarán de hecho.
_ Dentro de las huestes del arte, la
cultura y la intelectualidad las cosas serán algo más complejas. No porque
Aznar sea de derechas. En realidad, la mayor parte de nuestros intelectuales y
artistas también lo son de hecho, aunque no se atrevan a confesarlo: aprueban
el capitalismo, son gente de orden, mantuvieron el pico bien cerrado ante el
terrorismo de Estado –algunos llegaron a abrirlo, sí, pero para aprobarlo o
justificarlo–, no movieron un dedo contra la reforma laboral... Si eso no es
ser de derechas, que venga Dios y lo vea.
El problema estriba en la forma en
que Aznar y los suyos son de derechas en el plano cultural: francamente, con
Norma Duval, Bertín Osborne, Manolo Escobar y el Fari como buques-insignia,
parecen lógicas las reticencias de la mayor parte de los intelectuales y
artistas. Cambiar de chaqueta no les plantea un problema de ética, sino de
estética.
Ahí hay que esperar a que se produzca
un doble movimiento, inevitable.
De un lado, el Gobierno del PP tendrá
que amoldarse a los gustos sociales más extensos, que ya no sintonizan con la
cultura cañí criptofranquista. Que son más cosmopolitas. Habrá de hacerlo, y lo
hará impulsado no sólo por la necesidad de contentar a otros públicos, sino
también para satisfacer al suyo propio. Porque buena parte de los votantes del
PP, que son jóvenes, no están en esa sintonía de charanga y pandereta, aunque
en la que estén tampoco sea como para dar saltos de gozo estético.
De la otra banda, los artistas e
intelectuales, en su mayoría, acabarán por rendirse a la llamada del dinero. Lo
hacen siempre. No tardaremos en escuchar a muchos que fueron abajofirmantes
fijos del felipismo –no me obliguen a poner ejemplos– declarando que «en
realidad, en el PP hay gente muy abierta y moderna», que la derecha española es
ya «una derecha europea» y que, vistas las cosas con perspectiva –con su
perspectiva, para ser más precisos–, no cabe descartar el establecer con las
nuevas autoridades «relaciones de coexistencia». Primero no las descartarán, y
luego pasarán a vivir alegremente de ellas, así que Aznar demuestre que puede
durar unos años (en el caso de que lo demuestre: luego volveré sobre eso).
_ El trecenato extendió
enormemente los tentáculos del felipismo también, y de modo muy importante, y
muy trascendente, sobre el Poder Judicial.
Pero no lo conquistó política e
ideológicamente, ni mucho menos.
Es poco sabido –y conviene decirlo–
que los magistrados y jueces que hicieron el caldo gordo del felipismo,
sirviéndole sentencias a la medida, no procedían en muchos casos de las filas
de la Justicia Democrática, dicho sea con y sin mayúsculas, sino del aparato
judicial franquista. El felipismo contó con el apoyo incondicional de jueces
que fueron incluso directamente falangistas.
A diferencia de otros, el cambio en
la orientación del Poder Judicial puede ser relativamente lento. En primer
lugar, porque es dudoso que el PP termine con el sistema de cuotas, y siempre
habrá «juristas de reconocido prestigio» –como dice la Constitución con
expresión prodigiosamente cursi– que aspiren a personificar la cuota del PSOE.
En segundo lugar, porque la renovación de los órganos del Poder Judicial
llevará su tiempo, y algunos de sus integrantes están tan marcados por el
felipismo que es dudoso que, a su provecta edad, se animen a hacer piruetas
arriesgadas para saltar hasta la otra orilla.
De modo que el felipismo seguirá
teniendo una importante cuña en el Poder Judicial, aunque lo esperable es que
esa cuña se vaya aflojando.
_ Refirámonos ahora al inmenso poder
que el felipismo logró sobre los medios de comunicación de masas, públicos y
privados.
En el caso de los públicos, es dudoso
que el PP tenga graves problemas para controlarlos. Según nos enseña la
experiencia de Telemadrid, es posible lograr un cambio de control político sin
proceder siquiera a un cambio de manos en la dirección del tinglado. Los viejos rectores, expertos en la
manipulación informativa al servicio del amo, pueden seguir haciendo su trabajo
para los nuevos gobernantes con total naturalidad. Tal vez esto no sea
aplicable a personas muy significadas en la cúpula de RTVE, pero sí a la amplia
cohorte de los mandos intermedios. Los mayores problemas con los que puede
toparse el PP no se plantearán a la hora de establecer su control político,
sino cuando quiera –en el caso de que quiera– llevar a la práctica algunas de
las reformas que prometió.
En el caso de los medios privados,
tampoco creo que se vaya a topar con particulares dificultades. Hay emporios de
la comunicación que deben tanto dinero al Gobierno –al que sea, al que esté–
que no pueden plantearse siquiera llevar la contraria en serio al nuevo. Es el
caso del Grupo Zeta. Y hay otros que tienen tantos negocios a medias con la
Administración que, aunque enfrentarse a ella no les plantearía mayores
problemas de supervivencia, tampoco les conviene lo más mínimo: es el caso del
grupo Prisa. Porque El País no perdería probablemente ni lectores ni
anunciantes por hacer la contra a Aznar, pero El País hace tiempo que dejó de
ser el negocio más productivo del grupo de Polanco. Canal +, los libros de
texto de Santillana o las exportaciones de Sanitrade y Eductrade le dan mucho
más y a muy inferior coste. Eso sin contar con las muy halagüeñas perspectivas
del negocio del cable, que se ve mal cómo podrían convertirse en realidad sin
el plácet del Gobierno.
Descartados esos dos grupos como
bastiones del anti-aznarismo, hay que hacer lo propio con otros dos más,
también económicamente florecientes: el de Prensa Española, editora de ABC, y
el grupo Correo. Estos no tienen por qué llevarse mal con el PP, dado que se
sitúan en su misma sintonía ideológica.
_ Está, en fin, el entramado de
intereses sociales creados en torno al gobierno felipista, al que me he
referido antes, cuando he hablado de su base electoral.
Una parte de esos sectores le
seguirán fieles, esperando que vuelva al Poder para recuperar los privilegios
perdidos. Pero otra parte, muchísimo más amplia, dará su corazón al PP. Porque
lo suyo no es estar con este o aquel partido, sino con el que gobierna. Todo
ese segmento social, amplio y políticamente inculto, que en España apoya
sistemáticamente al que está en el Poder, porque abomina de las incertidumbres
que cualquier cambio lleva aparejadas, abandonará al felipismo no mucho después
de que éste se instale en la oposición. Lo que, dicho sea de paso, provocará el
hundimiento del famoso «suelo electoral» del PSOE, reduciendo en bastantes
puntos ese 30% en el que ahora parece instalado.
Todo esto –todo: la pérdida de fuerza
política del felipismo, el fin de sus relaciones privilegiadas con el mundo
financiero-empresarial, la deserción de los artistas e intelectuales, la
decadencia de su ascendiente sobre el Poder Judicial, el marchitamiento de su
influencia sobre los emporios de la comunicación, el hundimiento de su «suelo»
electoral– se atendrá a ritmos y plazos dependientes, como señalaba antes, de
la capacidad que tenga el Gobierno del PP para dar sensación de durabilidad.
Porque, si se percibe que su permanencia en el Poder puede ser cosa de cuatro
días, los más prudentes tratarán de nadar y guardar la ropa, hasta que los
hechos indiquen con claridad lo que cabe esperar.
Un factor clave a este respecto
vendrá dado por la fuerza parlamentaria que obtenga el PP el próximo domingo.
Si logra la mayoría absoluta, se impondrá la sensación de que aguantará al
menos cuatro años. Y ello por mucho que su acción de gobierno genere
descontento. Por tres razones. Primera, porque este es un país acostumbrado a
que el Parlamento y el Gobierno hagan de su capa un sayo, aunque tengan a la
inmensa mayoría en contra, y tan ricamente. Segunda, porque hay una parte del
electorado que, como suele decirse, está siempre dispuesta a acudir
solícitamente en auxilio del vencedor. Y tercera, porque el PP puede
encontrarse en una situación relativamente similar a la que se encontró el PSOE
en 1982, esto es, con una oposición desorganizada y políticamente impotente.
Lo que nos obliga a volver a
centrarnos en el PSOE.
Vistas las cosas en abstracto, lo
lógico es que los socialistas derrotados afrontaran un proceso de regeneración,
distanciándose del pasado, aunque sólo fuera para evitar que los aznaristas se
lo restrieguen por las narices cada vez que abran la boca, según la muy
celtibérica fórmula del «¡Pues mira quién fue a hablar!».
Pero el PSOE no está en condiciones
de poner en marcha ese proceso. Y no lo está porque Felipe González y su
guardia pretoriana se encargaron de cegar esa puerta de antemano. El grupo
parlamentario socialista saliente del 3-M será en todo caso un bloque
abrumadoramente felipista, más unido por la fidelidad al líder que por la
militancia de carnet. Los propios órganos rectores del partido están bajo la
férula de González. Haría falta una auténtica revolución interna para que saltara
el tapón que el felipismo ha puesto a la posibilidad de renovación real del
PSOE.
Hay que preguntarse por qué ha
actuado González así, comprometiendo hasta tal punto el futuro de su partido.
¿Insaciable sed de mando? ¿Mesianismo en estado químicamente puro? Sin duda.
Pero también por otra razón. Por la misma, en realidad, por la que Barrionuevo
se empeñó en ser candidato, pese a saber que con ello quitaba votos a su
partido: para ligar su propio destino personal al del colectivo socialista.
Para no verse abandonado a su suerte. Por miedo, en suma.
Y es que conviene que no olvidemos
que hay varios procedimientos judiciales en marcha –el de los GAL y el de
Filesa, particularmente, aunque no sólo– que todavía pueden salpicar hacia
arriba. Y mucho. Si González soltara las riendas del partido y del grupo
parlamentario, si se apartara del escenario político para que el socialismo
español pudiera proceder a un proceso de reconversión no hipotecado por el
pasado –esto es, por su presencia–, entonces pasaría a convertirse en un
particular, en un ciudadano cualquiera, en un fragmento del pasado. En alguien
que –como Craxi, como Carlos Andrés Pérez, sus viejos y grandes amigos– podría
ser sentado en el banquillo de los acusados sin que eso supusiera ningún
cataclismo para el sistema. En cambio, en la medida en que siga siendo el líder
del principal partido de la oposición, en la medida en que su caída arrastre
mucho más y a muchos más, estará protegido. No del todo, por supuesto. Pero
bastante más que en caso contrario.
Al amarrarse desesperadamente al
sillón de Ferraz y al escaño de diputado, González puede llegar a anular buena
parte de las potencialidades opositoras del PSOE.
Aznar ha dicho y repetido que no
tiene la menor intención de hurgar en el pasado. Que lo de los GAL y el resto
es cosa de los jueces. Pero sería de una ingenuidad supina creer que el PP no
se va a servir de los resortes del Poder para investigar los secretos del
trecenato felipista. Y, por muchas pistas que los felipistas destruyan antes de
abandonar los resortes del Poder, no les será posible borrar por entero el
rastro de su paso por él. Ni a todos los testigos. Muchos de sus secretos
estarán, un poco antes o un poco después, en los cajones de la mesa de José
María Aznar. Y serán un arma de chantaje formidable. Un arma que el nuevo
presidente del Gobierno se guardará muy mucho de mostrar en público,
justificándose con esa historia de que son los jueces los que tienen la
palabra. Pero que no por ello será menos terrible.
Al contrario. Porque ¿con qué ánimo
podría González lanzarse a ejercer de oposición radical si sospecha que su
rival posee muy probablemente pruebas, desde Flick y Flock hasta Palomino,
pasado por Sarasola y el gremio de la cal viva, que le comprometen directa y
personalmente? A la primera que el jefe de filas del grupo socialista se ponga
en exceso gallito, a Aznar le bastará con invitarle a darse una vuelta por su
pasado domicilio, allá en La Moncloa, para exhibirle, cual vendedor de papeles
pintados, el muestrario de sus poderes. Unos poderes de los que, para más inri,
podrá servirse dosificadamente, asestándole ahora tal golpe y, en caso de
contumacia, tal otro, y así sucesivamente.
Durante su larga etapa de líder de la
oposición derechista, Aznar se hizo entre las gentes de izquierda una
consistente fama de inconsistente. Reconozco que yo mismo fui incapaz de
sustraerme a la tentación de alimentar esa fama: amén de escribir diversos
artículos ciertamente inmisericordes sobre él, llegué a hacerle abierta burla
en un sangrante zooilógico, titulado Caminante, no hay comino; se hace
comino al Aznar, en el que lo zaherí por su sosería intrínseca, su
tendencia al topicazo y su oratoria soporífera.
Pero nunca me he engañado sobre él. Sé que Aznar no será nunca un showman de la política, pero también sé que es un hombre reflexivo, bastante astuto, tenaz y buen conocedor del funcionamiento de los aparatos. Las gentes de cultura de izquierda, y las intelectualmente más preparadas de la derecha, solemos conceder un plus a la brillantez, y eso nos lleva a equivocarnos a menudo a la hora de juzgar a las personas que tienen un escaparate gris, pero una trastienda importante.
A veces ese error puede ser trágico,
como tuvieron ocasión de descubrir hace setenta años, a propósito de Stalin,
los muy brillantes Trotsky, Bujarin, Zinóviev, Kaménev, etc. Mientras ellos se
lucían en deslumbrantes discursos y escritos de reconocida altura teórica y
literaria, el insustancial Djugashvili, el Soso –diminutivo georgiano de
Jósif–, se ocupaba de controlar comités, recopilar expedientes, enterarse de la
vida y milagros de cada uno, acumular datos... Y para cuando empezaron a intuir
qué clase de individuo era aquel georgiano de aspecto mediocre, tosco y un
tanto zafio, que gustaba de las bromas sexistas y al que apenas se le entendía
cuando hablaba, ya era tarde: los tenía cogidos por el cuello.
Mutatis mutandis –porque la política
tampoco tiene una tipología infinita, no se crean–, Aznar es de ese género. Por
eso consiguió dejar con un palmo de narices a sus rivales de aspecto mucho más
brillante, tipo Herrero de Miñón, Martín Villa o Tocino, y se hizo con el
dominio total del PP de modo para muchos inexplicable. Aznar es un aparatchik
metódico e implacable, y vamos a tener ocasión de comprobarlo en el próximo
futuro.
Y porque sé que es así, doy por
descontado que se servirá de los medios propios de todo aparatchik para domeñar
a la oposición. No me cabe la menor duda de que utilizará generosamente los
medios del Poder para segar la hierba bajo los pies de González.
Es más: tengo el convencimiento de
que Aznar hará con González lo mismo que éste hizo con Fraga. Lo ayudará a
mantenerse, lo piropeará, le dará rango de «jefe de la oposición» y lo pintará
como un político responsable y maduro. Porque, mientras lo tenga atrapado, su
permanencia será un seguro de continuidad para el PP. A la hora de los grandes
conflictos, tendrá siempre la garantía de que las cosas no irán demasiado
lejos.
El panorama que se nos presenta por
delante dista, en consecuencia, de ser simple.
De un lado, es cierto que el Gobierno
de Aznar lo va a tener difícil con las llamadas «fuerzas sociales». Las
centrales sindicales, ciertamente domesticadas durante el felipismo, van a
poder reaccionar libremente. Ya no correrán el peligro de que se les reproche
«hacer el juego a la derecha» si se lanzan al ataque. Y van a tener motivos
para hacerlo, porque Aznar está abocado a hacer una política de ajuste
económico ciertamente brutal. A efectos de lo cual dará exactamente lo mismo
que muchos sepamos a ciencia cierta que González habría hecho tres cuartos de
lo mismo, de haber renovado su mandato.
También florecerán nuevamente algunas
organizaciones sociales que durante el trecenato llevaron una vida lánguida,
adormecidas a golpe de subvención. Volveremos a oír hablar del movimiento
vecinal, y las feministas «responsables» se volverán díscolas y se lanzarán a
por el cuarto supuesto sin consideración alguna por el calendario
parlamentario, y surgirán inesperados ecologistas y antimilitaristas. Seguro. Como
churros.
Todo eso es cierto.
Tan cierto como contradictorio.
Porque ese resurgir de la izquierda social representará también,
inevitablemente, la resurrección de la falsa izquierda: de la que combate a la
derecha sólo en la medida en que no se le permite suplantarla. Y la falsa
izquierda se pondrá de nuevo al frente del movimiento social, y acaparará su
representación pública, con gran satisfacción de los medios de comunicación más
importantes, cuyos responsables consideran que la falsa izquierda es mucho más
estética, porque se les parece mucho más, y las reglas de la estética las
deciden ellos.
Pero ese movimiento social, en todo
caso, tendrá una difícil traducción política parlamentaria. Porque el PSOE no
estará en condiciones de asumirla plenamente. Y no sólo por las razones
inconfesables a las que me referí antes. También porque González y los suyos
dan mal en el papel de rebeldes. La gente tiene tendencia a la desmemoria, sin
duda, pero imbécil del todo no es. Y ver al autor de dos reformas laborales, al
desmantelador industrial por excelencia, al patrocinador de la «Ley Corcuera»,
al paladín de la Ley de Extranjería, al señor X en persona, al hombre que se
dejó en el tintero la ampliación del aborto, al alter ego de Pujol,
postulándose para máximo dirigente de la revuelta social contra la derecha,
provoca una reacción que oscila entre el bochorno y la franca chanza. No todo
el año puede ser Carnaval.
Está también Izquierda Unida, por supuesto. Pero la representación parlamentaria de IU está abocada a bloquearse, por culpa de su error de origen. Hay en ella gente con sentimientos de sincera izquierda, pero también otros –y otras– que ya en la anterior legislatura se diferenciaron muy poco de los criterios felipistas, Maastricht incluido, lo que conduce a sospechar que ahora, con el felipismo en la oposición, se diferenciarán todavía menos de él. Por oportunismo electoral, fueron puestos en lugares preeminentes de las listas, para rentabilizar su notable popularidad –la popularidad que les dieron los medios de comunicación: seguimos en las mismas–, pero a la hora de ponerse a trabajar y tomar partido no pueden dejar de representar un peso muerto. O un peso en contra, sin más.
Y es que hay un hecho que muy poca
gente de izquierda se atreve a plantear, e incluso a reconocérselo para su
coleto: éste no es un país de izquierdas. Probablemente ni siquiera es un país,
pero, sea lo que sea, desde luego no es de izquierdas. No hablo ya de la
izquierda radical –o sea, la que va a la raíz de los problemas–, la que mira al
Estado como enemigo y se plantea transformar el fundamento de las relaciones
sociales, pretendiendo una sociedad en la que el gobierno sobre las personas
sea reemplazado por la administración de las cosas. Me conformo con una
izquierda que ponga su listón en un reformismo auténtico, en la lucha por
reformar las estructuras políticas y sociales. ¿Qué parte de la población
española puede estar en esas posiciones? ¿Un siete, un ocho por ciento? Como
mucho. Y, si es así, ¿qué sentido tiene pretender que la representación
política de esa izquierda alcance el quince, el veinte por ciento en las urnas?
Sólo lo puede conseguir desnaturalizándose.
Los hay que especulan con la
posibilidad de que, aprovechando la victoria de Aznar, se genere una dinámica
de renovación de la representación política de la izquierda social.
Confían en que, para empezar, la
militancia socialista auténtica se rebele contra el corsé que el felipismo
pretende imponerle, y que de esa rebelión surja un nuevo PSOE, que recupere las
viejas señas de identidad del socialismo hispano. Paparruchas. En la historia
del PSOE, desde los años 20, los claros esporádicos siempre se han alternado
con las sombras más tétricas. No me parece que los presentes sean precisamente
los tiempos más favorables para enderezar esa tradición.
Y si esperar que el PSOE retome no se
sabe qué antiguas esencias es ilusorio, para qué hablar de la idea de que ese
PSOE re-renovado pueda trabajar codo con codo con Izquierda Unida. Eso no es un
proyecto político: es Antoñita la Fantástica metida en política a parida libre.
Pero si no cabe confiar en que el
PSOE levante cabeza por la izquierda, y si tampoco es posible esperar que IU
tome las riendas de una lucha popular rediviva, y menos formando frente con ese
PSOE imposible, por-que su propia conflictividad interna no se lo permitirá,
¿en dónde habrán de depositar entonces los sueños de íntegra justicia aquéllos
y aquéllas que los tienen, que los sienten en lo más íntimo?
Se impone, llegados a este punto,
volver a lo que dije al comienzo. A la filosofía de la vida que expliqué
entonces y que, como no se aplicaba a nada concreto, parecía amable y
gratificante: no hay que luchar porque el triunfo sea viable, sino porque lo
que se defiende es noble y justo. Porque vale la pena. Porque es intolerable no
hacerlo.
Añadiré para tranquilizarles que, de
todos modos, la vida es impredecible. He hablado de lo que ha de venir en
función de lo que conozco. Pero hay demasiadas cosas que no conozco, o que tal
vez no valoro bien. Y otras habrán de surgir, nuevas.
Ya las iremos viendo.
Si es que vemos algo nuevo. Porque, como dije al comienzo, todo esto se basa en una pura hipótesis, que ya veremos en qué medida resulta confirmada el domingo que viene.
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