Diario de un
resentido social
Última
entrega: del 21 al 25 de julio de 2003
Dicen los noticiarios: «El pueblo de Alicante y el pueblo de Benidorm se echaron ayer a la calle para manifestar su rechazo a ETA».
Preciso.
Punto uno: si he de tomar las manifestaciones de Alicante y Benidorm como expresión del rechazo popular a ETA, habré de concluir que sólo el 0,5% de la ciudadanía de ambas poblaciones está en contra de ETA. Como eso es una estupidez, deduzco que las manifestaciones convocadas con gran derroche de espíritu burocrático para salir en el Teledario de las 3 fueron una estupidez.
Punto dos: si alguien cree que a ETA le incomoda que se celebren en Alicante y Benidorm un par de manifestaciones en su contra, no sabe de qué habla. Lo que le incomoda a ETA es que las manifestaciones hayan sido tan birrias. A ETA le encanta que la odien por esas tierras del Cid.
(24 de julio de 2003)
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Solía cabrearme antes cada vez que oía hablar del precio del dinero. Decían: «Ha subido el precio del dinero», o «Se espera que baje el precio del dinero», y yo agarraba el gran rebote. Cartesiano hasta el aburrimiento, me empeñaba en señalar que el dinero, en la medida en que sólo sirve para simbolizar el valor de cambio de las mercaderías, carece de un precio intrínseco. Esto es, que el precio del dinero sólo se puede expresar en dinero o, dicho de otro modo, que una determinada cantidad de dinero sólo puede cambiarse por idéntica cantidad de dinero, lo cual no constituye cambio alguno. 17 euros = 17 euros. ¡Vaya una novedad!
Pasó tiempo hasta que hube de admitir que el dinero sí tiene precio. Y es que todo en esta vida acaba siendo más complicado de lo que parece. Tal cantidad de dinero sólo es cambiable por sí misma en el mismo momento y lugar en los que expresa su valor mercantil. Pero cinco minutos después, o en otro lugar, puede valer más. O menos. Los diez euros que dejamos en el bolsillo del pantalón por la noche tienen a la mañana siguiente otro valor de cambio. Menor, normalmente: la 365ª parte del IPC anual, por término medio, como poco.
Así las cosas, cabe entender que, si obtenemos hoy 6.000 euros en préstamo pagadero a un año, habremos de devolver algo más cuando se cumpla el plazo. El IPC... y algo más. ¿Cuánto más? Ahí es donde entra en danza lo del precio del dinero (que existe, por mucho que contraríe mi gusto por la lógica formal).
Pero el dinero no tiene sólo un valor de cambio, como mercancía universal y abstracta, sino también equivalencias culturales y simbólicas muy concretas y difícilmente reemplazables. Para la mayoría de las personas que han pasado su vida entera simbolizando el valor de las cosas en una determinada moneda –la peseta, por ejemplo– el cambio a otra unidad monetaria puede resultarle no sólo difícil, sino incluso traumático. Pierde el sentido del valor.
Ayer me di cuenta de ello según salía de El Corte Inglés de la Gran Vía de Bilbao. Se lo comenté a Charo, que andaba buscando unos libros infantiles en euskara, por cosas de su gremio.
–He comprado tres microcintas que me faltaban para la grabación de la entrevista de mañana.
–Ah –me contestó–. ¿Son caras?
–No, qué va –le dije, en todo distraído–. Un poco más de ocho euros las tres.
–A casi 500 pelas cada una –tradujo sobre la marcha.
Me quedé pensativo. ¡Coño, pues era verdad: a casi 500 pelas! ¡Vaya robo!
Se lo comenté horas después a mi amigo Gervasio Guzmán:
–No es cosa mía. Se lo había oído decir a muchísima gente, pero no me lo tomaba en serio. Empiezo a creer que es rigurosamente cierto. Desde que funcionamos con euros, todo está más caro. Las estadísticas oficiales no nos dicen la verdad. La gente tiene más dificultades para llegar a fin de mes. ¿Has visto los datos sobre el crecimiento del endeudamiento de las familias españolas? Tratan de disfrazarlos apelando a la carestía de la vivienda y al abaratamiento de los créditos, pero el endeudamiento es general: también han crecido, y aún más, los préstamos a corto plazo, y han aumentado considerablemente los créditos comerciales y los anticipos. ¡El euro nos ha plantado el agua al cuello!
Gervasio me oye con aire displicente.
–¡No pretenderás convencerme de que una persona razonable puede pensar que seis es menos que mil, sabiendo que lo primero son euros y lo segundo pesetas!
–No se trata de pensar, Gervasio, sino de sentir. Te tomas un vermú con aceitunas, preguntas cuánto es, te dicen: «6,30» y te suena tan normal. No digo que reflexiones y llegues a la conclusión de que es tan normal. Te hablo de a qué te suena. En cambio, te dicen: «1.050» y sueltas: «¡Ondia, qué ladrones!». Miras en Casa Ortiz, magnífica tienda bilbaína donde compro últimamente las guindillas de Ibarra, y ves que un kilo de ciruelas está a 5,30 euros. Lees el letrerito y ni te inmutas. Pero le haces la equivalencia y pegas el brinco: «¡A casi mil chuchas un kilo de ciruelas! ¿Están grillados, o qué?».
No es ya que lo redondeen todo por arriba. Es que se aprovechan de las magnitudes con reflejo condicionado, fijado a lo largo de muchos decenios de trueque monetario, para burlarse de nosotros y explotar nuestros recursos.
Gervasio vuelve al ataque:
–Y cuando viajabas al extranjero ¿qué? Venga, Javier, que tú te has movido, aunque haya sido poco. Tú mismo nos lo has contado: que si los EEUU, que si Francia, que si Italia, que si Gran Bretaña, que si Portugal, que si Indonesia, que si Singapur... ¿No te despistaban los cambios de moneda?
–Claro. Por eso iba a todas partes con mi calculadora. Pero tenía una base que me servía de patrón universal: la peseta. Llegaba a unos grandes almacenes de Nashville y miraba el precio de una maleta. Tantos dólares, tantas pesetas, está bien, es un buen precio, compro. Me plantaba en la trastienda de un estafador de Singapur y comprobaba: un bolso de Prada con certificado de garantía, probable producto del afortunado robo de una partida, a 100 $US, 16 mil y pico pelas, un cero menos que en España, está bien, compro. Pero ahora la referencia final ha desaparecido. ¿Cómo sé yo lo que valdría eso en pesetas si las pesetas siguieran existiendo? ¿Qué inflación habría tenido la peseta de seguir su propio curso? Sigo teniendo un metro en la mano, pero ya no señala los centímetros.
Vivimos en un mundo que nos es cada vez más ajeno.
Eso, vistas las cosas desde el lado filosófico.
Vivimos en un mundo cada vez más caro, considerada la relación ingresos/gastos, que es la que vale, filosofías al margen.
(23 de julio de 2003)
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«Siria e Irán siguen dando cobijo y ayudando a terroristas. Ese comportamiento es completamente inaceptable», afirmó ayer Bush en su racho de Texas, con Berlusconi a su lado.
Hacía tiempo que el presidente de los Estados Unidos de América no entonaba la cantinela de Siria e Irak. De hecho, el regreso a esos aires ha cogido de sorpresa a sus propios aliados, que no saben muy bien cómo interpretarlo. Más de un comentarista ha dejado ver su perplejidad: si lo que está deseando es retirarse del avispero iraquí, que sólo le aporta disgustos, ¿a qué viene ponerse belicoso y lanzar nuevas amenazas?
No es tan absurdo, si se juzgan las cosas desde su mentalidad. Bush considera que los focos de resistencia que perviven en Irak se ven alentados –desde luego en el plano político-ideológico, y probablemente también en el logístico– por la pervivencia en la región de esos dos regímenes díscolos. Si el Gobierno de los EUA consiguiera doblegarlos de una vez por todas e instaurar en Damasco y Teherán sendos gobiernos adictos, los grupos armados anti-estadounidenses de toda suerte y pelaje comprenderían que ya no tienen nada que hacer y podrían ser aplastados sin mayores dificultades. Washington controlaría el conjunto del territorio que va desde la frontera tibetana de Afganistán con China hasta las mismísimas orillas del Mediterráneo: la zona de mayor interés geoestratégico de todo el mundo, hoy en día. Sus fuerzas armadas podrían actuar en toda esa franja –atacar, perseguir, limpiarla de nidos guerrilleros– sin necesidad de pedir permiso a nadie.
Bush y su staff –los estrategas que le marcan el paso– son conscientes de que no pueden mantenerse en Irak tal como están ahora. No pueden aceptar que día tras día los medios de comunicación informen de que se han producido nuevas bajas en las fuerzas militares estadounidenses de ocupación. Con las próximas elecciones presidenciales asomando en el horizonte, ese goteo es un desastre para él: desgasta su imagen y aleja a los electores. Todo mejoraría si otros países aceptaran enviar tropas que sustituyeran a las estadounidenses, o si las Naciones Unidas se avinieran a hacerse cargo de los platos que rompió el inquilino de la Casa Blanca con palmario desprecio de la autoridad del Consejo de Seguridad. Pero ambas perspectivas parecen dudosamente realizables, sobre todo a corto o medio plazo. Y es en esos márgenes de tiempo en los que Bush debe hallar soluciones.
Por ahí asoma entonces la tentación: no dejar las cosas a medias; ir hasta el final. Huir hacia delante.
En tiempos se decía que la guerra es una cosa demasiado seria como para dejarla en manos de los militares. Ahora vamos viendo que el asunto es más amplio y más grave. El mundo es una cosa demasiado seria como para dejarla en manos de los belicistas, sin duda. Pero no hay opción: son los que lo controlan.
(22 de julio de 2003)
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Bush se ha lanzado desesperadamente a por un solo objetivo: sacar a sus soldados de Irak como sea. Comprueba que cada día que pasa crece la nómina de bajas de su Ejército y ve cómo la opinión pública estadounidense empieza a estar francamente cabreada con lo que se suponía que iba a ser un paseo militar y un negocio redondo y, de momento, no pasa de la categoría de desastre.
Quiere irse de Irak pero, claro está, no admitiendo su fracaso, y menos todavía dejando aquello fuera de control, expuesto a un regreso de las fuerzas del partido Baaz. En consecuencia, necesita que su ausencia sea cubierta por soldados de reemplazo, dicho sea en el sentido nacional de la expresión, o sea: de otros países.
Lo primero que ha hecho es tratar de improvisar una especie de ejército iraquí de circunstancias, para que los iraquíes se maten entre sí. Pero como ese ejército no puede ser gran cosa a corto plazo, Bush reclama que sean otros países, o incluso las propias Naciones Unidas, quienes pongan la carne de cañón.
Se solía hacer bromas con el llamado capitán Araña, especialista en montar las refriegas y largarse a escape dejando a los demás zurrándose de lo lindo, pero lo de este hombre es de categoría muy superior: monta la guerra por sus propias narices, menospreciando la oposición de varias grandes potencias y riéndose del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y, cuando ya la cosa no tiene vuelta de hoja, pretende que los menospreciados de ayer pongan los soldados de hoy para que él pueda retirarse del campo de batalla con el menor desgaste posible. Es demasiado.
Y luego está Aznar, que se dedica a hacer el papelón continuo: primero se deja arrastrar por las mentiras ajenas a la defensa de una guerra en pro de intereses ajenos y ahora se aviene a poner tropas propias para que el burlador de ayer se salga con la suya. Vaya un personaje.
(21 de julio de 2003)
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