Diario de un resentido social

Semana del 7 al 13 de julio de 2003

Ustedes son formidables

Los cuatro componentes de la Sala de lo Civil y lo Penal del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco no se han puesto de acuerdo en qué hacer con la querella de la Fiscalía contra Juan María Atutxa y otros integrantes de la Mesa del Parlamento de Vitoria. Como quiera que dos de sus miembros defendían que no debe admitirse a trámite la querella y otros dos lo contrario, el presidente ha decidido formar una Sala especial, añadiendo a los cuatro magistrados ya movilizados otros tres más: los dos más antiguos y la más reciente del propio TSJPV.

De inmediato se han encendido todas las alarmas en los círculos político-jurídicos de la capital del Reino. Parece que conocen a los tres nuevos integrantes de la Sala y creen que es muy posible que voten en contra de la admisión de la querella, lo que dejaría al Supremo, a la Fiscalía del Estado y al propio Gobierno en posición nada airosa y a la mayoría parlamentaria vasca con la razón en el bolsillo.

Contaba ayer El Mundo que la actitud del presidente del TSJPV «es considerada insólita en todos los medios judiciales y fiscales consultados, en muchos de los cuales se hablaba ayer [por anteayer] sin ambages de “prevaricación”». Hoy nos hemos enterado de que el Consejo General del Poder Judicial intervendrá de inmediato para suspender de manera cautelar la vigencia de la nueva Sala (genial: sabemos ya qué va a acordar, aunque ni siquiera se haya reunido todavía).

Hay que suponer que cuando habla de «todos los medios judiciales y fiscales consultados» hay que tomar la frase al pie de la letra: opinaron así los consultados. Porque hay bastantes juristas –se ve que no consultados– que consideran que la querella de la Fiscalía no sólo es improcedente –como lo es la decisión del Supremo a la que responde–, sino que lo insólito es que el número dos de la carrera fiscal se rebele con tanta energía contra quien sostiene la tesis que hace muy pocos meses fue sustentada... por su inmediato superior, esto es, por el propio fiscal general del Estado. En efecto, Jesús Cardenal elaboró un dictamen en el que afirmaba que la sentencia por la que se ilegalizó Batasuna no era aplicable al grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak, toda vez que la existencia de grupos parlamentarios es una cuestión funcional, de mera organización interna de la Cámara, y no una variedad de asociacionismo político.

Que Cardenal se haya olvidado luego de ese criterio, una vez que el Gobierno de Aznar fijó nítidamente el suyo, dice mucho de su espíritu de disciplina, pero no enerva el rigor de sus anteriores argumentos.

En todo caso, lo que es grandioso, verdaderamente abracadabrante, es que los mismos, exactamente los mismos que se enfadan muchísimo cuando otros denunciamos las motivaciones evidentemente políticas del Supremo y el Constitucional, exigiéndonos que no politicemos la Justicia (!), se permitan hablar «sin ambages de “prevaricación”» cuando un magistrado no le baila el agua al Gobierno. Por lo visto, nosotros hemos de hacer como si no supiéramos qué miembros del TS son «del PP» y cuáles otros son «del PSOE» –aunque «todos los medios judiciales y fiscales» se expresen en esos términos, sin cortarse un pelo–, y debemos mostrarnos también comedidos y prudentes cuando el presidente del Tribunal Constitucional hace incursiones descaradas por los cerros de Úbeda de la opinión política, pero ellos, a cambio, tienen derecho a hablar «sin ambages de “prevaricación”» en cuanto algún togado no les dice amén.

Lejos de mi intención sostener que los miembros del TSJPV actúen sin sombra de motivación política. Pero que no digan que dos de ellos tienen estas o aquellas simpatías políticas y pretendan que creamos, a la vez, que sus amigos jueces y fiscales son almas puras e incontaminadas. Que aquí nos conocemos todos.

 

(13 de julio de 2003)

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Cultos, zafios y mediocres

No me extrañaría lo más mínimo que el ministro de Exteriores francés fuera –sea– un mal bicho. Pero se expresa en un francés que da gusto oírlo, y salpica sus intervenciones de referencias literarias e históricas muy bien traídas. No cabe duda de que es un hombre inteligente y culto, además de refinado y elegante.

He seguido el rastro de la política francesa desde hace casi 40 años. Puedo certificar que Dominique de Villepin no constituye ninguna rareza. En el gremio de la política gala menudean los dirigentes de todas las tendencias capaces de construir discursos sólidos, e incluso brillantes, impecables.

Entiendo bastante peor el inglés que el francés –me pierdo muchos matices– pero, por lo visto y oído en algunas sesiones de la Cámara de los Comunes que he seguido por televisión, me da que el nivel británico tampoco es nada malo. Los diputados dominan la esgrima parlamentaria. Son maestros en el manejo de la ironía y el sarcasmo y traban unas polémicas francamente admirables.

Vayamos a la Italia actual (a la actual, digo). La irrupción en el Poder de la recua de advenedizos que capitanean Berlusconi y Bossi, amén de amalgamar más aún la política y los negocios –que por allí nunca han andado muy lejos–, ha instaurado un estilo zafio, faltón y perdonavidas de desenvolverse en la vida pública. Han introducido en la polémica política los métodos propios de las peleas de taberna. ¡Qué lejos están de los tiempos en los que Giulio Andreotti podía quejarse del estilo imperante en la política española dejando caer su célebre «Manca finessa»! No se quejaba de que hubiera corrupción –¿cómo hubiera podido quejarse él de eso?–, sino de los modos un tanto toscos que se estilaban por aquí. Europa ve ahora a los dirigentes italianos y no se lo cree: Berlusconi llamando nazi a un diputado alemán que aludió a los problemas que tiene el primer ministro italiano con la justicia, el vicesecretario de Turismo, miembro del partido de Bossi,  apuntándose a todos los tópicos habidos y por haber sobre los turistas alemanes que visitan Italia, viéndose obligado a presentar la dimisión por bocazas...

Acabemos el recorrido en España. Aquí, los principales dirigentes políticos ni construyen excelentes discursos, ni se lucen en la esgrima de la polémica, ni son pendencieros, ni son broncas, ni se comportan como chulos. Son, sobre todo, aburridos. Sus discursos resultan inconexos, burocráticos, sin la menor chispa. No destacan en ningún aspecto, ni para bien ni para mal. Si se enfadan, se nota porque levantan la voz, no porque lo que dicen tenga el más mínimo punch. No son nada que merezca especial mención. Sólo alcanzan el máximo en un campo: en el de la mediocridad.

Puesto que parece inevitable que el fruto de su actividad acabe volviéndose una y otra vez contra los sufridos ciudadanos, digo yo que por lo menos podrían arreglárselas para entretenernos. Pues ni eso.

 

(12 de julio de 2003)

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Todos comprometidos

Oí al traidor Eduardo Tamayo cuando procedió a la presentación de su nuevo partido, el miércoles pasado.

Dudo que se lo tomara en serio. Alguien debió de decirle que le convenía llevar la pantomima a sus últimas consecuencias, para seguir fingiendo que lo suyo es una escisión estrictamente política, y él lo hizo. Con el desparpajo que le caracteriza.

Tiene que saber que el rollo ése que soltó sobre cómo la Federación Socialista Madrileña ha caído en manos de unos peligrosos extremistas no puede colar. Mucha gente –él incluido– tiene edad suficiente para saber cómo son los extremistas de verdad.

Empiezo a sospechar que la señora Sáez se mantiene silenciosa a su lado porque teme que, si se pusiera a hablar, le entraría la risa.

Tamayo apesta.

Pero tampoco me creo la versión de que es un corrupto de tres al cuarto, que ha montado todo este número para ver si pilla unos cuantos pellizcos por aquí y por allá yendo de la mano de los protegidos del PP en el negocio del ladrillo.

El verano pasado, la prensa internacional destacada en Venezuela dio cuenta de la extraña labor que estaba realizando un diputado socialista español que había abierto una oficina en Caracas. La oficina en cuestión –decían– se había convertido visto y no visto en un punto de encuentro clave para todos los conspiradores y golpistas dispuestos a derrocar a Hugo Chaves.

El socialista español señalado por aquellas crónicas no era otro que Eduardo Tamayo.

¿Quién le mandó a Venezuela? ¿Los constructores Bravo y Vázquez? ¿El abogado Esteban Verdes y la concejala García Romero? ¿El secretario general del PP madrileño, Romero de Tejada? ¿O tal vez Luis Fernando Bastarreche, para promocionar Madrid Excelente? Parece que no. En Caracas se decía que actuaba como enviado de la Internacional Socialista.

Habla de ello ahora Caldera –el de aquí, no el venezolano– y dice que ya les pareció rara esa incursión internacional de Tamayo. ¿Les pareció rara y no la investigaron? ¿Leyeron que Tamayo estaba metido hasta el corvejón en los preparativos de un golpe de Estado contra un presidente elegido democráticamente y se limitaron a extrañarse? ¿Qué les pareció, una travesura? ¿Y, conociendo esos antecedentes, lo colocaron en un lugar destacado de la candidatura socialista a la Asamblea de Madrid?

La historia que cuenta Tamayo suena a hueco por los cuatro costados. Igual que la insistencia del PP en que no tiene nada que ver en el asunto, dejando a un lado la tendencia de sus militantes a reservar habitaciones sin parar. Pero el intento de los dirigentes del  PSOE de presentarse cual querubines que han sido sorprendidos en su buena fe por un desaprensivo traidor cuya maldad nunca habían imaginado presenta –seamos sinceros– todos los ingredientes de lo inverosímil.

 

(11 de julio de 2003)

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Jaimito y Nicolasín

Algunas universidades organizan cursos de verano sobre lo que sea. El caso es montar muchos y gastarse una pasta agasajando a los amiguetes. La Universidad Juan Carlos I ha montado este año en Aranjuez un curso absurdo, carente del más mínimo interés académico. Consiste en una sucesión de mítines perpetrados por políticos de la cuerda del poder que llegan, repiten lo mismo que dicen a diario ante los medios de comunicación, cobran un buen pellizco y se largan con la música a otra parte.

Ayer acudieron por allí dos políticos en horas bajas que, a lo que se ve, han decidido recuperar terreno haciendo bolos de verano en la modalidad de parejas: Jaime Mayor Oreja y Nicolás Redondo Terreros.

No podría decir si lo que largaron es lo mismo que suelen soltar últimamente ante los medios –hace tiempo que sus obsesiones apenas si llegan a las columnas de breves– o si se lo inventaron para la ocasión, pero fue patético. Mayor, dispuesto a rivalizar con el Jaimito de los chistes, dedicó su intervención a defender la tesis de que el PNV ya no es un partido democrático. ¡Él, que es especialista en enmendar la plana a las urnas! En un ejercicio de ridícula paranoia, «desveló» los verdaderos planes de Ibarretxe, uno de cuyos pilares es, según él, la rebeldía del Parlamento vasco frente al Tribunal Supremo. No explicó cómo hace Ibarretxe para que el Tribunal Supremo tome las resoluciones necesarias para que el Parlamento vasco se rebele. Habría bastado con que el TS hubiera hecho caso al primer informe del fiscal general, que decía que el grupo parlamentario Sozialista Abertzaleak no tenía por qué verse afectado por la ilegalización de Batasuna, y la «segunda fase» del diabólico plan de Ibarretxe se habría quedado sin suelo que pisar.

Nicolasín también estuvo gracioso. Muy en su papel de partenaire de Mayor Oreja, centró su intervención en la crítica feroz de Pasqual Maragall, al que puso de vuelta y media por mal español y cómplice de esos nacionalistas que ya no son demócratas. Su tesis vino a ser que Maragall es como Odón Elorza, pero en catalán. Por supuesto, sólo tuvo elogios para la política de Aznar en materia autonómica.

Redondo Terreros atraviesa un proceso de damboreneización galopante. Políticamente no creo que eso le beneficie gran cosa, pero no es ni mucho menos lo peor que podría sucederle a su economía. Puede mirarse en el espejo del propio Damborenea, que vive francamente bien desde hace años sin que se le conozca oficio ni beneficio.

No creo que ingrese en el PP. Sobre todo porque no le interesa al PP: lo prefiere en su papel de socialista pepeizante.

 

(10 de julio de 2003)

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Germán Rodríguez, 25 años

Era por la tarde. La plaza de toros de Pamplona estaba de bote en bote.

Al final de la corrida, se montó jarana en un tendido. Unos mozos habían desplegado una pancarta rupturista y algunos carcas exigían que la quitaran. «¡Fiesta sí, política no!», etcétera.

De repente, sin que se supiera –sin que se sepa aún– a cuento de qué ni por orden de quién, aparecieron los antidisturbios, que cargaron indiscriminadamente contra quienes se encontraban en el ruedo, incluidos los chavales que estaban montando su propio festejo infantil. Los agredidos se refugiaron en los tendidos, desde donde empezaron a lanzar contra la Policía todo lo que encontraron a mano: botellines de cerveza, almohadillas, bocadillos... Enardecidos, los antidisturbios dispararon sus armas contra la multitud. Hubo muchos heridos de bala.

Cuando finalmente se retiraron y la gente pudo desalojar la plaza, la noticia de lo ocurrido corrió a toda velocidad por Iruña. Miles de personas se echaron a la calle a manifestar su indignación. Los enfrentamientos con la Policía fueron continuos no sólo durante el resto de la tarde, sino también por la noche. Hubo centenares de heridos, muchos de ellos de bala. Y un muerto: Germán Rodríguez, joven militante de LKI, al que le dieron un tiro en la cabeza en la calle Roncesvalles.

Se conserva una grabación de las comunicaciones policiales por radio.

–¡Repeled a esa gente! ¡No os importe matar! –dice uno.

–Haga el favor, retenga su lenguaje –le responde otro, probablemente jefe.

–¡A quienes hay que retener es a esos hijos de la gran puta, que nos están tirando de todo! –replica el primero.

No hace falta decir que la seudoinvestigación posterior no estableció ninguna responsabilidad. Ni siquiera pudo saberse quién disparó la bala que mató a Germán. Los policías guardaron silencio y la Justicia se lo permitió. El entonces ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, sentenció: «Lo nuestro son errores. Lo suyo, crímenes».

Han pasado 25 años. Ayer se realizó un acto en recuerdo de Germán donde fue asesinado, en el cruce de las calles Roncesvalles y Carlos III. Hay allí una estela de bronce en su memoria. En la plaza, muchas peñas renunciaron a tocar música y abandonaron el coso en silencio. Hubo luego una manifestación de protesta, no sólo por lo que ocurrió, sino también por cómo las autoridades, a todos los niveles, protegieron a los culpables.

Es hermoso que haya tanta gente en Pamplona que se niega a olvidar. Sobre todo cuando en tantas partes tantos han acabado por olvidarlo todo.

 

(9 de julio de 2003)

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La bendición de San Fermín

La jerarquía católica, que basa buena parte de su discurso en la cerrada defensa de la vida humana en sus más diversas formas, incluso como proyecto –férrea oposición al aborto–, incluso como penoso residuo –condena intransigente de la eutanasia–, acepta sin pestañear que cientos de hombres se encomienden año tras año a uno de sus santos para, a continuación, jugarse la vida en un atávico ejercicio de imprudencia temeraria.

«A San Fermín pedimos / por ser nuestro patrón / nos guíe en el encierro / dándonos su bendición», rezan, y acto seguido se ponen a arriesgar su vida delante de seis toros bravos y un grupo de cabestros. Y el obispo de la diócesis, tan feliz.

He visto el encierro de esta mañana. He vuelto a sentir la misma mezcla de congoja e indignación que siempre me ha producido ese espectáculo tan celebrado por tantos.

Ha corrido la sangre. El locutor de la televisión ha dicho que era «emocionante».

Recuerdo un debate público en el que alguien, hablando sobre la conducción alocada, se apuntó al tópico: «Que se estrellen si quieren, pero que no pongan en peligro la vida de los demás». Y otro le contestó muy oportunamente: «De eso nada: se estrellan, quedan inválidos y generan un gasto social enorme». Y tenía razón. Hay cálculos sobre eso: cada año, el Estado se deja un auténtico dineral –que costeamos entre todos– para poner mal remedio a los desastres de la carretera.

En San Fermín estamos en las mismas. También me sulfuro en tanto que escrupuloso contribuyente. Porque las autoridades gubernativas movilizan un costoso dispositivo policial y otro sanitario aún más importante para vigilar el juego de los temerarios y auxiliar con rapidez y eficacia a los que resultan víctimas de sí mismos. Con cargo al erario, por supuesto. Es decir, con cargo al bolsillo de todos, incluidos los que desaprobamos muy razonablemente ese acto de primitivismo confeso.

Llevo años –muchos– pidiendo a las autoridades religiosas y civiles que me (nos) proporcionen una coartada ética y jurídica que justifique su apoyo a los encierros de San Fermín. Pero no dicen ni Pamplona, si se me permite la expresión.

Tampoco estaría mal que algunos de los intelectuales que se declaran entusiastas de los encierros se tomaran el trabajo de explicar cómo concilian ese morboso gusto por el peligro con el noble oficio de pensar.

Hay alguno –ni religioso ni intelectual, pero con derecho a tribuna– que sostiene la tesis de que todos los ritos locales relacionados con los toros son poco menos que sagrados, porque forman parte de «el ser de España». Tengo serias dudas sobre la existencia de «el ser de España», pero no me importaría nada que, caso de existir, se fuera civilizando un poco. Lo justo.

 

(8 de julio de 2003)

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Patente de corso

No es nada fácil juzgar lo sucedido ayer en Córcega, donde una exigua mayoría de electores (50,98%) votó en contra del proyecto de autonomización presentado por el Gobierno de París. El 49,02% de síes –por lo visto en Córcega no existen ni los votos nulos ni los votos en blanco– no servirá de nada: el primer ministro Raffarin ya ha anunciado que, aunque el referéndum fuera meramente consultivo, se atendrá al resultado, es decir, que dejará todo igual que estaba.

¿Quién ha ganado, quién ha perdido? Imposible saberlo. El no fue propugnado por una amalgama de ultracentralistas más o menos jacobinos, desde la ultraderecha lepenista al PCF, por los jefes de los poderosos clanes locales, temerosos de entrar por una vía peligrosa para sus privilegios caciquiles, y por el ala más radical de los nacionalistas corsos, a los que el proyecto gubernamental les parecía una mera descentralización burocrática, muy lejana del reconocimiento de sus derechos nacionales. Al final, incluso acabaron inclinándose por el no bastantes nacionalistas moderados, que se sintieron insultados por la maniobra del ministro del Interior, Sarzoky, que intentó manipular burdamente la detención del militante radical Yvan Colonna, al que presentó ante la opinión pública como el asesino del prefecto Erignac, saltándose la presunción de inocencia, tal cual si fuera ministro de Aznar.

El fue finalmente la opción de los centralistas menos dogmáticos y de los nacionalistas más pragmáticos, que veían en la unificación de Córcega en un solo departamento, regido por una sola Asamblea regional, un primer paso hacia cotas mayores de autogobierno, así fuera a costa de comprometerse inicialmente con una mini-autonomía que no le llega a la suela de los zapatos a la de Murcia.

¿Que hubiera sido mejor? Lo finalmente sucedido augura un futuro de fuertes tensiones. El ministro del Interior ya ha anunciado que ahora se va a «concentrar» en la defensa del orden público. Se concede a sí mismo patente de corso en materia de represión. Por su parte, los nacionalistas radicales han dado a entender que sacarán las debidas conclusiones de esta prueba de que por la vía pacífica no se puede conseguir nada de auténtico valor. Es decir, que van a echar mano otra vez de las pistolas y las bombas.

A estas alturas de la película –de mi película–, me siento inclinado a pensar que la porquería ofrecida por Raffarin habría sido mala, pero seguramente menos mala que el regreso a los ajustes de cuentas, la sangre y los entierros. Pero tal vez piense así porque estoy hablando de Córcega. Porque la verdad es que, cada vez que los gobiernos de Madrid han ofrecido a Euskadi pasteleos del estilo del de Raffarin, siempre me he declarado radicalmente en contra.

Me pregunto qué clase de cacao sentimental hace falta tener para sentirse a la vez reformista corso y radical vasco.

 

(7 de julio de 2003)

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