Diario de un
resentido social
Semana
del 23 al 29 de junio de 2003
Que se destrocen entre ellos
Recuerdo lo mucho que disfrutábamos en el cole* cuando los profesores se enfrentaban entre sí. Para empezar, porque el espectáculo resultaba realmente divertido. ¡Tan mayores y comportándose como nosotros! En segundo lugar, porque sus pendencias y sus conspiraciones mutuas les llevaban mucho tiempo, de modo que no podían vigilarnos con la misma atención. Y en fin, porque, al sentirse bajo la lupa del adversario, no podían permitirse ningún exceso. Ejemplo de esto: cuando reinaba una relativa concordia entre ellos, los había que no se cortaban un pelo a la hora de soltarte un bofetón, aunque el reglamento del Colegio prohibiera los castigos físicos. Pero, como estuvieran a la greña, se cuidaban muy mucho de hacerlo, no fuera a ser que un colega malevolente decidiera sacar partido de sus reacciones viscerales.
El tiempo me ha enseñado que esa misma reflexión es aplicable a cualquier estructura de poder. Cuanto más divididos y enfrentados estén los de arriba, mejor para los de abajo.
Veo ahora a los dirigentes madrileños del PP y el PSOE arrancándose mutuamente la piel a tiras, a escandalazo limpio. Si el uno da a conocer que el otro hizo un negocio turbio, el aludido contesta mostrando una corruptela aún mayor del otro. Y así sucesivamente.
Está la cosa de lo más animada.
Probablemente no se den cuenta, pero se están haciendo un flaco favor. Porque cada vez es más la gente que, cuando escucha las razones esgrimidas por el uno y el otro para tildar de corrupto al rival, opta por dar la razón a ambos.
Los que salimos ganando somos los de abajo. A partir de ahora, cada vez que se enfrente cualquiera de ellos a un negocio de éstos de la construcción, tan propicia al apaño, se tentará muy mucho la ropa antes de decidirse a sacar la máxima tajada.
–––––––––––––––
* ¡Otra vez el cole! ¿Estaré
sufriendo un proceso de regresión infantil?
(29 de junio de 2003)
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Todo igual
Gracias a –o por culpa de– un trabajo en el que me he metido, estoy haciendo una minuciosa labor de hemeroteca, siguiendo la evolución política de Euskadi desde la llamada Transición hasta nuestros días.
Es una tarea que por momentos resulta interesante, e incluso apasionante –sobre todo en lo que tiene de rememoranza de hechos vividos, algunos en primera persona–, pero que otras muchas veces se vuelve extremadamente tediosa. Descubres hasta qué punto la historia de los últimos veinte años, en Euskadi (y en España en relación con Euskadi), no pasa de ser una continua repetición de los mismos episodios. En el tablero vasco, hace ya veinte años –se dice pronto– que no sólo las piezas del juego son prácticamente las mismas; también sus movimientos: las mismas proclamas, de un lado y del otro; los mismos reproches; las mismas barbaridades... Incluso episodios aparentemente tan recientes y novedosos como el de la ilegalización de Batasuna son mera repetición de tiras y aflojas de hace dos décadas: ya el PSOE recién llegado a La Moncloa –no me acordaba de eso– trató de obtener la ilegalización de Herri Batasuna, sólo que entonces tuvo que recurrir a la Justicia ordinaria y no consiguió nada. Otro punto de repetición eterna, fácilmente constatable: el PNV ha estado siempre en las posiciones que tanto –y tan fingidamente– parecen escandalizar ahora. Sus pronunciamientos independentistas le han acompañado permanentemente. Los ha hecho pesar más o menos en la política diaria en función del trato recibido de «Madrid» y sus sucursales vascas, en particular del PSE-PSOE.
Todo es siempre lo mismo. El único cambio que se aprecia es tendencial: cada vez hay menos muertos (en esto ha habido una mejora muy sustancial) pero, en justa compensación, cada vez el cerrilismo político es mayor.
Sea cada cual más o menos consciente de ello, estoy seguro de que esta repetición constante de los mismos elementos de la vida política, aparte de empobrecer la visión del más pintado, ha de tener forzosamente repercusiones psicológicas sobre el conjunto social. Me pregunto, en particular, si lo que algunos llaman «desencanto» no será más bien puro y simple hastío.
(28 de junio de 2003)
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El dedo de San Estanislao
Fui ilustrado en las artes del disimulo por un conspicuo sacerdote, allá por los años cincuenta del pasado siglo, cuando me tocó ejercer de escolar.
El
cura –que no era nada tonto, por cierto– relató en clase una historia
protagonizada, según él, por San Estanislao de Kostka. Nos contó que
estaba un buen día el santo polaco a la vera de un camino cuando le adelantó un
mendigo que corría cual poseso. Al poco, aparecieron unos soldados, que
preguntaron al joven Kostka si había pasado por allí un individuo andrajoso.
Estanislao, que se había apiadado del pobre, no quería denunciarlo, pero tampoco
podía mentir, porque es pecado. De modo que se llevó las manos a la espalda y,
señalando con un índice al suelo, respondió: «Por aquí no ha pasado nadie». Y
era exacto: por allí, por el punto preciso al que él señalaba, no había
pasado nadie.
La anécdota demostraba –según su relator– que, con habilidad, es posible ocultar la verdad sin llegar a mentir.
Supongo
que no hará mucha falta decir que mi profesor, al igual que San Estanislao de
Kostka, era jesuita.
Ha sido sin duda el uso persistente y sistemático de métodos de ese tipo el culpable de que el Diccionario de la Real Academia Española, haciéndose eco de la amarga experiencia popular, proporcione como sinónimos del adjetivo «jesuita» los no muy halagüeños de «hipócrita» y «taimado».
Ignoro en qué proporción los dirigentes del Partido Popular habrán estudiado con los Padres Jesuitas, pero se diría que a algunos de ellos también les contaron la historia de San Estanislao. Sólo que les cayó más en gracia que a mí.
Tomemos el caso de Francisco Álvarez Cascos. Le preguntan el miércoles por un informe técnico de su Ministerio en el que se afirma que en muchas playas gallegas, por debajo de la capa visible de arena, hay hasta cinco capas de fuel que emergerán en los próximos ocho meses, y él responde que no tiene noticia del tal informe, «aunque eso no quiere decir que no exista». Al día siguiente, su gabinete hace pública una nota en la que afirma que ellos ni han encargado ni conocen el informe. Pero, según información proporcionada por funcionarios de Fomento, esa misma mañana se vivió en el Ministerio una frenética actividad cuasi policial a la caza del filtrador. Pregunta: ¿cómo hubiera podido filtrar nadie un informe inexistente? Respuesta: ¿y cuándo ha dicho el ministro que el informe no exista?
Es como su posición ante el caso Tamayo-Sáez. Ellos no saben que haya negocios sucios por detrás. Se aseguran de que la Fiscalía actúe con pies de plomo –¡ay, ese fiscal general que tan rápido ordenó investigar las finanzas de Nunca Mais!– y así no tienen por qué mentir. Cuando no se quiere saber, lo mejor es no enterarse.
Como el San Estanislao de la historia, la gracia está en que el dedo apunte siempre hacia otro lado.
(27 de junio de 2003)
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Se repiten
Empecé a fijarme en el fenómeno hace como 30 años, cuando un amigo mexicano lo comentó con respecto a su país: «En México, cambia el presidente y cambia la manera de vestir. Si el recién nombrado acostumbra a llevar pullovers de cuello cisne, toda la Administración y medio país se pasan al cuello cisne».
Ese mimetismo no era posible a la sazón en España –con independencia del odio o la pasión que la gente pudiera sentir por Franco, era imposible poner de moda el uniforme de general–, pero empezó a funcionar ya con Suárez. Decayó algo luego con Calvo-Sotelo, por razones comprensibles, para alcanzar años después todo su apogeo con Felipe González. Los modelos vestimentarios de González corrieron como la pólvora, y no había subsecretario, director general o jefe de negociado que no se mirara en el espejo del jefe de Gobierno. El reguero alcanzó a los ejecutivos de toda suerte y condición. La ropa podría ser de mejor o peor calidad, pero el corte del traje, el cuello de la camisa, los dibujos de la corbata y la combinación de colores del uno y las otras eran de rigor. La imitación –de la que seguro que muchísimos no eran conscientes– alcanzó también a los modelos de fin de semana, cazadora de ante incluida.
No sólo fue cuestión de prendas. También le salieron miles de imitadores de su manera de hablar. Especialmente de sus latiguillos (recuérdese la invasión de porconsiguientes que sufrió la vida pública española) y de su insufrible afición al estilo indirecto.
Lleva ya siete años Aznar ejerciendo de jefe del Gobierno y, aunque en su caso el proceso haya resultado más trabajoso, estamos ya en las mismas. En lo referente al aliño indumentario no ha introducido demasiadas novedades, exclusión sea hecha de las corbatas rosas, pero a cambio ha hecho estragos en la manera de discursear. Se nos ha llenado todo de mireustés y de lo-que-es-y-significas. Pero lo peor, con gran diferencia, es que se nos ha llenado todo de repeticiones. Repite la mitad de las frases que pronuncia. Ejemplo: «Vamos a dejar una cosa muy clara. Muy clara. Mirusté: este Gobierno, este Gobierno, por muchas presiones que reciba, por muchas presiones que reciba, no está dispuesto»... y así todo el rato.
Empezó a hacerlo Aznar, le siguieron los ministros y ministras en tropel –aunque haya que reconocer que el líder en esto, como en tantas otras cosas, es Javier Arenas–, continuó el resto de la Administración... y lo que es más grave: ¡se ha apuntado también Rodríguez Zapatero!
Hasta hace unos meses, Zapatero calcaba los tics de Felipe González. Ahora ha empezado a rendirse ante los de Aznar. Es tremendo. No sólo por razones estéticas, sino también políticas: imitar al rival es el modo más transparente –por inconsciente– de reconocerse inferior.
Una aclaración necesaria
Temo que me expliqué mal hace unos días, cuando anuncié que dentro de algunas semanas dejará de existir este Diario de un resentido social. Bastantes lectores y lectoras lo han interpretado como que voy a retirar esta página de la Red. No, para nada. Lo que haré es exactamente lo que he dicho: no seguir escribiendo el Diario. El sitio web seguirá existiendo, incluirá las columnas que vaya publicando en El Mundo, meteré otros comentarios, artículos y trabajos que me dé por escribir... En fin, materiales diversos. Lo que no habrá es Diario. Sin más (ni menos).
Eso es todo, de momento. Si se produce alguna otra novedad sobre el particular, ya la comunicaré.
(26 de junio de 2003)
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Hipocresías varias
Me sugiere un lector que repase el Diario de Sesiones del Senado de fecha 18 de junio de 2003 para leer la trascripción de una pregunta formulada por un senador de CiU, Doménec Sesmillo, al ministro de Trabajo y Asuntos Sociales, Eduardo Zaplana. Acudo a la web del Senado y allí me encuentro con el asunto. La pregunta pone de manifiesto que el 25 de abril de 2002 el Tribunal Constitucional dictó una sentencia por la que obligaba al Gobierno central a traspasar a la Generalitat de Catalunya antes del 31 de diciembre de ese mismo año la formación profesional continua. Zaplana contesta que el Gobierno cumple todas las sentencias, pero que en este caso choca con el problema de que no hay un programa de formación continua para los próximos ejercicios porque el asunto está sobre la mesa de negociación.
Extraña respuesta, ciertamente, porque equivale a decir que el Gobierno está negociando la aplicación de la sentencia, y que por eso no la ha cumplido. ¿Dónde queda entonces la firme doctrina de Jaime Mayor Oreja y Javier Arenas según la cual «las sentencias no se negocian; se cumplen» porque «las sentencias sólo se negocian en las repúblicas bananeras»?
Para estas gentes, vale cada cosa y su contrario, según les convenga lo uno o lo otro.
Dicen cualquier cosa, y a correr.
Vayamos a otra cosa que revela parecida hipocresía.
Hay general acuerdo en que la actitud política adoptada por los diputados regionales Tamayo y Sáez es, como poco, altamente sospechosa. A decir verdad, su actuación es totalmente incomprensible sin la existencia de intereses inconfesables.
Pero, cuando se pone de vuelta y media a ambos renegados, se mezclan –me temo que deliberadamente– dos asuntos diferentes.
Uno, muy concreto, es que su comportamiento tenga la peor de las pintas y otro, mucho más general, es que se considere intolerable que un diputado rompa la disciplina de voto del grupo parlamentario al que pertenece. Porque con ello se da a entender que los escaños son del partido que ha presentado las candidaturas y no de los electos, individualmente considerados.*
Los que apuntan en esa dirección hacen como si no recordaran que la Constitución Española prohíbe el voto imperativo y, por ello mismo, la imposición de cualquier disciplina de voto. Por ley, cada diputado decide por sí mismo lo que vota. Teóricamente, claro.
Tal cosa no tiene en sí misma nada de especial. De hecho, es corriente en bastantes democracias, algunas con tanta tradición y arraigo como la británica y la francesa. Son estados cuyos sistemas electorales obligan a todos y cada uno de los candidatos a pelearse los votos personalmente, de modo que, si salen elegidos, no le deben el escaño al favor del partido, sino también, y sobre todo, al apoyo del electorado de sus circunscripciones correspondientes.
La trampa del sistema español estriba en que, de un lado, establece que las candidaturas sean cerradas y bloqueadas, lo que otorga un poder inmenso a los aparatos partidistas... y acaba por transformar a los diputados en marionetas. Pero, por otro, al dar a los diputados libertad formal de voto, deja la puerta abierta a espantás de valor político y económico muy alto (no incalculable, porque las dos partes, la que compra y la comprada, se encargan de calcularla con mucho cuidado).
¿No son conscientes de esta realidad las direcciones de los grandes partidos? Claro que lo son. Pero no quieren ni plantearse la posibilidad de reformar una legislación –empezando por la propia Constitución, contradictoria en éste como en tantos otros aspectos– que asegura el dominio que sus burocracias respectivas ejercen sobre la vida política española.
De modo que prefieren fingir y echarse las manos a la cabeza cuando suceden cosas así, como si se tratara de meras perversiones individuales. Son perversiones individuales, por supuesto, pero asoman por las grietas que ellos mismos dejaron en el edificio.
–––––––––––––-
* El razonamiento sigue este recorrido no explícito,
pero sí insinuado constantemente: «A esos mendas no los conoce ni dios; si se
presentaran a las elecciones por su cuenta, no los vota ni su padre; el partido
los mete en la lista, les financia la campaña, les pone por delante a unos
líderes importantes, que son los que realmente se curran la cosa... Lo menos
que pueden hacer, una vez elegidos, es mostrar su agradecimiento actuando con
disciplina».
(25 de junio de 2003)
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Mayorías aplastantes
La mayoría de los norteamericanos se muestra favorable a una intervención militar en Irán. Es probable que no sepa ni por dónde cae el tal país, pero ha oído que el Gobierno de Teherán no renuncia a su programa nuclear y con eso le basta. Lo que las autoridades iraníes han dicho es que quieren que se les garantice que podrán desarrollar su propia red de energía atómica con fines civiles, pero la opinión pública de los EUA no se para en barras ni en estrellas: quiere que ese país engrose la nómina de los sometidos a control, y punto.
La opinión pública estadounidense sabe perfectamente que su Gobierno dispone de más armas nucleares que ningún otro y que, desde luego, ni va a permitir que nadie las inspeccione ni piensa destruirlas. La opinión pública estadounidense tiene asumido un doble rasero permanente: da por hecho que sus autoridades pueden reclamar a los demás lo que ellas jamás harán. Es seguro que se quedaría tan ancha si se enterara –tal vez lo sepa– que los jefes de Washington almacenan armas de destrucción masiva prohibidas por tratados internacionales que ellos mismos han rubricado, cosa que justifican diciendo que tienen dificultades técnicas para destruirlas, dificultades que nunca han reconocido a ningún Estado poco amistoso. Los norteamericanos, por lo general, consideran que forma parte de la lógica natural de las cosas que su país pueda meter baza en cualquier asunto interno de cualquier otro estado, incluida la designación de sus mandatarios, pero no aceptan bajo ningún concepto que ningún gobernante extranjero les dé lecciones sobre cómo deberían hacer sus cosas. En cualquier terreno: desde el funcionamiento de la Justicia a la pena de muerte, pasando por la organización económica. Ejemplo clásico: ponen el grito en el cielo si otros países –o la UE– limitan la libre circulación de tales o cuales mercancías, pero ellos tienen establecido un montón de restricciones aduaneras. Particularmente llamativo es que se consideren la quintaesencia de la democracia y se pongan como modelo permanente cuando han conseguido las tasas más apabullantes de abstención electoral y han abierto fosos insalvables entre la población acomodada y las enormes franjas sociales excluidas de la participación en la riqueza y en la conducción de la res publica.
La opinión pública norteamericana, comandada por lo que allí llaman la WASP people (la gente blanca, anglosajona y protestante), tiene arraigados en este momento en lo más profundo de su ser un conjunto de convicciones que representan un auténtico peligro para la paz mundial y para la extensión de valores humanos tales como la libertad, la solidaridad y la igualdad de derechos.
La mayoría de la opinión pública estadounidense es una mayoría aplastante. Aplastante en el sentido más literal y opresivo de la palabra.
A José María Aznar le encanta. No me extraña. Es de su estilo.
(24 de junio de 2003)
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Colores y ciudades
Estuve oyendo ayer por la noche algunas declaraciones de jugadores y directivos del Real Madrid, justo campeón de la Liga española de clubes de fútbol, y de la Real Sociedad, meritoria vicecampeona. Varias de esas declaraciones, por cierto –las de los dos entrenadores, especialmente–, de encomiable sensatez.
Oyéndolas, reparé en una cosa que no me había fijado nunca: que el Real Madrid y la Real Sociedad son dos entidades deportivas que llevan el nombre cambiado. Me refiero a su lógica. La gente del Real Madrid piensa y habla exclusivamente como representante de una sociedad, de un club, en tanto que la gente de la Real se expresa como representación de un ámbito geográfico y social, trascendiendo la entidad. Los primeros tienen sentimiento de club, los segundos se ven como símbolo de una ciudad. ¿Es bueno, es malo, es mejor esto que lo otro? No voy por ahí y, además, me da igual. Es así, y es lógico que lo sea, entre otras cosas porque Madrid tiene más equipos de fútbol, y una población demasiado numerosa y demasiado abigarrada como para mantener una identidad –o una identificación– tan unánime y tan sentida.
Lo que sí me dejó pensativo fue la comprobación de que casi todos los jugadores extranjeros que militan en la Real se expresan también en esa línea. Es decir, que se han dejado arrastrar por la corriente general y hacen como si. Se lo crean o no. Aparentan sentir los colores, que en este caso, además, se identifican (la enseña local, como la de muchas ciudades marítimas con autoridades seculares tan poco imaginativas como las donostiarras, es azul y blanca). Me di cuenta, de pronto, de cuán absurdo y estrecho es el prejuicio que me hizo defender en tiempos que el equipo estuviera compuesto sólo por vascos. Una cosa es convertir la plantilla en un remedo de la selección mundial, como hacen las directivas del Real Madrid y el Deportivo de La Coruña –que a veces parecen aplicar el principio contrario: si eres local, peor para ti–, y otra no percibir las ventajas del mestizaje y de tu capacidad de integración.
Luis María Anson dice y repite hasta el aburrimiento que él es forofo del Athletic Club de Bilbao porque es el único equipo que juega sólo con españoles. Comprendo ahora que esa afirmación no es estúpida únicamente por su empeño provocativo en llamar españoles a los vascos, sino por todo: también por no asumir que tan vasco puede ser Alkiza como Karpin, si Karpin quiere.
(23 de junio de 2003)
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