Diario de un
resentido social
Semana
del 16 al 22 de junio de 2003
La fe no es evaluable
Me piden de El Mundo, para
su sección dominical llamada En la Red, que explique por qué no estoy de
acuerdo con que la asignatura de Religión cuente como cualquier otra a efectos
académicos. La verdad es que no me había pronunciado al respecto, pero ellos
dan por supuesta mi oposición. Están llenos de prejuicios sobre mi persona. O
sea, que me conocen.
Éste
es el texto que les he enviado y que aparece hoy publicado en el diario.
Si
el chaval afirma que cree en el Padre y en el Hijo, pero que lo del Espíritu
Santo no acaba de resultarle verosímil, ¿le pondrán un notable –dos aciertos
sobre tres– o le suspenderán, arguyendo que sus creencias no alcanzan el mínimo
exigible y necesita mejorar?
Es
una humorada, por supuesto, pero ilustra sobre lo absurdo que resulta someter a
evaluación académica la hondura y el dominio de una fe.
He
dicho siempre que la confianza de los mortales en la existencia de un dios –o
de varios, o de muchos– me merece el mayor respeto, sobre todo porque soy
consciente de que algunas de mis creencias (en la solidaridad humana, por
ejemplo, o en las posibilidades de que acabe por instaurarse una organización
social justa) cuentan con un índice de probabilidad por lo menos tan dudoso
como el atribuible a cualquier deidad. Pero jamás se me ha ocurrido que esas
cosas mías –que guardan cierto parentesco con algunas de las disciplinas que ahora
llaman transversales, como la educación para la paz– pudieran ser
materia de calificación escolar.
Quienes
no acudan a clase de Religión estudiarán Hecho Religioso. He leído los
contenidos de la asignatura opcional y me han parecido interesantes. Pero,
precisamente porque lo son, ¿por qué se priva de ellos a los estudiantes de
Religión? Porque el caso es que, al ser obligatoria la opción, quien decida
estudiar Religión (o sea: una religión)
se quedará sin conocer gran cosa sobre el Hecho Religioso, en general.
He
escrito «una religión». Pero convendrá que el lector no se deje engañar por los
enunciados. Porque, si bien los poderes públicos españoles están obligados a
proporcionar los medios para que se impartan clases sobre las diversas
confesiones religiosas reconocidas por el Estado (siempre que al menos 10
alumnos de un centro lo pidan), la discriminación práctica es clamorosa: el
pasado año, sólo en Cataluña hubo un total de 1.277 familias que reclamaron
clases de religión islámica para sus vástagos y ninguna de ellas vio atendida
su demanda. ¡Ninguna! Tal parece que el único hecho religioso que interesa al
Gobierno del PP es el hecho religioso de monseñor Rouco Varela, que tanto favor
le dispensa (en justa correspondencia, todo sea dicho).
Por
lo demás, se trate del hecho religioso del que se trate, la atención que prevé
para ese capítulo la emprendida reforma de la LOCE resulta a todas luces
excesiva: casi el 10% del horario docente. Más tiempo que el dedicado a las
Ciencias Naturales o a Tecnología, y seis veces más que el reservado para la
enseñanza de Ética.
Esto
último me parece particularmente lacerante. Se supone que el Estado debería
asegurar una correcta educación de los chavales y las chavalas en los valores
cívicos que fija la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No tengo
particular inconveniente en que se enteren, verbi gratia, de que, según
la autoridad vaticana, si usan profilácticos en las relaciones sexuales pueden
verse condenados al fuego eterno. Como tampoco me molesta que sepan que, de
acuerdo con las Sagradas Escrituras, la viuda sin hijos debe casarse con el
cuñado (Deuteronomio, 25.5). Son rarezas culturales cuyo conocimiento a
nadie estorba. Pero creo exigible que nuestro sistema de enseñanza dedique
menos tiempo a las ideas y ritos peculiares y bastante más a formar a la
juventud en la libertad y en la igualdad entre los sexos.
Más
del 10% del tiempo escolar, si hace falta.
(22 de junio de 2003)
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El nuevo vestido del emperador
Hay
muchas verdades como la de El Nuevo Vestido del Emperador, de Hans
Christian Andersen. Hablo de esas feas verdades de quienes ostentan el Poder,
de esas vergüenzas que algunos conocen pero que no señalan en voz alta –que no
denuncian– porque no se atreven, o por justa reciprocidad: para que tampoco
nadie airee las suyas propias. Saben ustedes a qué me refiero: a esas inmensas
fortunas obtenidas de cualquier modo, a esos títulos entronizados y mantenidos
sin mérito alguno, a esos personajes de vicios inconfesos que transitan por la
vida pública bajo palio, como si fueran lo mejor de lo mejor, y que son
presentados a la vista ciudadana como si, en efecto, fueran lo mejor de lo
mejor. De honorabilidades que sólo toman por buenas los que no saben (que
pueden ser –que suelen ser– mayoría).
Pero
hay otras verdades igual de chirriantes, igual de evidentes –aunque menos
directamente personales– que también acaban por convertirse en invisibles, a
fuerza de que quienes tienen la capacidad de dirigir la mirada del ojo
público se empeñen en enfocarla hacia otro lado.
Acabamos
de asistir a un ejemplo más que llamativo. Me refiero a la evidencia de que la
ocupación de Irak por los Estados Unidos de América ha representado un perfecto
desastre para el pueblo iraquí.
Un
instituto de opinión –que no me atrevería a calificar con el tópico de «nada
sospechoso», porque en realidad es sospechosísimo de muchas complicidades, sólo
que de signo contrario– acaba de presentar los resultados de un sondeo que
revelan que no ya el pueblo llano, sino incluso los sectores más acomodados de
la población de Irak, consideran que la acción militar que acabó con el régimen
de Sadam Husein ha tenido unos resultados penosos. Ni uno sólo de los objetivos
formalmente esgrimidos para justificar la intervención militar se ha cumplido,
ni hay perspectivas de que se alcance en un plazo razonable. Lo único que ha
cambiado es que su país está ahora medio derruido, ha habido muchos muertos,
las posibilidades de paz civil son remotas... y su petróleo ha pasado a manos
extranjeras.
Son
criterios expresados por una abrumadora mayoría de los iraquíes –y de las pocas
iraquíes a las que han preguntado– que, por lo demás, nadie ha tomado por
extraños, ni ha tildado de exagerados, ni ha discutido siquiera.
Pues
bien, si eso es verdad, si las cosas son efectivamente así: ¿qué hacen las
opiniones públicas «aliadas», que no expulsan a gorrazos del poder a quienes
han demostrado que mintieron en la pintura de la realidad, ocultaron sus
verdaderas motivaciones, han sido incapaces de cumplir ninguna de sus promesas
y han dejado el camino de sus errores sembrado de cadáveres y de ruinas?
¿Que
qué hacen, digo? Pues está clarísimo: decir que el nuevo vestido del emperador
es precioso.
(21 de junio de 2003)
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Tres años
Si
la progresión aritmética y el calendario siguen su cadencia establecida, allá
por los días finales del mes que viene se producirá una feliz coincidencia:
esta página alcanzará el medio millón de visitas y este Diario cumplirá tres
años de existencia. Anteayer fijó un nuevo mojón: el record de 1.334 entradas
en un solo día. Una cifra que sería ridícula si este sitio web estuviera respaldado por una empresa y contara
con un equipo de redacción, pero que es harto estimable, comparativamente
hablando, si se tiene en cuenta que se lo trajina una sola persona (que no
obtiene un puñetero euro por el esfuerzo) y que sólo está respaldada en tres o
cuatro secciones circunstanciales por otros tantos amigos y amigas (que
consiguen el mismo pago material, las y los pobres).
He
creído que ese conjunto de venturosos motivos de satisfacción más o menos calendaria
podían servir de excusa –y de aderezo– para una decisión que, de todos modos,
había de tomar antes o después: el cierre de esta barraca.
Anuncio
pues que, más pronto que tarde, el resentido social dejará de daros su
diario sermón.
Expliqué
hace ya mucho las razones por las que empecé con esto. Una: no quería perder el
contacto con algunos lectores y lectoras que seguían mi trayectoria y me
comunicaban sus opiniones y sentimientos por correo electrónico cuando yo
estaba presente en la redacción de El Mundo. Dos: tenía ganas de saber
si era capaz de aguantar el tirón de escribir una columna diaria, 365 días al
año, fines de semana, gripes y achaques incluidos.
Lo
primero está ya más que asegurado, gracias al Cielo (o sea, a la Red): los
lectores y lectoras que me importan –mis amigas y mis amigos, en realidad–
seguirán teniendo vías para encontrarme mientras ellos aguanten el tirón y yo
respire.
Lo
segundo (me) lo he demostrado creo que con creces: incidentes técnicos al
margen, sólo he faltado a la cita con este Diario el día que murió mi madre.
Más
de 1.000 apuntes para el Diario, sin contar con otros muy diversos textos, en
tres años, c’est pas mal, que decimos los afrancesados.
Hay
quien me objeta: «¡Cómo se nota que eres vasco! ¡Qué bruto! “¡O todos o
ninguno, o todo o nada!”, como en el poema de Brecht que cantaba Laboa. Si no quieres hacerlo todos los días,
escribe una vez a la semana, o cuando te apetezca...». No se dan cuenta de que,
sea yo más o menos bruto –que ése es otro asunto–, si esta página personal ha
podido alcanzar la media de visitas que tiene, es porque ha acertado a
convertirse en un hábito diario para un puñado de cientos de personas. Y no
sólo en las cercanías: también por tierras tan lejanas como el Nepal, Japón,
Estados Unidos, América Latina... Si ese millar largo de personas prescinde de
la costumbre de conectar con esta página a diario (o por lo menos los días
laborables), adiós muy buenas: si te he visto, no me acuerdo.
Por
lo demás, si de lo que se trata es de que un puñado de gente conecte una o dos
veces a la semana con el producto de mi problemáticas neuroncillas, ya tiene
mis columnas en El Mundo, miércoles y sábados. Siempre puntuales, según
es costumbre de la casa.
Bueno,
pues que lo dicho. Que quedan ustedes advertidos.
Siempre
he odiado las despedidas. Así que esto no es una despedida.
El
Diario seguirá... hasta que deje de seguir.
Y,
oigan, encantado de haberlos tenido por ahí.
(20 de junio de 2003)
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A gritos
No
sé si será un resultado alucinatorio de la astenia que arrastro, provocada
–supongo– por el espantoso calor de estos días, pero tengo la desagradable
sensación de que todo se desarrolla a gritos. Todo: la obra tremebunda que me
han montado en el solar de al lado de casa, las broncas entre automovilistas,
los debates parlamentarios, los programas de televisión...
Ayer
noche, cansado del día y aprovechando que las máquinas excavadoras y los bulldozers
de mi obra pública predilecta habían apagado ya sus malditos motores y
dejado de dar golpes, me tumbé en el sofá a ver la televisión. Empecé a repasar
los programas disponibles y comprobé que, salvando los temáticos de recepción
por satélite, todo lo que podía verse era espantosamente ruidoso, crispante:
una jovencita que berreaba una canción de letra absurda y de fondo rítmico
obsesivo, una gente que se chillaba discutiendo sobre asuntos conyugales ajenos
(de este tipo me pareció que no había un programa, sino varios), una película
disparatada sobre la ocupación de un estadio por unos tipos muy trajeados que
hacían estallar bombas y daban tiros sin parar, unos anuncios cuyo desarrollo
ni siquiera parecía tener relación alguna con los productos publicitados (los spots
sobre automóviles son cada vez más surrealistas)...
El
conjunto me produjo una sensación como de pesadilla, alucinógena.
Llegué
a plantearme si me encontraba enfermo o si es la vida social misma la que ha
enfermado.
Concluí
que probablemente son las dos cosas: que me enferma lo enferma que está la vida
social.
––––––
Nota.–
Esta página volvió a alcanzar ayer su record de visitas por
día: 1.334, según el contador independiente Nedstat. Mi agradecimiento.
(19 de junio de 2003)
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El monstruo
Algunos
políticos con sede en Madrid –y algunos periodistas– empiezan a sentirse
preocupados.
Les
dices: «¿No crees que se ha llegado a extremos de confrontación entre la
mayoría política de Euskadi y la mayoría política de España que son absurdos?».
Y
te responden: «Sí».
Y
continúas: «¿Y no te parece que sería cosa de rebajar el tono, dejar de insultarse
todos los días, a todas las horas y con cualquier motivo y ver cómo carajo se
puede tirar para adelante sin necesidad de aniquilarse mutuamente?».
Y
te contestan: «Sí. Pero el problema es que la crispación ha llegado a tales
extremos que cualquiera que hable de diálogo corre el riesgo de que le tilden
de traidor. O algo peor.»
Y
sigues tú: «¿Y no crees que la opinión pública española se ha encrespado de esa
manera porque vosotros mismos la habéis inducido a ello?».
Y
te replican: «Sí.»
Y entonces tú concluyes: «Pues la cosa tiene mal arreglo».
Y te miran con aire entristecido y te lo confirman: «Muy malo».
(18 de junio de 2003)
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La droga no mata
La
última campaña publicitaria oficial sobre las drogodependencias insiste en
lemas que atribuyen a unas u otras drogas, tanto legales como ilegales, la
capacidad de asesinar. Los anuncios reiteran machaconamente que las drogas
matan.
Doy por hecho que las autoridades saben perfectamente que las drogas no tienen capacidad para introducirse por sí mismas en los cuerpos humanos de cara a causarles daños más o menos irreparables. De hecho, los drogueros pasan su vida laboral rodeados de drogas, lo mismo que los farmacéuticos, y ninguna de las dos profesiones registra tasas alarmantes de drogadicción, que yo sepa. Tampoco me consta que los titulares de las expendedurías de tabaco y los empleados del gremio de la restauración se distingan especialmente por el inmoderado recurso personal a las mercancías con las que negocian.
No son las drogas las que matan. Es su consumo inadecuado.
Dirán ustedes: «¡Vaya simpleza!».
Pues bien, no
conforme con haber argumentado una simpleza, voy a proponerles otra. A saber:
la droga, a los efectos de lo que aquí se trata, no existe.
Puesto que de capacidad mortal hablamos, es absurdo referirse genéricamente a «la» droga. Hay drogas que tienen propiedades tóxicas y adictivas infinitamente mayores que otras, e incluso las hay que, debidamente consumidas, poseen cualidades benéficas.
«El alcohol mata», dice la propaganda de la Organización Mundial de la Salud. La OMS miente, y lo sabe. El alcohol es una droga cuya ingesta puede tener efectos mortales, es cierto, pero también saludables, según insisten en recordarnos los propagandistas de la dieta mediterránea y los fabricantes de vino. Lo que la OMS debería proclamar es: «El consumo inmoderado y reiterado de bebidas alcohólicas puede matar». Pero, claro, dicho así, el anuncio no anunciaría nada, porque eso lo sabe ya todo el mundo.
Y es ahí adonde pretendía llegar con este despliegue de obviedades: a la constatación de que las campañas contra las drogas sólo parecen decir algo nuevo cuando abandonan el terreno de la conocida realidad y se dedican a lanzar afirmaciones exageradas y sin fundamento.
Al final, los buenos consejos sobre el consumo de drogas son tan viejos como la Humanidad, y valen lo mismo para las drogas que para cualquier otra cosa. Se resumen en uno: no uses tu libertad contra ti mismo.
Es una sabia recomendación que tiene idéntica utilidad que cualquier otra exhortación sensata: ninguna. Pero de algo tienen que vivir los encargados de justificar la hipocresía de nuestra sociedad bienpensante.
–––––––––––-
PD.– Mi padre, bebedor de gran aguante, tenía un
cerillero de cerámica con una vieja humorada: «El vino es un veneno lento... y
yo no tengo prisa». Paradojas de la vida: murió de cáncer de colon, con el
hígado en excelente estado.
(17 de junio de 2003)
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¿Alguien sabe algo sobre doña María Teresa Sáez, la otra traidora-sinvergüenza-corrupta-canalla-tránsfuga del grupo socialista de la Asamblea de Madrid?
Yo sé algo: que se llama igual que mi abuela materna.
Fuera de eso, apenas tengo información sobre su persona. Porque nadie parece haberse creído en la obligación de dármela, ni ella ha mostrado tampoco mayor interés en hacérmela llegar. Ni a mí ni a nadie.
Imagino la situación contraria: que todas las noticias sobre el caso se centraran en Maite Sáez –como con sorprendente familiaridad le llaman algunos periodistas– y que nadie tuviera ni pajolera idea del paradero ni de la vida y milagros de don Eduardo Tamayo. Me apuesto cualquier cosa a que la Prensa capitalina estaría como loca, buscando al mencionado individuo por todas partes, y que habrían aparecido ya varias docenas de artículos preguntándose por las verdaderas razones de su mutismo.
Y es que Eduardo Tamayo es hombre y María Teresa Sáez es mujer. Y una mujer se supone que puede ser corrupta por delegación, o corrupta consorte. A cambio, estando en asociación con una mujer, un hombre de ningún modo puede desempeñar el papel secundario.
En esta ópera bufa hay de todo. Hasta machismo inconsciente.
(16 de junio de 2003)
Para ver
los apuntes del pasado fin de semana, pincha aquí
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