Diario de un
resentido social
Semana
del 9 al 15 de junio de 2003
Estuve ayer por la tarde viendo un programa de ETB (aquí, desde Aigües, vía satélite) sobre las desgracias pasadas y las venturas presentes del equipo de fútbol de mi ciudad natal. Me resultó divertido. Comprobé que Karpin es un tipo curiosísimo, todo nervio, muy irónico (cosa que ya sabía) y que es incapaz de hablar sin decir la palabra «hostia» seis veces por minuto (cosa que no sabía). Me hizo gracia oírle hablar sobre lo bien que se han integrado en San Sebastián los dos turcos, como si él hubiera nacido talmente en el Antiguo. Fue curioso oír las declaraciones de los jugadores.
Pero más interesante todavía fue escuchar las opiniones de la gente.
Constaté que la Real Sociedad es un factor enorme de cohesión. Uno de los pocos que debe de tener esa ciudad –esa población– por lo demás tan fracturada. La Real y los pintxos de los bares de la Parte Vieja, que todo el mundo –nacionalista vasco, nacionalista español, de derechas o de izquierdas, hombre o mujer– coincide en decir que son buenísimos... y que están carísimos.
El día de las elecciones, Arnaldo Otegi, que parecía de buen humor, no sé por qué, dijo que estaba seguro de que Jaime Mayor Oreja miente cuando dice que es seguidor de la Real Sociedad. «¿Ése? ¡Del Real Madrid, seguro!», dijo, poniendo de relieve una de las cosas que más me molestan de algunos nacionalistas –incluidos algunos nacionalistas vascos–, que es su incapacidad para apreciar lo propio sin vejar lo ajeno. La verdad es que no me extrañaría nada que Mayor Oreja goce con los triunfos del Real Madrid, pero tampoco me cuesta nada creer que disfrute con los de la Real. Porque eso es lo que tiene ese género de símbolos: que trascienden las diferencias.
Y eso es lo que más me distancia de ellos.
Me manda mi hermano la fotografía que he incluido supra y que, francamente, es para mear y no echar gota. No falta un detalle en el balcón: la bandera txuri urdiñ (blanquiazul), el balón, la camiseta... ¡Hasta los tiestos del fondo son blanquiazules! Y, para completar la cosa, el juego blanco, rojo y verde de las macetas de la balaustrada, en plan ikurriña. Ese fervor pueblerino –se puede ser pueblerino de una ciudad de veinte millones de habitantes: lo es la célebre pegata del I © NY– me produce una reacción de distanciamiento automático.
Precisamente por lo que decía antes: uno no puede entregar su alma a una causa de la que también participa Mayor Oreja.
Ignoro que pasará esta noche, o el próximo fin de semana: si la Real acabará ganando el Campeonato o si quedará segunda. Estoy seguro de que nadie me creerá si digo que no tengo claros mis deseos. Si gana el Madrid, será horrible en Madrid. Si gana la Real, será horrible en San Sebastián. ¡Qué mal lo tenemos los perdedores en situaciones como ésta!
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Post data del lunes 16.– La Real perdió dignamente;
el Madrid goleó. Casi como que me quedo más tranquilo.
(15 de junio de 2003)
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Admito que el tal Tamayo tiene un aspecto sospechosísimo. Por más esfuerzos que haga –da igual quién: él, yo, ambos–, no hay manera de imaginarlo como víctima del atracón programático que pretende haber sufrido. Para mí que a este caballero le preocupa tanto la pureza del centrismo socialdemócrata –sea eso lo que sea– como a mí la evolución de la fase de gastrulación en los animales diblásticos.
Ambos nos dedicamos a otras cosas. Yo, a la escritura; él, por lo que parece, a las escrituras.
Su padre espiritual, José Luis Balbás, anuncia que «tarde o temprano el PSOE tendrá una escisión de centro-izquierda». De verdad que todo esto se parece cada vez más a un sainete de los Quintero. ¡Una escisión de centro-izquierda en el PSOE! ¿Para qué? ¿Para separarse del centro-derecha de Rodríguez Zapatero?
Tamayo, Balbás... De acuerdo: tienen una pinta malísima. Pero ¿han mirado ustedes la pinta del resto de los actores de la farsa política madrileña? Si diéramos por hecho que todos los políticos relacionados con negocios inmobiliarios son corruptos –y líbreme el cielo de pretender lo contrario–, ¿en qué se quedaría la Asamblea regional? ¿Tenía Tamayo otro aspecto o se dedicaba a otra cosa cuando fue puesto en la lista de candidatos de su partido en un lugar bien preferente?
Dice Alfonso Guerra que «todo el mundo sospecha que [los dos abstencionistas] han sido incitados por poderes económicos». ¿Y qué? Parece mentira que el hermano de Juan Guerra siga dando valor definitivo a lo que sospecha «todo el mundo». Yo, hasta el momento, he constatado toda suerte de sospechas, pero no he conseguido ver ni una sola prueba de la corrupción de Tamayo y Sáez. Se ha abierto la veda y todo el mundo los llama de todo: «sinvergüenzas», «gángsters».. Se les expulsa del partido manu militari sin darles siquiera audiencia y el personal aplaude entusiasmado. Soy de natural garantista: de veras que agradecería unos cuantos epítetos menos y alguna prueba más.
Lo que se está debatiendo aquí realmente no es la hipotética corrupción de dos representantes políticos, sino su indisciplina. Si Tamayo y Sáez hubieran votado la investidura del candidato socialista a la Presidencia de la Asamblea madrileña, nadie habría mencionado jamás sus nombres en ninguna parte, ni los habría puesto de vuelta y media, ni los habría seguido de hotel en hotel, ni habría interferido en sus negocios.
No se trata de expulsar de la vida política a los corruptos. Sólo de dejar claro que hay una cosa que es el guión, y que hay que respetarlo.
(14 de junio de 2003)
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Acabo de mirar
el termómetro exterior: 34º. Son las 4 de la tarde. Si se alcanza esa
temperatura en el porche de mi casa, a la sombra y bien ventilado,
quienes estén pisando el asfalto de Aigües deben de estar soportando tres o
cuatro grados más, como poco. Lo cual quiere decir que abajo, en El Campello,
han de rondar los 40º. Y eso que estamos a la vora del mar.
He hablado por teléfono hace un rato con mi hija Ane, en Madrid. Dice que allí el calor es insoportable.
Me vienen a la memoria las noches de calor sofocante. Ésas de no pegar ojo.
Me acuerdo de la del 2 de julio de 1967, en la calle Tutor de Madrid, junto a la Plaza de España, en un ático con una enorme terraza llena de rosas, recién matrimoniado –yo tenía 19 años–, en casa de la que acabaría siendo madrina sentimental de mi hija.
Y de otra noche tremenda, en Sevilla, el 15 de julio de 1973, en vísperas de ser detenido y pasar un año en la cárcel. Éramos cuatro y dejamos que se fueran las horas charlando y contándonos cuentos, sentados delante de un ventilador, sin poder dormir, esperando a que amaneciera.
Qué pegajosa, la noche de Sevilla.
Me visitan los recuerdos de muchas otras noches de calor. Y de sudor.
De tantas. En tantos sitios.
La última, reciente. Ya aquí, en Aigües. Fue tras un día bochornoso. Dentro de la casa no se podía ni estar. Era un horno. A Charo se le ocurrió la idea: sacamos una cama al jardín, la protegimos con un mosquitero traído de Kenia y nos dormimos susurrándonos quedamente y mirando el firmamento inmenso, cuajado de estrellas.
l
Se supone que hablar del tiempo es un recurso tópico.
A mí me ha dado por ahí en esta tarde de calor asfixiante.
Os juro que mi memoria no ha deambulado para nada entre tópicos.
(13 de junio de 2003)
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Ayer irrumpió mi buen amigo Gervasio Guzmán en el bar de la esquina de su casa y, mirando con ojos enloquecidos a la parroquia, se puso a dar voces:
–¡Hay en Marte un señor pequeñito y verde que se propone matarnos el martes que viene con una bomba de manganeso líquido! ¡Tenemos que actuar rápidamente! ¡Delegad en mí para que tome las medidas necesarias!
El personal se quedó de piedra.
–¿Qué dices? –replicó Guzmán Gervasiez, el del 2º A de su bloque–. ¡Qué absurdo! ¿De dónde te has sacado eso?
–Lo sé. ¡Créeme! –insistió Gervasio–. Fíjate en la coincidencia: ¡es de Marte y atacará en martes!
Gervasiez no estaba demasiado por la labor.
–A ver: ¿dónde está
ese señor pequeñito y verde? ¿Cómo narices lo has visto tú en Marte? ¿En qué
parte de Marte? ¿Dónde tiene la bomba?
Gervasio lo miró con desprecio.
–¿Estás tonto? ¡Marte es enorme! ¡Puede estar en cualquier lado y tener la bomba donde le dé la gana! ¡Ya lo descubriré con el tiempo!
Gervasiez se dirigió al dueño del bar, que miraba perplejo.
–Anda, llama al 091. El pobre Gervasio se ha vuelto majara y puede hacer cualquier tontería. ¡Quiere movilizarnos contra un peligro del que en realidad no tiene ni idea!
Gervasio lo miró, sonriente. Le dio una palmada en la espalda y se recostó en la barra.
–¡Es fantástico! Os suelto lo mismo que ha soltado Bush con las armas de destrucción masiva iraquíes y me queréis meter en un manicomio. ¡Espero que Mariano Rajoy, por lo menos, salga en mi defensa!
Toda la parroquia lanzó una carcajada, tranquilizada.
No sé por qué.
(12 de junio de 2003)
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Si yo fuera dirigente del PP y careciera de escrúpulos –es decir, y por abreviar: si yo fuera dirigente del PP–, lo primero que se me habría ocurrido, tras contemplar los resultados electorales de la Comunidad Autónoma de Madrid (CAM), es hacer lo posible para remediar la situación.
–A ver, Menéndez: mírame cuántos de estos diputados autonómicos del PSOE son comprables. Pero no gastemos dinero sin necesidad: mira antes de eso cuántos tienen algún muerto en el armario. Vale con algún escándalo sexual, algún pufo económico... Algo que les pueda hundir y que podamos manejar. No te me pongas exhaustivo: con dos o tres pipiolos nos vale.
No digo que sea eso lo que ha sucedido.
Afirmo, eso sí, dos cosas.
La primera, que no sería la primera vez que ocurre algo así. No hablo de las viejas batallas de las plazas españolas en África, o en la Costa del Sol, sino de ahora mismo y de muy cerca del punto alicantino en el que me encuentro: en la zapatera Elda, una concejala elegida en la lista del PSPV-PSOE ha denunciado que el PP le ha ofrecido prebendas, y hasta un trabajo fijo como profesora, por abstenerse de votar al candidato socialista a la alcaldía.
La segunda, que Eduardo Tamayo, el tránsfuga del PSOE madrileño, no es trigo limpio (de la otra absentista, María Teresa Sáez, no digo nada, porque ni sé quién es ni he oído nada de/sobre ella).
He leído que Tamayo fue denunciado hace meses por algunos de sus propios compañeros, que le acusaron de haber tenido comportamientos extraños en relación a determinados negocios inmobiliarios. Ignoro qué fundamento tendrán esas acusaciones. No sería, ni mucho menos, el primer dirigente socialista madrileño que aparece involucrado en irregularidades del gremio de la construcción. En todo caso, lo que sí me consta, porque lo oí ayer de sus propios labios, es que las razones que aduce para justificar su comportamiento no tienen ni pies ni cabeza. Primero se definió como socialdemócrata. Luego dijo que era «centrista». Sostuvo que lo único que le importa es la victoria de Zapatero en las próximas elecciones generales, cuando lo que ha hecho de momento apunta evidentísimamente en la dirección contraria, porque priva al PSOE de una plataforma fundamental y, sobre todo, mina la credibilidad del proyecto de su líder. En fin, pretendió que sólo busca el bien de su partido, cuando lo primero que ha conseguido es que deje de ser su partido, porque lo han expulsado de inmediato. Insisto: ese tipo no es trigo limpio.
Establecido lo cual, dos precisiones:
1) Tamayo no es
trigo limpio, digo, pero preciso: el asunto no es de ahora. No era trigo
limpio cuando fue incluido en la lista del PSOE a las elecciones autonómicas. Y
hay más electos del PSOE que no son trigo limpio. Y no por razones
exclusivamente políticas. Algunas carreras tienen demasiadas sombras. O, por
decirlo de otro modo: el PSOE sigue teniendo pendiente su particular catarsis.
2) Tamayo será lo que sea, pero nadie tiene derecho a descalificarlo por no respetar la disciplina de voto, porque la disciplina de voto no tiene carta de naturaleza dentro de la vida parlamentaria española. La Constitución prohíbe el voto imperativo de los electos. Los escaños no son del partido. Los electos no tienen por qué votar lo que el partido ordene. Los partidos están mal acostumbrados: no se cuidan de elegir candidatos ideológicamente coherentes. Es su problema.
(11 de junio de 2003)
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Un millón de peregrinos en El Rocío. Un millón de devotos en la misa del Papa. Un millón de manifestantes contra la guerra en Irak.
Parecen cifras enormes. Y lo son. Pero conviene mirarlas con cierto distanciamiento. Y no me refiero sólo al hecho de que por lo común esos pretendidos millones no suelan ser tales –a no ser que algunos millones sean mayores que otros–, sino también a su más que discutible representatividad. La de todos.
Al final de la grandísima manifestación de Madrid contra la política belicista de Aznar, un amigo me dijo, con aire extasiado:
–¿Te das cuenta? ¡Ha venido un millón de personas!
Y yo le respondí:
–Sí, pero ¿has hecho la cuenta de toda la gente que no ha venido?
Lo dije sólo por
relativizar las cosas. La verdad es que no sospechaba que la relatividad iba a
ser tanta. Porque no sólo había que considerar toda la gente que no
había ido, sino también la solidez y la claridad de las convicciones de las personas
que sí habían ido. A buena parte de ellas, la indignación por la guerra
–y por el Prestige, y por todo lo demás– le duró quince días. Como
mucho.
El día de las últimas elecciones me planté a muy primera hora en el colegio electoral que me correspondía. En plan cotilla, me dediqué a escuchar las conversaciones del personal que se acercaba a votar. Regresé a casa deprimido. No porque me disgustaran las opiniones políticas que registré –que también– sino, sobre todo, por el ínfimo nivel de información que revelaban. Oí auténticas barbaridades. Los había que ni siquiera identificaban a los candidatos principales. Otros admitían que se habían plantado allí sin saber a quién acabarían por votar. En general, los datos que manejaban eran de una inconsistencia apabullante.
Llegué a preguntarme si no sería oportuno imponer una especie de reválida elemental para confirmar el derecho de voto. Veamos: no se deja votar a los menores de 18 años porque se supone que todavía no han adquirido el suficiente grado de discernimiento, ¿no? Pues bien: ¿qué nos permite afirmar que a los 18 ya lo han alcanzado, y que lo van a conservar hasta la tumba?
Lo malo del régimen democrático no es que todo el mundo tenga derecho a opinar de todo, como sostienen los antidemócratas, sino que sólo se le concede el derecho a opinar ocasionalmente, y sólo sobre un asunto –quién va a mandar sobre él–, doble circunstancia que le empuja a no tomarse en serio el deber de pensar por su cuenta. Si tuviera derecho a decidir sobre todo lo que finalmente le va a suceder –y va a padecer–, lo mismo hacía un esfuerzo y se enteraba.
(10 de junio de 2003)
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El sábado me llamó un amigo lejano. Lejano por partida doble: porque vive lejos y porque nuestra relación tampoco ha sido nunca muy intensa.
–Oye, que he leído tu columna de hoy en El Mundo... Quería decirte que me ha encantado.
–Hombre, gracias.
Hace unos años, cuando ejercía de jefe de Opinión en El Mundo, recibía montones de llamadas con mensajes de ese tipo. Me crecían los admiradores como setas tras la lluvia. Contaba con devotos a puñados.
Por supuesto, no me lo creí jamás. Ya sabía que lo que tenía no eran admiradores, sino aduladores, que querían hacerse los simpáticos para ver si me caían en gracia y les publicaba sus cosas.
Solía desanimarlos aclarándoles la realidad de mi puesto. Les decía:
–Tú sabes que yo soy subdirector de El Mundo, ¿verdad?
–Sí... –respondían dubitativos, sin saber a cuento de qué les salía por ahí.
–Pues te voy a poner al corriente de un punto esencial. Del título que ostento, lo verdaderamente importante es la primera sílaba: «sub». De veras: si quieres alcanzar la fama, no pierdas el tiempo conmigo.
Desde que hace tres años abandoné mi puesto en el staff del diario, ha descendido vertiginosamente la cantidad de llamadas laudatorias que me hacen las gentes de postín. De veinte a la semana a una al semestre, más o menos. Por no hablar del número de invitaciones a comidas, festejos y saraos. Lo cual me hace inmensamente feliz, porque odio hablar por teléfono, porque la llamada vida social me da por rasca y porque me siento incomodísimo cuando sé que alguien está echándome flores sin creerse una palabra de lo que dice.
Algunos cobistas no eran conscientes del mal cuerpo que me dejaban con sus halagos.
–Te leo con mucho interés –me dijo una vez un preboste del PSOE.
–¿Ah, sí? Serás masoca, supongo –le respondí.
–¡Hombre, Ortiz! –me soltó en cierta ocasión un ministro del PP–. ¡Encantado de conocerte!
–No creo –me salió sin querer.
Tal vez sea mi alma vasca la que asoma en esas circunstancias.
Siempre me acordaré de un viejo compañero de lucha que fue detenido en tiempos del franquismo. Los policías de la Brigada Político-Social empezaron a interrogarle en plan «científico»: tratando de cogerlo en falta, de que se contradijera... En fin, en ese plan.
Llevaban un buen rato dándole la matraca cuando mi amigo les interrumpió:
–Jodé, vamos a dejarnos de chorradas. Que lo vuestro es pegar y lo mío aguantar. Así que... ¡al grano!
La ventaja que tiene mi situación actual es que todo el mundo va al grano conmigo. Nadie me llama porque espere sacarme un favor. Sólo me telefonean los que realmente tienen ganas de hacerlo. Y lo hacen para decirme lo que piensan.
Con éstos hasta puede llegar a ser agradable hablar.
(9 de junio de 2003)
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