Diario de un
resentido social
Semana
del 2 al 8 de junio de 2003
Un buen amigo –Gervasio Guzmán, digamos, para evitar complicaciones– me confesaba el otro día que mantiene muy cordiales relaciones personales con un responsable del PP.
–Lo conozco desde la infancia. Es un gran tipo, que te echa una mano siempre que puede –me dijo, justificándose.
Le respondí que por qué no. Las trayectorias personales siguen recorridos complejos.
–Las siglas son a veces muy engañosas –le comenté, mientras nos servían la comida.
Y es que es verdad: he conocido a tíos supuestamente muy de izquierdas que no hay por dónde agarrarlos, lo mismo que me he topado con gente de centro y de derecha que hace una labor honrada y digna de encomio en el lugar en el que le ha situado la vida.
La conversación transcurría por cauces así de pacíficos, con un excelente gazpacho de por medio, cuando –sin ninguna intención particular, por mera curiosidad– se me ocurrió preguntarle por la identidad de su amigo.
–¿Lo conozco?
–Es Fulano –me dijo.
Me atraganté del susto. Casi le escupo el gazpacho a la cara.
–¿Fulano?
No pondré aquí el nombre del Fulano en cuestión, para no comprometer a mi amigo, pero sí diré que se trata de uno de los políticos del PP a los que tengo en peor consideración. Y no ya por sus opciones políticas –que también– sino porque además tengo relación con gente que trabaja a sus órdenes y que me lo ha puesto de vuelta y media, como déspota, obtuso y gritón insoportable.
Se lo conté a Gervasio y se quedó de una pieza.
–No me encaja –repitió media docena de veces.
¿Es mi amigo Gervasio tonto, insensible, nulo en psicología? Para nada. Al contrario: lo tengo por perspicaz. Ha tenido otra experiencia, sencillamente. Ha visto al tipo del PP desde otra perspectiva.
Yo he sido víctima de algún caso similar de percepción confusa de gente que conmigo se comportó de manera muy amable y simpática, lo que me movió a definirla como muy amable y muy simpática... hasta que me topé con otras personas que me dieron noticia de contactos harto diferentes y mucho menos satisfactorios.
Según he podido comprobar, hay diversas vías de posible confusión en este género de relaciones personales: la de los individuos a los que conoces en plan de pandilla, o de jarana –o sea, de igual a igual–, y a los que nunca has visto ejerciendo de jefes o de jefecillos; la de los tipos con los que te relacionas en situación que él considera ventajosa para tí (es decir: siendo tú su superior, o tomándote él por tal); la de la gente que ejerce de Dr. Jekyll o de Mr. Hide según esté en su casa o fuera...
Para estos últimos reserva Charo una expresión muy gráfica. Los llama «placer de casa ajena». Y son muy típicos. Los sacas a pasear y se portan de maravilla: estupendos, divertidos, amables. Regresan a su hogar y se vuelven hoscos, antipáticos, tiranos.
Supongo que lo importante es no olvidarse de que todo individuo –y toda individua– tiene diferentes facetas. Y que es el conjunto lo que vale.
¿Cómo es el Fulano al que conoce Gervasio: como lo ve él o como lo soportan quienes lo sufren en su despacho?
De las dos maneras, sin duda. La cuestión es que la una descalifica la otra.
(8 de junio de 2003)
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Cada día, cuando se me ocurre algún comentario sobre algo que ha ocurrido –o sobre algo que algún personaje ha dicho, o sobre algo que se atisba en el horizonte–, pienso que, para cuando tenga ocasión de escribirlo y de publicarlo, ya lo habrán hecho varios otros. «¡Pero si es sota, caballo y rey!», me digo.
No sé por qué no aprendo. Porque lo normal es que mi temor carezca de fundamento. Casi siempre –por no decir siempre– llego a la letra impresa con toda la antelación del mundo.
Algo no encaja, aparentemente. Porque las ideas que se me ocurren podrán resultar molestas para tales o cuales poderes, pero son la mayor parte de las veces de pura lógica, de sentido común. ¿No se le ocurren a nadie más? ¿O se les ocurren, pero no les apetece ponerlas por escrito? ¿O les apetece, pero no se atreven? ¿O no les dejan hacerlo?
Lo ignoro. Pero el hecho es que la mera utilización de la lógica me deja por delante un inmenso campo libre.
Da la sensación de que están tan ocupados en perorar sobre realidades desfiguradas –o directamente inventadas– que no tienen tiempo de ocuparse de la realidad efectivamente existente. Con lo que uno acaba por convertirse en singularísimo cronista de lo obvio.
(7 de junio de 2003)
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El hijo de un amigo, periodista mexicano ahora destinado en Bruselas, me escribe para que le eche una mano en el análisis de un poema de Blas de Otero sobre el que debe trabajar para un examen. Lo hago muy a gusto: Otero siempre ha sido uno de mis predilectos.
Repasando la obra del bilbaino, me topo con otro poema que hace tres o cuatro semanas cité de memoria en Radio Euskadi y que, según lo vuelvo a leer, me deja pasmado por su impresionante actualidad. ¡52 años después de escrito!
Dedico hoy esta página del Diario al gran Blas. «Lo dijo Blas, y amén, punto redondo».
El poema se llama «Mundo». Quien ya lo conozca, eso que lleva ganado.
Éste es su texto:
Cuando San Agustín escribía sus
Soliloquios.
Cuando el último soldado alemán
se desmoronaba de asco y de impotencia.
Cuando las guerras púnicas
y las mujeres abofeteadas en el
descansillo de una escalera,
entonces,
cuando San Agustín escribía La Ciudad de Dios con una mano
y con la otra tomaba notas a
fin de combatir las herejías,
precisamente entonces,
cuando ser prisionero de guerra
no significaba la muerte,
sino la casualidad de
encontrarse vivo,
cuando las pérfidas mujeres inviolables
se dedicaban a reparar las constelaciones deterioradas,
y los encendedores automáticos
desfallecían de póstuma ternura,
entonces, ya lo he dicho,
San Agustín andaba corrigiendo
las pruebas de su Enchiridion ad
Laurentium
y los soldados alemanes se
orinaban encima de los niños recién bombardeados.
Triste, triste es el mundo,
como una muchacha huérfana de
padre a quien los salteadores de abrazos sujetan contra un muro.
Muchas veces hemos pretendido que
la soledad de los hombres se llenase de lágrimas.
Muchas veces, infinitas veces
hemos dejado de dar la mano
y no hemos conseguido otra cosa
que unas cuantas arenillas pertinazmente intercaladas entre los dientes.
Oh, si San Agustín se hubiese
enterado de que la diplomacia europea
andaba comprometida con
artistas de varietés de muy
dudosa reputación,
y que el ejército
norteamericano acostumbraba recibir paquetes donde la más ligera falta de
ortografía
era aclamada como venturoso
presagio de la libertad de los pueblos oprimidos por el endoluminismo.
Voy a llorar de tanta pierna
rota
y de tanto cansancio que se
advierte en los poetas menores de dieciocho años.
Nunca se ha conocido un
desastre igual.
Hasta las Hermanas de la
Caridad hablan de crisis
y se escriben gruesos volúmenes
sobre la decadencia del jabón de afeitar entre los esquimales.
Decid adónde vamos a parar con
tanta angustia
y tanto dolor de padres
desconocidos entre sí.
Cuando San Agustín se entere de que los teléfonos
automáticos han dejado de funcionar
y de que las tarifas contra incendios se han
ocultado tímidamente en la cabellera de las muchachitas rubias,
ah entonces, cuando San Agustín lo sepa todo
un gran rayo descenderá sobre la tierra y en un
abrir y cerrar de ojos nos volveremos todos idiotas.
Blas de Otero
(1951)
(6 de junio de 2003)
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Trillo dice que el accidente de avión de Turquía se produjo por «un fallo humano».
Va empeorando. Al principio dijo que la culpa la había tenido la niebla. Ésa sí que fue una explicación bonita. Poética, incluso. Y muy castrense. En tiempos, si un soldado se caía por una ventana, se sancionaba a la ventana. Incluso podía ser condenada a desaparecer. La tapiaban, y asunto concluido. Y si un burro daba una coz, se le arrestaba. Esta vez las cosas habían comenzado inmejorablemente, gracias a Trillo. Hubiéramos podido tener un proceso contra la niebla. ¡La niebla en el banquillo! Pero al final se ha arrepentido y ha decidido pasarse a lo del «fallo humano».
¿Qué es un fallo humano? Dispuesto a facilitarnos las cosas, Trillo nos ilustra al respecto con su misma explicación. Afirma que no se podrán determinar con fundamento las causas del accidente hasta que concluya la investigación en marcha y, acto seguido, sostiene que el accidente se produjo por un «fallo humano». Es decir, que habla sin fundamento. Eso es un fallo humano.
El accidente de tren de Chinchilla también fue culpa de «un fallo humano», según Renfe y Álvarez Cascos. ¿Y lo fue? ¡Claro que lo fue! ¡Valiente tontería! Decir de un accidente que se ha producido por un fallo humano –o por varios, alternativamente– es igual que no decir nada. Todos los accidentes son resultado de errores humanos: alguien toma una decisión equivocada, alguien fabricó mal el aparato, alguien no lo ha revisado con el cuidado que se requería, el sistema de conjunto estaba mal concebido o mal mantenido...
Presentar como explicación de un accidente que las personas se equivocan –nos equivocamos– es tomar el pelo al público. Desde los tiempos de la Roma Imperial sabemos que errare humanum est. Y, precisamente porque errar es humano, los sistemas, todos los sistemas, deben estar hechos a prueba de errores humanos hasta el máximo de lo posible. Hay que prever la posibilidad de que en un aeropuerto haya niebla. Debe prepararse el sistema ferroviario para la posibilidad de que un jefe de estación se despiste y encienda por error la luz verde de un semáforo.
Digámoslo al revés: no tomar las precauciones necesarias (y posibles) excede la categoría de «error humano» para entrar en el campo de las negligencias, eventualmente perseguibles por la vía penal.
El Estado español podría usar aviones mejores que el de Turquía, pero no lo hace porque está ahorrando y elige ahorrar en el capítulo de la seguridad. Punto uno.
Y punto dos: el Estado español tiene previstas desde hace años una serie de obras de mejora del tramo ferroviario Albacete-Murcia, pero no las ha llevado a cabo. Y no lo ha hecho porque está ahorrando. Y está ahorrando –qué coincidencia– a costa de la seguridad de los demás.
El «fallo humano» tiene nombres y apellidos. Y concepto: se llama “déficit cero”.
(5 de junio de 2003)
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Hace un año que dejé de fumar. Por lo que veo, tomé la decisión coincidiendo con el Día Internacional de la cosa. Supongo que no me di cuenta porque, en caso contrario, no lo habría hecho: odio los Días Internacionales Pro-Esto o Contra-Lo-Otro.
Me cuentan que somos muy pocos los que logramos prescindir del fumeque sin respaldo médico. Y menos todavía los que lo hacemos al primer intento. Y todavía menos los que lo hacemos sin que el médico nos haya echado la bronca tras mirar la radiografía pulmonar correspondiente. No alcanzamos el uno por ciento. Se ve que es mi destino: estar en estruendosa minoría.
¿Qué balance hago de la cosa? Resumo. Me ha desaparecido la tos matinal. Me canso menos al subir escaleras y cuestas. Puedo subir mejor algunas notas cuando canto.
Nada demasiado espectacular.
He experimentado algún otro cambio que no me atrevo a valorar. Por ejemplo: mi sentido del olfato ha mejorado mucho, pero eso no está nada claro que me beneficie, dado que la mayoría de los olores disponibles en la realidad son bastante desagradables.
Lo que creo que no he hecho es actuar como converso. Ya se sabe que los neófitos de toda suerte tienden a ser los peores fanáticos, los más intransigentes. Me he puesto en guardia contra ello. Trato de no dar la vara a quienes fuman. Ni siquiera he presionado a mis próximos para que dejen de fumar (de hecho, lo hacen casi todos). Ahora: es verdad que el humo molesta. Y no sólo en los recintos cerrados. Admito que a veces tuerzo el gesto incluso cuando siento que están fumando en mis cercanías en la calle.
Pero –y a eso es a lo que voy– sigo pensando, igual que hace un año e igual que hace dos, que la creciente pureza que exhiben los poderes públicos en relación al tabaco es una coña marinera. El dióxido de carbono emitido por los motores que funcionan con hidrocarburos son mucho más nocivos para el equilibrio medioambiental y la salud ciudadana que el humo del tabaco, y los gobiernos no hacen nada serio contra eso. Vayamos al fondo de las cosas: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional son infinitamente más nocivos para la salud que el tabaco. El capitalismo mata más que el tabaco, que el alcohol, que la heroína...
No fumo, hago ramadanes cada dos por tres, no me drogo... pero tampoco me dejo tomar el pelo.
(4 de junio de 2003)
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José María Aznar le dice a Rodríguez Zapatero que el PSOE no puede llegar en Madrid a un acuerdo con IU porque en IU está Ezker Batua, que pacta con el PNV y EA, los cuales –según él– dan la cara por la disuelta Batasuna, que no condena los atentados de ETA, lo que significa que los apoya.
Aznar tiene un sistema muy raro de establecer con quién pueden y con quién no pueden colaborar los demás. Fija prohibiciones de uso externo que él jamás se ha impuesto. Cuando pactó (Álvarez Cascos mediante) el respaldo del PNV a su primera investidura –por pura vanidad, dicho sea de paso, porque no le hacía falta: le perdieron las ganas de igualar en votos parlamentarios a Felipe González–, los seguidores de Arzalluz no eran menos soberanistas que ahora. De hecho, lo eran más: entonces no hablaban de soberanía, en abstracto, sino de independencia. Y a plazos tan cercanos –o tan remotos– como los de ahora.
¿Y qué no decir de «los comunistas de IU»? Cuando él echaba sin parar flores a Anguita, y cuando sus diputados andaluces «coincidían tácticamente» con los de IU para amargar la existencia a Chaves, IU –toda IU, no sólo la federación de Madrazo– defendía un día sí y otro también el derecho de Euskadi a la autodeterminación y tenía tratos no ya con el PNV y EA, sino incluso con la preilegalizable HB. De hecho, el propio Aznar –una delegación suya– se relacionó en vivo y en directo con ETA: una organización con la que pretendió llegar a un acuerdo y sobre la que se mostró capaz de hacer todo un memorable discurso sin llamarla ni una sola vez «terrorista».
Es bueno asumir
principios, normas de conducta. Claro que sí. Pero los principios, por
definición, deben tener una validez universal. Y permanente.
Consideremos ese otro reciente invento, el de «los partidos constitucionalistas», que tanto manejan ahora, y que parece haberse convertido en la medida universal de lo aceptable y lo inaceptable. ¿No es de coña que lo haya puesto en circulación un político que hizo propaganda en contra de la Constitución y que encabeza un partido en cuya Presidencia de Honor está un vetusto caballero que se opuso en las urnas a la tan mentada Constitución, como antes se había opuesto con pelotones de fusilamiento a la propia libertad?
¿No se dan cuenta de que es no ya contrario a toda ética, sino incluso a toda estética, que el PP y el PSOE, dos partidos cuyo pasado hay que coger con pinzas, sean los que se dedican a poner objeciones morales a políticos que jamás han colaborado en la muerte de ningún inocente, ni en Hendaya ni en Irak?
Lo que caracteriza a las personas de principios es que primero los proclaman y luego tratan de ajustarse a ellos en la práctica. Lo que hace esta gente es tener la práctica que más le conviene y luego fabricarse un montón de principios a la medida. A la medida de los demás, sobre todo.
(3 de junio de 2003)
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Se lo he oído decir a muchos veteranos actores: por años que pasen, por muchas veces que uno se enfrente tarde tras tarde y noche tras noche a la misma situación, salir al escenario y afrontar al público nunca deja de producir el mismo temblor de piernas, el mismo respeto reverencial.
Dicen que el miedo escénico acompaña de por vida a los actores. Pero es falso. Es otro papel que representan. En sus primeras actuaciones, todos salen al escenario hechos unos flanes, por supuesto. Hasta les cuesta hablar. Pero, con el tiempo, consiguen dominarse.
Ellos mismos inventaron la expresión. «Tener tablas» es eso: estar habituado a pisar los escenarios, haber adquirido la experiencia que permite afrontar cualquier imprevisto.
Me consta. No soy actor, pero sí veterano conferenciante. Sé de qué hablo. Recuerdo una de las primeras veces que me tocó hablar en público. Fue en un teatro de Valencia, hace 25 años. Tenía que echarme un mitin ante algo así como medio millar de personas. Cuando las vi, me parecieron medio millón. Salí huyendo a la calle, me metí en la primera tasca que encontré y me eché al coleto sin pestañear dos copas de ginebra. Gracias a la potente megafonía, parece que algunos lograron entender el tembloroso susurro que finalmente emití durante unos diez minutos. Llevaba el texto escrito, por supuesto, y lo había repasado veinte veces, pero daba igual. Lo único que me salió sin dificultad alguna fue el sudor: acabé empapado.
Un cuarto de siglo después, sigo tomándome muy en serio mis intervenciones en público, por supuesto, pero mentiría si dijera que me alteran los nervios.
A todos nos ocurre lo mismo. En todos los órdenes de la vida.
Incluido el fútbol.
Ayer, según vi a los jugadores de la Real Sociedad recién plantados en el césped de Anoeta, me dije: «Estos pobres están aterrados». Estaban como yo en mi mitin de Valencia, abrumados por la responsabilidad. Resultaba risible ver a Kovacevic paseándose absorto, dibujando sobre su rostro la señal de la cruz una y otra vez mientras sus compañeros se fotografiaban. Eran todos puro nervio. Se les sentía acelerados, con las miradas extraviadas, no pensando en el momento, sino en los titulares de la Prensa del día siguiente.
Me pongo en su situación. Imagino que soy un futbolista que ha firmado un contrato de mindundi con la esperanza de hacer un papel digno evitando el descenso a Segunda División y que, de repente, me encuentro a tres partidos del final con serias posibilidades de acabar campeón. Me haría por la pata abajo, faltaría más. ¿Qué pasa cuando uno se encuentra en ésas? Que apenas articula palabra, que las piernas le tiemblan, que se le nubla la vista.
Ayer, los jugadores de la Real derrocharon ganas, energía... y precipitación, y nervios. Empataron, y suerte que no les fue peor. Me resultaron enternecedores.
Lo más probable es que no ganen la Liga. Por su propia culpa. Por su comprensible culpa.
Me da que les va a tener que pasar como a los buenos actores: ojalá sigan muchos años ahí arriba, hasta que se acostumbren a las ovaciones y estén con naturalidad a la altura de sus propios méritos.
(2 de junio de 2003)
Para ver
los apuntes del pasado fin de semana, pincha aquí
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