Diario de un resentido social

Semana del 12 al 18 de mayo de 2003

 

¿Cuanto peor, mejor?

De cumplirse las previsiones del macrosondeo publicado ayer por El Mundo, los partidos nacionalistas españoles –mal e interesadamente llamados «constitucionalistas»– incrementarán muy sustancialmente su poder local en Euskadi tras las elecciones del próximo día 25. Sigma Dos, empresa que realiza los sondeos para el mencionado diario, pronostica que el PP y el PSOE lograrán incluso hacerse con el control municipal de las tres capitales de la comunidad autónoma.*

Contra lo que cualquier observador foráneo pudiera suponer, tan notable vuelco en la relación de fuerzas locales no se producirá –si se produce– porque esos partidos hayan logrado un importante incremento del respaldo que les conceden los ciudadanos, sino porque un poderoso rival, representativo de casi un 20% del censo, habrá sido privado de la posibilidad de recolectar el voto de sus afines.

Lo cual nos pone en vísperas de una transformación sustancial de la democracia. Gracias a la acción concurrente de dos partidos minoritarios**  y de quienes ellos mismos han designado para jueces de la contienda –recuérdese que el Supremo y el Constitucional tienen la composición que el PP y el PSOE han convenido que tengan–, vamos a asistir a la aparición de una democracia sui generis, no basada en el sufragio universal. Olvidémonos de etimologías: en Euskadi, «democracia» ya no significa «gobierno del pueblo» sino gobierno de la parte del pueblo autorizada a votar a su guisa.

Si son ciertos los augurios que se apoyan en los sondeos, algo así como la mitad de los electores que en pasados llamamientos a las urnas votaron a EH, HB o Batasuna pueden decidirse esta vez por respaldar a la alianza PNV-EA o a Ezker Batua-Izquierda Unida. Habría diferentes razones para ello, incluida la de no contribuir indirectamente con su abstención a la victoria a la coalición radical PP-PSOE. Pero, de acuerdo con esos mismos sondeos, habrá otros tantos ciudadanos que meterán en las urnas las papeletas de AuB –es decir, que votarán nulo– o que se abstendrán. Con todo el derecho del mundo, dicho sea de paso.

Así las cosas, parece inevitable que se produzca una violenta distorsión de la voluntad del electorado vasco, cuyo efecto principal será una disparatada sobrerrepresentación de los partidos españolistas en ayuntamientos y diputaciones.

Eso elevará en muchos grados la tensión social y echará leña al fuego del enfrentamiento civil. La gente de convicciones nacionalistas considerará un fraude que su concejo esté gobernado por políticos que no representan ni de lejos las opciones mayoritarias, y algunos habrá que se lo tomen con relativa calma, pero otros –no hace falta ser profeta para augurarlo– no. Con lo cual se generalizarán esas tétricas historias de alcaldes que no pueden ni asomarse al balcón de la casa de la villa y de concejales que son acosados por la calle e insultados en los bares. Ni que decir tiene que ganarán muchos enteros –más aún– las acciones de los partidarios de la violencia, incluida la armada. Y caminaremos a grandes zancadas por la senda  que conduce a las soluciones finales de uno u otro signo.

¿Es eso lo que quieren Aznar y los suyos? Temo que sí. Me he visto demasiadas veces a lo largo de la vida frente a la lógica enloquecida del «cuanto peor, mejor» como para no reconocerla cuando se presenta de nuevo en escena, presta a hacer de las suyas.

––––––––––––––––

* Ignoro por qué, El Mundo da por supuesto que el PSE-PSOE va a pactar con el PP urbi et orbi, lo cual no tiene por qué suceder. Algunos tendemos a suponer, por ejemplo, que el denostado Odón Elorza no volverá a formar coalición con las huestes del PP, con las que se lleva de pena.

** Minoritarios cada uno por su cuenta y minoritarios en comunión. Conviene no tomarse en serio el tópico de «Euskadi, partida en dos mitades». El voto españolista está muy lejos del 50%.

 

(18 de mayo de 2003)

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Las ganas de contar

Me pidieron ayer mis amigos de Acción Alternativa que fuera a Sevilla para participar hoy en un acto de solidaridad con José Couso. Nada me gustaría más, pero no podía ser: estoy recluido en mi casa montañera de Aigües, en Alacant, entregado a una de esas tareas que, para que parezcan algo menos arrastradas, algunos cursis mencionamos en latín, diciendo aquello de pro (o de) pane lucrando.

 Como posibilidad alternativa, me sugirieron que les mandara un mensaje de apoyo al acto. Escribí entonces el texto que incluyo a continuación.

En los viejísimos tiempos de la transición, solíamos bromear con los fotógrafos diciéndoles que su desgracia era doble: no sólo su trabajo estaba peor pagado que el nuestro –el de los escribidores–, sino que, además, resultaba indisimulable. Si nosotros estábamos cubriendo una manifestación y llegaba la poli con ganas de zurrar, con poner cara de despistados lo teníamos más o menos resuelto. Pero ¿cómo iban a disimular su condición de periodistas quienes llevaban colgada del cuello una Nikon de aquí te espero? Daban el cante, los forraban a palos y a veces incluso les birlaban los carretes y les pateaban la cámara, que muchos no tenían asegurada, porque los seguros costaban una pasta.

Han pasado muchos años, pero todo sigue muy parecido. Cuando los amigos de la agresión a escondidas quieren ir contra la Prensa, en general, siguen apuntando contra el de la cámara, en particular. Es lo más fácil. Leí el otro día a un supuesto experto de la Guardia Civil que justificaba el asesinato de José Couso reprochándole no saber que una cámara de televisión se parece mucho a un tipo de lanzagranadas de fabricación rusa, lo que –decía– hubo de mover a engaño al oficial estadounidense que disparó contra él. ¡Las cosas que inventan algunos para sacar la cara por sus jefes! La cámara y el lanzagranadas tal vez se parecezcan mirados desde lejos, pero no cuando son observados con una mira telescópica de alta precisión como las que llevan los carros de combate modernos. A esa distancia, el oficial estadounidense que disparó podía ver no sólo que se trataba de un periodista con una cámara de vídeo, sino incluso la marca y el modelo de la cámara, y hasta si estaba rodando o no. Disparó su proyectil igual que los grises del franquismo pegaban a los fotógrafos: para castigar a la Prensa, por orden de la superioridad.

Yo no sé si será verdad que una imagen vale por mil palabras. Sé, a cambio, que cuesta bastante menos a quien la adquiere. Las condiciones económicas y laborales en las que desarrollan su labor los reporteros gráficos son, por lo general, penosas. Incluso en comparación con las de los reporteros literarios a los que acompañan. ¿Que es la suya una profesión muy romántica y muy vocacional?  Aceptémoslo. Pero ni el romanticismo ni la vocación dan para pagar hipotecas y colegios, que yo sepa. Y cuando el fotógrafo o el cameraman vuelve a casa al término de su trabajo, tiene las mismas necesidades y las mismas deudas que el resto de los mortales.

Oye uno ahora a los jefes de Couso hablar de su sacrificio y de su asesinato, constata lo orgullosísimos que se sienten de su labor profesional y de la calidad de su trabajo, y se queda de piedra. ¡Con qué exquisito pudor disimularon esos sentimientos cuando José estaba en vida! ¡Cómo acertaron a reprimir su deseo de remunerar debidamente su reconocida entrega y su indiscutida profesionalidad!

Malditos farsantes.

Esa gentuza se aprovecha de algo que ninguna ley regula, porque es imposible sujetar con brida alguna, física o espiritual. Está legislado el derecho de los ciudadanos a recibir información veraz, y el deber que tenemos  los periodistas de proporcionársela. Pero lo que ninguna ley estipula es el precio que pagan algunos periodistas para saciar su sed de contar, de mostrar, de servirnos de vista y de oídos a los demás. Un precio que rara vez valora el público, y un precio que jamás satisfacen los empresarios.

Couso no murió como periodista. Murió por periodista.

Confío en que nuestro recuerdo –al menos nuestro recuerdo– se lo reconozca de por vida.

 

(17 de mayo de 2003)

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Imposiciones lingüísticas

Es frecuente encontrar en los medios de comunicación capitalinos denuncias sobre presuntos excesos cometidos por las autoridades vascas o catalanas en la potenciación de las lenguas propias de sus respectivos territorios. No faltan los comentaristas que se erigen entonces en airados defensores de los derechos de las poblaciones castellanohablantes de esas áreas geográficas. Rara vez –por no decir nunca– he visto que nadie se refiera a la falta de respeto o al desprecio directo que las autoridades centrales y sus sucursales periféricas muestran hacia los otros idiomas que se hablan en España o, mejor dicho, hacia los derechos de las personas que se expresan en esos idiomas.

Hay casos muy llamativos. El de los jerifaltes valencianos, por ejemplo. Es extraordinario el poco esfuerzo que han realizado para facilitar el uso social de la lengua autóctona, por muy cooficial que sea desde hace veinte años. Aún a estas alturas, sólo dos de cada diez alumnos de la Comunidad Autónoma realizan sus estudios en valenciano. El muy seguido Canal 9 limita el uso de la lengua valenciana a algunos informativos y ciertas retransmisiones deportivas, como pura rareza, mientras el canal Punt Dos, reservado al valenciano, es mantenido en la más estricta clandestinidad. La desidia del PP ha llegado al extremo no ya de promover a la Presidencia de la Generalitat a un ciudadano que ignoraba la lengua valenciana, sino de aceptar tan tranquilamente que se mantuviera en el cargo durante años y más años sin hacer nada por aprenderla. Y ahí siguió hasta que Aznar lo nombró ministro y se lo llevó para Madrid.

La mayor preocupación mostrada por el PP desde hace años con respecto a la lengua valenciana ha sido negarle relación alguna con el catalán. Recientemente, la Trobada de Escoles en Valencià, que ha reunido a decenas de miles de personas preocupadas por la defensa y el desarrollo del idioma, ha suscrito un importante Compromís per la Llengua. ¿Hará falta decir que el PP se ha negado a firmarlo?

Ayer me llegó otra muestra del estilo lingüístico del que hacen gala las autoridades del Estado pepero cuando no se sienten suficientemente vigiladas. Se trata de una resolución de la Junta Electoral de Melilla, que responde a una queja formulada por el Partido Independiente de la ciudad autónoma  relativa a la difusión de consignas electorales en shelja. Aclararé, para quien no lo sepa, que la pervivencia del shelja (bereber, lengua amazigh) entre una parte de la población melillense de nacionalidad española está considerada con justicia por los estudiosos como una joya cultural digna no ya de protección, sino incluso de mimo. Pues bien, esto es lo que quedó suscrito en el documento en cuestión: «La Junta reitera que todo acto de campaña electoral, cualquiera que fuere su naturaleza, deberá realizarse en el idioma castellano. Asimismo acuerda requerir al representante de Coalición por Melilla para que en lo sucesivo la citada formación política se abstenga de realizar actos de campaña electoral, de cualquier clase y naturaleza, utilizando un idioma distinto del castellano, bajo apercibimiento de poder incurrir (sic) en un delito electoral».

Menos mal que en estas elecciones no va a aparecer por aquí Chirac. Porque como se le ocurriera venir y soltar unas palabritas en francés, esta gente lo procesa por delito electoral.

Habrá quien diga: «¿Y qué pinta un vasco rompiendo lanzas en pro del valenciano... y hasta del shelja?». Respuesta: los no nacionalistas nos caracterizamos por defender el libre uso y disfrute de todas las lenguas.

Algunos creen que demuestran su no nacionalismo favoreciendo la superioridad del castellano. No. Con eso lo que demuestran es su nacionalismo español. El internacionalismo es otra cosa.

 

(16 de mayo de 2003)

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¿Y si...?

No apelo a ninguna ciencia. Tan sólo a cierta vaga intuición, de la que tampoco puedo fiarme gran cosa: puede ser que las ganas me pierdan. Así que lo digo con toda la prudencia que aconseja el caso, pero lo digo: para mí que esta campaña electoral no le está yendo nada bien al PP.

Al PP en general y a Aznar en particular.

En Valencia no consiguió llenar. En Málaga tampoco.

Ya allí le salió el primer tocanarices, con una fotografía del Che Guevara.

Lo del lunes en Asturias resultó de coña: los grupos de reventadores fueron haciéndose notar por turnos, para desesperación del pope del PP, que no pudo ocultar su enfado y su impaciencia. Cuando no le echaban el chorreo por la guerra de Irak le abroncaban por el desastre del Prestige. «¡Dejadles, dejadles!», decía a los suyos, probablemente asustado ante la posibilidad de que hubiera heridos y se los cargaran en cuenta. No conseguió refrenarlos en Navarra, donde el burreras de Sanz se echó encima de un protestón.

Las fotos nos muestran a una plana mayor popular con caras no ya de disgusto, sino de desaliento. Como si empezaran a sentirse superados por las circunstancias.

Sus discursos parecen –me parecen a mí, al menos– preparados por sus peores enemigos. Lo de «la coalición radical socialista-comunista» es grotesco. Y resulta disparatado dedicarse a acusar al PSOE y a IU no ya de no saber hacer bien las cosas, sino de hacerlas deliberadamente mal. Se puede partir del hecho de que el electorado está bastante desinformado, pero no es conveniente tomarlo por tonto de remate. Además, la manía que le ha entrado a Aznar de hacer afirmaciones del estilo de «Se van a llevar una sorpresa morrocotuda» es  nefasta para sus intereses: revela que él mismo da por hecho que sus rivales tienen más expectativas de triunfo.

Con todo lo cual, la pregunta es ésa: ¿y si estos signos fueran preludio de un buen tortazo del PP en las urnas?

La mayor parte de mis amigos y conocidos pronostican una nueva victoria de las huestes aznarinas. Pero me da que lo hacen sobre todo para curarse en salud. Es cierto que las urnas –o sea, los electores– nos han dado tantos disgustos a lo largo de los años que el personal de espíritu más crítico no se siente demasiado inclinado a esperar que de repente nos vayan a proporcionar una alegría. Pero el macrosondeo del CIS, cuyos resultados se conocerán este próximo fin de semana, indica un claro descenso de las expectativas electorales del partido del Gobierno. Y el hecho de que el trabajo de campo se hiciera durante la guerra de Irak matiza, pero no anula el valor de los resultados, basados en una muestra amplísima (22.000 entrevistas). Según los datos de ese gran sondeo, el PP podría perder las alcaldías de ciudades tan importantes como Madrid y Valencia. No tanto porque su lista dejara de ser la más votada, sino porque quedaría por debajo de las del PSOE e IU juntas.

Habrá quien me pregunte –alguno ya lo ha hecho– qué alegría podría proporcionar a la gente más disconforme con el orden social imperante, entre la que me incluyo, que el PSOE de Rodríguez Zapatero diera un revolcón al PP el próximo día 25.

La pregunta encierra tres subpreguntas que conviene separar.

Primera: ¿tendríamos motivos para alegrarnos de que el PP se llevara un buen revolcón electoral? Respuesta: sí, muchos.

Segunda: ¿tendríamos motivos para alegrarnos de que el PSOE triunfara en las próximas elecciones? Respuesta: no, ninguno.

Tercera: ¿qué hemos de considerar más importante en este momento: que pierda el PP o que no gane el PSOE? Respuesta: que pierda el PP.

Los enemigos, uno a uno. Y cada cual a su hora.

Hace una década, el objetivo principal era echar al incombustible González. Ahora, mandar a Aznar y su gentecilla con viento fresco.

¿Trabajos de Penélope? Más bien de Prometeo.

 

Trompazo galáctico

No quisiera ensañarme con el Real Madrid. No tanto por el club como por los amigos y amigas que cuento entre sus seguidores, cuyo disgusto lamento. En todo caso, me parece bastante obvio que habían concedido demasiadas posibilidades a ese equipo, gigante con pies de barro. Me acordé de la película de Jimmy Cliff, que esa misma tarde había estado viendo de nuevo: The harder they come, the harder they’ll fall. Tanto más alto elevas tus fantasías, tanto más dura acaba siendo la caída, sí.

Me temo que ha habido gente que ha confundido con demasiada facilidad el culo con las témporas. No se puede despreciar con tanta frivolidad el fútbol italiano, primero y principalmente porque «el fúrbol italiano», como categoría, no existe. No es lo mismo el Inter que el Milán, ni es lo mismo la Roma que la Juventus. La Juve, supuesto prodigio de cerrazón defensiva, presunta cerocerista profesional, le metió al Madrid tres goles como tres soles. Y el galáctico Madrid, sedicente maravilla del fútbol ofensivo, deambuló por el terreno de juego como si fuera incapaz de marcarle un gol al mismísimo arco iris, demostrando que tiene una defensa con más agujeros que un calcetín de Cantinflas.

El Real Madrid cuenta con grandísimos jugadores, individualidades portentosas que, cuando están en forma, pueden trenzar jugadas de altísimo nivel. Y muy bonitas. Pero un equipo no puede cifrar todas sus posibilidades de éxito en el genio de tres o cuatro malabaristas del balón. Porque, cuando los malabaristas están cansados, doloridos o, sencillamente, no tienen su día, aflora todo lo que no hay por debajo.

Aparte de eso, tampoco estaría de más que algunos de sus jugadores dejaran de mirar los extractos de su cuenta bancaria como si fueran el indicativo de su categoría profesional y humana. Recuerdan a veces demasiado a ese Michel reconvertido en comentarista que en sus tiempos de jugador se dedicaba a insultar a los futbolistas de otros equipos llamándolos «muertos de hambre» –lo que no le impedía arrugarse cuando le tocaba aguantar el tipo en una barrera–, o a aquel Juanito de triste memoria que fue incluso capaz de pisar la cabeza de un contrario para desfogar su rabia de derrotado. Sencillamente: saber perder forma también parte de la verdadera categoría. Alguien debería explicárselo a ese botarate que se hace llamar Guti y que, cual niño en patio escolar, se dedica a hacer gestos de amenaza a los oponentes que le han entrado feamente, sin importarle predisponer al árbitro en su contra y  perder con ello un tiempo que su equipo necesita.

En fin, que se lo han ganado.

Por lo demás, mis respetos –y mi agradecimiento– para Zidane. Siempre diré que he tenido la suerte de ver jugar a Pelé, a Di Stefano, a George Best, a Maradona, a Platini... y a Zidane. Qué placer para los ojos.

 

(15 de mayo de 2003)

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¿Pero qué pretenden?

En tiempos, el PP y el PSOE sostenían que lo mejor que podía ocurrir con la llamada izquierda abertzale radical era que se decidiera a competir en el marco legal y que participara en las instituciones. Partían del supuesto de que eso propiciaría su integración en la vida política convencional.

Ese fue, de hecho, el criterio que inspiró el pacto de Ajuria Enea.

Por las razones que sea, el caso es que, con el tiempo, ambos partidos han acabado por apuntarse a la táctica diametralmente contraria. Han optado por expulsar a la izquierda abertzale radical de las instituciones y han hecho lo necesario por impedir que tenga una expresión política legal. Es más: han decidido que a quienes sostengan el mismo criterio que ellos defendían hace unos años –ése que animó a Aznar en 1996 a afirmar que la ilegalización de HB sería una torpeza gravísima– hay que considerarlos gentuza criptoterrorista, merecedora de todas las maldiciones.  

Bien. No voy a insistir en la crítica de los instrumentos sedicentemente jurídicos que se han sacado de la manga para perpetrar sus propósitos. Me limitaré a constatar un hecho difícilmente discutible: han expulsado de la legalidad a algo así como el 15% del electorado vasco.

Materializado lo cual, ¿qué han previsto que hagan las muchas decenas de miles de electores a los que han dejado huérfanos de representación política? Misterio. De hecho, tanto el PP como el PSOE rechazan todas y cada una de las posibilidades que tienen ante sí esos electores frustrados. No quieren que se abstengan, porque pretenden que la abstención es un acto incívico. Se indignan ante la posibilidad de que voten nulo (aunque no han sido capaces de argumentar por qué: de hecho, el voto nulo es perfectamente legal). Y, desde luego, les parece que sería monstruoso que votaran a otra candidatura nacionalista, porque han decidido –anteayer lo dijo Mayor Oreja– que en el nacionalismo vasco «no hay ya lugar para la libertad, la democracia y la decencia». 

Descartado que propugnen la desaparición física de ese amplio conjunto social –no sé: digo yo que habrá que descartarlo–, tal parece que sólo le ofrecen una posibilidad: votar al PP o al PSOE. Pero no los veo yo muy partidarios.

Todo indica que lo que ellos pretenden es que lo legal haga las veces de lo real. Pero lo legal sólo tiene sentido –y futuro– cuando regula lo real; no cuando pretende sustituirlo.

«Desterrad lo natural; regresará al galope», dice el refrán.

Claro que ése es un refrán francés. Y ya se sabe que lo francés, como lo alemán, se ha vuelto irrelevante. Ahora ya sólo tiene valor lo que puede decirse salido deep in the heart of Texas.

Palabrita de Aznar.

 

(14 de mayo de 2003)

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Martes y 13

Mi padre, que de joven fue bastante guasón –con los años se fue amargando–, solía decir que él no era supersticioso «porque eso da mala suerte». En realidad lo era, y mucho, al igual que mi madre: nada de pasar por debajo de una escalera, cuidado con cruzarse con un gato negro, no dejes ropa encima de la cama, si se te cae sal, recógela y tira un pellizco por encima del hombro, qué horror como se rompa un espejo, si se vierte vino, moja la yema de un dedo en él y póntelo en la frente... La tira de prohibiciones y de ritos. 

No hace falta decir la que se armaba cuando llegaba un 13 y martes, tal que hoy. Prácticamente no se podía hacer nada, porque todo corría el riesgo de torcerse, pese a lo cual siempre sucedía algo que cabía atribuir al mal fario del día. Y es que, si uno se pone a pensar en ello, todos los días hay algo que nos sale mal, lo mismo que hay algo que nos sale bien, por tonto e insignificante que sea tanto lo uno como lo otro. El que se pasa la jornada juzgándolo todo desde el ángulo de la buena o la mala suerte, siempre encuentra algo a lo que agarrarse.

Me cuesta aceptar –pero no me queda más remedio, porque es un hecho– que haya personas de espíritu considerablemente científico, con una muy estimable capacidad para analizar la concatenación de causas y efectos que explican lo que finalmente sucede, y que de repente te montan un drama porque descubren que les has invitado a una cena con otros doce comensales. Y que se lo toman tan a pecho que te comunican que, una de dos, o invitas a otra persona más o ellos se van. Y no les digas que es una chorrada, porque te contestan con toda tranquilidad que ya lo saben, pero que ellos son así, y que o lo tomas o lo dejas.    

He perdido miserablemente el tiempo montones de veces tratando de convencer a los unos o los otros de que no puede ser que el martes y 13 dé mala suerte sólo al personal de habla hispana, porque a los anglosajones es el viernes y 13 el día que todo se les tuerce. Me ocurre algo similar con los horóscopos, las cartas astrales y el copón de la baraja: no he encontrado jamás el modo de convencer a sus adictos de que es absurdo que haya pronósticos que valgan para la doceava parte de la población mundial. Tuve una novia la mar de racionalista –de hecho se ocupaba profesionalmente de poner en orden el cerebro de los demás– que no dejaba pasar ni un día sin mirar lo que decía su horóscopo. Me regaló un libro sobre mi signo del zodíaco, que es acuario. Cuando le dije que muchas gracias, pero que ya sabía que yo no creía en esas cosas, me respondió con una sonrisa de suficiencia: «¡Típico de los acuario!».

Como en mi dilatada vida de periodista me ha tocado hacer de todo –y cuando digo «de todo» quiero decir literalmente de todo–, también me ha correspondido suplir la falta del horóscopo previsto. En los primeros tiempos de El Mundo teníamos contratado un servicio de horóscopos norteamericano que nos llegaba por correo (así de primitiva era la cosa). Normalmente lo recibíamos con suficiente antelación, pero alguna vez se retrasó. A mí, como redactor jefe de los de la vieja escuela, me tocaba resolver esas incidencias. Mi modo de solucionar ésta era sencillo: me sentaba ante el ordenador y fabricaba un horóscopo. Mi técnica era simple, pero eficaz: lo llenaba todo de buenos consejos, que no podían hacer daño a nadie. «ARIES. Salud.– Cuídese el hígado. No se exceda comiendo grasas. Evite la ingesta excesiva de alcohol. Dinero.– No malgaste sus ingresos. Lamentará comprar cosas innecesarias. Amor.– Trate bien a su pareja y se verá correspondido». Etcétera.

Jamás recibimos ninguna queja.

Mi rechazo de las supersticiones es tan total y absoluto que cuando ayer me llamaron de Radio Euskadi para preguntarme si no me importaba entrar en la tertulia de hoy, en vez de hacerlo como siempre, en la del miércoles –no quisieron reconocérmelo, pero seguro que el problema se lo ha causado algún supersticioso, que se les ha rajado– respondí de inmediato que me daba lo mismo. De modo que me he levantado a las 5 y media, he desayunado muy tranquilamente, he escuchado las noticias de la radio, he repasado la prensa por internet y me he puesto a escribir, a la espera de que me llamen para comentar la actualidad del día. Cada cosa que he hecho la he cuidado al máximo: me he levantado con el pie derecho, he cruzado los dedos al encender la línea RDSI, he dado al conmutador de los ordenadores con el dedo índice de la mano derecha, me he secado las manos tres veces antes de conectar el microondas... En resumen: que no estoy dispuesto a que ocurra nada que me lleve a dudar de la inexistencia de la mala suerte. ¡Pues bueno soy yo con esas tonterías!

 

(12 + 1 de mayo de 2003)

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Trinidad Jiménez

Todos los analistas coinciden en que la batalla de Madrid marcará el destino político de las próximas elecciones municipales: si el PP conserva el Ayuntamiento de la capital –porque es de la alcaldía de lo que se habla, más que del Gobierno de la Comunidad Autónoma– se interpretará que ha superado la prueba; si la pierde, se entenderá que ha iniciado ya su irresistible declive. No me pregunten por qué hay que dar tan exagerada importancia al voto capitalino. El caso es que se la dan, y eso es lo que acaba contando.

Pues bien: resulta particularmente demoledor que el PSOE haya decidido meterse en esa batalla supuestamente tan crucial con semejantes armas, es decir, con semejante candidata, semejante imagen de marca y semejante (falta de) programa. 

Trinidad Jiménez carece de aristas. Si el PSOE quería que su candidata no molestara a nadie, lo ha conseguido. Nadie podrá reprocharle parecer demasiado nada: ni demasiado de izquierdas, ni demasiado agresiva, ni demasiado crítica... Nadie podrá reprocharle, en suma, parecer nada.

Es –se presenta como– una perfecta nadería. No hay más que ver sus carteles electorales, centrados en una idea que ni siquiera es una idea, porque se queda en obviedad: es mujer. ¿Cómo discutírselo? Claro que es mujer; ya nos habíamos dado cuenta. Éramos conscientes de que, si sale elegida, será alcaldesa, y no alcalde. Sin duda. ¿Y qué? Ana Botella también es mujer. Y Margaret Thatcher. Y Luisa Fernanda Rudi. Incluso Isabel Tocino es mujer. ¿Qué tratan de dar a entender: que por ser mujer va a hacerlo mejor? Colin Powell es negro, y ahí lo tienen, actuando igualito que si perteneciera a la familia más blanca, republicana y protestante de Boston.

Es como si el PSOE aspirara a ganar esperando que el electorado haga las cuentas del paso del PP por la Casa de la Villa. Eso tendría sentido si fuera Álvarez del Manzano quien se presentara a la reelección. Frente a un personaje tan de charanga y pandereta como el tal Manzano, incluso Trinidad Jiménez podría valer. Pero el caso es que quien se presenta es Ruiz Gallardón, y Ruiz Gallardón tiene imagen de tipo listo, ajustado a los tiempos que corren y bien relacionado con el mundo de la cultureta madrileña, incluida la cuadra de Polanco. El ex presidente de la Comunidad, que no se chupa el dedo, ha colocado en su proximidad a Ana Botella, para asegurarse de que no pierde el voto más reaccionario de la capital, pero ha extendido después sus tentáculos en el resto de las direcciones.

Para vencer a Gallardón habría sido necesario que el PSOE presentara una candidatura sólida, capaz de denunciar sin concesiones el papel que ha jugado en Madrid el PP, incluido el propio Gallardón. Tendría que haber puesto en el centro del escenario las relaciones del aspirante a alcalde con gentuza como Fernández Tapia. O como Florentino Pérez. Debería haber evidenciado que, hechas las cuentas, es más lo que aproxima a Gallardón a Álvarez del Manzano que lo que les distancia, como él mismo se encarga de recordar constantemente.

La candidatura de Trinidad Jiménez es una especie de resumen de la oposición que ejerce el PSOE a todos los niveles: lo único que tiene a su favor es el PP.

 

(12 de mayo de 2003)

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