Diario de un resentido social
Semana del 24 de febrero al 2 de marzo de 2003
La denuncia no es
inverosímil
Escribe El
Mundo en sus páginas editoriales, bajo el título «La denuncia de torturas
no es verosímil»:
«Martxelo Otamendi,
director de Egunkaria, ha denunciado que la Guardia Civil le sometió a
torturas durante su detención incomunicada. PNV, EA y, por supuesto Batasuna,
se han apresurado a acusar al Gobierno de torturar a los detenidos vascos. Sin
embargo, como ayer advirtió el ministro del Interior, los presuntos malos
tratos no son verosímiles por muchas circunstancias. Primero: Otamendi no las
ha denunciado donde debe hacerlo, que es en los tribunales de Justicia.
Segundo: tales acusaciones las formulan todos los detenidos en relación con ETA,
sea contra la Ertzaintza o contra la Guardia Civil. Tercero: no se percibe por
ningún lado la motivación de los presuntos malos tratos. Cuarto: él y el resto
de los arrestados fueron examinados por un forense cada uno de los cuatro días
que duró su detención incomunicada. Quinto: alguna supuesta tortura como la de
repetir los límites geográficos de España es un sarcasmo que no puede tomarse
en serio.»
Con el espíritu fraternal que en este caso no me podría faltar, dadas mis relaciones con El Mundo en general y con su sección de Opinión en particular, quiero responder a los cinco argumentos en que se basa la afirmación contenida en el título del breve editorial.
Primero. Otamendi sí ha denunciado las torturas ante la Justicia. Lo hizo en su declaración ante el juez de la Audiencia Nacional, que es sobre quien recae ahora la responsabilidad de investigar y aclarar lo sucedido, fijando las responsabilidades de cualquier tipo que puedan deducirse.
Segundo. Que todos los detenidos por su presunta relación con ETA denuncien siempre haber sufrido torturas, aparte de ser incierto, no invalida la posibilidad de que haya habido torturas en este caso. ¿O habremos de entender que si un detenido ajeno a ETA recibe malos tratos lo que debe hacer es callárselo, para no comportarse como si fuera un detenido de ETA?
Tercero. ¿Cómo es eso de que «no se percibe por ningún lado la motivación de los presuntos malos tratos»? Yo sí la percibo. Se me ocurren muchas posibles motivaciones, de hecho. Desde las inspiradas en el rencor y el odio –sentimientos nada inverosímiles en Euskadi, créanme– hasta las más pragmáticas, vinculadas al deseo de obtener falsas confesiones de culpabilidad
Cuarto. En efecto, Otamendi fue visitado a diario por un médico forense. Y, si el forense en cuestión es interrogado y no miente, revelará que Otamendi le denunció una y otra vez que estaba siendo sometido a malos tratos, a la vez que le encarecía que recomendara su traslado a los calabozos de la Audiencia Nacional. ¿Que el forense no apreció ni heridas ni hematomas en el detenido? Cualquier persona medianamente informada sabe de sobra que hay determinadas torturas que no dejan huellas visibles en el cuerpo de la víctima. Basta con que le impidan dormir, o con que lo obliguen a estar de pie durante horas y más horas. La introducción de la cabeza del detenido en una bolsa de plástico, llevándolo al borde de la asfixia una y otra vez, tampoco deja rastro apreciable a simple vista. Lo mismo que los golpes dados con objetos tales como guías telefónicas. (A decir verdad, resulta bastante chocante que sea necesario recordar el abecé de la tortura en un país que tiene una más que dilatada y documentada experiencia al respecto.)
Item más: Otamendi ha declarado que tuvo un compañero de celda, detenido por un presunto delito común, que presenció algunas de las sevicias que le fueron infligidas. Me parece extremadamente improbable que, de estar mintiendo, diera pistas sobre imposibles testigos.
Quinto. La tortura consistente en obligar al detenido a repetir una y otra vez, hasta la extenuación, una afirmación que para él resulta hiriente o humillante, lejos de resultar «un sarcasmo», es extremadamente habitual, según sabe cualquiera que se haya tomado el trabajo de leer alguno de los miles de informes que existen sobre la tortura en el mundo. Es un método bastante eficaz –y, en consecuencia, muy usual– que se emplea para provocar en el detenido la pérdida de su autoestima.
Otamendi no ha dicho que sus interrogadores le obligaran a repetir «los límites geográficos de España» –así, en general–, sino la idea que la mayoría de los miembros de la Guardia Civil –y mucha más gente, sin duda, pero no los nacionalistas vascos– tienen sobre el ámbito geopolítico abarcado por la nación española.
Por resumir: que las presuntas «muchas circunstancias» –cinco, a la hora de la verdad– que se suponía que convertían en «no verosímil» la denuncia de torturas hecha por Otamendi carecen de la más mínima fuerza probatoria.
No demuestran en rigor estrictamente nada.
Por lo menos nada de lo que pretenden.
(2 de marzo de 2003)
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Déjeme en paz
Supe de la
muerte de Alberto Sordi mientras estaba de viaje. Me dije que debería escribir algo
sobre él. Bueno, no sólo sobre él: sobre toda esa magnífica, inimitable raza
de actores, guionistas y directores italianos que nos protegieron durante
toda una época, que llenaron nuestra infancia y nuestra adolescencia de
inteligencia, de humor y de picardía. Para rendirles homenaje.
No estaba pensando en Antonioni, ni en el Visconti más espeso, ni en el Fellini más pretencioso, ni siquiera en Pasolini, sino en Gassman, en De Sica, en Tognazzi, en Mastroianni, en Manfredi... y en Dino Risi, y en Francesco Rossi... Y en Vasco Pratolini. Qué libros: Crónica de los pobres amantes, Un héroe de nuestro tiempo, Las amigas... Ya sabía que me olvidaría de mil nombres: Monica Vitti, La chica de la maleta, A pie, a caballo y en coche, Claudia Cardinale, Anna Magnani, Arroz amargo... Yo qué sé.
Cuando se
habla del viejo buen cine español de los 50 y los 60, del mejor Berlanga –del
de antes de que se asiera como un poseso a la escopeta nacional para cazar
millones con cartuchos de sal gruesa–, del más entrañable Bardem, del primer
Ferreri, de Bienvenido Mr. Marshall, de Calabuig, de Plácido,
de El cochecito... ¿de qué hablamos, sino de la modesta sucursal
española de la gran Italia de la época?
Aquí éramos italianos por delegación. Y neorrealistas por envidia. Hasta cantábamos en italiano: Endrigo, Modugno, Mina, Carosone...
De haber estado en casa y no danzando por ahí con la vorágine de estos días, me habría tomado un respiro para poner en el vídeo aquella espléndida Vida difícil de Sordi (1961), hecha mano a mano con Risi y Lea Massari. Para recuperar la genial interpretación de Sordi del papel de aquel partisano chapucero, convertido tras la liberación en periodista más o menos izquierdoso y tramposete.
A falta del vídeo, traté de recrear la película echando mano de la evocación.
De regreso a Madrid, he tenido ocasión de cotejar mis recuerdos con el original. Y he comprobado con curiosidad los cambios que mi memoria había hecho en la película desde hace 40 años, cuando la vi, a ahora.
El primer cambio y más sorprendente: recordaba al protagonista como un pícaro, un desenvuelto, un semi-lumpen cargado de patética verborrea izquierdosa. En el original, en cambio, es un pobre hombre entrañable que quisiera sacar adelante a su familia, y que está dispuesto a pagar por ello tragándose su dignidad, pero que no puede soportar el oportunismo y la desfachatez de la Italia de posguerra, puesta por los Estados Unidos en manos de la Democracia Cristiana. No es ningún héroe, pero sí un hombre de principios que odia el mundo del dinero, del sable y del hisopo.
La película es la misma. Se ve que quien ha cambiado en estos 40 últimos años he sido yo: parece que a mis 14 o 15 años era mucho más implacable juzgando a los demás.
A cambio, hay una escena de la película que recordaba con pasmosa fidelidad, aunque yo la situaba al final de la historia (y no). Sale Sordi de una fiesta de postín celebrada a las afueras de Roma, trajeado pero desaliñado, con la corbata suelta, dando traspiés, cagándose en todo lo cagable. Echa a andar camino de la ciudad por una vereda de campo. Empieza a amanecer. Ve que viene hacia él un pastor con su rebaño. Sonríe. Se acerca al hombre con aire amistoso, vagamente paternalista.
–Dime, campesino, ¿eres feliz? –le dice.
Y el otro le responde:
–Déjeme en paz, tío borracho.
La recordaba tal cual, ya digo. Curioso.
Otra curiosidad notable: no guardaba el más mínimo recuerdo del auténtico final, cuando por fin su mujer no sólo no le critica por rebelarse, sino que le anima a hacerlo cuando ve que él flaquea y está dispuesto a humillarse para lograr un lugar al sol que más calienta.
De esa escena no recordaba nada de nada.
Por misoginia infantil, probablemente.
(1 de marzo de 2003)
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Las querellas de
Acebes
El ministro del Interior, Ángel Acebes, ha anunciado que se querellará contra los directivos de Euskaldunon Egunkaria y contra todo aquel que hable de torturas practicadas en dependencias de la Guardia Civil.
No entiendo. ¿Por qué?
Planteado el asunto en esos términos, podría deducirse que el ministro del Interior considera que no existe la más mínima posibilidad de que tales o cuales miembros de la Guardia Civil puedan incurrir jamás en prácticas tipificables como delitos de tortura. Pero esa suposición es absurda, porque el ministro sabe –y todos sabemos que el ministro sabe– que no han sido ni uno ni dos, sino bastantes más, los guardias civiles que han sido procesados y condenados en firme por actos de esa naturaleza. Y no en un pasado remoto, sino en tiempos recientes, cuando estaban ya en plena vigencia las leyes y normas que tenemos por características del Estado de Derecho. Y no por desvaríos estrafalarios de este o aquel agente marginal o mal instruido, sino por instrucciones dadas por personas con elevadas responsabilidades en el instituto armado. Capitanes, coroneles, y en este plan.
El ministro sabe eso, como sabe también que Amnistía Internacional –organización escasamente sospechosa de actuar en función de lo dictado en los manuales de ETA–, dedica sistemáticamente un apartado en sus informes anuales sobre la tortura en el mundo a detallar los casos de violencias policiales que se producen en las comisarías y cuartelillos del Estado español (empleado sea el término sin ninguna pretensión de definición geográfica, sino institucional y política).
Y si el ministro sabe eso, y si todos sabemos que lo sabe, ¿a cuento de qué anuncia que se querellará contra todo el que diga que algo así, puesto que ha sucedido en el pasado, y en un pasado nada remoto, puede haber vuelto a suceder? Si el ministro detestara tanto las denuncias falsas como asegura, lo lógico sería que ordenara la realización de una investigación inmediata sobre lo sucedido, y que encargara de esa investigación a personas libres de toda sospecha de hipotética complicidad con cualquiera de las partes implicadas en los hechos. A partir de esa investigación, podría tomar postura con conocimiento de causa.
El ministro debería comprender las suspicacias de un cierto sector de la opinión pública. De ese sector que sabe que el Ministerio del que él es ahora titular ha incurrido en prácticas tan desazonantes como negarse a apartar del servicio a agentes procesados y condenados por torturas. Y que incluso los ha condecorado. Y hasta ascendido.
Si quiere disipar la sospecha de que algo huele a podrido en su Ministerio, que abra de par en par las ventanas. Y así sabremos a qué huele realmente. Y se ventilará, en todo caso.
(28 de febrero de 2003)
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Más cosas que se
dicen
El ministro del Interior (¿o es el de Justicia? Sigo sin acertar a distinguirlos) ha dicho que es indignante que el Gobierno de Vitoria subvencione a ETA a través de Egunkaria.
Lo de menos es que el ministro de Loquesea (o de Loquehagafalta, que ya digo que no me aclaro) parezca ignorar que el Gobierno de Navarra, dirigido por sus amigos de UPN, también es culpable del nefando crimen de haber contribuido al mantenimiento del diario en cuestión.
Da igual, incluso, que el ministro ése desconozca que tanto el Gobierno de Vitoria como el de Pamplona han aportado tales dineros porque, veleidades partidistas y monomaníacas al margen, los poderes públicos tienen la obligación legal de prestar respaldo pecuniario al desarrollo y la normalización del uso de la lengua vasca y, habida cuenta de que sólo hay un diario en euskara –por lo menos hasta que el PP vasco se decida a sacar el suyo–, malamente podrían hacer otra cosa, a riesgo de violar lo prescrito por la Constitución y las respectivas leyes medulares de sus comunidades autónomas respectivas.
Generoso que tengo el día, estoy incluso dispuesto a no dar importancia alguna al hecho de que el tal ministro (¿cómo se llama? ¿Acebilla? ¿Michacebes?), en un momento de obnubilación tal vez chapapótica, haya pasado por alto que las acusaciones vertidas por el juez Del Olmo contra los directivos de Egunkaria se apoyan en unos papeles que la Justicia española tiene en sus manos desde hace diez años y aún más: unos papeles que ya han sido vistos y revistos hasta la saciedad por otros jueces e incluso argüidos como pruebas en sentencias dictadas en otras causas, en las que ningún juez consideró implicada a la dirección de Euskaldunon Egunkaria (*), extremo éste que aconsejaba –a él de manera especial, como gobernante– la adopción de una actitud de particular prudencia.
Da igual. Paso por todo eso.
Pero lo que no puedo aceptar, ni siquiera disponiendo para ello mis mejores tragaderas, es que el ministro en cuestión convierta en hechos probados, por su cuenta y riesgo, acusaciones que de momento no pasan del estadio de la mera presunción. Porque él está dando por cosa probada, enjuiciada y sentenciada que Egunkaria es parte de la estructura de ETA.
Ya he dicho que no sé de qué ministro se trata. Pero reconozco su voz. Es la misma del menda que afirmó hace algunas semanas que la Policía había detenido a los miembros de una célula de Al Qaeda que tenían en su poder elementos químicos y electrónicos preparados para la fabricación de bombas terribles.
Es él. El mismo que indujo al pobre Aznar a decir en el Congreso que la existencia de esa célula probaba ni se sabe cuántas cosas que justificaban ir de inmediato a la guerra contra Irak. El mismo que indujo al pobre Colin Powell a exhibir ante todo el mundo un tragicómico organigrama de Al Qaeda en el que figuraba la terrible célula española, pieza básica de la conspiración universal contra el Imperio del Bien.
Y eso sí que no se le puede perdonar al ministro en cuestión. Porque reincidir en ese género de ligerezas es imperdonable.
El ministral ya sabe que hizo el ridículo ante el orbe entero con sus precipitadas declaraciones celulares, porque ya se ha aclarado que los supuestos elementos químicos que denunció con tanto entusiasmo eran polvos detergentes. Ecce OMO, por así decirlo. ¿Cómo es que la experiencia no le ha enseñado a mantener la lengua a salvo, o sea, en salva sea la parte?
Ahora que tanto y tantas veces reforman el Código Penal, ¿no habría posibilidad de que introdujeran algo que castigara a los gobernantes que se erigen compulsivamente en tribunales sentenciadores?
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(*) Según ha contado el
abogado Iñigo Iruin, Del Olmo interpreta como referente a Egunkaria una
clave (aparecida en un documento de ETA) que Garzón presentó en su día como
alusiva a Egin, y que utilizó para decretar el cierre de aquel
periódico. La clave, utilizada para referirse elusivamente a un solo medio de
comunicación, podría referirse a Egin, a Egunkaria o a ninguno de
los dos periódicos, pero en ningún caso a los dos. La actuación de Del
Olmo supondría una patente violación del principio jurídico non bis in idem,
que impide juzgar dos veces el mismo supuesto delito.
(27 de febrero de 2003)
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Cosas que se dicen
No he perdido mi capacidad de asombro. En realidad, no me dan la más mínima oportunidad de perderla. Tanto más creo haberlo visto –o leído, o oído– todo, tanto más se empeña el uno o el otro en mostrarme su infinita capacidad de superación en materia de disparate.
Escucho a Tony Blair –conocido socialista y, por ello, íntimo de George W. Bush y de José María Aznar– que justifica sus ansias de guerra argumentando que «las naciones libres» están obligadas a «proteger al pueblo de Irak de sus propios gobernantes». ¡Toma ya revolución en el Derecho internacional! Ya me veo a Leonidas Breznev saltando de gozo en su tumba: ¡al fin Occidente se suma a su doctrina de la «soberanía limitada» y asume que, cuando un pueblo no derroca a sus malos gobernantes por sí mismo, no queda más remedio que mandarle un buen contingente de tropas y hacerle el trabajo sucio! ¡Nada de derecho de autodeterminación, nada de no injerencia en los asuntos internos de otros países, nada de la célebre doctrina Estrada, tan invocada en otras circunstancias!
Y esto lo dice el jefe de un Gobierno cuyo actual titular de Exteriores, Jack Straw, otrora ministro de Interior, protegió cuidadosamente la seguridad personal de Augusto Pinochet, alegando que el Reino Unido no podía inmiscuirse en asuntos internos de otros países, incluso aunque se tratara de actuaciones criminales realizadas en flagrante violación de las libertades democráticas y los Derechos Humanos. Ahora ya no sólo puede meter sus narices a voluntad, sino incluso tomar las armas para poner y quitar a los gobernantes que le viene en gana, liquidando de paso a unos cuantos cientos de miles de paisanos desconcienciados.
Hace apenas un par de décadas, ningún gobernante con pretensiones de demócrata respetuoso de la legalidad internacional habría osado defender un posición tan groseramente intervencionista como ésa. Ni siquiera los señores de la guerra de Washington, que siempre se buscaban a algún jefecillo local en apuros para fingir que acudían en su auxilio.
¡Y qué sonrisa beatífica exhibe el menda! Ahora sabemos que Margaret Thatcher, en tiempos de las Malvinas, ahogaba sus excesos políticos en whisky. ¿Con qué los sofocará el so... so... socialista éste?
Egunkaria
De momento, os recomiendo la lectura de dos textos que me parecen del mayor interés.
(26 de febrero de 2003)
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Dos riesgos
Mesa redonda ayer en Madrid, organizada por la UNED para hablar de la guerra inminente y el papel de los grandes medios de comunicación. Hacemos de ponentes Román Orozco, Manuel Revuelta y yo mismo.
Cuando terminamos nuestros respectivos exordios –probablemente más largos de lo conveniente– comenzó eso que suele llamarse «un animado coloquio».
Temo los coloquios. Sé por amarga experiencia que Madrid –no sólo Madrid, pero muy principalmente Madrid– cuenta con una abundante nómina de conferenciantes frustrados que se sirven de los coloquios para largar su propio discurso. Con la excusa de plantear «varias preguntas» a quienes ocupan el estrado, dedican sus buenos cinco o diez minutos a exponer a la ciudad y al mundo sus propios puntos de vista. Es relativamente frecuente que, en el entusiasmo del discurso, se olviden al final de plantear ninguna pregunta concreta, o se salgan por peteneras con un genérico: «Me gustaría saber qué piensan ustedes sobre esto».
Ayer nos surgió un simpático orador incontinente que se extendió profusamente explicándonos que, según él, tanto dan los que hacen propaganda de la guerra como los que hacemos lo que él llamó «contrapropaganda», porque los unos y los otros arrimamos el ascua a nuestras respectivas sardinas, con lo cual «el ciudadano» –él mismo, se supone– no sabe a qué atenerse, porque «¿Cómo sabemos quién dice la verdad, eh?» y «¿Quién está seguro de que no se equivoca, eh?» y «¿Cómo orientarse en medio de tanto dato contradictorio, eh?».
Lacónico, le sugerí que tratara de hacerse un criterio propio, como acostumbramos a hacer los demás. Pero mi respuesta, lejos de satisfacerle, excitó su ansia preguntante, y volvió a la carga: «¿No creen que hay tanto riesgo de que se equivoquen los que preconizan la guerra contra Irak como quienes se oponen a ella, eh?».
Tomó entonces la palabra un caballero sentado al fondo de la sala y le respondió de manera escueta y clara. Efectivamente –le dijo–, todo el mundo puede equivocarse, pero hace infinito más daño el que se equivoca al optar por matar que aquel otro que decide no matar a nadie.
Ignoro si convenció a nuestro orador espontáneo.
Por lo menos consiguió que se callara, que no fue poco.
(25 de febrero de 2003)
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A qué precio
Otra vez Madrid convertido en un gran clamor contra el Gobierno. Otra vez el PP que dice que respeta a los manifestantes, pero que los insulta tratándolos como peleles en manos de demagogos. Otra vez los sondeos que dan cuenta de cómo crece la impopularidad del equipo gubernamental, ahora ya por debajo del PSOE en las previsiones.
¿Alguien entiende a Aznar? Yo no. Mírese su comportamiento del pasado fin de semana. Primero, la visita a México en plan correveidile. Y luego la estancia en el rancho de Bush. ¿A quién se le ocurre fotografiarse mirando arrobado a su anfitrión pocas horas antes de que la protesta se adueñara nuevamente de las calles de la capital de España? ¿No se daba cuenta de que estaba atizando el descontento?
¿Por qué actúa así? Sus excusas sobre el esfuerzo necesario para acabar con la colaboración de Sadam Husein con el terrorismo internacional no se las cree nadie, sobre todo después de que los servicios de inteligencia británicos y franceses hayan dejado claro que esa supuesta colaboración no existe.
¿Qué gana entonces mostrándose tan exageradamente servicial con el inquilino de la Casa Blanca? «Colaboración en la lucha contra ETA», dicen algunos. Pero, según los propios expertos policiales españoles, lo que puede aportar la CIA en ese campo es mínimo. Mucho menos que los responsables del Estado francés, de los que Aznar se está distanciando. «Distensión con Marruecos», añaden otros. Pero en los litigios en los que EEUU podría ejercer más presión sobre Mohamed VI –en el del Sahara, muy particularmente– no tiene intención alguna de hacerlo. «¡Participación en el reparto del botín petrolero!», rematan los más cínicos. ¿Ah, sí? ¿Y quién certifica que esta vez Roma sí pagará a los traidores?
Los beneficios son etéreos; las pérdidas, al contado. Para empezar, se ha ganado el rechazo de la inmensa mayoría de la población española, a escasos meses de unas elecciones muy comprometidas, tanto por lo que han de decidir en concreto como por lo que tendrán de test para las legislativas posteriores. En segundo lugar, ha deteriorado considerablemente sus relaciones con Francia y Alemania, colocando a España en una situación delicada y, ya de paso, dando al traste con sus ambiciones europeas personales. En fin, está logrando que el conjunto de los países árabes mire a España cada vez con más antipatía, cosa que no va a corregir precisamente con esos planes que dice haber discutido con Bush para apaciguar el conflicto israelo-palestino sobre la base de un cambio de dirección en la Autoridad Palestina, es decir, atendiendo a las exigencias israelíes.
¿A qué se dedica este hombre? Aparentemente, se ha especializado en la venta de euros a 20 céntimos.
(24 de febrero de 2003)
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