Diario de un
resentido social
Semana del 21 al 27 de octubre de 2002
Bush e Irak
Unos 100.000 manifestantes, según los organizadores –aunque vaya usted a saber cuántos hubo en realidad, que ya estamos por aquí bastante escaldados en materia de cifras–, se congregaron anteayer en Washington para protestar contra los planes de Bush de atacar Irak como sea y a cuento de lo que sea.
La cuestión fundamental no es que fueran muchísimos –que lo fueron, en todo caso–, sino que se han atrevido a hacerlo. Hace unos meses, cuando estaba en su punto máximo la histeria antiislamista generada a partir del 11-S, dudo que nadie hubiera osado salir a la calle en los EUA a expresar una posición así: todos los medios lo habrían puesto de vuelta y media por “antipatriota”.
Poco a poco, una pizca de sensatez se está abriendo paso en la opinión pública norteamericana. Se aprecia en los grandes informativos de sus televisiones, retransmitidos urbi et orbi vía satélite: aunque siguen mintiendo y exagerando de manera bochornosa, han bajado el listón del ardor guerrero.
Me pregunto si el feliz hallazgo y detención del presunto asesino del tarot no tendrá que ver con las necesidades que le plantea a Bush esa tendencia de la opinión pública de su país a la relajación. Realmente, el detenido es casi perfecto para sus fines: un ex soldado de la Guerra del Golfo convertido al islamismo. Pero, si esos elementos tuvieran importancia en la conformación de la personalidad del asesino en serie, ¿por qué el tipo sacaba a relucir el tarot, se pretendía Dios –tremenda blasfemia– y pedía dinero, y nada más que dinero?
Conociendo a Bush, yo ya no me creo nada. Ni siquiera que el verdadero asesino del tarot siga matando y que ellos lo estén silenciando.
(27 de octubre de 2002)
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Mi intuición
Mi intuición me decía ayer que el secuestro de Moscú tomaría un giro relativamente positivo. Que los secuestradores rebajarían sus exigencias hasta límites menos disparatados. Pensé que se darían cuenta de que uno no puede aspirar a ganar una guerra de esa manera. Imaginé también que, si los del comando checheno no se volvían más razonables, el Gobierno ruso se las arreglaría para torearlos, alimentando como fuera sus esperanzas, para lograr finalmente la liberación de los rehenes.
Mi intuición no ha dado ni una: todo ha salido al revés.
Lo cual no creáis que me sorprende especialmente. Tengo una larguísima experiencia en la materia. Me empeño en atribuir cordura y sentido lógico al personal, incluyendo al personal hostil, y el personal se empeña en demostrar que no tiene ninguna gana de actuar de acuerdo con tales normas. Pero no porque sea astutamente malvado –eso por lo menos tendría cierta gracia– sino porque, con aburrida frecuencia, camina por la vida con anteojeras y tiene enormes dificultades para emplear la cabeza en cualquier actividad que no sea embestir. No sabe usarla ni en su propio beneficio.
El espanto de Moscú –cuenta la radio que ha habido más de 150 muertos– no beneficia ni un ápice a la causa chechena. Vale que los integrantes del comando estuvieran muy decididos a dar la vida, pero supongo que hubieran preferido darla para obtener algo a cambio. Tampoco Putin puede decir que se haya cubierto de gloria, precisamente. La técnica utilizada por su gente para tomar por asalto el teatro ha sido de una brutalidad enorme: consiguieron intoxicar incluso a los rehenes, y está por ver que no se cargaran ellos mismos a unos cuantos.
De todos los desarrollos imaginables de los acontecimientos, el que tendí a descartar más rápidamente, a la vista que era el peor para todos los protagonistas del suceso, fue el que realmente se ha producido.
Está claro que tengo que reeducar mi intuición. He de acostumbrarme a darle mucho más peso a la estupidez humana.
(26 de octubre de 2002)
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Negocian
Aznar clama: «¡Nosotros no negociamos con terroristas! ¡Nosotros no estamos dispuestos a pagar un precio por la paz!». Y sus socios internacionales aplauden displicentemente. Qué majo. Qué buen chico.
Pero no se toman en serio el dogma, claro está. Luego ellos negocian o no, según les venga.
Fijémonos en lo que hacen las autoridades norteamericanas con el locodiós del tarot. ¿Qué mensajes le han venido enviando? ¿Le dicen que haga lo que se le ponga porque no hay nada que hablar? No. Ordenaron a su Policía que estableciera una línea telefónica especial para el tipejo y le pidieron que rebajara sus exigencias.
Tres cuartos de lo mismo con Putin. ¿Qué está diciendo a los integrantes del comando checheno que mantienen a varios cientos de personas como rehenes en un teatro moscovita? ¿Les ha comunicado que él no negocia con terroristas y que allá ellos y lo que hagan con los rehenes, porque él no puede entrar a discutir sus exigencias? No. Les manda gente para parlamentar y trata de que flexibilicen su postura.
Porque es muy burro, pero no tanto.
En ambos casos tratan de ganar tiempo, a ver si aparece otra posibilidad. A ver cómo salir del embrollo con el mínimo de pérdidas.
Cuando no hay más remedio que negociar, negocian. Vaya que sí negocian. Y están dispuestos a pagar un precio por salir del embrollo. Vaya que si lo están.
Quieren pagar lo menos posible, obviamente. Y si pueden resolverlo a tiros, mejor, por supuesto.
Pero son realistas y saben que, por lo general, el refrán es certero: el que algo quiere algo le cuesta.
En resumen: proponer como principio general e inmutable que con los terroristas no se negocia es una tontería. Se negocia cuando no hay más remedio. Cuando se trata de evitar un mal superior.
Sólo puede proclamar que jamás negocia quien considera que no hay bien más preciado que su propia obcecación. Quien está encantado con la crueldad del oponente porque eso le ofrece una coartada para revestir de heroico su propio inmovilismo.
(25 de octubre de 2002)
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No estoy preparado
Me ha ocurrido ya demasiadas veces a lo largo del tiempo, y me ha vuelto a suceder en los últimos días en un par de ocasiones: pretendo discutir sobre tal o cual problema a partir de los datos de la realidad, con independencia de lo agradables o desagradables que puedan resultar –o incluso resultarme–, y me contestan diciéndome que de qué voy, que si quiero tal, que si estoy justificando cual. ¡Pero, carajo, olvídense momentáneamente de mi persona, de mi trastienda y de mis hipotéticas intenciones ocultas! ¿Son así o no son así las cosas, lo diga yo o San Pito Pato? ¿Tengo o no tengo razón cuando señalo la realidad de tales o cuales hechos?
–Me da que tienes el problema A– le dices a uno.
–¡Ya! –te contesta–. ¡Y tú el problema B!».
–Bueno, vale, pongamos que yo tenga el problema B, y el C y el H. Pero no estábamos hablando de mí. Cuando terminemos, si quieres, hablamos de mis problemas. Pero antes, si te parece, acabamos de hablar de los tuyos.
Te atreves a soltar en público: «Pura cháchara lo de los 100.000. En la mani de Donosti no hubo ni 20.000».
Y te llaman de todo.
Pero ¿de qué van? Pongamos sobre la mesa la fotografía aérea, hagamos el cálculo de cuántos había por centímetro de foto y sumemos los centímetros que ocupa en la foto el total de la manifa. Y ya está: no hay más vueltas que darle. ¿Qué más da que quien diga eso sea San Francisco de Asís o el Asesino del Tarot? Lo comenté ayer en una emisora de radio de la que me llamaron para que diera explicaciones: no soy yo –les dije– quien tiene que justificarse, sino los que dicen que había 150.000 manifestantes. De lo contrario, estaremos ante eso que los juristas llaman «invertir la carga de la prueba». Que digan de dónde se han sacado el dato.
Se trata de un fenómeno contagioso.
–Es la monda: a Ibarretxe lo están poniendo de vuelta y media por pretender lo que nunca ha dicho que pretenda –digo.
Y me contestan:
–Sí... bueno... Pero él debería haber planteado las cosas de otro modo.
Pero ¿qué tiene que ver lo uno con lo otro? ¿Se justifica falsificar la posición del oponente porque no la ha expuesto como uno considera que hubiera debido hacerlo?
De veras que no estoy preparado para soportar esa manera de discutir. Me ataca los nervios.
Probablemente la culpa es mía, que desde niño me acostumbré a tomarme a coña los diálogos para besugos. Aquello de «¿Dónde vas?», «Manzanas traigo». De modo que, cuando me preguntan adónde voy, contesto a eso, y ni me acuerdo de que existen las manzanas.
(24 de octubre de 2002)
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Caga y calla
Me llegó ayer esta imagen, en plan de chiste. Pero, prácticamente a la vez, recibí otro correo en el que me contaban que ya hay otro periodista que se ha quedado en la calle por negarse a mentir. Le obligaron a dar datos falsos. No quiero decir que se tratara de datos que él supiera que son falsos. La cosa era de conocimiento general: también sabían de su falsedad quienes le ordenaban que los diera. Les daba igual: convenía decirlo y, en consecuencia, había que decirlo.
Hoy sale en los periódicos otra noticia de ésas de pellizcarse: la Comisión Europea afirma que el plan de Ibarretxe no puede acogerse al Tratado de la Unión. ¡Pero si no lo pretende! La Comisión, a través de Loyola de Palacio, comisaria de Transportes –¿y por qué le encargan a ella del asunto?–, responde a una pregunta de la eurodiputada Rosa Díez, que quiere saber si la pretensión de Ibarretxe de convertir Euskadi en Estado libre asociado encaja en la legislación de la UE. Lo cierto es que, para empezar, eso del Estado libre asociado no está en la propuesta de Ibarretxe. Y, en segundo lugar, el lehendakari no ha apelado a la legislación europea para sustentar jurídicamente su propuesta. Todo eso son inventos de la Prensa capitalina. Mentiras, por decirlo con todas las palabras.
Pero qué más da. Es el nuevo lema del periodismo español: caga y calla.
(23 de octubre de 2002)
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El éxito que nunca
fue
Decir la verdad sobre la cifra de asistentes a una manifestación no depende de las simpatías políticas que se sienta, sino del mayor o menor respeto que se tenga por la realidad de los hechos.
Ahora resulta que, si uno niega que en la concentración del sábado pasado en San Sebastián hubiera entre 100.000 y 150.000 personas –así han quedado establecidos los márgenes de la ortodoxia–, uno está en contra de esto, de lo otro y de lo de más allá.
Pues no. El asunto es de otra naturaleza. Tiene más que ver con las matemáticas. Consiste en contar.
Ha habido gente que se ha fijado en las fotografías aéreas disponibles, ha comprobado cuántos manifestantes había en una porción determinada de la manifestación y ha extrapolado esa cantidad al total del espacio cubierto por el cortejo. Es un sistema de cálculo relativamente aceptable.
Otros hubo que, sospechando que el asunto acabaría resultando polémico, se dedicaron a hacer el recuento sobre la marcha y a ras de suelo: multiplicaron el número de personas que había por término medio en cada fila de la manifestación por el número total de filas. Tampoco es mal método.
En fin, otros optaron por contar los manifestantes que pasaban al minuto por un determinado punto y luego multiplicaron esa cantidad por el número de minutos que tardó en pasar por ese mismo punto el total del desfile.
En los tres casos, el cómputo se quedó a una escandalosa distancia del proporcionado por los grandes medios de comunicación. Menos de 20.000 manifestantes. Una cantidad discretísima, habida cuenta de los recursos invertidos –y desplazados– para la ocasión.
Intrigado por la tremenda diferencia, me puse en contacto con algunos periodistas locales que trabajan en los medios que dieron las cifras más altas, para que me contaran de dónde se las habían sacado. Respuesta: «Dimos los datos que nos llegaron». Pregunta: «¿Basados en qué cálculo?». Respuesta: «No sabemos».
Una causa no es ni más ni menos honorable porque atraiga a más o menos manifestantes. Yo he asistido a lo largo de mi vida a montones de manifestaciones en defensa de causas justísimas, que hoy en día nadie se atrevería a poner en cuestión, pero a las que en su momento acudimos cuatro gatos. Así son a veces las cosas. Que se lo cuenten, si no, a Gesto por la Paz.
El problema viene cuando se cifra la oportunidad de una convocatoria en el éxito de la respuesta. O cuando se pretende extraer profundas conclusiones de una impresionante movilización... que nunca se produjo.
(22 de octubre de 2002)
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Manifestaciones
Allá por el mes de mayo, las calles de Nueva York fueron escenario de dos grandes manifestaciones en el plazo de pocos días. Una, de solidaridad con Israel; otra, de apoyo al pueblo palestino. Las dos tuvieron una participación semejante. Muy elevada. La primera mereció al día siguiente la fotografía de primera del New York Times y titulares destacados en todos los medios. De la segunda apenas se habló. En todo caso, en páginas interiores. ¿Por qué? Obvio: porque el poder que tiene el lobby sionista norteamericano sobre los medios de comunicación es infinitamente superior al que recoge la causa palestina.
Algo semejante, o todavía más descarado, ocurrió hace pocas semanas en Caracas. La manifestación contra Chávez reunió bastante menos gente que la que se congregó la semana siguiente para respaldar al presidente, pero el espacio que le dedicaron y la importancia que le dieron todos los medios occidentales fue apabullantemente mayor.
Tampoco en este caso parece necesario detallar las razones de la parcialidad: el juego de intereses es muy evidente.
Vayamos ahora a la manifestación del sábado en San Sebastián. Primero a las cifras. Los medios de comunicación más importantes han hablado de 150.000 personas. El más discreto de entre los asentados en la capital del Reino ha sido El Mundo, que lo deja en «cerca de 100.000». Ha habido quien se ha tomado la molestia de hacer el cálculo a partir de la foto aérea: había unas 35.000 personas (*). Una cifra francamente discreta, considerando que se desplazaron hasta San Sebastián no sólo muchos simpatizantes del PP y del PSOE de otras localidades vascas, sino también de bastantes otros puntos de la península.
La manifestación que hubo hace un mes en Bilbao para protestar por la ilegalización de Batasuna reunió a mucha más gente.
Lo cual es normal, porque los partidos que respaldaban la celebrada manifestación de San Sebastián tienen en la capital guipuzcoana una base tirando a limitada y, en buena medida, de edad provecta.
Aquello estaba repleto de foráneos.
Pero ellos han decidido que fue la manifestación más grande jamás contada y, como ellos tienen en sus manos los medios que lo cuentan, pues lo fue, y ya sólo queda analizar por qué el pasado sábado se reunió en San Sebastián la manifestación más multitudinaria de su Historia.
Y que a nadie se le ocurra ni discutir las cifras ni preguntar por qué convocaron una manifestación contra el nacionalismo vasco cuando se suponía que la prioridad absoluta era la lucha contra ETA, porque lo corren por la pradera. O por la meseta.
––––––––––––––
(*) Nota del 23 de
octubre. Quien me había pasado ese dato me escribió al día siguiente para
rectificar. Había escrito 35.000, pero por un lapsus calami: la cifra
que había querido consignar era 25.000. E insistía en que se trataba de «un
cálculo muy generoso».
(21 de octubre de 2002)
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Para leer los apuntes del pasado fin de
semana, pinchar aquí