Diario de un
resentido social
Semana del 30 de septiembre al 6 de
octubre de 2002
La peste
Jugábamos ayer
por la tarde al dominó bajo el suave sol de Aigües y quiso la fortuna que una
partida que tenía ya prácticamente perdida –estaba ya a un solo punto del
abismo– se me arreglara por entero: cerré cinco veces seguidas y gané.
La verdad es
que fue un desperdicio de victoria. El tiempo era tan bueno y estaba tan bonito
el valle que no me hubiera importado nada la derrota.
Charo bromeó
lamentándose de haber sentido lástima por mí cuando iba perdiendo. Echó mano de
su inagotable repertorio de refranes montañeses:
–¡Por la
pena entra la peste!
Me pareció
genial. Todo un tratado de filosofía del combate en una sola reflexión.
Clausewitz redivivo no lo habría explicado mejor.
Le conté que
yo había aprendido ese mismo principio de un cuento de Lu Sin, el novelista
chino de comienzos del pasado siglo. El cuento, llamado El perro en el agua,
relata cómo un perro rabioso entra en un pueblo costero aterrorizando a los
vecinos. Varios se ponen de acuerdo, se arman de palos y salen a por él. Lo
persiguen a estacazos hasta conseguir acorralarlo en el muelle. Al final, el
perro cae al agua. Un paisano baja las escaleras para seguir pegando al bicho,
pero los otros le afean su comportamiento: «¡Déjalo, no seas cruel! ¡Si se está
ahogando!». Y se van. El perro, a trancas y barrancas, consigue acercarse a las
escaleras. Sube, regresa al pueblo y muerde a una niña.
¿Conclusión?
Hay que pegar al perro en el agua.
Charo no
llegó a enterarse de la moraleja porque mis largos exordios le exceden –son ya
muchos años– y prefirió irse a regar los árboles del camino.
De todos
modos, tampoco necesitaba darse una excursión por China para enterarse de lo
que había aprendido muy bien en su Reinosa natal.
=
Milosevic-Aznar
Dice Aznar que
Ibarretxe quiere llevarnos por el camino de los Balcanes.
¡Qué
comparación tan mal traída! Según la versión oficial, el desastre de Yugoslavia
lo provocaron las autoridades del Estado central, que no se avinieron a aceptar
las aspiraciones de las minorías nacionales.
Establecida
la comparación –que es cosa de Aznar, no mía–, a Ibarretxe no le podría
corresponder en ningún caso hacer de Milosevic. Ese papel sólo podría
representarlo quien tiene en sus manos las riendas del Estado. O sea, el propio
Aznar.
Asegura que
él no está dispuesto a tolerar ningún afán disgregador.
Es
exactamente eso lo que proclamó Milosevic. Con el resultado conocido.
(6 de
octubre de 2002)
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¿En qué sentido
resentido?
Una joven lectora
me escribe bromeando con el título de mi Diario: dice que ella, a sus 21 años,
prefiere no considerarse resentida, porque aspira a llegar a los 50 sin demasiadas tentaciones de
largarse al otro barrio.
Me cuentan
que la web de Falange Española aporta una interpretación bastante menos
filosófica de mi resentimiento: lo atribuye, al parecer, a que hubiera deseado
llegar más lejos en el staff del «órgano del Gobierno del PP», pero me he
tenido que conformar con el puesto de subdirector. (Éstos sí que están bien
informados).
Anécdotas al
margen, es verdad que ha sido bastante la gente que me ha escrito a lo largo de
los 26 meses de presencia de este Diario en la red para pedirme que aclare el
porqué de mi resentimiento confeso.
Vamos a
ello.
Quizá lo
primero que haga falta es aclarar que «resentido» no es sinónimo de «amargado».
No me siento nada descontento de cómo me viene tratando la vida. En ningún
sentido.
No, desde
luego, en el privado. Sin pretender haber alcanzado cotas excelsas en los
típicos tópicos, he de reconocer que hasta ahora he gozado de la suficiente
salud (algo achacosa en los últimos años, pero suficiente), he tenido casi
siempre el dinero necesario para arreglármelas (unas veces peor y otras mejor)
y he recibido (y recibo) dosis de amor bastante satisfactorias. Por completar
los tópicos: he tenido descendencia, he escrito un puñado de libros y he
plantado un buen número de árboles.
Tampoco
puedo quejarme –y no lo hago– de cómo me ha ido en el terreno profesional:
dedicado a la escritura, hace años que no tengo problemas para publicar en
espacios de prestancia y, si bien es cierto que no he llegado a puestos del
máximo relumbrón dentro del mundo del periodismo, también lo es que no los he
pretendido, e incluso –ocasionalmente– los he rechazado. No soy un escritor
superfamoso, pero tampoco veo por qué habría de serlo: ni lo que escribo es
particularmente notable ni las ideas que difundo son como para suscitar el
entusiasmo de las masas.
Puesto a no
tener motivos de amargura, tampoco me amarga particularmente la marcha seguida
por la Historia. No voy a pretender que desde mi más tierna infancia supiera
todo lo que iba a ocurrir en el universo mundo –lo contrario se aproximaría
bastante más a la verdad–, pero sí puedo decir que, por las razones que sean,
siempre he sentido una fuerte atracción por lo que yo llamo realismo (que es lo
mismo que la mayoría de los demás mortales suelen llamar pesimismo), lo que me
ha capacitado para encajar con notable naturalidad los sucesivos desastres que
han jalonado los últimos decenios. A decir verdad, no me han extrañado un pijo.
Entonces,
¿en qué sentido me declaro resentido? Muy sencillo: en el de alguien que
conserva relativamente intacta su capacidad de indignación y que descubre
motivos de queja en casi todo lo que procede de los poderes públicos y
privados.
Tal vez
debería haber escogido otro título para estos apuntes. ¿Diario de un
cascarrabias hubiera sido más exacto? No sé, pero me sigue gustando lo de
«social». Pone menos el acento en mi carácter.
Que, por lo
demás, y aunque me esté mal decirlo, es magnífico.
(5 de
octubre de 2002)
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Juguetes rotos
Fernando Argenta, hijo del archifamoso director de orquesta Ataulfo Argenta y responsable del programa musical más señero de la radio española, Clásicos populares, lanzó hace unos pocos días un ataque frontal contra Operación Triunfo, acusando a sus responsables de aprovecharse de manera imprudente y desconsiderada de los concursantes y de haberlos empujado por una senda de autodestrucción sin pensar en nada más que en su propio beneficio. Comentando el descalabro que la llamada Rosa ha sufrido en sus cuerdas vocales, Argenta dijo: «Lo extraño es que le hayan durado tanto. En esa sedicente Academia no enseñan a cantar, sino a chillar. Se pasan el rato diciéndoles “¡Más alto, más alto!”, despreciando que, para cantar día tras día canciones con notas tan elevadas no sólo hace falta tener unas dotes naturales muy especiales, sino también aprender a administrarlas. Aretha Franklin sólo hay una». Cito de memoria.
Que Argenta tiene toda la razón del mundo es algo que nadie que sepa algo de canto se atreverá a negar. No sólo no es lo mismo, sino que no tiene nada que ver que alguien cante de vez en cuando, en plan aficionado, que se dedique profesionalmente a ello. Me ha tocado relacionarme con profesionales del canto y he podido comprobar hasta qué punto son esclavos de sus cuerdas vocales. Para ser cantante y hacer lo que te da la gana tienes que dedicarte a cantar canciones planas, que no requieren un esfuerzo mucho mayor que el de hablar. En cierta ocasión le preguntaron a Leonard Cohen cómo se las arreglaba para cantar así, y él respondió: «Es sencillo: tres paquetes de cigarrillos y una botella de whisky al día». Durante el mítico festival de la isla de Wight, joven todavía, dijo: «Un crítico ha escrito que yo emito un zumbido monótono. Me parece una observación sincera». Pero incluso quienes se dedican a hablar y hablar lo pueden pasar mal: varios conductores de magazines de la radio española están sufriendo las de Caín por culpa de sus cuerdas vocales. Iñaki Gabilondo se pasea por la cuerda floja y a Gemma Nierga los cirujanos le han dejado una voz que cuesta reconocerla.
Dedicarse a cantar al límite de las propias posibilidades un día sí y otro también es una barbaridad, y esa barbaridad tiene un nombre: Rosa.
De todos modos, lo que más me gustó del mitin de Argenta no fue que tuviera razón y lo expresara con buen tino, sino que se dirigiera contra el programa estrella de RTVE desde las ondas de Radio Nacional, es decir, desde la propia empresa. Jugándose sus propios garbanzos. Todos los que alguna vez hemos tirado piedras contra el tejado de nuestro patrón sabemos qué delicado es eso. Cuando no directamente suicida.
(4 de octubre de 2002)
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Las banderas
Suele decirse que sólo los niños, los locos y los borrachos se atreven a decir las verdades más amargas. Habrá que comprobar en cuál de estas tres categorías –no descartemos un súbito regreso a la infancia mental– se encontraba ayer el alcalde de Madrid cuando dijo que el homenaje que van a hacer a partir de ahora los últimos miércoles de mes a la enseña bicolor del Reino de España es doblemente oportuno porque, primero, es un acto militar, lo que nos recuerda que son las Fuerzas Armadas las encargadas de velar por la unidad territorial de España, y segundo, porque servirá no sólo para dar satisfacción a quienes aprecian la bandera en cuestión, sino también para poner en su sitio a quienes no la aprecian.
Me parece una explicación completísima y extremadamente satisfactoria.
Se trata, en efecto, de un acto de voluntad intimidatoria y provocadora.
Dicen que ha sido idea de José María Aznar. No me extraña nada.
Persona prudente, antes de empezar a escribir este apunte he echado mano del Código Penal para ver qué dice sobre el particular. Me he encontrado con algo que ya esperaba –que las ofensas o ultrajes a la bandera del Estado están castigados con la pena de multa de siete a doce meses– y con algo que no se me había ocurrido pensar, aunque sea lógico: que las ofensas o ultrajes a las banderas de las comunidades autónomas tienen previsto idéntico castigo.
Dejemos de lado la redacción del artículo en cuestión, que viene a dar por hecho –muy en línea con la tradición castrense– que un objeto –una tela, en este caso– puede ser ultrajado y ofendido, y vayamos a lo sustantivo.
No creo que incurra en ofensa o ultraje alguno a nadie si digo, en primer lugar, que las banderas en general me producen escasa emoción –favorable, quiero decir–, pero que, de todas ellas, la que más frío me deja es precisamente la que izaron ayer con tanto esfuerzo en la Plaza de Colón de Madrid.
Es algo que, además, puedo argumentar muy fácil y muy comprensiblemente: desde muy niño, esa bandera simbolizó para mí la odiosa opresión del régimen de Franco. Me contaron que, antes de la llegada del dictador, el Estado español tenía otra bandera, que los republicanos españoles habían hecho suya para mostrar su rechazo por la enseña bicolor, que identificaban con otra opresión anterior: la monárquica. Eso me contaron, y todo lo que luego pude ir comprobando me ratificó en ello.
Puede entenderse, en consecuencia, que no me hiciera nada feliz que, una vez instaurada la España parlamentaria, el Estado español decidiera mantener la misma bandera impuesta por Franco, por mucho que le cambiaran el escudo.
Con el paso del tiempo, me pasa con esa bandera como con la Monarquía: no creo que constituya una prioridad cambiarlas –más que nada porque no hay demasiado ambiente–, pero nadie puede pedirme que las aprecie. Estoy en mi derecho de verlas no ya sin amor, sino incluso con antipatía.
Y fíjense que he podido desarrollar toda esta argumentación sin citar ni una sola vez a Euskadi.
Lo haré ahora.
La pasada semana, el director del Instituto Cervantes, Jon Juaristi, afirmó que la ikurriña es «un símbolo de ETA». Así, directamente. Por la brava. Sin cortarse un pelo. Bien. Yo no soy muy dado a las querellas criminales –tengo otras ocupaciones–, pero recomendaría a las autoridades de la Comunidad Autónoma Vasca que se ojearan el Código Penal, se leyeran el artículo 543, comprobaran que lo dicho por Juaristi está incurso en el delito que tipifica e interpusieran la acción legal correspondiente. Tampoco estaría de más que simultáneamente los diputados vascos exigieran del Gobierno central la destitución del tipejo en cuestión.
En la línea de exigir respeto a los símbolos.
(3 de octubre de 2002)
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Todas direcciones
Vengo diciendo desde hace tiempo –ayer insistí en ello– que la opinión pública española tiene unas tragaderas verdaderamente excepcionales, que le permiten aceptar los mayores disparates, siempre, eso sí, que se los presenten revestidos de autoridad y con mucho aplomo.
Es una tesis que suelo sacar a pasear a propósito de unos u otros asuntos políticos, pero lo cierto es que podría hacerla extensiva a casi todos los ámbitos de la humana existencia.
Pondré un ejemplo nada politizado.
Ayer pasé
por una rotonda que existe a las afueras de una población de la periferia capitalina.
Se trata de una rotonda que tiene cuatro posibles salidas. Al borde de una de
ellas, una indicación de tráfico de ésas que terminan en forma de flecha dice:
«Todas direcciones».
He aquí un inmejorable ejemplo del desprecio por la lógica que exhiben las autoridades y que los españoles soportan sin decir ni pío o, lo que es peor, sin siquiera darse cuenta.
Si una rotonda tiene cuatro salidas, es porque hay cuatro caminos teóricamente practicables, cada uno de los cuales dirigirá hacia algún sitio (o hacia varios). En consecuencia, si la Dirección General de Tráfico afirma que uno de esos caminos nos lleva a todas (las) direcciones, miente.
En el caso de la rotonda de la que estoy hablando, la mentira oficial es particularmente molesta para mí, puesto que la salida que aparece indicada con el letrero «Todas direcciones» no lleva en absoluto adonde voy yo, sino que conduce, dando un cierto rodeo, a la carretera de la que procedo. Lo cual dista de ser insignificante, porque esa carretera es una autovía de la que no se sale así como así. Como no es la primera vez que paso por la rotondita de las narices, ya no me dejo engañar. Pero la primera vez que caí en sus garras indicativas me la jugó bien jugada.
El asunto no es que esa señal esté mal puesta. Es que no debería existir. No deberían haberla fabricado. Sin más. Porque un letrero que indica que una carretera nos encamina a todas (las) direcciones es lisa y llanamente un disparate. Para que esa salida nos condujera a cualquier destino tendría que ser por fuerza la única que hubiera. En cuyo caso no sería necesario distinguirla de ningún modo.
Detengámonos a considerar el problema en su conjunto.
Tenemos:
1) Un funcionario de la DGT que pensó que era buena idea fabricar unas señales con la leyenda «Todas direcciones» (así, sin artículo ni nada).
Eso, a decir verdad, no es particularmente grave.
2) Unos jefes que aprobaron el proyecto con toda la seriedad del mundo y que le asignaron la partida presupuestaria correspondiente.
Eso es ya está bastante peor.
Y, en fin,
3) Toneladas y toneladas de gente –cientos de miles, millones de personas– dispuestas a toparse día tras día con las señales en cuestión y no pararse a pensar si tienen algún sentido, lo que las conduciría a concluir de inmediato que no.
Esto último es, con diferencia, lo más deprimente.
Pero había dicho que hoy iba a dejar la política al margen, así que abandono la reflexión en este punto.
Saque cada lector o lectora las lecciones que le dé la gana.
(2 de octubre de 2002)
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El simplismo alternativo
«O
se es un país inmenso que cumple una misión universal
o
se es un pueblo degradado y sin sentido»
(José
Antonio Primo de Rivera)
«La prioridad del Gobierno vasco no puede ser tener más competencias; la prioridad del Gobierno vasco tiene que ser acabar con el terror».
No me pregunten qué miembro del Ejecutivo de Aznar ha pronunciado esta frase en los tres últimos días. Pregúntenme quién no lo ha hecho y acabamos antes.
Queda rotundo, y hasta parece muy razonable, pero en realidad carece por completo de lógica. De acuerdo con ese planteamiento, se diría: a) que es el Gobierno vasco el único responsable de acabar con el terrorismo, y b) que si contara con más competencias lo tendría peor para llevar a cabo esa misión. Cuando lo cierto es: a) que el grueso de los medios policiales y de los recursos políticos está en manos del Ejecutivo de Aznar, por lo que recae sobre él la mayor parte de la responsabilidad de que el terrorismo subsista, y b) que es él el que está regateando al Gobierno vasco los medios que reclama para afrontar con más eficacia la parte que le corresponde en esa tarea.
Eso es lo que dicta la lógica, pero tanto da.
Se imponen en la política oficial española los dilemas de apariencia aplastante y de contenido absurdo.
Mayor Oreja dice que el País Vasco no necesita más nacionalismo, sino «más España». ¿Adónde pretende llegar con eso? Primero niega que el terrorismo tenga una solución política y luego se empeña en plantear el problema en el plano político, como una pugna entre dos nacionalismos, el vasco y el español.
No es cosa sólo del PP. También del PSOE (o de sus dirigentes centrales, al menos). Escucho a Rodríguez Zapatero: «Euskadi no necesita referéndums; Euskadi necesita que se acabe el terror». Ya. Porque, como es bien sabido, no hay nada que más aliente el terror que llamar al pueblo a las urnas.
Se plantea como una verdad evidente por sí misma –que, por lo tanto, no requiere demostración– que consultar al pueblo vasco qué clase de futuro nacional desea para sí es una tremenda irresponsabilidad, porque representa un factor de grave división. Examínese esa supuesta verdad de cerca y se comprobará que lo que se nos está presentando como evidente es que la unidad del pueblo vasco sólo puede establecerse sobre... ¡la renuncia de la mayoría a sus aspiraciones! Para evitar los problemas que podría acarrear que se hiciera lo que quiere la mayoría, hay que hacer lo que quiere la minoría. Singular lógica, a fe.
Otros pensamos que, cuando en una sociedad aparecen dos posiciones potencialmente irreconciliables, lo más sensato es negociar un acomodo. Pero que no se inquieten los patriotas: no pintamos nada.
(1 de octubre de 2002)
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Garzón contra Al
Qaeda
Con todas las movidas de la pasada semana, casi que se me pasa comentar la puesta en libertad bajo fianza de los últimos detenidos por orden de Garzón en Madrid en tanto que integrantes de una célula local de Al Qaeda. La gente más desmemoriada puede refrescar los datos del asunto dándose una vuelta por la hemeroteca. Sucedió en julio, y Garzón dijo que la Policía se había incautado* en su domicilio de grabaciones de vídeo de monumentos y edificios «emblemáticos» de los Estados Unidos hechas para ayudar a la posterior realización de atentados.
Ahora –más de dos meses después–, el juez de la Audiencia Nacional los pone en libertad bajo fianza. Dice que la Policía no ha logrado demostrar que esos vídeos tengan relación con la organización de Ben Laden y los atentados del 11-S.
Todo el asunto es un puro disparate.
Lo fue desde el principio. Y no hacía falta ninguna profunda investigación para darse cuenta: lo dije en el momento mismo de las detenciones. Si los detenidos habían grabado esos vídeos para que los usara la gente de Al Qaeda en Estados Unidos, ¿por qué se los habían traído a España y los conservaban en su poder? ¿Por qué no los habían dejado en los Estados Unidos, o enviado a Afganistán, o a donde fuera? En segundo lugar: en los vídeos en cuestión no sólo aparecían los edificios «emblemáticos», sino también ellos mismos, en persona. ¿Para qué se habían filmado? ¿Para facilitar su localización, en el caso de que las grabaciones cayeran en manos de la Policía, de ser detenidos quienes planeaban los atentados?
Ahora, dos meses y pico después, aparece Garzón y se quita el muerto de encima diciendo que la Policía no ha logrado mostrar la relación entre los detenidos y el 11-S. ¿Y él? ¿Qué ha logrado él? ¿En qué indicios racionales de criminalidad se basó para encarcelar a esa gente y tenerla en la cárcel todo este tiempo?
Por otra parte: si no hay nada que vincule a los detenidos con Al Qaeda, ¿por qué les ha exigido una fianza para ponerlos en libertad? Y si lo hay, ¿cómo puede ser que los ponga en libertad, con o sin fianza?
La megalomanía de Garzón clama al cielo. Está loco por meter la nariz y lucir su palmito en la investigación de los atentados de las Torres Gemelas (de hecho, ya ha pedido que le dejen interrogar al presunto cerebro del 11-S, detenido en Pakistán). Lo intentó con las detenciones de Cataluña, que le salieron un churro –los detenidos acabaron en libertad sin cargos–, y lo ha vuelto a intentar con estos pobres diablos de los vídeos.
¿No hay nadie con mando en plaza que se pregunte por la seriedad de la tramitación de los sumarios que tiene este hombre en sus manos y por la fiabilidad de esos servicios policiales en los que él tanto se apoya, tomando sus informes por verdad revelada?
–––––––––
(*) La versión inicial de
este apunte –la aparecida en el día de referencia– decía «...que la Policía les
había incautado...». Un lector me reconvino por el uso del verbo “incautar”,
oficialmente inexistente, por más que frecuente en los medios de comunicación.
Lo he corregido. Quien tenga interés por los vericuetos de este verbo hará bien
en consultar la página http://www.larioja.com/romanpaladino/e37.htm.
Lo encontrará todo muy bien explicado.
(30 de septiembre de 2002)
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