Diario de un resentido social

 Semana del 2 al 8 de septiembre de 2002

Capullos heroicos

Cuenta hoy El Mundo –lo mismo lo sabía ya todo el mundo, menos yo– que el premio Nobel Solzhenitsyn llegó a escribir con su propia sangre. Digo yo que por falta de tinta. Queda como muy terrible, pero no es del todo práctico. Si no tenía pluma y trataba de eludir la censura, lo mejor que podía hacer era escribir con orina. La orina es una excelente tinta simpática: mientras estás escribiendo, lees el texto sin dificultad, porque está húmedo; cuando seca, parece que el papel estuviera en blanco; cuando estás ya a salvo, o las personas indicadas han recibido la carta, basta con pasar una plancha por encima del papel, o exponerlo a cualquier otra fuente de calor, para que aparezca lo escrito. Durante el franquismo, nosotros usábamos la orina (o el agua de limón, que surte los mismos efectos) para burlar la censura de la correspondencia. Ahora podría hacerse algo semejante vía informática: se escribe una carta anodina a doble espacio, en los espacios intermedios se escribe lo que se desea ocultar y se cambia la fuente de imprenta de esa parte del texto para que se convierta en blanco sobre blanco, con lo parece que ahí no hay nada. La persona que recibe el correo electrónico se limita a hacer la operación inversa y lee perfectamente el mensaje. Ideal para trabajadores de empresas cuyos directivos tienen sometidas a vigilancia las cuentas de correo.

Se infiere de este exordio que el gesto de Alexander Solzhenitsyn, que se abría las venas para escribir con su propia sangre, era tan sacrificado como innecesario. Estúpido, si se me apura.

Igual que él.

Leí en tiempos algunos textos del tipo éste. Incluso me metí con El archipiélago Gulag y Un día en la vida de Iván Denisovitch, aunque me parece recordar que no terminé ninguna de las dos novelas. No consiguieron interesarme. Ni siquiera como testimonio del sufrimiento de los presos bajo la dictadura soviética. Por aquellos años estaba yo preparando un trabajo muy largo –algo así como una tesis doctoral– sobre Stalin y no necesitaba para nada de la imaginación literaria de este caballero: había leído testimonios mucho más terroríficos e impresionantes, con el añadido de que, además, contaban hechos realmente sucedidos.

Lo que no comprenden –o no quieren comprender– muchos que cantaron en los años 60 y 70 las virtudes literarias de Solzhenitsyn es que, de los muchos modos en que cabía estar contra el estalinismo, este individuo había ido a adherirse a uno de los más impresentables. Solzhenitsyn deseaba con toda su alma el regreso del dominio zarista. Para la época en que él elaboró sus obras, todo el mundo en Rusia tenía elementos de información más que sobrados para saber que la autocracia zarista fue un régimen de terror como la copa de un pino. Menos evolucionado que el estalinista, pero tan sólo porque en su momento las técnicas –incluidas las de tortura– eran más primitivas. Desde el punto de vista ético, Solzhenitsyn era tan repulsivo como cualquier esbirro literario del régimen estalinista (y muchísimo más que los corifeos occidentales de Stalin, que no tuvieron conocimiento de la realidad del estalinismo hasta mucho después).*

Adorador de los zares y sus popes, Solzhenitsyn no se merece indulgencia alguna de las personas realmente amantes de la libertad. Pero los jefes de Occidente siempre han sido partidarios de la utilización de los tontos útiles, los capullos heroicos y demás aspirantes a rentistas de la CIA. Entre los que se encontraba éste.

 

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* Aprovecho la ocasión para responder a los pelmazos que me atribuyen un oscuro pasado estalinista. Desde que, allá por los 15 años, me convertí al comunismo (porque de conversión hay que hablar, considerando lo magro de mis conocimientos en la materia) di en suponer que Stalin debía haber sido un gran tipo, a la vista de la cantidad de gentuza que lo denostaba. Una intuición perfectamente boba y bastante peligrosa, como suelen serlo las que parten del esquemático «los enemigos de mis enemigos son mis amigos». Con veintitantos años, y ya más leído, decidí estudiar a fondo la vida y la obra de Stalin. Empecé ese trabajo, al que antes he aludido, alimentando la vaga idea de que el personaje saldría relativamente bien librado de mis pesquisas. Craso error. Cuanto más lo fui estudiando, mayor creció el odio en mí. Un odio que empezó siendo teórico y político, pero que no tardó en convertirse también en personal. Me di cuenta de que hasta el modo de ser de Stalin me producía una viva repugnancia. Antes de eso mi posición ante la URSS ya había sido muy crítica –era de los que calificaban el régimen soviético de «cárcel de pueblos»– pero, a partir de ese sondeo en sus profundidades históricas, mi rechazo se acercó mucho al imposible absoluto. Así que quien quiera denunciar siniestros pasados estalinistas mejor hará en indagar por otros lares.

 

(8 de septiembre de 2002)

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«¿Por qué nos odian?»

Luis Rojas Marcos, psiquiatra sevillano que hasta hace poco ejercía de responsable de los hospitales públicos de la ciudad de Nueva York –seis, por lo que cuentan, para una de las ciudades más populosas del mundo–, también ha escrito un libro sobre el 11 de Septiembre. Bueno, no sé si llamarlo libro o dejarlo en folleto, porque dicen que consta de unas 150 páginas de letra de cuerpo muy grande. En todo caso, escuché ayer en la radio que uno de los asuntos que trata en su opúsculo es la perplejidad que produjeron los atentados de las Torres Gemelas en una parte considerable de la población norteamericana. De golpe y porrazo –si se me permite la expresión–, muchos norteamericanos se apercibieron de que su país no acaba de despertar enormes simpatías all over the world. Rojas Marcos sintetiza ese sentimiento de desazonada sorpresa en una pregunta: «¿Por qué nos odian?».

Qué ignorancia más patética.

Entendería que se rieran del resto del mundo, que entonaran a coro el «Ande yo caliente / y ríase la gente», que consideraran que la población del conjunto de Asia, África y América Latina está compuesta de tontos e ingratos, a partes iguales... Comprendería cualquier cosa, menos que se sientan sorprendidos. ¿En qué mundo viven? ¿De dónde extraen su percepción de la realidad internacional: de Rambo IV y de Independence Day? ¿Nadie les ha dicho que su prepotencia, su ombliguismo, su consideración del mundo exterior como un cortijo particular y el comportamiento decididamente patán de sus máximos dirigentes les ha granjeado unas simpatías tirando a escasas?

Pues se ve que no.

Personalmente no aliento la más mínima hostilidad hacia el pueblo norteamericano. Ni simpatía. Los pueblos, considerados en bloque, no me producen sentimientos unívocos. Simpatizo mucho con bastantes norteamericanos. Otros me producen arcadas. Admito que los que –y las que– me producen arcadas, me las producen a base de bien, hasta el punto de estimular a tope mis instintos asesinos.

Que es, a fin de cuentas, de lo que estábamos hablando.

 

(7 de septiembre de 2002)

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Euskal Fondoa, made in Garzón

El auto del juez Garzón que suspende por tres años la actividad de Batasuna acusa expresamente a una entidad vasca de solidaridad internacional, Euskal Fondoa, de estar al servicio de ETA. Garzón escribe: «El control ejercido por Herri Batasuna sobre Euskal Fondoa es la causa de que los fondos que gestiona esta asociación se pongan al servicio de proyectos mercantiles y/o de negocios de ETA».

Euskal Fondoa, asociación que agrupa a 70 ayuntamientos del País Vasco, administra el uso en proyectos de cooperación del 0,7% de los presupuestos de ese amplio conjunto de municipios. Su equipo directivo –al que Garzón acusa de actuar al servicio de ETA– está presidido por Rosa María Ostogain, alcaldesa peneuvista de Berriz, y tiene como vicepresidenta a Ana Urchueguía, alcaldesa socialista de Lasarte. Cuenta además con los servicios de un tesorero que milita en el PP.

Probablemente los lectores recuerden las muy aireadas y bien recientes protestas de la señora Urchueguía, quejosa de que sus convecinos abertzales de Lasarte la traen por la calle de la amargura. Imagino que su presencia en la dirección de Euskal Fondoa les bastará para deducir que Garzón ha patinado a base de bien. La buena mujer está que fuma en pipa y ha desafiado a Garzón a que encuentre un solo epígrafe proetarra en su contabilidad.

Garzón ha metido el cuezo a tope, desde luego. Pero no basta con constatarlo. Digo yo que convendrá preguntarse cómo puede ser que un juez tan importante meta en un auto de tanta relevancia una acusación tan rematada y comprobablemente falsa.

La respuesta es sencilla: una cosa así puede suceder porque el mencionado juez es tan importante... como frívolo. Ha recogido una imputación injuriosa que un grupo de espíritu maccarthista formuló hace tiempo en Internet* y la ha dado por buena, sin más. Sin contrastarla. Con un par. Con ese mismo par que algunos periodistas tanto le celebran. 

Hay quien está presentando este patinazo como un episodio chusco. A mí, maldita la gracia que me hace.

No me resulta nada chusco comprobar con qué clase de fundamentos edifica Garzón sus procedimientos penales. Ignoro cuántas patas de banco más habrá echado al fuego de su hoguera; a cambio, sé con qué desenfadada alegría es capaz de echarlas.

Podría haberme parecido risible que Garzón, en su desmelenado afán por acusar más y más rápido que nadie, haya dado en tildar a doña Ana Urchueguía de agente de ETA. Pero se me hiela la sonrisa apenas esbozada cuando pienso que, de no haber contado con ella como vicepresidenta y con un miembro del PP como cajero, Euskal Fondoa podría estar ahora mismo pasando un trance de aúpa, con sus planes de cooperación en Nicaragua, El Salvador o el Sahara Occidental frenados hasta nueva orden.

No, no tiene nada de divertido que haya un juez cuyas acusaciones, lanzadas a voleo sin rigor alguno, sean tratadas por los medios informativos como dogmas de fe y esgrimidas por el Gobierno como pruebas incontestables. Aunque todo pichichi sepa –y proclame en privado– que al juez en cuestión no hay por dónde cogerlo, si se exceptúa el plumaje de pavo y la cartera.

No tiene la menor gracia. Al contrario: es como para echarse a temblar.

 

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(*) Me refiero, en concreto, a la página web de un grupo denominado BAT, cuyo emblema –francamente risible– es éste:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llamo la atención sobre la última línea del anuncio, invitando a los lectores a la denuncia, sin exigir la aportación de prueba alguna. Maccarthismo puro.

 

(6 de septiembre de 2002)

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La prueba ontológica, en moto

Estoy sin coche. Lo dejé el pasado lunes en la Renault de Tres Cantos para corregir la natural tendencia de su carrocería a competir con los guisantes de Mendel, cambiando de tanto en tanto lo liso por lo rugoso.

«Estará en tres días», me dijo el encargado del taller. «Bah, ningún problema: vendré a trabajar en autobús», pensé.

Santa inocencia. Esa misma tarde comprobé que el trayecto Tres Cantos-Madrid (o Madrid-Tres Cantos), que en coche se hace visto y no visto, en autobús dura sus buenos tres cuartos de hora. Y eso desde la Plaza de Castilla, que no está precisamente al lado de mi casa. 

Tan traumática experiencia me llevó a optar el martes por hacer el recorrido en mi destartalada scooter, que coge con dificultad los 60 km./h. Probé a ver qué tal, y a fe que tuve tiempo de aburrirme montado sobre mi cafetera de dos ruedas, conduciendo por una autovía amplísima. Pero salí ganando.

Ayer repetí la aventura pero, como ya estaba entrenado y sabía lo que me esperaba, me lo tomé con más paciencia.

Aproveché el recorrido para entregarme a hondas meditaciones.

No me preguntéis cómo me las arreglé para acabar pensando en San Anselmo y su prueba ontológica de la existencia de Dios, pero el caso es que así fue.

Supongo que recordáis la argumentación  que el monje de Aosta expuso en su obra Proslogion, allá por el siglo XII. Partía del entendido de que Dios es lo más grande que pueda pensarse. Este ser infinitamente grande –seguía razonando– no puede estar sólo en la inteligencia, es decir, no puede ser sólo concebido y pensado. Si así fuera, cabría pensar otro ser tan grande como él y, además, existente, esto es, mayor y más perfecto que él. Con lo que concluía: el ser más grande posible no puede estar sólo en el pensamiento, porque, en tal caso, al carecer de entidad objetiva, ya no sería el ser más grande posible.

Desde Tomás de Aquino a Kant,  este trabaneuronas se ha llevado infinitos varapalos, pero hoy es el día en que aún no he escuchado a nadie que lo critique por un aspecto que a mí me parece clave. Me refiero a la cosa de la eternidad divina.

Según el razonamiento de Anselmo de Aosta, Dios debería ser obligatoriamente eterno, puesto que, de lo contrario, no sería lo más grande imaginable. Pero, ¿de dónde se sacaba el tipo –y por qué todo el mundo ha dado desde entonces por supuesto– que la calidad de eterno es una virtud? Bien podría decirse todo lo contrario. Para empezar, un ser que fuera eterno no estaría en condiciones de apreciar los muchísimos matices que vienen dados por el instinto de supervivencia. Tampoco podría saber en qué consiste el riesgo, ni el valor, ni el miedo. Donde no cabe la tristeza de la muerte no hay lugar para la alegría de la vida.

En esas condiciones, la prueba ontológica entra en un callejón sin salida: para que un ser atesorara la perfección, debería ser necesariamente eterno, pero un ser eterno estaría privado de los gozos asociados a la contingencia y, por lo tanto, distaría mucho de ser perfecto.

Enfilaba ya con mi motito por la desviación indicada con un letrero que reza «Tres Cantos Norte. Zona Industrial» cuando se me ocurrió un ítem añadible. Me di cuenta de que, además, un ser eterno no merecería la más mínima confianza: carecería de principios.

 

(5 de septiembre de 2002)

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Lo que pasa en la calle

Imagino que no habrá visitante habitual de este rincón de la Red que no conozca el diálogo del Juan de Mairena, de Antonio Machado. Lo repetiré, de todas maneras, que nunca se sabe.

«MAIRENA.– Alumno Martínez, salga a la pizarra. Escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.

»(Martínez lo escribe).

»MAIRENA.– De acuerdo. Ponga ahora eso mismo en lenguaje poético.

»MARTÍNEZ.– “Lo que pasa en la calle”.

»MAIRENA.– ¡Muy bien!».

O algo así, que cito de memoria, y me vale a estos efectos.

De lo que trato de hablar es del valor de la síntesis. Y de su doble valor cuando, además, no se deja el rigor por el camino.

El otro día estaba enmimismado dando vueltas a un razonamiento. Tomaba detalladas notas. Mi amigo Gervasio Guzmán, que había venido a pasar el fin de semana con nosotros y andaba revoloteando por los andurriales, no pudo resistirse y acabó preguntándome sobre mis cavilaciones. Se las expuse.

–Y eso ¿para qué piensas usarlo? ¿Para un ensayo? –presupuso, más que preguntó.

–No –le respondí–. Para una columna.

Me miró con incredulidad.

–¿Pretendes meter todo eso en una columna?

–Andá, pues claro. Ahí está la gracia –le dije.

Bertolt Brecht colgó en su estudio un cartel-advertencia: «La verdad es concreta», rezaba. Leí sobre ello cuando tenía 19 o 20 años y recuerdo que pensé: «Es falso. Algunas verdades son complejas y no hay modo de reflejarlas sin recurrir a enunciados abstractos». Pero entendí –y sigo entendiendo– por qué el gran dramaturgo se impuso esa máxima. Era consciente de que casi siempre es posible sintetizar, concretar, dar una vuelta de tuerca más para simplificar cada frase.

¿Una novela reducida al tamaño de un cuento? Fantástico. ¿Un ensayo expuesto en el espacio de un artículo de fondo? Formidable. ¿Un artículo de fondo encajado en los límites de una columna? Perfecto, siempre que no sufran las ideas.

Quienes nos dedicamos a la reflexión crítica tenemos el deber de emplear nuestro tiempo para conseguir que los demás ahorren el suyo. No se trata de animar a pensar menos, sino todo lo contrario: debemos ayudar a que se piense mucho más –y mucho más a fondo–, pero con menos adorno inútil, con menos artificios, con los mínimos quebraderos de cabeza.

La experiencia me enseña que hay toneladas de galimatías presuntamente teóricos cuya sola función es ocultar la sencillísima opción que nos toca hacer en la vida: decidir de qué lado estamos.

(4 de septiembre de 2002)

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¿Más dura = madura?

Insiste el Gobierno en que su voluntad de ilegalizar Batasuna no tiene nada de especial: es así como se comportan –dice– «las democracias maduras». Y evoca experiencias que considera ejemplares: Alemania y Francia también han prohibido partidos extremistas en uno u otro momento, y con bastantes menos tiquismiquis.

¿Valen esos dos ejemplos? No lo creo.

La República Federal Alemana mantuvo durante la Guerra Fría leyes discutiblemente democráticas, que avalaban incluso la discriminación laboral por razones ideológicas. Ese precedente es garantía de cualquier cosa menos de respeto por los Derechos Humanos.

El caso francés es también sui generis, aunque por otra vía: allí el presidente tiene tantas facilidades para expulsar de la legalidad a los partidos que se le atragantan como éstos para regresar a la actividad legal en cuanto les viene en gana (eso sí, con otro nombre). No le veo la gracia al vodevil.

La verdad es que, diga lo que diga Aznar, su vía cerradamente prohibicionista suscita fuertes reticencias incluso entre sus socios y amigos de la UE. Ni un solo organismo comunitario ha emitido proclama alguna de apoyo a su tesis, según la cual «las democracias maduras» están obligadas a hacer lo que él está haciendo ahora. No apoyan ese dogma, y se entiende porque, si lo hicieran, estarían condenando la actitud del Reino Unido, que nunca, ni en los peores momentos, se planteó la ilegalización del Sinn Fein, cuya connivencia con el IRA ha sido siempre aún más clamorosa que la de Batasuna con ETA, entre otras cosas porque nunca se ha tomado el trabajo de negarla.

Alegan algunos que las realidades de Irlanda del Norte y Euskadi son muy diferentes. Y por supuesto que lo son. Pero el hecho es que el Sinn Fein ha justificado siempre los atentados del IRA, incluso los más sangrientos. Aún ahora, en medio de la tregua, sigue en las mismas: a lo más que ha llegado es a «lamentar» que las acciones de su brazo armado hayan provocado «víctimas civiles».

Peor aún. A diferencia de lo que sucede con ETA, que hace lo que le viene en gana, diga lo que diga Batasuna, todo el mundo sabe que el IRA está a las órdenes del Sinn Fein, lo que, obviamente, agrava la responsabilidad del partido político.

Nada de ello, sin embargo, ha animado jamás a los sucesivos ejecutivos británicos –incluido el de Margaret Thatcher– a pretender la ilegalización del Sinn Fein. Cuando ha comprobado la implicación de tal o cual militante o dirigente del Sinn Fein en este o aquel acto terrorista, ha ordenado su detención y lo han conducido ante la justicia. Y a fe que se las ha hecho pasar canutas a muchos, recluidos en cárceles infectas.

Pero nunca ha pretendido situar fuera de la Ley al partido como tal. ¿Por qué? No sé. Pregúntenselo a Blair y sus antecesores. Supongo yo que para no privar a la población republicana norirlandesa de un cauce de representación política. Y para conservar él mismo un interlocutor válido, llegado el caso. Un caso que llegó, por cierto.

Se ve que son cosas de un género que aquí no interesa.

(3 de septiembre de 2002)

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¡Gracias, Ronaldo!

Convencional que soy, me escandalicé ayer cuando comprobé que los principales noticiarios abrían con la noticia del fichaje de Ronaldo por el Real Madrid. «¡Es el colmo!», exclamé para mí. Me indignaron tanto la deferencia como la diferencia: la deferencia informativa concedida a una contratación deportiva, en un día nada falto de noticias relevantes, y la diferencia de trato otorgada al Real Madrid, una vez más convertido en bien público de obligada pleitesía.

Pero, así que recuperé mi habitual ponderación –cosa de segundos–, me di cuenta de que carecía por completo de motivos de queja. Por fin, después de largas, onerosas e interminables semanas, pude ver y escuchar un buen rato de noticiario sin tener que soportar las aburridas y machaconas repeticiones gubernamentales a propósito –a despropósito– de la ilegalización de Batasuna.

En vez de Aznar, Ronaldo. En lugar de Rajoy, Valdano. A cambio de Arenas, Florentino Pérez.

No es que éstos de ahora sean estupendos, precisamente. Pero son otros.

No pido que cese el suplicio. Mi ambición es más modesta. Me doy por satisfecho con que cambien de instrumento de tortura cada tanto.

 

(2 de septiembre de 2002)

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