Diario de un
resentido social
Semana del 5 al 11 de agosto de 2002
Sumisión
inconsciente
Cuando Bush aterrizó por aquí hace cosa de un año, el entonces ministro de Exteriores español, Josep Piqué, se pasó todo el rato dando grandes cabezazos de asentimiento cada vez que el presidente norteamericano abría lo boca. Preguntado por tan extraña compulsión, Piqué se quedó inicialmente desconcertado. Se salió finalmente por peteneras arguyendo que es una especie de tic que tiene. Mentira podrida, porque nadie le había visto hasta entonces hacer semejante cosa y nadie se la ha visto hacer después. Piqué no pudo dar ninguna explicación convincente por la muy sencilla razón de que él mismo no era consciente de su comportamiento: se le escapó el espíritu de sumisión por las costuras, y ni él mismo se dio cuenta.
La sumisión más enraizada es el que se muestra a través de lapsus, reacciones instintivas y actos reflejos. Como la que evidenciaron ayer los responsables del informativo de las 14:30 de la Cadena Ser, que incluyeron en cabecera el siguiente titular: «Los científicos españoles tenían razón. Expertos norteamericanos confirman que los meteoritos de hielo que cayeron sobre España fueron producto del cambio climático». No se dieron cuenta de que, al enfocar así la noticia, estaban dejando testimonio de su vasallaje mental ante los Estados Unidos de América. En efecto, demostraron que, para ellos, las conclusiones de los científicos españoles son meras hipótesis; sólo encuentran la necesaria confirmación cuando son avaladas por «expertos norteamericanos». Una afirmación como ésa sólo habría tenido sentido si a continuación el locutor nos hubiera informado de que los expertos norteamericanos en cuestión cuentan con tales o cuales medios extraordinarios para realizar sus investigaciones, medios de los que carecen los científicos españoles. Pero no. Lo único que tienen de especial, a juzgar por cómo enfocaron la noticia, es que son norteamericanos.
Estamos volviendo a los papanatas años 50, cuando los que pretendían estar más al día te enseñaban sus pertenencias –lo que fuera: desde el reloj hasta la pluma estilográfica– exclamando con aires de superioridad: «¡Americano!», como si con eso ya estuviera todo dicho. Poco importaba que el de al lado tuviera un reloj suizo o una pluma francesa cien veces mejores.
(11 de agosto de 2002)
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De veraneo
El jueves la radio anunció mal tiempo. Dijeron que venía lluvia, o incluso temporal. No hicimos caso, nos fiamos del cielo, bajamos a la Coveta Fumà y nos dimos un reconfortarte baño en su playita de juguete, en la que no hay forma de ver una ola.
Un treintañero afanoso trataba de instalar una sombrilla en la arena húmeda. Empujaba con mucha fuerza para hundir la punta del soporte. Sin el menor éxito. Una mujer y un niño, con aires de esposa e hijo, lo miraban con cierto escepticismo. Tras mucho dudarlo, me acerqué a enseñarle cómo se clava el pincho en la arena, porque el asunto es sencillo, pero tiene su truco. Fui sumamente amable: le conté que a mí me había sucedido lo mismo, bromeé con mi propia impericia... en fin, hice cuanto estuvo en mi mano para que no se sintiera ridículo. Fracasé. Al machito moreno y fortachón no le hizo ninguna gracia que un señor mayor con pinta de chupatintas le enseñara el principio del berbiquí. La señora y el niño –gente práctica– sonrieron mucho y me dieron las gracias.
A su lado, otra señora se enfadaba con su niña: «¡Ay, hija mía, qué inconformista eres!», le dijo.
El sol pegaba fuerte, así que subimos pronto al chiringuito de don Tomás para tomamos unas gambas, unos mejillones y unas sardinas asadas.
Se nubló cuando regresamos para Aigües, pero apenas cayeron dos gotas. Enseguida volvió a despejarse.
Ayer por la mañana la radio dijo que el tiempo iba a mejorar. Bajé a Sant Joan a hacer una gestión en la Agencia Tributaria. Decidimos quedarnos en casa para comer.
A comienzos de la tarde, empecé a oír un fuerte runrún a lo lejos. Salí al jardín y le pregunté a Charo si no lo oía. «¿Qué será?», se inquietó. El ruido creció y vi que algunas piedras se ponían a saltar. «Un terremoto», avancé, con miedo. Pero no tardó en evidenciarse lo que pasaba: era pedrisco. Se nos vino entonces una granizada impresionante, de piedras como nueces. Veíamos caer los rayos bien cerca. Me sobresaltaban los trallazos ensordecedores. La tarde se puso tan negra que se encendió la bombilla del porche, que funciona cuando una célula solar detecta que se ha ido la luz del día.
El camino que baja hacia la salida de casa se convirtió rápidamente en un riachuelo. Salí corriendo para rescatar a las cuatro crías de la gata canela, metidas bajo un frágil chiringo improvisado por su madre bajo un montón de ramas de pino podadas. Saqué a los cuatro gatitos empapados y ateridos. Me los llevé para casa y los sequé con cuidado. Luego los instalé en un cesto de mimbre, en el porche, a la espera de que su madre viniera a buscarlos. No apareció hasta que escampó la tormenta. Me dije que no destacaba por sus sentimientos maternales, aunque también pensé que lo mismo se limitaba a seguir las pautas que le manda su mensaje genético.
Lo mismo que el hombre que no lograba clavar la sombrilla.
(10 de agosto de 2002)
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Miguel Sanz y la ikurriña
Cuando yo era chaval, mi padre solía enviarme a Hendaya para hacer compras. No tenía que adquirir gran cosa: el semanario Télé-7 Jours, que traía la programación de la televisión francesa –la única que vimos durante años en San Sebastián, por culpa combinada de la orografía y el desarrollo del capitalismo–, algunos quesos, tal o cual mostaza... A veces me fastidiaba perder la tarde del sábado en aquel pesado viaje de 20 kilómetros, pero otras lo disfrutaba. Me gustaba ver los escaparates de las tiendas, el ambiente de la playa –menos pudibundo que el imperante por entonces en este lado del Bidasoa–... y, claro, los estantes de las librerías, llenos de libros prohibidos en España y puestos allí para atracción del público español.
Hendaya no era un pueblo que se caracterizara por su nacionalismo vasco –estoy hablando del primer tramo de la década de los 60– pero exhibía ikurriñas por todas partes: en las banderitas que adornaban las calles en fiestas, en los gallardetes de los pequeños pesqueros, en los souvenirs, en los letreros de las tiendas... Incluso contaba con una buena proporción de casas pintadas en rojo, verde y blanco. Cuando, pasado algún tiempo, me adentré de excursión por las ciudades y pueblos cercanos, comprobé que ésa no era ninguna particularidad de Hendaya: la ikurriña era un elemento ornamental de uso general y sistemático en todo el País Vasco-Francés.
Aunque Sabino Arana se inventara la bandera bicrucífera para que sirviera de emblema de Vizcaya, el hecho es que la enseña hizo pronto fortuna y, en el lapso de pocas décadas, pasó a ser tenida en muchos lugares –prácticamente en todos a los que no llegó la prohibición del franquismo– como símbolo de «lo vasco» o, si se prefiere, del ámbito cultural vasco. Por eso en el País Vasco Francés la exhibieron y la siguen exhibiendo por todas partes, sin que nadie interprete tal cosa como un gesto de sumisión al Gobierno de Vitoria.
Pero Miguel Sanz es diferente. Sanz, que lleva años haciendo como si no supiera que la lengua y la cultura vascas son parte de la identidad de la comunidad autónoma que preside, porque así lo establece la ley foral suprema que él juró defender, ha decidido ahora que la ikurriña sólo puede ser entendida como símbolo político de la Comunidad Autónoma Vasca, y no como emblema de una realidad cultural que trasciende las divisiones y las representaciones políticas. A partir de lo cual, quiere perseguir y castigar el uso institucional de esa bandera en los municipios navarros.
Quizá se pregunten ustedes por qué se mete Sanz en batallas como ésta, que ni sus propios socios parlamentarios respaldan. No lo sé, pero supongo que estará intentando hacer méritos. Digo yo que querrá caer simpático a quienes, por razones de estirpe, siempre han visto con malos ojos la ikurriña.
(9 de agosto de 2002)
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El cuento de la
lechera
(y tómese lo de la
lechera como se quiera)
La pena es que estaba algo distraído y no me enteré ni de quién era el autor de la argumentación ni en qué medio se la habían publicado. La escuché ayer en la radio, en una revista de prensa, y lo mismo podía estar tomada de un artículo editorial que de una columna firmada, aunque me sonó más a editorial, por el tono. La reproduzco a ojo, no literalmente, pero respetando los pasos: hay que ilegalizar Batasuna –decía– porque, sin Batasuna, ETA estará abocada a la desaparición y, una vez desaparecida ETA, desaparecerá también el problema vasco.
¡Triple salto mortal y sin red!
Primer salto mortal: se da por hecho que la ilegalización de Batasuna provocará la disolución del entramado político y social que integra el llamado MLNV. ¿En qué se apoya semejante suposición? En nada. El MLNV –dentro del cual hay organizaciones que nunca se han inscrito en ningún registro legal, lo que no les ha impedido funcionar a buen ritmo– es capaz de subsistir en condiciones de acoso policial y judicial como las que pueden derivarse de la ilegalización de Batasuna. Es más: ese acoso puede incluso reforzar sus posiciones.
Segundo salto mortal: se presenta como una evidencia que ETA no puede subsistir sin Batasuna. Es otra presunción sin base alguna. ETA –lo he recordado varias veces estos días– creció y se asentó cuando no contaba con el respaldo periférico de ningún partido legal. La práctica totalidad de su actividad funciona al margen de Batasuna. Incluso cuando se apoya en militantes de Batasuna, lo hace no porque Batasuna se los proporcione, sino porque los conoce directamente y sin necesidad de Batasuna. Nada le impedirá seguir echando mano de ellos cuando le parezca.
Tercer salto mortal: se toma como algo incuestionable que el llamado «problema vasco» empieza y acaba en ETA, razón por la cual se considera impepinable que, si el terrorismo desapareciera, con él se iría también para siempre «la cuestión vasca». Ésa es quizá la más apoteósica de las sucesivas muestras de ignorancia sobre las que camina esta especie de cuento de la lechera. Desconoce que el llamado «problema vasco» tenía ya una larga historia a sus espaldas cuando ETA nació y que no sólo podría subsistir, sino que es seguro que subsistiría aunque ETA desapareciera.
Lo que me llama más la atención de esta serie concatenada de disparates es que haya medios de comunicación importantes –la revista de prensa era de periódicos con sede en Madrid– que la reproduzcan sin sonrojo alguno, sea porque se la toman en serio, sea porque piensan que sus lectores pueden tomársela en serio, sea por las dos cosas.
¿Es posible
una ceguera tal ante la realidad de lo que está pasando? Sí. Creedme: la
combinación entre la miopía y el deseo de no ver produce efectos demoledores.
(8 de agosto de 2002)
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El señuelo
Todo el mundo discutiendo si se reúnen ya o no los requisitos necesarios para ilegalizar Batasuna en aplicación de la nueva Ley de Partidos. Doy por hecho que, si no los reúne, acabará reuniéndolos. Estaría bueno que hubieran fabricado una ley a la medida para ese objetivo y que luego no lo lograran.
En todo caso, la cuestión de fondo no es determinar si una Ley de ese tipo es aplicable, o si tiene encaje en un régimen de libertades –que ésa es otra–, sino analizar en qué medida la ilegalización de Batasuna puede contribuir al fin de ETA. Porque para eso se supone que ha de servir y para eso se ha previsto.
La teoría
oficial es que el «entramado legal» del MLNV es esencial para la perviviencia
de ETA. La experiencia contante y
sonante demuestra que ETA nació y se reprodujo durante años sin contar para
nada con ese «entramado». La prohibición legal de Batasuna ¿puede cortocircuitar
el ciclo actual de reproducción de ETA o, por el contrario, puede
revitalizarlo, al sofocar las vías de expresión política de los sectores
sociales que se sitúan en esa órbita ideológica? Ése es el asunto de fondo. Un
asunto que no parece que tengan muchas ganas de debatir, visto cómo se
escabullen de él y cuánto interés ponen en limitarse a la cháchara sobre las
dificultades que presenta el trámite de ilegalización.
(7 de agosto de 2002)
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Un túnel sin
salida
«Hasta aquí hemos llegado», sentenció anteayer un José María Aznar más serio que nunca, justo antes de anunciar que se niega a permitir que «la basura que son los dirigentes de Batasuna siga paseándose impunemente». Javier Arenas confirmaba al poco que ya está en marcha la cuenta atrás para la ilegalización del partido de Otegi, y Angel Acebes señalaba la base jurídica que, según sus previsiones, sustentará la decisión judicial correspondiente: Batasuna será declarada ilegal porque no ha condenado el atentado de Santa Pola y, en criterio de los promotores de la recién promulgada Ley de Partidos, no condenar un acto terrorista equivale a aplaudirlo.
Por ahora lo único indiscutible es que ETA ha vuelto a matar, y que éste no ha sido otro atentado más. Un coche bomba, en pleno día, en el centro de una localidad de veraneo popular, sin previo aviso. Es evidente que quería matar a voleo y que no le importaba quiénes fueran las víctimas. Eso es nuevo.
Desde hace
mucho, los coches-bomba que ETA ha hecho estallar sin la consabida llamada de
alerta tenían destinatarios concretos, aunque mataran o hirieran también a
terceros. En este caso, en cambio, la bomba no iba contra nadie en particular:
lo mismo podían volar por los aires personas que habitaran en la casa cuartel
de la Guardia Civil que vecinos de otros inmuebles, gente a la espera de coger
el autobús o meros viandantes. Cualquiera. Ésta ha sido una acción de
terrorismo literalmente indiscriminado que todavía no sabemos si pronostica un
nuevo planteamiento de la dirección de ETA.
Acebes asegura que el Estado va a acabar con
la organización terrorista y pide a la ciudadanía que no lo dude «ni por un
instante». El nuevo ministro del Interior eleva en exceso el rango de sus
deseos: la experiencia desautoriza su predicción. ¿No sostiene el PP que, desde
que llegó al Gobierno, hace ya más de seis años, ha desplegado todos los medios
a su alcance para lograr el fin de ETA? ¿No dice el PSOE que hizo lo propio
durante los casi 13 años que gobernó? Súmense esas casi dos décadas de esfuerzo
y pondérese su resultado: el terrorismo ha perdido fuelle y medios, pero ahí
sigue, colocando bombas y pegando tiros.
Frente a esa larga evidencia, la única
novedad que aporta el Gobierno es la posibilidad de ilegalizar Batasuna. ¿Cree
realmente que la colocación de ese partido fuera de la ley va a minar los
cimientos de una organización que lleva ya 35 años reproduciéndose en la
clandestinidad?
No lo discutamos ahora. El tiempo no tardará
en zanjar el debate.
(6 de agosto de 2002)
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Discutiendo lo
indiscutible
Dice el Gobierno, dice el PP, dice el PSOE y –por lo que parece– dice también Izquierda Unida que la soberanía española sobre Ceuta y Melilla es «indiscutible».
Digamos, para empezar, que el adjetivo resulta poco afortunado. Cuando algo es realmente indiscutible, no se habla de ello, salvo para ilustración de legos en la materia. No imagino a nadie adoptando un aire severo y admonitorio para subrayar cuan indiscutible es que Vigo forma parte de Galicia. Al proclamar de modo tan solemne que la españolidad de Ceuta y Melilla es «indiscutible», lo único que demuestran es el nulo interés que ellos tienen en polemizar sobre ese asunto. Nada más.
¿Es indiscutible que Ceuta y Melilla «son y serán siempre españolas», como afirmó el pasado sábado Rodríguez Zapatero? Para nada. De hecho, yo tengo ganas de discutirlo, y me sé de más gente que también está dispuesta a hacerlo –unos a favor y otros en contra–, y de otra mucha –muchísima– que no lo va a discutir en voz alta, porque no quiere meterse en líos, pero que tampoco traga.
¿Ceuta y Melilla, españolas para siempre, sea
como sea y cueste lo que cueste? Yo veo argumentos para defender su permanencia
dentro del ámbito del Estado español (casi todos referidos al mantenimiento de
la calidad de vida política y social de sus habitantes) y otros, más
doctrinales, que avalan el anhelo marroquí de ver integradas las dos ciudades
en su territorio. Lo que no creo que aporte nada de valor al debate, en todo
caso –porque debate va a haber, les guste o no–, son las proclamas retóricas,
como ésa tan repetida últimamente según la cual Ceuta y Melilla son «tan
españolas como Sevilla», o como esa otra que cree resolver el expediente
alegando que ambas ciudades llevan muchos siglos bajo soberanía española. Las
afirmaciones de ese género provocan una reacción contraria a la pretendida, por
lo menos en quienes recordamos que exactamente lo mismo decían los mandamases
españoles de los años 60 a propósito de las provincias de Fernando Poo y Río
Muni, «tan españolas como Burgos» y «nuestras desde 1777», según el agitprop de
la época. Pasaron con perfecta desenvoltura de estar dispuestos a luchar «hasta
la muerte» por la permanencia de aquellas dos provincias dentro de «la sagrada
unidad de la patria» a concederles la independencia, así que las grandes
potencias occidentales presionaron a favor de esa salida.
El que ha visto ya un ridículo de ese tipo
los ha visto todos, así que les recomendaría que no sellaran demasiados
juramentos con vocación de eternidad y que se fueran estudiando en detalle el
expediente de lo innegociable. Por si acaso acaban viéndose en la obligación de
negociarlo.
(5 de agosto de 2002)
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