Diario de un
resentido social
Semana del 29 de julio al 4 de agosto de
2002
¿Caraduras? No,
gracias
Ya está en marcha la nueva campaña oficial de publicidad contra el consumo de alevines. He visto dos spots televisivos: en el primero, es un camarero el que anuncia que va a servir «pescaíto chiquitín chiquitín»; en el otro, es un cliente el que lo pide. En ambos, el desdichado se lleva un castañazo de pez gordo, mientras una voz en off vaticina: «El día menos pensado, el mar te devolverá el golpe».
La campaña me cabrea por partida doble: por lo que significa en sí misma y por lo que tiene de ejemplo.
Por ella misma: si el Estado español considera que es una barbaridad consumir inmaduros –que lo es–, lo que tiene que hacer es cursar las órdenes pertinentes para que sus servidores vigilen los desembarcos en los puertos pesqueros, las subastas de las lonjas y las ventas en los mercados centrales. Si se interrumpe en origen la cadena distribuidora de alevines, es imposible que lleguen a los bares y a las pescaderías minoristas. Y si los armadores de pesca comprueban que no hay manera de venderlos, y que además les caen unas multas de órdago por intentarlo, asunto concluido.
Pero lo peor es que éste no es un caso aislado de dejación de responsabilidades del Estado. Por el contrario, supone casi un prototipo. El mecanismo es siempre el mismo: la autoridad competente –lo de competente es un decir– se abstiene de intervenir donde y cuando debería hacerlo, deja que tal o cual fenómeno nocivo se desarrolle... y luego echa la culpa a los ciudadanos de su existencia o les dice que, si no quieren soportarlo, se encarguen ellos de arreglarlo, pagándose de su bolsillo la solución. Ayer me refería a la inmigración y citaba el caso de las enormes bolsas de trabajo semilegal o directamente clandestino que existen, y los guetos de marginalidad –y de delincuencia– que generan. Un servicio de Inspección de Trabajo dotado de los medios humanos y materiales necesarios reduciría drásticamente las dimensiones del problema en un plazo relativamente breve.
Es sólo un caso. Los hay por todas partes y a todos los niveles. Ejemplo: en el pueblo en el que estoy viviendo (Aigües, en el Camp d’Alacant) pago unos muy hermosos impuestos al Ayuntamiento por los servicios de recogida de basuras y aguas. Pues bien: en el arranque del camino de monte que conduce a mi casa se acumula la basura durante meses –en este mismo momento hay hasta nueve colchones viejos– y el agua de la fuente del pueblo sólo mana si se introducen monedas en un simpático aparatito instalado al efecto.
Así son nuestras autoridades: nos cobran por lo que no hacen y luego nos reclaman que resolvamos los problemas por nuestra cuenta.
Gracioso Dylan
Volví a ver ayer Don’t Look Back, la no
demasiado interesante película que Bob Dylan grabó cuando, todavía jovencito,
hizo una gira por Gran Bretaña. Ya digo que la película no es gran cosa –apenas
pasa de ser una impúdica exhibición del apabullante ego del cantautor–, pero
tiene un diálogo final que me divirtió:
(Dylan
saluda con la mano a un grupo de fans a través de la ventanilla del coche
mientras dice al conductor: «¡Arranca, arranca de una vez!»)
EL REPRESENTANTE.– Te han llamado anarquista.
DYLAN.– ¿Quién? ¿Dónde?
EL REPRESENTANTE.– En dos o tres periódicos.
DYLAN.– ¡Anarquista! ¿Por qué?
EL REPRESENTANTE.– Porque no ofreces
soluciones.
DYLAN.– ¡Anarquista! Vaya, han debido
pensárselo. Por lo menos no me han llamado comunista.
EL REPRESENTANTE.– En Inglaterra no es grave
ser comunista. Incluso está de moda.
DYLAN.– ¡Anarquista! Bueno, espero que en
Inglaterra el anarquismo no esté de moda...
(Todos ríen)
EL REPRESENTANTE.– No, no lo está.
DYLAN.– Bueno, vale, ¿alguien le da un
cigarrillo al anarquista?
(4 de agosto de 2002)
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Estrecho de miras*
Escucho a Ángel Acebes entonar por enésima vez la salmodia: la culpa de las infinitas tragedias que acompañan a la inmigración ilegal es de quienes se lucran con el negocio de las pateras.
Es falso.
El Gobierno de España se sirve de dos vías para eludir sus responsabilidades.
Primero, sitúa el origen del problema en el exterior, achacándoselo a los negociantes de las pateras y a Mohamed VI, al que culpa de tolerar esas actividades ilícitas. Por supuesto que los unos y el otro son culpables. Pero no es verdad que sea suya la culpa, es decir, toda la culpa. La oferta depende de la demanda: si nadie en España –y en Europa– aceptara mano de obra ilegal, el negocio de las pateras se iría a pique.
Las autoridades españolas se defienden también alegando que ya han puesto en marcha todas las medidas legales y represivas que estaban a su alcance, por lo que no cabe reprocharles nada. Pero no dicen que las medidas que ponen realmente en práctica son las que tienen a los propios inmigrantes como objetivo, lo que viene a ser tan absurdo como tratar de cortar una cadena serrando su último eslabón.
Hay oferta de mano de obra ilegal porque hay demanda de mano de obra ilegal. Y hay demanda de mano de obra ilegal porque florece la producción ilegal. De cumplir eficazmente con su cometido los organismos estatales de inspección laboral –de detectar con rapidez las infracciones y sancionarlas severamente–, los empresarios desaprensivos se buscarían otros modos de minimizar los costes. Claro que, si el Gobierno de Aznar actuara enérgicamente por esa vía, es harto probable que le surgieran problemas electorales de importancia en algunas zonas cuya economía –cuyo empresariado– florece alegremente gracias a técnicas de contratación más que discutibles. Problemas que, como pusieron de manifiesto los acontecimientos de El Ejido, el PP no quiere tener bajo ningún concepto.
En donde podrían ser eficaces no hacen prácticamente nada, y en donde actúan con mucha energía –con demasiada, muy a menudo– no hacen sino rozar la superficie del problema. Supongo que a propósito, para no molestar más que a los molestables.
En lo que el partido del Gobierno está teniendo un éxito pleno, en cambio, es en el fomento de actitudes sociales de creciente hostilidad hacia la inmigración, en general, y hacia la procedente del otro lado del Estrecho, en particular. Gracias a su machacona propaganda, más de la mitad de nuestros conciudadanos piensa que aquí sobran inmigrantes –cuando la tasa española de población laboral extranjera es de las más bajas de Europa–, cree que la inmigración constituye un problema gravísimo y reconoce que mira con antipatía a los norteafricanos. Eso sí: todo ello desde la más estricta moderación.
––––––––––
(*) Cuando envié ayer este texto a El Mundo para
su publicación hoy en forma de columna, adjunté un aviso sobre la conveniencia
de repasar mis escritos, por si se me cuelan pifias. Que se dé por hecho que yo
no cometo faltas es halagador, pero imprudente, porque las cometo. En recientes
columnas, sin ir más lejos, se me escaparon dos, que salieron publicadas: un
«hoy» por un «ayer» –culpa de la traslación del Diario– y un «trapecerías», en
lugar de «trapacerías». Siguiendo, pues, mis instrucciones, ayer corrigieron el
texto de mi columna, y donde yo había titulado «Estrecho de miras», haciendo un
juego de palabras entre la cortedad de miras del Gobierno y el Estrecho de
Gibraltar, ha aparecido hoy un «Estrechos de miras», en plural.
(3 de agosto de 2002)
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Una errata
Leo esta mañana las voces de alarma que me dieron ayer numerosos lectores advirtiéndome de una errata –de un erratum, como se decía antes, cuando todavía se respetaban las declinaciones latinas– que metí en el anuncio del apunte del Diario que va en la página principal de esta web. Escribí: «El vídeo de Pedo J.». Pedo. Vaya por Dios.
Lo primero que me he planteado al apercibirme del gazapo es sí dejar constancia de él o no. A veces, a quienes escribimos mucho –a los periodistas sobre todo– se nos escapan disparates que luego no sabemos si conviene rectificar o no, porque la rectificación puede contribuir a que perciban la pata de banco incluso quienes no la habían notado sobre la marcha. Es una duda práctica que afecta al conocido y no muy fino refrán según el cual la mierda, cuanto más se remueve, peor huele.
Recuerdo un caso que tuvo como víctima a un letrado apellidado Caballero, que fue llamado Canallero. Si el hombre hubiera sido conocido por sus buenas obras, la cosa se habría quedado en el terreno de la pura broma pero, dado que atesoraba una poco imitable fama de sinvergüenza, todo el mundo sospechó que el yerro no había sido tal.
Otras veces entran en danza lo que Nazario Aguado, dirigente del extinto Partido del Trabajo de España, llamó en cierta ocasión «los diablillos del subconsciente». Cierto es que todo el mundo se quedó perplejo ante la alusión de Aguado a los tales diablillos, dado que los sacó a colación para tratar de explicar por qué se había dirigido a Alfonso Sastre llamándolo Alfonso Paso.
No es mi caso. Ni diablillos del subconsciente, ni retorcida maldad. Tan sólo dedos que corren torpemente por el teclado cuando el sueño todavía pesa en los párpados. Me equivoqué. Como se equivocó el corrector de El Mundo que mandó el pasado martes para la rotativa una columna mía en la que se hablaba de «trapecerías», en vez de trapacerías. Gutenberg lo confunda.
Y es que algunos pillamos en ocasiones cada pedro mental...
––––––––––––
Nota.– Hubo quien me mandó varios correos electrónicos
a lo largo del día para que corrigiera el error. Advierto al público en general
que, a diferencia del resto del año, que estoy casi todo el día al pie del
cañón, durante las vacaciones conecto con Internet sólo una vez al día, o dos
como mucho. Tampoco contesto al correo electrónico, salvo casos excepcionales,
precisamente porque estoy de vacaciones y debo ocuparme de otras cosas, entre
las cuales una no menor es descansar.
(2 de agosto de 2002)
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El vídeo de Pedro
J.
Cuando se armó el escándalo del vídeo, yo era subdirector de El Mundo. Me fastidió encontrarme en esa situación, porque cualquier cosa que hubiera escrito en contra de aquel montaje podría haberse interpretado fácilmente como un gesto servil de mi parte. Se lo dije al propio Ramírez: «Lamento que la víctima no sea algún periodista de la competencia. Me habría lanzado como una fiera a defenderle. Pero, tratándose de ti, no puedo». No sé si entendió mi posición. En todo caso, no me la reprochó.
Me negué a ver el vídeo de marras. Sólo sé de él lo que no he tenido más remedio que oír o leer. Y, por lo que supe, no me pareció que apareciera nada de lo que tuvieran que avergonzarse sus protagonistas. Follar no es vergonzoso. Ignoro cómo lo hará el resto de la población mundial, pero, allí hasta donde la experiencia me alcanza, las cosas que aparecían en la grabación no hubieran tenido nada que hacer en un concurso de exotismo. ¿Que resultaban risibles? Bueno, imagino que sí. Cagar es naturalísimo, pero si saliera un vídeo en el que se viera a monseñor Rouco Varela sentado en la taza del WC haciendo fuerzas, todo el mundo se reiría mucho. Excepto él, supongo.
De hecho, lo que me contaron del vídeo me sorprendió, pero positivamente: no le hacía yo tan humano a Ramírez.
Lo realmente vergonzoso, rijoso y repulsivo fue que un grupo de malhechores, algunos con elevadas responsabilidades públicas presentes o pasadas, realizara ese montaje para desprestigiar a quien por entonces les hacía la vida imposible con las armas de la denuncia periodística, divulgando sus chanchullos y sus crímenes. No me indignó tanto que ellos se metieran en ese lodazal –ya sabía que eran pura escoria–, como que una parte de la opinión pública española, incluyendo no pocos elementos de supuesta izquierda, les aplaudiera la gracia, en vez de tirarles el vídeo a la cresta.
Ahora que ya no soy miembro del staff de El Mundo y que a nadie se le ocultan mis graves desavenencias con el director de ese periódico –alguna de las cuales he dirimido a la vista del público–, puedo ya dar mi opinión sobre aquel cutre episodio sin que nadie pueda malinterpretarme. En ese asunto –¡en ése!–, siempre estuve del lado de Ramírez. Y lo sigo estando.
(1 de agosto de 2002)
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La lección de
Conde
Me divierte ver con qué desenvoltura fingen horrorizarse ante la peripecia de Mario Conde los mismos que otrora le bailaron el agua, o las sevillanas. Los recuerdo muy bien, todos reuniditos a su vera el día de su máximo esplendor, cuando lo nombraron doctor dineris causa. ¡Cómo le reían las gracias! ¡Cómo corearon sus cánticos a la sociedad civil de yate y de gomina! ¡Qué gran ejemplo para la juventud les parecía entonces! Ahora escriben sesudos artículos pintándolo como arquetipo del bribón sin escrúpulos que se piensa que el dinero lo puede todo.
Como estoy libre de pecado –lo puse de vuelta y media cuando vivía en la cumbre–, me puedo dar el gusto de tirar piedras contra la impostada honradez de quienes lo agasajaron poniéndole el cazo o chalaneando con él y ahora lo condenan.
Pretenden que la severa sentencia que ha dictado el Tribunal Supremo contra el ex banquero pone de relieve el estricto control legal al que está sometido el sistema financiero español. No se lo creen ni ellos. Lo afirmo porque me consta: así que hablan off the record, admiten que los demás banqueros recurren cada dos por tres a las mismas artimañas y trapacerías por las que Conde ha acabado en la cárcel, desde el uso fraudulento de cuentas en paraísos fiscales a las compraventas ficticias en propio beneficio, pasando por los pagos bajo capa a estos o aquellos políticos de campanillas. Conde no se hundió por hacer trampas en el juego, sino por tratar de imponer su propio juego nada más sentarse ante el tapete verde. Advenedizo, farolero y, para más inri, con ambiciones políticas: se buscó demasiados enemigos a la vez y tomó por aliados a quienes sólo trataban de sacarle los cuartos que administraba.
En todo caso, nada hay de sorprendente en el hecho de que los demás banqueros –todos ellos honorables mientras no... quiero decir hasta que se demuestre lo contrario– pretendan que Conde es un tal o un cual, no como ellos, y que lo mismo hagan los políticos a los que el presidente de Banesto trató de puentear para emprender su propia carrera berlusconiana hacia la Moncloa. Lo que me disgusta, y hasta enfada, es que alguna gente que debería estar vacunada contra esas patochadas se las tome en serio. Es el caso de Gaspar Llamazares, que ha comentado la condena de Conde diciendo: «Nos parece especialmente bien que los tribunales demuestren que todos somos iguales ante la ley y que incluso los poderosos pueden acabar en la cárcel». ¿Todos iguales? ¿Los poderosos? Pero ¿de qué habla? ¿Está de broma?
Este hombre ve una golondrina y ya se cree en primavera.
(31 de julio de 2002)
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Una situación
imposible
Las radios con sede central en Madrid no pararon de contar ayer durante todo el día que se iba a celebrar/se estaba celebrando/se había celebrado un homenaje a dos amenazados por ETA: Francisco Llera, catedrático de Sociología de la UPV, que se marcha a Estados Unidos, y Jaime Larrinaga, párroco de Maruri, que lleva escolta de protección.
Apuesto a que hay muchos y muy buenos motivos para homenajear a Llera y a Larrinaga, juntos o por separado, pero me parece un tanto traída por los pelos la referencia a las amenazas de ETA.
Le he escuchado decir a Llera que se va a los EEUU porque le han hecho una oferta de gran interés profesional. No recuerdo qué: una beca, o algo así. Admite que se alegra de alejarse radicalmente del ambiente de crispación y enfrentamientos que le ha tocado vivir en la Universidad del País Vasco, pero jamás ha pretendido que su viaje equivalga a un exilio.
Tampoco creo que sea correcto defender al párroco de Maruri en tanto que «amenazado por ETA», básicamente porque ETA no le ha amenazado. Lo que ha ocurrido es que el Ayuntamiento de su pueblo le ha acusado de ser un «nostálgico del franquismo» y él, en uso de sus libres atributos deductivos, ha considerado que eso equivale a ponerlo «en el punto de mira de ETA», razón por la que ha solicitado –y se le ha concedido– protección policial. (Es curioso que el señor párroco no se hubiera sentido hasta ahora «en el punto de mira de ETA», pese a haber fundado una asociación confesional antinacionalista y haber publicado diversos artículos del mismo género en la prensa de Madrid; que haya sido necesario un pronunciamiento del Ayuntamiento de su pueblo para que le embargue la sensación de estar «en el punto de mira»).
Las simpatías que está recogiendo el cura de Maruri responden a una lógica extraña. Sus defensores sostienen que él hace muy bien en apelar a su condición de sacerdote para descalificar el nacionalismo vasco, incluso como ideología, y para acusar a la jerarquía vasca de dedicar el templo al «mercadeo político» por defender la negociación como vía de salida al embrollo vasco, actitud que él quisiera contrarrestar con medidas expeditivas («Ya es hora de que sean expulsados del templo todos los que lo usan para el mercadeo político», ha escrito). A cambio, consideran intolerable que alguien responda a esas acusaciones, y más aún que le pregunte dónde tuvo guardada su «legítima indignación» durante los muchos años que fue párroco de Maruri durante la dictadura franquista, porque nadie recuerda que por aquel entonces hiciera gala de su santo furor, por mucho palio que usaran los asesinos.
En fin, tampoco quisiera insistir demasiado en cosas que caen por su propio peso.
Lo que pretendo es ilustrar el hecho de que Euskadi vive una situación imposible, con unos que corren el riesgo de que los agredan, o maten incluso, por expresar ideas hostiles al nacionalismo vasco, y con otros a los que se les priva de su derecho a polemizar franca y pacíficamente con las ideas hostiles porque, si lo hacen –según no para de advertírseles– estarán «poniendo en el punto de mira de ETA» a los criticados.
Así la política se convierte en un purito asco.
(30 de julio de 2002)
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El secreto
Mi buen amigo Gervasio Guzmán no me creyó cuando le dije ayer que hace algo así como cuarenta días que no fumo, y que dejar el tabaco no me ha acarreado mayores problemas.
–¿Que dejaste de fumar tú de un día para otro? ¿Que pasaste de sesenta cigarrillos diarios a ninguno, sin más?
–No, sin más no –le respondí–. Aproveché para dejar también de beber alcohol. Fue una astuta artimaña: conseguí que los dos monos se pegaran entre sí y me dejaran tranquilo.
A partir de ahí, toda su obsesión era enterarse del truco. Porque tenía que haber truco.
–¿Qué método usaste? ¿Pastillas, parches, chicles?
–Nada de eso. Bueno, no, miento: algo sí. Empecé tomando bromazepam, por consejo de mi médico. En pequeñas dosis, el bromazepam sirve para prevenir los estados de ansiedad. Al tercer día, sin embargo, prescindí del medicamento y comprobé que mis nervios no experimentaban cambio alguno, de modo que opté por no tomarlo más. Y hasta hoy.
Aquella respuesta, obviamente, no le satisfizo. Así que volvió a la carga.
–Entonces es que leíste el libro, ¿verdad?
La verdad es que no sé qué libro es el libro, pero me consta que el libro existe, porque me han hablado de él lo menos doscientas o trescientas personas: «¿No has leído el libro?», «¡Tienes que leer el libro!», «¡El libro es maravilloso para dejar de fumar!». Y así. A todos les he soltado la misma ristra de evidencias: «Aquel que realmente está decidido a dejar de fumar deja de fumar. Quien ya está persuadido de algo no necesita que nadie le persuada. Los argumentos en contra del tabaquismo son de dominio público; no hace falta que nadie te los venda envueltos en papel de regalo». Etcétera.
Supongo que todos los muchos trucos que se utilizan para dejar de fumar no son sino diversos modos de apuntalar voluntades tambaleantes, y que yo no he necesitado de ninguno porque mi decisión era firme.
En el fondo, la voluntad es como la puntualidad. Gervasio explica mi puntualidad germánica y su impuntualidad insular apelando al prestigio. «Tú tienes fama de ser terriblemente puntual. Ese prestigio actúa como un poderoso estímulo: tienes que seguir llegando a las citas con invariable puntualidad, porque te juegas tu imagen. En cambio, yo he acumulado una espantosa reputación de impuntual. No tengo ningún prestigio que mantener. Incluso cuando puedo llegar a la hora, me retraso con lo que sea, para que no me abrumen con sarcasmos: “¡Insólito, Gervasio ha llegado a la hora en punto!”».
Tal vez ocurra lo mismo con la voluntad. Algunos arrastramos fama de tenaces. De cabezotas, incluso. Eso nos sobremotiva cuando nos comprometemos públicamente a alcanzar tal o cual meta.
Pero no estoy seguro de que nuestro espíritu no sea un amasijo de vasos comunicantes. Ahora no fumo y no bebo alcohol, pero como cual poseso. Como decían Les Luthiers, lo único que sacia mi ansia de comer... es comer. Es palmario que la soterrada ansiedad que me empujaba a fumarme tres paquetes de Ducados por día se ha canalizado ahora hacia la comida. Con lo cual, pese a que hago ejercicio, he engordado ya 2 kilos en cuarenta días. Mi médico me tranquiliza: «No es para tanto. Y ponerse a adelgazar es mucho más sencillo que dejar de fumar». Yo no estaría tan seguro. Y. además, me intranquiliza: si también tapo esa válvula de escape, ¿por dónde me saldrán las ansiedades?
(29 de julio de 2002)
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