Diario de un resentido social

  Semana del 1 al 7 de julio de 2002

 

Julio extraño

Tengo más costumbres de las que me sabía.

Estoy descubriendo estos días que mi cabeza está habituada a encontrarse de vacaciones en el mes de julio y que se siente extraña, desconcertada, al verse en Madrid y trabajando. O, mejor dicho, a verse trabajando en Madrid, porque también suele trabajar durante las vacaciones. Sólo que lejos.

He tratado de computar los años que llevo tomándome las vacaciones estivales en el mes de julio. No menos de 20. Y desde hace once, siempre en mi casa de Aigües.

Hay sucesos que forman una sola unidad en mi cabeza: si hay encierros en Pamplona, es que estoy de vacaciones. Si hay Tour de Francia, es que estoy de vacaciones. Si hay moros y cristianos en La Vila, con desembarco incluido, es que estoy de vacaciones.

Empecé tomándome las vacaciones en julio sólo para no hacerlo en agosto. Para evitar el gran follón y escapar de las infinitas caravanas y de las insoportables aglomeraciones.

Ese argumento dejó de valer gran cosa cuando compré la casa de Aigües, porque allí la paz es plena durante todo el año, agosto incluido. Pero mantuve la costumbre veraniega por razones laborales: mi jefe se largaba de vacaciones en agosto, y así, al irme yo en julio, no sólo nos turnábamos, sino que además conseguía pasar dos meses sin verlo.

En agosto aprovechaba los escasos días de libranza que me tocaban para hacer una escapada ritual: a Donosti, a celebrar con mi madre su cumpleaños. Mi madre murió el pasado diciembre, con lo que esa excursión está también de sobra.

Yo ya tenía cogidos todos los trucos del julio alicantino: las fiestas más bonitas, los sitios más recoletos, las calas más tranquilas a las que llegarse con la barca... Ahora me tocará hacer el aprendizaje de agosto. Me da que, si ya otros años apenas abandonaba mi pacífico recinto de Aigües, este año lo voy a dejar aún menos.

Obtendré una ventaja, eso sí. Verano tras verano, me he quejado de no estar en agosto en Alicante y perderme la celebración del Misteri en Elx. Este 15 de agosto podré escuchar en directo esa maravilla.

Como no haya entradas, me corto las venas con un remo de la barca.

 

(7 de julio de 2002)

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Pamplona, 6 de julio

Una veintena de activistas del grupo PETA (Personas por el Trato Ético a los Animales) se manifestó ayer en pelota picada por las calles de Pamplona para protestar contra los encierros y las corridas de toros.

No tengo nada en contra de las organizaciones que protestan por el maltrato a los animales. Al contrario. Ya sé que hay cosas mucho más graves que maltratar animales –maltratar a personas, por ejemplo–, pero lo menos grave no por menos deja de ser grave, y está bien que alguien lo denuncie. Por lo demás, tengo observado que la mayor parte de la gente que ridiculiza a las organizaciones de defensa de los animales apelando a que hay cosas mucho más graves no mueve un maldito dedo tampoco por las más graves.

En este caso, de todos modos, los animalófilos lo tienen complicado, porque la opción real que se plantea con los toros de lidia se mueve entre Guatemala y Guatepeor. La cría de estos particularísimos animales es muy cara. Sólo compensa en la medida en que luego pueden ser vendidos a precios muy elevados para los festejos taurinos. Si desapareciera la tauromaquia, desaparecería la cría del toro bravo, por ruinosa. Con lo cual, desaparecería el toro bravo. Es así de sencillo: para que haya toros de lidia tiene que haber lidia.

En cualquier caso, mi oposición a la tauromaquia, tan añeja como inquebrantable, no tiene que ver con los animales, sino con las personas.

«¡Disfrutan viendo sufrir a los pobres toros!», clama la gente de PETA y afines. «¡Falso!», replican los aficionados a la fiesta.

Y tienen razón. Ellos no disfrutan con el sufrimiento del animal, sino a pesar de su sufrimiento.

Eso es lo que más me repele de la  tauromaquia: la capacidad de los aficionados para fijarse sólo en la habilidad y vistosidad de la lidia haciendo abstraccción del hecho de que allí hay un bicho que va siendo sistemáticamente derrengado hasta que, exangüe, es rematado de un sablazo.

Eso es, ya digo, lo que más me repele, pero en dura pugna con otros elementos propios de la estética misma del toreo: su exaltación del riesgo, su culto a la chulería, todo el aparato de superstición y vacua religiosidad que lo acompaña, su intrínseco machismo... Ya lo dejó Machado mejor que retratado cuando ridiculizó de Don Guido, el señorito andaluz, su «amor a los alamares / y a las sedas y a los oros, / y a la sangre de los toros / y al humo de los altares».

«No tratan mejor a los bichos en el matadero...», se defienden los taurinos. ¡Claro que no! Pero nadie se viste de gala y se perfuma para acudir al matadero a ovacionar el trabajo de las máquinas matarifes.

Jamás he criticado que se mate animales para obtener de ellos alimento, ropa y utensilios. Lo que me desagrada es que se convierta la muerte de los bichos en una fiesta ritual.

=

Pero lo de los sanfermines de Pamplona es ya para nota. Porque, por si fuera poco lo de los festejos del albero, ellos se encargan de añadirles la barbaridad ésa de los encierros matinales, con un montón de gente –buena parte de ella pasablemente borracha– jugándose el tipo por el gustazo de hacerlo, bajo la atenta y complaciente mirada de las autoridades civiles y eclesiásticas.

De veras que me subleva.

 

(6 de julio de 2002)

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La sed de venganza

Comprendo perfectamente la sed de venganza de quienes penan en Euskadi su vida de políticos amenazados. La papeleta que tienen que asumir a diario los responsables del PP y el PSE, sobre todo en los pueblos, es tremenda. Trato de imaginar lo terrible que tiene que ser acostarse cada noche sin saber si el día transcurrido ha sido el último de tu existencia. Consciente de que te han juzgado sin derecho a defensa, acusándote de cargos estrictamente ideológicos, y de que te han impuesto una condena a muerte frente a la que careces de derecho de apelación.

Qué horror de vida, encerrado en ese corredor de la muerte sin barrotes, pensando siempre en... el día menos pensado.

Y, entretanto, los insultos por la calle, el coche quemado, las pintadas en la puerta de casa, la amenaza que se extiende a los tuyos...

En esas condiciones, ¿cómo no desear que quienes te someten a ese suplicio –y quienes los rodean, y quienes les sonríen como si no pasara nada– prueben siquiera sea un poco de su propia medicina?

Entiendo –claro que entiendo– la ira incontenida de los amenazados, asediados por quienes son incapaces de asumir algo tan elemental y tan evidente como que la sociedad vasca es plural.

Pero la Justicia es otra cosa. La Justicia no puede actuar movida por ningún ansia incontenible de venganza. La Justicia no debe tener «un par». La Justicia debe ceñirse a la aplicación estricta y desapasionada de la ley.

Resulta demasiado llamativo que el mismo fiscal que reprende paternalmente a un instructor porque, a su juicio, «confunde la meras sospechas con los indicios», incite a otro instructor a tomar las más severas medidas –formalmente provisionales, pero de efectos irreversibles– contra un partido al que sólo es capaz de relacionar con los delitos investigados de manera genérica, apelando a la comunidad de intereses políticos que lo vinculan con los imputados.

Y el juez le hace caso, y casi todo el mundo aplaude. ¿Por el rigor jurídico de lo actuado? Desde luego que no: es una perfecta chapuza, semejante a las tantas que la anterior Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, hoy ya convenientemente purgada, anuló una tras otra.

Lo aplauden porque satisface sus deseos de venganza.

Un planteamiento jurídico problemático, que responde a un planteamiento político aún más insensato. ¿Qué esperan lograr ampliando más y más el campo de los acusados, amalgamándolo todo, metiendo en el mismo saco penal a los autores materiales, los colaboradores circunstanciales y los parientes ideológicos?

Lo único que van a obtener por esa vía, mucho me temo, es que las ansias de venganza –todas– no encuentren jamás el modo de saciarse.

 

(5 de julio de 2002)

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El jarrón de la sala

El niño entra en la cocina y mira a su madre con gesto hosco:

–¡Mamá, yo no he roto el jarrón de la sala!

Naturalmente, su madre no tenía ni idea de que el jarrón de la sala se hubiera roto.

Excusatio non petita, accusatio manifesta, decían los latinos. Quien se defiende de aquello de lo que no ha sido acusado admite implícitamente que espera la imputación.

El Gobierno de Washington ha dejado bien sentado que rechazará la autoridad del recién creado Tribunal Penal Internacional en tanto no quede claro que ninguno de sus funcionarios y militares será jamás conducido ante él, haya hecho lo que haya hecho. No se ha andado con rodeos y ha planteado la exigencia por la brava y con todas las letras: quiere impunidad. 

No parece abusivo pensar que plantea esa demanda porque sabe que ha roto demasiados jarrones... y porque sabe que va a seguir rompiéndolos.

Hay quien dice que, al plantear tan insólita exigencia, los EEUU demuestran que rechazan la existencia de una legislación penal internacional. No es verdad. Los EEUU quieren que existan leyes penales internacionales, sólo que dictadas por ellos y administradas por ellos, directamente o bajo tutela. Si el TPI se aviniera a aforar colectivamente a la Administración norteamericana, Bush no le pondría mayores objeciones.

Lo que sí demuestra la demanda de impunidad de los gobernantes de Washington es que se malician que el Tribunal Penal Internacional, si se lo permitieran, acabaría metiendo la nariz en sus siempre oscuras actividades exteriores.

No les preocupa que haya o no razones para acusarles de crímenes de guerra, o de genocidio. Lo único que les preocupa es que nadie tenga autoridad para llevar esas razones ante un tribunal.

¿Cabe más transparente declaración de culpa?

 

(4 de julio de 2002)

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Más sobre despilfarros aparentes

Sigo con la reflexión de ayer. Hay gastos que, en efecto, considerados de modo superficial, tienen toda la traza de despilfarros absurdos, pero que, si los examinamos más a fondo, comprendemos que no lo son.

Tomemos por ejemplo los cursos de las Universidades de Verano.

Yo no digo que todos ellos, sin excepción, sean perfectamente prescindibles. No descarto que alguno tenga cierta utilidad académica, aunque mi observación personal no me anime demasiado a abrir ese margen de confianza.

De lo que estoy seguro, en todo caso, es de que la mayoría están organizados por gente alérgica al rigor presupuestario: conferencias a las que no acuden más que los alumnos becados –y en ocasiones ni ellos–, gente que se pasa cuatro, cinco días y hasta una semana entera –acompañada de sus familia, si se tercia– viviendo a cuerpo de rey en un hotel de lujo para luego medio improvisar una charla en la que repite lo que ya le hemos oído o leído docenas de veces, o para acabar presentando una breve comunicación de 10 minutos...

Eso cuando el que habla sabe de qué habla. Porque ni siquiera eso es obligatorio. A mí hubo una vez que me invitaron a participar en un curso titulado algo así como Perspectivas de Desarrollo de la Europa Comunitaria. Pregunté qué les hacía suponer que yo era experto en esa materia (porque, desde luego, no lo soy). Me respondieron contándome que el curso era... un auténtico chollo. Colgué el teléfono lo más educadamente que pude. Era evidente que me invitaban para hacerme un favor, con la indisimulada esperanza de cobrárselo algún día, mejor pronto que tarde.

Porque ése es un aspecto esencial de muchos cursos de las Universidades de Verano: sirven para que algunos se dediquen a repartir caras atenciones (pagadas con dinero ajeno, claro está) para rentabilizarlas en beneficio propio un poco antes o algo después.

Alguna vez, en tiempos, ingenuo de mí, acepté participar en tal o cual curso, viéndolo interesante sobre el papel. Pero, salvo una honrosísima excepción, salí siempre no sólo decepcionado, sino hasta los mismísimos. No acaba de resultar muy gracioso presentarse con una ponencia cuidadosamente trabajada y escrita y comprobar que los demás ponentes se han llegado hasta allí con las manos en los bolsillos, a parlotear un rato, echar un sueño y cobrar.

Vuelvo al comienzo. Quienquiera que examine todo este tejemaneje con criterios de racionalidad abstracta, clamará escandalizado que es un despilfarro sin sentido. Pero si uno conoce cómo funciona la maquinaria que permite que la clase política, la intelectualidad y el poder económico trabajen amablemente coordinados, sabe que estas cosas son necesarias.

Sirven para lubricar los engranajes. Para que engarcen sin que chirríen.

 

(3 de julio de 2002)

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Un despilfarro sólo aparente

La reflexión me vino a la cabeza el sábado por la noche, en la casa que tengo en Aigües, cerca de Alicante. Estaba viendo en televisión un anuncio de Iberdrola, muy largo y muy farde, en el que la compañía contaba lo estupenda que es, y recordé que esa misma mañana me había enterado del último largo corte de suministro sufrido en la zona: seis horas sin fluido eléctrico en medio del tórrido junio mediterráneo. Gracias a la estupenda Iberdrola, por supuesto.

Por allí es el pan nuestro de cada día. Ora porque hace viento, ora porque el frío ha congelado no sé qué, ora porque el calor ha ablandado o derretido no sé cuál. Cortes y más cortes. Casi siempre breves, pero a veces largos, e incluso muy largos. De horas y más horas.

«Mantener niveles óptimos de mantenimiento de una red tan amplia resulta tremendamente costoso», alegan.

No te giba. Y una campaña de publicidad en televisión, ¿qué? ¿Sale barata?

Con el dinero que se gasta en un solo spot, Iberdrola podría tener las instalaciones de la zona de Aigües como los mismísimos chorros del oro.

Pero ése es sólo un ejemplo –pequeño, hasta nimio– del mucho dinero que algunos gastan alegremente a diario y en todas partes para tratar de justificar que no se gastan prácticamente nada en lo que en realidad hace falta.

Muestra mucho más aparatosa: la reciente Cumbre Mundial contra el Hambre. ¿Cumbre? No llegó ni a promontorio. Sólo acudieron a ella dos jefes de Gobierno, y ambos por obligación: el uno, porque era el anfitrión, y el otro, porque ejercía de presidente de turno de la UE. Allí no se tomó ninguna resolución práctica. Ni ganas. Ignoro qué costó la organización del tinglado, incluyendo el traslado de todas las delegaciones, su estancia en los mejores hoteles de Roma, su manduca y sus saraos nocturnos, pero me juego lo que sea a que con el dinero que se gastó en esa seudo Cumbre se podría haber hecho algo bastante más útil contra el hambre. Por ejemplo, haber dado de comer a varios a millones de hambrientos.

Hace años participé en un encuentro propiciado por la entonces CE (hoy UE). Era sobre los problemas de la emigración ilegal. Me pidieron que presentara una «comunicación», o sea, una intervención de chichimoco. Cinco minutos.

Algo así como una quincena de supuestos expertos nos encontramos en un salón de un importante hotel de Madrid. No había público. Cuando pregunté por qué, me dijeron que aquello era «una sesión de trabajo» destinada a ofrecer «enfoques alternativos» a los órganos ejecutivos comunitarios.

Lo cierto es que en toda la «sesión de trabajo» no escuché demasiados «enfoques alternativos». A decir verdad, no recuerdo ni uno. Es posible que lo hubiera y se me escapara, porque, no habiendo lugar al lucimiento, todo quisque leía sus papeles a la carrera, como si se tratara de una competición contrarreloj. Lo único que me quedó claro es que no había nadie que no compadeciera mucho a los pobres inmigrantes y no fuera consciente de la necesidad de hacer «algo».

Una vez concluidas las justas de velocidad expositiva, los organizadores agradecieron «muchísimo» nuestras «interesantísimas» exposiciones y –con cierta elegante displicencia, pero sin demasiado remilgo– nos largaron un sobre a cada uno. En el mío había un cheque por 30.000 pesetas.

Con el cheque en la mano, y un tanto abochornado por el espectáculo, me dirigí a uno de los organizadores y le dije que, vista la predisposición solidaria unánimemente mostrada por todos los participantes, proponía que nos pusiéramos de acuerdo y entregáramos el dinero cobrado con tan poco esfuerzo –y, sobre todo, con tan poco tiempo– para que engrosara las menguadas arcas de alguna organización realmente no gubernamental. Le propuse, en concreto, Algeciras Acoge. La respuesta del menda fue automática: qué buena idea –oh, sí, qué magnífica idea– y cuán indicativa del clima de esta reunión... pero, lamentablemente, impracticable, de todo punto impracticable... y perdóname, Ortiz, que tengo que atender...

La verdad es que esos dineros no son trasvasables.

Iberdrola no tiene la menor intención de renunciar a hacer publicidad en televisión, por mucho que se le demuestre que está desatendiendo necesidades mucho más perentorias.

La ONU nunca dejará de organizar Cumbres vacuas, al margen de que tenga perfecta constancia de que su utilidad es nula.

La burocracia comunitaria no dejará de organizar carísimas «sesiones de trabajo», por evidente que resulte que sólo sirven para que algunos den el pego.

A fines propagandísticos, es lícito decir que con lo que cuesta un avión de combate se puede construir un hospital, pero todos sabemos  que el dinero destinado a ese avión, en el caso de que el Estado renuncie a comprarlo, jamás se destinará a la construcción de un hospital.

El despilfarro es sólo aparente. O, mejor dicho, lo es sólo desde la consideración de los intereses colectivos. Pero no lo es si consideramos los intereses de clase o de grupo, que son los que priman en todo y para todo. Porque el hecho es que hay gente que vive de ese despilfarro: de vender humo, de dar el pego, de fingir que se hace algo... y de las sustanciosas comisiones que se sacan de esto y de lo otro.

Gente muy bien situada. Gente dispuesta a luchar a muerte para evitar que cunda esa peligrosa idea de que el dinero podría gastarse racionalmente.

 

(2 de julio de 2002)

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Y de postre, propaganda imperialista

Ví ayer en Canal +  una película titulada Reglas de compromiso. Un producto bien hecho, bien escrito, dirigido con ritmo e interpretado por actores de primera: Tommy Lee Jones, Samuel L. Jackson, Guy Pearce. La revista de Canal Satélite Digital la describe así: «Intenso drama judicial que gira en torno al consejo de guerra en el que se ve envuelto el coronel Childers (Samuel L. Jackson). Childers era responsable de una importante misión que acabó en tragedia, al intentar proteger la embajada norteamericana en Yemen del acoso de miles de manifestantes y salvar la integridad del embajador y su esposa».

La historia puede describirse más fielmente de otro modo. La embajada de los EEUU en Yemen es cercada por una multitud desarmada de manifestantes y por diversos francotiradores, que comienzan a disparar según llegan el coronel Childers y sus marines para rescatar al embajador. Los francotiradores matan a tres marines y entonces Childers ordena a los soldados que disparen contra la multitud. Ametrallan al gentío, matan a 83 personas y hieren a un centenar más. Entre los muertos y los heridos hay, por supuesto, gente mayor, mujeres y niños.

A partir de ahí, se monta el consejo de guerra. Queda claro que Childers dio esa orden  saltándose todas las normas sobre el trato que debe darse a la población civil. Para mejor perfilar su retrato, se nos hace saber que ya durante la Guerra de Vietnam mató con sus propias manos a un prisionero de guerra (aunque, eso sí, siempre para proteger a «sus hombres»). Durante su interrogatorio en el juicio, el coronel llega a decir que, cuando se trata de defender la vida de un soldado norteamericano, él no se para a pensar en «las jodidas leyes».

El defensor (Tommy Lee Jones) no trata de refutar los hechos. Concentra su alegato en que, gracias a la orden dada por Childers, no murió ningún soldado estadounidense más.

El jurado pronuncia un veredicto de «no culpable», Childers queda en libertad y todo el mundo es feliz.

No voy a insultar vuestra inteligencia desmenuzando los componentes de esta repugnante pieza de propaganda imperialista, destinada a entronizar el principio según el cual cualquier medio es bueno si el fin está amparado por la bandera de las barras y las estrellas. Ni siquiera me indigna que en EEUU se rueden películas como ésa, destinadas a justificar las razones por las que la Administración norteamericana se niega a admitir la autoridad del recién creado Tribunal Penal Internacional.

Lo que más me repugna es que el Canal + de la muy «políticamente correcta» empresa de Polanco emita aquí bodrios como ése los domingos después de comer, cuando pueden ser vistos por niños y niñas que tal vez aún no tengan demasiado definidas sus tendencias fascistas.

 

(1 de julio de 2002)

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