Diario de un resentido social

  Semana del 17 al 23 de junio de 2002

Iker de España

No soy supersticioso –sé que eso da mala suerte– pero colegí que la selección española de fútbol iba a ser derrotada por la República de Corea en cuanto vi que a Iker Casillas le empezaban a llamar «Iker de España».

Es una coletilla gafe. A todo aquel (o aquella) que se la colocan le suceden de inmediato las peores desgracias, como sabe de sobra la pobre chica ésa de Eurovisión.

El caso más espectacular fue el de Lola Flores. ¿«Lola de España»? ¡Toma embolado! Su vida deambuló de catástrofe en desgracia: con los amantes, con los hijos y hasta con Hacienda. Encima la tía se empeñaba en jugar, lo que la condujo... pues eso, a empeñarse. Y a quedarse sin un duro.

En general es mala cosa que te atribuyan suerte. Véase lo que le pasó ayer al chiquito del Betis, Joaquín. Los de la tele no pararon de decir que estaba haciendo «el partido de su vida» hasta que le pararon el penalti que supuso la derrota de su equipo. Otra que se veía venir. ¿El partido de su vida? Y tanto.

Pero, con todo y con eso, la papeleta más cruda le tocó al tal Casillas, «Iker de España», que tuvo casi en sus manos el balón del primer penalti y se le deslizó tontamente por debajo del cuerpo. Estoy seguro de que, si no hubiera pesado sobre sus hombros la responsabilidad de haberse convertido con 21 años en monumento nacional, habría estado más ágil y despierto. Y de no haber tenido la cabeza llena de pájaros, habría llegado más rápido al suelo.

Es, desde «la Armada Invencible», la gran manía nacional española: encumbrarlo todo echando mixtos para comprobar acto seguido cómo se desmorona. Y, a continuación, darle la espalda con desdén o con lástima.

Por mi parte, admito que tengo una deuda de gratitud con los dos jovencitos. Con el que no supo marcar y con el que no supo parar. Gracias a ellos, me espera una semana plácida, en la que los medios de comunicación hablarán de un buen puñado de cosas, y no de una sola.

Incluso yo hablaré de otras cosas.

Huelga en la Red

Aparte de las estadísticas sobre consumo eléctrico, valga este gráfico de las visitas de a mi página web, proporcionado por Nedstat, como indicativo del éxito de la huelga general.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

     

Compruébese el dato del día 20. Yo no actualicé la página, pero tanto habría dado. Apenas nadie trató de conectar con ella.

 

(23 de junio de 2002)

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«La estructura industrial»

Piqué –que no es que sea más tonto (ni menos) que sus compañeros de Gobierno, pero que aspira a tener su porvenir político en Cataluña, y eso acarrea sus servidumbres–, ha admitido que el paro del 20-J fue «importante» en las zonas industriales. A continuación, sin embargo, se ha apresurado a decir que, de todos modos, hay que tener en cuenta que «la estructura industrial» de España «no es la misma que hace unos años».

Pues claro que no. Y precisamente eso es lo que permite demostrar la falacia de la argumentación del Gobierno, empeñado en minusvalorar el éxito del 20-J a base de comparar el consumo eléctrico de ese día con el que se produjo en anteriores citas huelguísticas generales. «La estructura industrial» actual no sólo es menor, sino también menos dependiente de la energía eléctrica.

Como escribí anteayer, si se trataba de hacer una evaluación de la importancia de la huelga tomando como base el consumo eléctrico, no debía tomarse como referencia lo sucedido hace ocho años, cuando «la estructura industrial» era otra. La comparación debía hacerse con respecto al gasto de electricidad de un día laborable de ahora mismo.

Hoy se ha publicado el dato del consumo eléctrico de ayer, viernes. Fue un 32% mayor que el de la víspera.

De hecho, la estadística revela que el 20-J hubo un gasto eléctrico inferior al de una jornada festiva. Al de una jornada festiva actual, por supuesto. No de hace ocho años.

Dicho de otro modo: si el consumo de energía eléctrica es demostrativo del éxito o del fracaso de la huelga general, entonces hay que concluir que la huelga fue un éxito rotundo.

Ahora ya sólo queda por saber quién fue la lumbrera gubernamental a la que se le ocurrió la idea de meter en danza el dato del consumo de electricidad, en vez de apuntarse desde el principio a la línea de Piqué y argumentar que ese dato no es realmente significativo, porque hoy en día la participación de la actividad laboral en el conjunto del consumo eléctrico es inferior a la de hace ocho años, y que si patatín, y que su patatán. Habrían salido bastante mejor librados.

Así no sólo han quedado como mentirosos, sino también como torpes.

También para mentir se requiere un mínimo de inteligencia.

 

(22 de junio de 2002)

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El 20-J

Cifré de antemano mi propio objetivo para la huelga: que Aznar se llevara un buen bofetón, a ver si se le bajan los humos. No sé si se le bajarán los humos, pero el bofetón se lo ha llevado. Y bueno.

Le ha escocido, es evidente. La prueba es que él se quedó a la sombra, para no desgastar aún más su imagen. Mandó salir al albero a los mejores peones de su cuadrilla –Rato, Rajoy, Arenas– y ordenó que se quedara tras el burladero quien, en teoría y en su ausencia, debería haber tomado los trastos: el ministro de Trabajo. A los dos vicepresidentes y al secretario general del partido les tocó lidiar el bicho. Y menuda faena hicieron, bajonazo incluido. Nunca había dudado de su capacidad para escurrir el bulto y falsear la lidia, pero reconozco que ayer se superaron a sí mismos. Mintieron, y mintieron a sabiendas, aunque doña Luisa Fernanda retire manu militari del Diario de Sesiones los adjetivos correspondientes.

Durante los últimos seis años, Aznar ha venido paseándose por todos los foros internacionales exhibiendo, más orgulloso que un pavo real, su supuesta habilidad para aplicar las recetas más ortodoxas del neoliberalismo sin tener que asumir a cambio ningún coste social: oposición neutralizada, sindicatos domesticados... Ayer perdió las plumas: se acabó el pavoneo. Ahora, cada vez que empiece a soltar su rollo aquí o allá, verá la mirada sardónica de sus colegas. Que les cuente a ellos eso de que el paro tuvo «un seguimiento muy minoritario» y que «no alteró la vida ciudadana»: los medios de comunicación de sus propios países se han encargado de pormenorizarles lo contrario. «España queda paralizada por su primera huelga general en ocho años», resumió la CNN. «Manifestaciones gigantescas. España, al ralentí», fueron los titulares que difundió la agencia France Presse urbi et orbi. No se lo reproche Aznar a Cabanillas: el poder de manipulación de su valet de chambre no llega tan lejos.

La protesta fue masiva (inútil compararla con la del 14-J: aquello quedó para la Historia como demostración única y probablemente irrepetible de que una huelga general puede ser literalmente general) y eso lo sabe todo el mundo. A mí me bastó asomarme a la ventana para comprobarlo, y no vivo en ningún núcleo industrial, sino en el centro de Madrid: mucha menos circulación rodada que cualquier día; ningún autobús; el Centro de Salud de enfrente, muerto de asco; comercios cerrados; los abiertos, sin apenas clientela... Seguí por radio e Internet las noticias locales: el panorama era semejante, o todavía más contundente, en todas partes: en Cataluña, en Andalucía, en el País Valenciano, en Asturias, en Canarias...

Sólo una realidad alteró el panorama colectivo: la huelga partida de Euskadi. De haberse unido todos los huelguistas en un solo día, el paro habría rondado el 100 por cien. Pero allí está visto que la división tiene que abarcarlo todo.

Qué curioso: esta vez no he escuchado que el PP les haya reprochado nada a los nacionalistas.

 

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20-J, 06:00-12:00 h

Seguí ayer paso a paso la huelga a través de los noticiarios de radio y de Internet desde las 06:00 de la mañana hasta el mediodía, momento en el que consideré que ya podía saberse lo que el paro había dado de sí. Fui recogiendo por escrito sobre la marcha las reflexiones que me suscitaba lo que iba oyendo o leyendo. Por si alguien tiene interés en echar un vistazo a las notas que tomé, las incluyo a continuación.

07:00. Escucho la ronda de corresponsales de la Cadena Ser. Todos informan de que la huelga general está teniendo un seguimiento masivo. Yo mismo soy mi propio corresponsal: a esta hora, mi calle suele acoger un estruendo inaguantable. Hoy tiene aspecto de domingo. Apenas se oye ruido.

En la radio se producen situaciones chuscas. Ejemplo: el responsable de Mercamadrid sostiene que la actividad del mercado central de la capital es «como la de cualquier otro día»; minutos después, un reportero cuenta que allí hay sólo cuatro gatos y, además, con los brazos cruzados, porque no hay clientela.

Los comunicados del Gobierno son una burla a la razón: confunden el cumplimiento de determinados servicios mínimos con el fracaso de la huelga. Es fantástico: si se incumplen los servicios mínimos, se trata de una huelga violenta y coactiva; si se cumplen, la huelga es un fiasco. Ocurra lo que ocurra, no hay modo de que el Gobierno reconozca el triunfo de una huelga.

Lo de los servicios mínimos abusivos es indignante. Las autoridades los imponen por decreto horas antes de la huelga, con lo cual los recursos legales de los sindicatos difícilmente pueden llegar a tiempo. ¿De qué les vale que los tribunales les den la razón dos semanas después de la huelga, como ha ocurrido tantas veces en el pasado? Si la ley exige que las huelgas se anuncien con la suficiente antelación, ¿por qué no hay otra ley que obligue a fijar los servicios mínimos también con la suficiente antelación? (Ya lo sé: porque las leyes las hacen ellos).

El Ejecutivo dice que hay 26 detenidos por su actuación en diversos piquetes. No dice nada de los empresarios y esquiroles que, según cuentan los noticiarios, han lanzado aquí y allá sus coches contra los huelguistas que les cerraban el paso, provocando un buen número de heridos, ni de las cargas policiales injustificadas que también han dado trabajo a los servicios mínimos de los centros hospitalarios.

08:00. La Policía ha cargado violentamente contra los sindicalistas concentrados ante la sede madrileña de la UGT, en la Avenida de América. ¿Para qué? ¿Para asegurar el derecho al trabajo de los militantes de UGT que querían entrar en la sede y se lo impedían los piquetes? Ha habido heridos. «El piquete violento del Gobierno», como lo han definido los agredidos, llegó a disparar botes de humo en el interior de la sede sindical.

En contraste con la anormal fluidez de la circulación rodada en mi calle –sigo tomándola como indicativo–, las informaciones de los servicios de tráfico hablan de atascos en las entradas de Madrid. Los sindicatos argumentan que hay bastante gente que, previendo problemas en el transporte público, ha optado por coger el coche. Es posible que haya algo de eso. Pero en Barcelona la circulación es semejante a la de un día festivo.

08:15. Pío Cabanillas dice, en nombre del Gobierno, que «sencillamente, no hay huelga general». Pero proporciona datos que contrastan radicalmente con los que aportan los corresponsales radiofónicos desde las zonas industriales de toda España, desde los puertos, desde las estaciones ferroviarias, desde los mercados. «Sobre las calles del País Vasco no circulan autobuses. No hay metro ni trenes de cercanías. Los puertos de Bilbao y Pasajes están paralizados», acaban de informar la redacción de la Ser desde Euskadi.

Los ciclistas españoles de la Volta a Catalunya han anunciado que hoy correrán porque, de no hacerlo, quedarían excluidos de la competición, pero que lo harán al trantrán, sin competir, para mostrar su solidaridad con la huelga.

Escucho que el párking de Nuevos Ministerios acoge un 80% menos de coches que cualquier otro día. Los funcionarios que han acudido a trabajar lo han hecho a las 07:00 de la mañana, aunque su hora de entrada sea las 08:00... y normalmente no se presenten antes de las 09:00. Por supuesto que hay gente así. Si no, ¿de dónde habría sacado Aznar sus 9 millones de votos?

08:30. Según los sindicatos, el Gobierno ha retirado de Internet los datos sobre consumo energético, para ocultar que arroja índices similares a los de un día de fiesta.

Pío Cabanillas ha dicho que el gasto de energía está siendo muy superior al que se registró durante la huelga general de 1994. Pero la comparación no puede hacerse con la actividad industrial de 1994, sino con la de ayer, o anteayer. Para que la comparación con la huelga general de 1994 fuera viable, habría que cifrar el grado de dependencia que tenía entonces la industria con respecto a la electricidad y el gas y el que tiene ahora. Tanto en términos absolutos como relativos.

El locutor de la Ser que ha entrevistado al portavoz del Gobierno no le ha hecho esa elemental observación, ni le ha reclamado esos datos esenciales.

La huelga en los medios de comunicación refleja los cambios que ha experimentado el sector. Sociológicos y tecnológicos. Con muy poco personal cabe poner en la calle –y en la Red– ediciones de emergencia. El País ha podido sacar una edición de 32 páginas pese a que el 80 por ciento de sus trabajadores han hecho huelga. Con El Mundo ha pasado algo parecido. En las televisiones y las radios ha habido algunas anomalías y paros, algunos sonados. Pero no demasiados, a lo que parece. Crónicas marcianas no pudo emitirse por la huelga del personal. Qué paro más profiláctico.

En todo caso, hace seis años la mayoría de los trabajadores de los medios no habrían tolerado que unas pequeñas minorías se aliaran con las empresas para violentar su libre decisión. Si la mayoría vota que no sale el producto colectivo, no debe salir. Ahora, lo que no hace el servilismo lo cubre el miedo a perder el puesto de trabajo. Son varios los medios que preparan despidos, y el personal se barrunta que quienes hayan hecho huelga tendrán preferencia.

08:45. El tráfico de mi calle sigue siendo muy inferior al de un día normal, pero mentiría si insistiera en lo que antes he escrito. Es superior al de un domingo. En algo se diferencia totalmente de un día corriente: no pasan autobuses. Pero esto es Madrid. Escucho que muchas otras capitales se van a librar hoy de su masiva dosis diaria de CO2.

El Centro de Salud de enfrente de mi casa ha abierto las puertas, pero no registra apenas actividad. Hoy tenía cita con mi médico, pero no voy a bajar. Doy por seguro que se ha sumado a la huelga.

09:15. Pío Cabanillas ha puesto antes como otro ejemplo de la normalidad del día que las emisoras de radio no han interrumpido su labor. El Comité Intercentros de Unión Radio, al que pertenece la Cadena Ser, acaba de hacer público un comunicado en el que proclama su solidaridad con la huelga. Señala que, consciente de que la labor informativa radiofónica es un servicio esencial para la ciudadanía, ha pactado con la empresa una programación especial. Y la está cumpliendo: sólo habla de la huelga. Ay, Pío...

09:45. Trato de conectar con el servicio de teletipos al que teóricamente tiene acceso mi ordenador, pero no lo logro. A saber por qué. Me voy directamente a Efe, pero los teletipos que ofrece son una vergüenza. Parecen redactados directamente desde la Moncloa.

La prensa europea recoge profusamente la noticia de la huelga (del anuncio de la huelga). Los titulares insisten en que es la primera huelga general que sufre el PP gobernante, hablan de la oposición que ha suscitado la nueva reforma laboral y comentan en términos críticos la decisión de Aznar de emprender esa reforma mientras ocupaba la Presidencia de turno de la UE. Ya sólo eso le habrá hecho rechinar los dientes.

10:30. Ha llegado ya el momento de hacer balance, llegada la hora de apertura de los comercios. Las rondas informativas de la radio evidencian que la huelga general no ha alcanzado, obviamente, el nivel del 14-D de 1988 –aquello pasará a la Historia como demostración de que una huelga general puede ser literalmente general–, pero que su éxito ha resultado innegable. Han parado todos los grandes centros industriales, las obras públicas, la construcción, los puertos, los mercados, los servicios de limpieza, buena parte de las Administraciones Públicas, la mayoría de los centros de enseñanza, los transportes...

El comercio, a su aire. Oigo que en muchos puntos ha cerrado. En mi calle, han dejado cerrada la persiana dos tiendas sobre diez.

La peluquería ha abierto. Ha perdido un cliente. Al restaurante le ha ocurrido lo mismo. Si ambos hubieran prorrateado lo que les dejo a lo largo del año, tal vez se lo habrían pensado. Respeto su decisión. Pero también yo tengo derecho a elegir con quién me relaciono.

10:35. Me telefonea un profesional del cine muy celebrado en la actualidad –no diré su nombre: no quiero comprometerlo– para solidarizarse con el contenido de la columna que publiqué el miércoles en El Mundo, en la que defendía la convocatoria de huelga general. Dice que se sintió identificado «al 100 por cien» con lo que escribí. Bromeo con él diciéndole que en mi casa el seguimiento de la huelga ha sido del 100 por cien. Tres de tres.

11:15. Una trabajadora andaluza da gracias a los piquetes a través de la radio. Cuenta que en su empresa, de tipo medio, el patrón les informó de que eran libres de sumarse o no a la huelga, pero que cada cual echara una ojeada a su contrato, para tomar nota de su fecha de caducidad. No demasiado sutil. Al presentarse un piquete ante la fábrica y armar la marimorena, los trabajadores pudieron escudarse en esa «presión intolerable» para sumarse al paro, que es lo que deseaban. Con lo que adquirieron el recurso de decir mañana a su patrón: «No, si yo quería trabajar, pero...». Ésas son otras comparaciones que habría que hacer: cuántos contratos precarios había en 1994 y cuántos hay ahora; qué coste tenía el despido entonces y qué coste tiene ahora....

11:30. Rodrigo Rato hace las cuentas del Gran Capitán. Resulta grotesco. ¿No podría haber dejado la papeleta a cualquier mindundi del Gabinete, tipo Aparicio? «Incidencia en el comercio, ninguna», dice. Llamada inmediata de un oyente de Vigo: «En mi barrio, todas las tiendas están cerradas. El Corte Inglés está cerrado. Todo está cerrado».

Rato debe de ser separatista. Por lo visto, no considera que Vigo forme parte de España. Su separatismo es, al parecer, de carácter peninsular, porque el cierre del comercio ha sido general en muchos puntos de España.

Rato dice que, por su apoyo a la huelga, «el PSOE ha cometido su mayor equivocación de los últimos veinte años». ¿Veinte años? Eso nos remonta a 1982. Desde entonces, los GAL, Filesa, la entrada a capones en la OTAN, la Guerra del Golfo...

Por grave que hubiera sido su error del 20-J –que no–, ¿admitiría comparación? Para Rato, por lo visto, sí.

Se retrata él mismo. Y retrata la verdadera catadura de su partido.

 

(21 de junio de 2002)

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Que Aznar baje a tierra

En un mitin asaz surrealista celebrado en Galicia el 3 de febrero del año pasado, en el que fue difícil saber si se trataba a arropar la enésima candidatura de Manuel Fraga a la Presidencia de la Xunta o de iniciar los trámites de su beatificación, José María Aznar pronunció una frase que resultó muy comentada. Dijo: «Me apetece bajar a tierra».

Han transcurrido ya casi 17 meses desde aquel solemne día, pero el jefe del Gobierno sigue sin tocar suelo, insensible a sus manifiestas apetencias de entonces. Se ha convertido en un caso verdaderamente extraordinario de ingravidez política permanente.

Las razones que han esgrimido los sindicatos para convocar la huelga general de mañana son, en mi criterio, sobradamente sólidas. Pero mi determinación de sumarme al paro general abarca un campo mucho más amplio.

Mi huelga es, sobre todo, política. Lo reconozco sin problemas. Y no veo qué podría haber de malo en ello. La vida en sociedad es esencialmente política.

Creo que es el momento de obligar a Aznar a bajar a tierra, le apetezca o no. De forzarle a que se entere de que una buena parte del personal de a pie, también llamado ciudadanía, las pasa canutas mes tras mes. Que está insatisfecho de los servicios que le presta una Administración cada vez más dispuesta a ponerlo todo en manos privadas, salvo su propio presupuesto. Que se irrita viendo cómo las corporaciones multinacionales y los grandes bancos hacen beneficios astronómicos mientras ella tiene que pelear con uñas y dientes para mantener (sólo mantener) la capacidad adquisitiva de su salario. Que le toca las narices que traten de tomarle el pelo por la vía de dar nombres pomposos (empleo fijo, por ejemplo) a realidades cada vez más degradadas.

Tampoco estaría mal que la huelga general sirviera para que el habitante de la torre de marfil de la Moncloa se enterara de que es mucha la gente que está radicalmente disconforme con sus intentos continuos de dar más y más vueltas de tuerca derechistas a los planteamientos de la Unión Europea, incluidas sus propuestas contra la inmigración, que varios Estados han rechazado. Gente que tampoco comulga con su política exterior de permanente y universal sumisión a los EEUU, ni con sus veleidades progolpistas en Venezuela, ni con su abanderamiento de las multinacionales españolas que han contribuido con tanto entusiasmo a la ruina de Argentina, ni con su abandono del pueblo saharaui, ni con su respaldo vergonzante a la política expansionista de Israel, ni con su comercio de armas con Turquía, ni...

A Aznar, efectivamente, no sólo se le han ido subiendo más y más los humos, sino el cuerpo entero. Vive instalado en su Olimpo particular, encantado del aplauso permanente de sus aduladores. Se ha convertido en un personaje altivo, soberbio, intransigente. En otro cultivador del providencialismo.

Hagámosle ese favor con la huelga general: ayudémosle a bajar a tierra.

 

Un Mundial rarito

En Italia están que trinan con la actuación del árbitro ecuatoriano, Byron Moreno, que dirigió el enfrentamiento entre su selección y la de la República de Corea. El cabreo colectivo responde a una reacción nacionalista muy típica, pero el hecho es que, por lo que pude ver en un amplio resumen del acontecimiento, no les falta razón. Penaltis como el que el ecuatoriano pitó en su contra, recién comenzado el encuentro, podrían sentenciarse a mansalva en todos los partidos, incluyendo ese mismo. Hubo faltas muy similares en el área coreana que el tal Moreno no vio. O no quiso ver. «La culpa la tiene Berlusconi, por no haber condonado la deuda externa de Ecuador», bromea hoy un periódico italiano. Y puede que tenga razón en un punto: cabe que la culpa la tenga efectivamente Berlusconi, pero no por no haber condonado la deuda externa de Ecuador, sino por no haber rescatado las deudas de don Byron Moreno.

Lo del árbitro ecuatoriano fue de traca. Expulsó a Totti por fingir una falta en el área cuando, como pudo comprobarse en la repetición, la falta había sido real y hubiera debido ser sancionada con penalti, lo que con toda probabilidad habría sentenciado el choque. Anuló un gol italiano atribuyéndole un fuera de juego inexistente. Además, dejó sin mostrar un buen puñado de tarjetas amarillas que los coreanos se habían ganado a pulso.

A mí, que simpatizo con Italia pero no con el fútbol italiano –y que, en consecuencia, no estaba nada predispuesto a su favor–, todo aquello me pareció de lo más sospechoso. Demasiado sospechoso.

Ya antes me habían parecido también muy sospechosos un par de arbitrajes de los que se benefició Brasil. Y otro que salvó a Estados Unidos del empate cuando vencía 0-1 a México. Un defensa norteamericano despejó con el puño un balón en su propia área a la vista de todo el mundo... menos del árbitro del encuentro, que se llamó andana.

La verdad es que este Mundial está teniendo un aire rarito. Es como si las clasificaciones respondieran a un plan previamente trazado. No necesariamente a un plan imperativo, pero tal vez sí indicativo.

Hay tantos intereses económicos en juego que tampoco tendría nada de especial que algo así estuviera sucediendo.

Si hay algo raro, seguro que están al tanto los directivos de Antena 3 y Vía Digital, que se han empeñado hasta las cejas en esta historia y están locos por salvar los muebles.

 

(19 de junio de 2002)

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Esa pesadilla llamada realidad

Un medicamento de los varios que ingiero a diario para resolver la cosa de mi espalda –y que me propongo abandonar hoy mismo, a ver qué tal funciona mi columna sin fármacos– me produce una somnolencia brutal. Paso casi todo el día groggy y, en cuanto me descuido, caigo como una marmota. En el día de ayer, sin ir más lejos, dormí, aparte de las seis o siete horas nocturnas de rigor, otras cinco o seis más, repartidas en tres siestas. Eso, tratándose de alguien tan vigilante como yo –digo vigilante por lo de la vigilia, nada más–, es todo un record.

Bueno, pues a lo que voy.

Una de las veces que caí cual fulminado por un rayo divino, a primera hora de la tarde, estaba leyendo un libro bastante interesante. Me quedé traspuesto sobre el sofá, al arrullo del aire acondicionado.

Un par de horas después, abrí un ojo. Traté de situar mis coordenadas vitales (ya se sabe: quién soy, dónde estoy, a qué dedico el tiempo libre, etcétera).

Observé que alguien había dejado un ejemplar del periódico del día sobre la mesita, a mi lado.

Me incorporé y comencé a hojearlo.

Descubrí que el diario abría a cinco columnas con las paradas de un portero de fútbol. ¿A cinco columnas en primera? Increíble. Como si fuera el inicio de una nueva guerra, o un terremoto en Tarragona, o el estallido de un escándalo fenomenal.

Me pregunté si realmente estaba despierto.

Seguí pasando páginas. Había como unas veinte más con lo del fútbol, por delante de cualquier otra noticia. Mi inicial sensación de extrañamiento se convirtió en puro y simple horror.

Para ver si me reponía, opté por cambiar el orden de la lectura y la emprendí con la última página. Alguien que firmaba con el nombre de Francisco Umbral –pero que sin duda era un impostor, o un engendro de mi delirio– publicaba una columna en la que afirmaba que las colas que se formaron para visitar la capilla ardiente de Lola Flores «eran muy semejantes a las colas de la muerte de Franco». Y seguía: «Quiere decirse que hay quien tiene al pueblo consigo, sonando en todas las escalas de lo popular...».

«¡Cielo santo!», suspiré anonadado. Y retrocedí varias páginas más.

Entonces me encontré con el siguiente anuncio, a página entera:

 

 

¡La Declaración de los Derechos del Hombre!

No podía ser verdad. No podía ser verdad. No podía ser verdad.

No podía ser verdad.

Repitiéndomelo, como quien cuenta ovejas –o corderos–, volví a dormirme.

Según se me cerraban los ojos, supliqué a los hados que me devolvieran a la vida en otro tiempo y en otro lugar.

Pero sólo me concedieron el primer deseo: desperté dos horas más tarde.

 

(18 de junio de 2002)

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El fútbol

Quienes siguen este Diario desde sus orígenes, ya hace casi dos años, saben de sobra que me gusta el fútbol. Saben también que me repele el forofismo, incluso cuando se trata del equipo de mi ciudad, la Real Sociedad de San Sebastián. Ser seguidor de la Real Sociedad constituye, de hecho, un buen antídoto contra el forofismo. Salvando la circunstancia excepcional y verdaderamente exótica que se produjo a comienzos de los ochenta, cuando ese equipo ganó dos Ligas, por lo general su juego es prácticamente incompatible con cualquier exaltación del ánimo.

En materia de selecciones nacionales, resulta bastante corriente por mi tierra apuntarse a la anti-España. Hay mucha gente que ve los partidos internacionales en los que participa la selección española con la muy declarada esperanza de que pierdan los españoles, incluso aunque entre ellos figuren algunos jugadores vascos. No es mi caso. Ese fervor antiespañol me parece una forma de tener a España permanentemente en el corazón, como punto de referencia fijo y obsesivo. Yo veo los partidos y, si los españoles juegan mejor, me parece bien que ganen, y si juegan peor, no tengo mayor inconveniente en que pierdan. Además, nunca olvido que ésa no es «la selección de España», sino la selección de la Federación Española de Fútbol, o sea, un grupo que, mitologías y transferencias sentimentales más o menos psicopatológicas al margen, representa tan sólo a una entidad deportiva privada. Del mismo modo que critico que a los espectáculos taurinos se les llame «la fiesta nacional», cuando la proporción de españoles y españolas que no muestran interés alguno por la tauromaquia es apabullante, rechazo que a esos chicos vestidos con camiseta roja se les llame «España». Hay millones de españoles –y no digamos de españolas– a los que el fútbol ni les va ni les viene. Representan sólo a una parte de los españoles. Una parte todo lo exhibicionista que se quiera, pero parte.

Algunos de mis amigos argumentan que prefieren que pierda la selección española de fútbol porque, cuando gana, se produce una explosión verdaderamente inaguantable de ruidosa bobería patriotera. Y es cierto. Pero las derrotas de los españoles no acaban con la patriotería. Se limitan a desplazarla al país del que procede la selección ganadora. Un internacionalista sincero no quiere para los demás lo que no quiere para sí. ¿Qué satisfacción puedo obtener yo con el hecho de que, en vez de montarse el jolgorio nacionalista en España, se monte en Irlanda, en Italia o en el Camerún? Desde ese punto de vista, la única solución sería que vencieran siempre los EEUU, donde el fútbol –el soccer, que dicen por allí– no es un deporte de masas. Pero los EEUU ya ganan a demasiados deportes, incluido el juego de la guerra, como para desear su victoria también en éste.

Seré sincero: a mí, hasta ahora, este Campeonato Mundial de Fútbol me está gustando. Casi todos los partidos se han venido retransmitiendo por un canal privado y se han jugado en sesiones matinales, con lo que la actividad cultural apenas se ha resentido. Recuerdo anteriores ediciones: llegaba uno a las 8 de la tarde a dar una conferencia y se encontraba con un público de quince personas. Y, en medio de la charla, oía un estruendoso «¡Gooooooooooooool!» procedente de la cafetería de enfrente. Resultaba deprimente.

Esta vez no ha habido nada de eso. Está bien.

Vamos, que no me quejo.

 

(17 de junio de 2002)

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