Diario de un
resentido social
Semana del 13 al 19 de mayo de 2002
Hace ya tiempo que no escucho las tertulias radiofónicas madrileñas. Cuando empiezan, me paso a Radio 5, con la esperanza de que cumpla su promesa fundacional –nunca lo hace– de dar sólo noticias.
Huyo de las tertulias. No veo razón alguna para empezar el día de mal humor.
Todas, sin excepción –unas un poquito más, otras algo menos–, me resultan insufribles. Y, en muy buena medida, intercambiables.
Pero, por el aquel de estar al tanto, casi nunca me pierdo la selección de perlas tertulianas que hace Javier Vizcaíno en Radio Euskadi los sábados por la mañana, a eso de las 10:40, en su programa Cocidito madrileño. Lo escucho en directo a través del espacio que Canal Satélite tiene reservado a las radios, pero cualquiera puede oírlo en diferido y cuando le dé la gana accediendo a la página web de EITB.
La selección de perlas que Vizcaíno presentó ayer en su programa resultó literalmente anonadante. Podéis comprobarlo pinchando en el enlace del párrafo anterior. Veréis –escucharéis– que no tiene desperdicio. Las angustias mitradas de Luis Herrero, enfadado porque Pedro J. había lanzado una andanada contra los obispos, lo que él atribuye a un despecho mediático; los apocalípticos mítines de Federico Jiménez Losantos –convenientemente coreados por Gabriel Albiac– contra la tibieza antipolanquista de Aznar (que, según él, va a facilitar... ¡la conquista para la causa de Arzalluz de la práctica totalidad de los medios de comunicación españoles!); los sanguíneos desvaríos de Carlos Dávila contra Jimmy Carter porque, según dice, simpatiza con el nacionalismo vasco... En serio: todo es de escucharlo y no creerlo.
Pero lo que más profundo estupor me causó del florilegio radiofónico de ayer fue la grabación de una perorata de Amando de Miguel en la COPE, en la que el sociólogo se permitió afirmar –sin que nadie le llevara la contraria– que, aplicando «con rigor» la Constitución, habría que ilegalizar el conjunto de los partidos de ámbito geográfico restringido, porque la Constitución –dice– afirma que los partidos tienen el deber de «representar al conjunto de los españoles» y esos partidos pretenden representar sólo «a algunos».
«¿Será posible?», me pregunté estupefacto, según lo oía. «¿Será posible que un sociólogo no sepa que los partidos –como su propio nombre indica– están para agrupar a los partidarios de algo, es decir, a una parte de los ciudadanos, y no a todos? ¿De dónde se ha sacado este hombre que la Constitución determina que los partidos deben representar a toda la ciudadanía? ¿Cómo cabría obligar a un partido de izquierda a que represente también a la gente de derecha, y a un partido federalista a que asuma la representación de los jacobinos? Si todos los partidos se esforzaran en representar a todos, al margen de ideologías, clases sociales y procedencias geográficas, ¿para qué narices haría falta que hubiera más de uno?».
No salía de mi asombro. ¿Cómo puede ser que alguien alcance tal grado de desvarío argumental... y que otros le permitan que exhiba tan monumental y antidemocrática empanada en un programa radiofónico de elevada audiencia, sin objetarle nada?
Sí, el sueño de la razón produce monstruos. Y el sectarismo desbocado, aberraciones fascistoides con cargo a la Conferencia Episcopal.
(19 de mayo de 2002)
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Nos hemos reunido a cenar en petit comité. José Saramago y Pilar del Río, de paso por Madrid, camino de Grecia –¿cuándo descansa esta gente?–, quieren que conozcamos a Carmen Castillo, que prepara un documental de 60 minutos sobre el novelista, por encargo de una productora de televisión de Francia.
Ellos la conocieron en México. Yo sabía de Carmen Castillo sólo de nombre, como autora de un excelentísimo reportaje («La verdadera leyenda del subcomandante Marcos»), emitido en 1995 por el canal franco-alemán Arte. Luego, investigando sobre ella, me enteré de su accidentada biografía. Chilena, militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Carmen participó en el tiroteo con las fuerzas pinochetistas en el que fue asesinado su compañero, Miguel Enríquez, dirigente máximo del MIR. Ella misma resultó malherida. Pudo abandonar Chile gracias a la ayuda de la Embajada británica, y se refugió en Francia, donde ha desarrollado una sólida carrera como cineasta y como novelista. Enseguida descubrimos que tenemos amigos comunes.
Cordial, sencilla, va tanteando en la sobremesa por qué caminos podría discurrir su reportaje sobre Saramago. El novelista no quiere una hagiografía al uso. Plantea algunas vías que podrían aproximar a la comprensión de las fuentes de la creación literaria. La conversación entre ellos es apasionante. Me planteo la posibilidad de acompañarlos en el rodaje –tres semanas– para hacer un libro en paralelo al propio reportaje.
–Sobre lo que deberías conseguir que se hiciera un libro, ahora que eres editor –me dice José– es sobre lo que está pasando en México.
Y nos cuenta algo que le dijo un dirigente zapatista cuando estaba ya a punto de dejar México, después de haber asistido a la gran marcha indígena sobre la capital: «No nos olviden».
Él se siente responsable de aquel encargo.
–Les estamos olvidando. Ya no se oye hablar de ellos. Marcos calla, y sus razones tendrá, pero nosotros deberíamos seguir hablando de aquella realidad. No de Marcos. De los zapatistas, de los indígenas, de su tragedia.
Ahondamos entonces en algo que a mí también me preocupa: el olvido. Los grandes medios de comunicación se alimentan de dramas de usar y tirar, convirtiéndolos en espectáculo, pero ¿en qué medida la izquierda –lo que se supone que es la izquierda– no les sigue el juego, organizando solidaridades de usar y tirar? ¿Quién habla ahora mismo del África Negra, que agoniza entre hambrunas, epidemias y guerras de crueldad inaudita? La opinión crítica de Occidente denuncia tal o cual injusticia y moviliza contra ella las fuerzas que puede, pero, así que choca contra la pétrea resistencia de los globalizadores, olvida esa pelea y se pasa a otra. Ruanda, Chechenia, México, Argentina, Afganistán, Irak, Palestina... Los dramas entran y salen de nuestra agenda sin que nada se solucione. Sin que siquiera hayan entrado en una vía de posible solución.
–Leí el otro día que en el mundo actual hay medio centenar de guerras activas –le comento a José, despidiéndonos ya–. Y ¿quieres que te diga la verdad? No creo que fuera capaz de citar más de una docena de ellas.
Asiente.
–No somos un grupo muy optimista, ¿eh? –bromea alguien.
–No es cosa nuestra. Es que el mundo está como está –concluye José.
Charo, mi hija Ane y yo acompañamos a Carmen hasta su hotel. Nos despide con mucho cariño. Ha sido estupendo conocerla.
Siempre lo he dicho: lo mejor del viaje a Itaca es la compañía que encuentras en el camino.
(18 de mayo de 2002)
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Para mí que el Gobierno nos está poniendo a prueba.
O a pruebas, en plural. A un montón de pruebas de resistencia sutiles, casi subliminales.
Quiere ver cuánto da de sí el magín del personal.
A las pruebas –precisamente– me remito.
Fíjense, por ejemplo, en cómo ha reaccionado ante la inflación desbocada. Comparece el ministro y, poniendo cara de experto que lleva toda la mañana con la calculadora en la mano, dice: «El dato no es satisfactorio».
Es el típico test. Lo hace para comprobar qué grado de sensibilidad tenemos ante las perogrulladas.
Otra variedad de esta misma prueba hubiera consistido en afirmar: «Preferimos que las cosas vayan bien, y no que vayan mal». De uno u otro modo, de lo que se trataría es de comprobar si la gente escucha ese tipo de declaraciones sin sufrir ataques de risa.
Segundo test: sale a continuación el secretario de Estado de la cosa y suelta que la culpa del encarecimiento de los precios la puede tener en buena medida el redondeo del euro.
Aquí de lo que se trata es de comprobar la capacidad lógica de la audiencia. Porque es bien sabido que el euro no empezó a funcionar el mes pasado y que, cuando lo hizo, el Gobierno nos aseguró que todo había ido de cine. ¿Qué pretende, que se trata de un redondeo de efecto retardado? La explicación –la de verdad– es que al principio las estadísticas no reflejaron el desastre porque habían alterado el sistema de cálculo del IPC para maquillar la realidad. Pero eso siguen sin admitirlo.
Tercer test, en parte relacionado con el anterior. Aprovechando que el paro ha aumentado un montón, aparece otro gran jefe gubernamental y se marca un rollo larguísimo echando la culpa de ese incremento a los nuevos criterios con los que se ha hecho el cálculo, a que los de ahora son mucho más estrictos, por lo cual la cifra llama a engaño, y que si patatín, y que si patatán.
Estamos en este caso ante la típica prueba de memoria. Consiste en confirmar que el público no recuerda que, cuando variaron los indicadores utilizados para calcular la inflación, aseguraron que no tenía sentido hablar de cuál hubiera sido el dato en el caso de haberse mantenido el anterior criterio estadístico, porque ese tipo de comparaciones no conduce a nada, etcétera. Ahora hacen exactamente lo contrario. Quieren comprobar cuánta gente se enfada y les dice que, una de dos, o es lícito hacer ese género de comparaciones siempre o no caben en ningún caso.
Tengo anotados en mi agenda muchos otros test gubernamentales. El ministro Rajoy, por ejemplo, realiza sistemáticamente la prueba de la intoxicación, llamada también «prueba del “no se descarta”». Consiste en poner en circulación supuestas informaciones sin base alguna, presentándolas en público bajo esa forma: «No se descarta que...». Hecho lo cual, comprueba cuánta gente pasa a considerarlas como realidades objetivas. Los resultados son casi siempre espectaculares.
Son unos test muy importantes para ellos. Sobre todo porque evidencian que pueden decir lo que les dé la gana sin que disminuya ni un ápice por ello su cuota de popularidad.
(17 de mayo de 2002)
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Bien, de acuerdo: soy antimadridista. Y seguro que eso influye en mi actitud. Pero díganme si tengo o no razón.
Ayer, según terminó el partido de fútbol ése, las calles del centro de Madrid –y las no tan del centro– se llenaron de coches cuyos conductores hacían sonar el claxon sin parar y lanzaban gritos ostentóreos asomándose por las ventanillas. No durante un ratito, no: durante horas. Eran las tantas de la madrugada y seguían en las mismas.
Yo vivo a una distancia considerable de La Cibeles, pero la bronca no me ahorró. Los forofos de la cosa me tuvieron sin pegar ojo ni sé cuanto tiempo. Hasta bien avanzada la madrugada.
En Madrid ya va haciendo calor, y el personal empieza a dormir con las ventanas abiertas. ¿Cuántos damnificados habrá producido la incontrolada alegría madridista? ¿Cuánta gente habrá acudido hoy a trabajar con unas ojeras hasta el suelo? Considero mi caso: no sé a qué hora logré dormirme, pero sé que me he levantado a las 5 de la mañana, y tengo un careto que tira de espaldas.
Por lo que leo, el follón en el centro fue de los que hacen época, con tiros, golpes y carreras continuas. Los vecinos de por allí estarán todavía peor que yo.
No me consuela.
Hay una permisividad con estas celebraciones deportivas que ignoro a cuento de qué viene. Si yo salgo a las 12 de la noche de mi partida de mus –habiéndola ganado, como siempre–, me meto en el coche y me pongo a tocar la bocina mientras grito a voz en cuello: «¡Ortiz, Ortiz, Ortiz es cojonudo, como Ortiz no hay ninguno!», no creo que pasen ni cinco minutos sin que se me plante delante la Policía Municipal –o la Guardia Civil, si consigue adelantarse, que ahora es a lo que se dedica– y me endilgue una multa de aquí te espero. ¿En qué Código o Reglamento figura que un orticista no puede hacer eso, pero un madridista sí?
Pasa lo mismo todos los fines de semana en la Castellana. Que una arteria vital para la circulación de la capital se vea invadida por miles de coches que aparcan donde a sus conductores se les pone, incluido el centro mismo del Paseo, me parece de aurora boreal. Si quieren tener un estadio de fútbol en el centro mismo de la ciudad, que acudan a él en metro, o en bici, o como se les ponga; pero no en coche. Y que la Policía cumpla con su deber, lo mismo que el servicio de grúas municipales, que en las casi dos horas que duran los partidos podrían ponerse las botas.
Pero no. Les dejan.
Pues muy mal.
Me escribe un buen amigo: «¿Por qué, ahora que ya llevas un cierto tiempo como editor, no cuentas en el Diario qué tal te sienta haber regresado al trabajo asalariado?».
Pues vale, lo cuento: lo llevo relativamente mal.
Comprensiblemente mal. Porque ahora ejerzo dos profesiones: soy editor y soy escritor, a la vez. Acudo puntualmente a mi puesto de trabajo y, además, sigo haciendo casi lo mismo que hacía cuando me quedaba tranquilamente en casa: escribo el Diario, las columnas del periódico y otras cosas que me piden –o que me pide el cuerpo–; preparo conferencias y presentaciones de libros, propios y ajenos; participo en debates y tertulias... Sin ir más lejos, tengo anotadas en mi agenda cuatro intervenciones públicas tan inminentes como ineludibles. Algunas de ellas en plazas notablemente lejanas.
Es mucho. Y yo ya no tengo 24 años. Tengo 54, y trabajados.
Encima, me ha caído la mala suerte de que me asalten unos dolores de espalda francamente antipáticos, que ahora me castigan ya menos, gracias al fisioterapeuta, pero que ahí siguen, dándome la lata una mañana sí y la otra también.
Claro que todo tiene sus compensaciones. Encerrado en casa, saliendo sólo para actividades profesionales concretas, corría el riesgo de volverme todavía más misántropo y cascarrabias de lo que ya soy. En la editorial me relaciono con gente muy agradable. Me socializo. Eso me viene muy bien. Y, de paso, estoy aprendiendo una profesión relativamente nueva para mí. Nunca es uno lo bastante mayor como para dejar de aprender.
Pero lo que más me preocupa de mi situación actual no es ni la mucha faena ni el agotamiento consiguiente, sino el enorme cúmulo de compromisos, tareas, encargos, plazos y urgencias que me veo en la obligación de llevar constantemente, como un fardo, en la memoria. Vivo bajo la permanente angustia de estar olvidándome de algo, o de que otros se olviden de algo que me hace falta.
Combato simultáneamente en demasiados frentes. Con lo que el poco tiempo que tengo para descansar no lo descanso. Me duermo y sueño. Y enseguida me despierto, y el coco se me pone a trabajar de nuevo a tope.
Se me plantea un problema técnico de resistencia de materiales. Ignoro cuánto tiempo podré aguantar así.
Bueno, será el que sea: ya iré viendo.
(16 de mayo de 2002)
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¿Son cortos de luces los publicitarios? No.
Seguro que los hay que sí, pero me consta que otros no. Y como además suelen trabajar en equipo, si a uno se le ocurre una parida sin pies ni cabeza –algo perfectamente posible–, siempre aparece algún otro que se da cuenta, y lo corrigen.
De modo que, cuando nos topamos con un anuncio rematadamente lerdo es porque, después de muchos estudios, han decidido que debe ser así.
ING Direct machaca estos días en la radio con un anuncio en el que nos informa con alborozo que «por fin es más fácil ganar dinero que gastarlo». No, no le hago justicia. Debería transcribirlo algo así como. «¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Por fin es más fácil ganar dinero que gastarlo!!!!!!!!!!».
Poco importa que el mensaje sea objetivamente disparatado, absurdo, totalmente adecuado para arruinar la credibilidad del producto, ideal para sugerir que ING Direct es un nido de vendepeines dispuestos a coger el dinero y salir corriendo. Si ellos se anuncian así, es porque han comprobado que hay gente dispuesta a creerse que gracias a ING Direct puede ganar más de lo que gaste, por mucho que sea, y que ING Direct, teniendo la gallina de los huevos de oro en su corral, no la guarda bajo cien llaves, sino que la pone al servicio del público, en general. Porque ING Direct es así de altruista.
Hay otro anuncio que tiene también un aire inconfundiblemente estúpido. Empieza como si fuera una boda y alguien anuncia que un amigo de los novios va a dirigir unas palabras a la asistencia. El amigo en cuestión dice: «Hay pocas cosas que duren toda la vida. Yo he conseguido una: ¡mi trabajo!». De lo que se deduce que el chollo que propone consiste en lograr... ¡un empleo sin jubilación! Creo recordar que el spot vende unos cursos de policía local. Y los vende como si convertirse en policía local –¡para toda la vida!– fuera una expectativa envidiable, capaz de colmar las aspiraciones del más exigente.
No pretendo hacer una lista exhaustiva de anuncios pedorros. Me limito a constatar que existen. Que no son ninguna rareza. Además, los repiten machaconamente: las empresas anunciantes se gastan un pastón en ellos. Lo cual demuestra que les resultan rentables.
O sea, que hay mucho personal que se los traga y pica.
Dejo a vuestra cuenta la conclusión que se extrae del hecho de que los anunciantes opten por fabricar mensajes estúpidos para mejor calar en el gran público.
= Se ha decidido el archivo del expediente disciplinario abierto contra los jueces que integraban la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Por más que han examinado su actuación, no han encontrado base alguna que sustente la acusación de prevaricación.
Algún listillo se ha salido por peteneras: «Bueno, tal vez no prevaricaron, pero son malos jueces». Porque tú lo dices. Todavía hace unas semanas, avalaban la acusación de prevaricación precisamente en la brillantez de sus currículos: «Unos jueces tan bien preparados no podrían haberlo hecho tan mal sin querer».
La verdad es que los tres jueces fueron inducidos a error por un informe pericial engañoso. Puede que deliberadamente engañoso.
La Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional se había convertido en un problema para el Gobierno porque echaba para atrás una y otra vez los montajes procesales de Baltasar Garzón. Gracias a este abracadabrante episodio, la Sala está integrada ahora por tres jueces que dicen amén a todo lo que Garzón les manda.
¿Cómo era aquello que dijo Aznar hace años? Ah, sí: «Teníamos un problema y lo hemos resuelto».
= Me lo han contado, y debe de ser verdad, por más que no vea la noticia en ningún periódico, y eso que me he ojeado esta mañana El Mundo, el País, ABC, La Razón, La Vanguardia, Avui, El Periódico de Catalunya... y ya ni sé cuantos más: el juez ha puesto en libertad a todos los integrantes del grupo de árabes detenidos hace semanas en Barcelona acusados de integrar una rama de Al Qaeda en territorio español. Descarta procesarlos porque dice que no hay la más mínima prueba que los implique en la red de Ben Laden.
Su detención fue noticia de primera página. Su puesta en libertad ni siquiera ha sido noticia.
Me llaman de Barcelona.
–Que te has quedado sin contertulio, ¿eh? –me dicen.
No sé de qué me hablan.
–Sí, hombre. El diputado del PP catalán que teníais últimamente en las tertulias de Radio Euskadi.
Al fin me aclaro.
–Ah, sí. Un buen tipo, muy dialogante. ¿Y qué le ha pasado?
–Que ha recibido un telefonazo de la dirección del partido ordenándole que os deje. Que no participe en esa tertulia.
–¡No me lo puedo creer!
–Pues créetelo.
Escribo esto a las 7 de la mañana. Dentro de hora y media lo comprobaré.*
–––––––––––
* Vosotros/as también podéis comprobarlo, si llegáis
a tiempo, si os apetece y si estáis en condiciones de poneros a ello. Vía
Internet, en http://www.eitb.com/castellano/programas/programa.asp?id=RE.
O a través de Canal Satélite, en el canal 244. O directamente en Radio Euskadi,
si estáis en Euskadi o en las cercanías.
(15 de mayo de 2002)
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Alguna gente consigue que me sienta transparente.
Lo logran con frecuencia los camareros. Tienen la habilidad de hacer como que no ven mis aspavientos. Ya sé que están entrenados para desviar la mirada de la dirección hacia la que no pueden dirigirse, porque están haciendo otra cosa. Pero lo mío es especial: no me hacen caso aunque me miren.
El otro día estaba en un abarrotado bar de carretera tratando de encargar un pepito de ternera. Sin ningún éxito, por supuesto. Al cabo de dos o tres horas, más o menos, se acercó el camarero hacia mi rincón y le preguntó a un joven –mucho más alto que yo, obviamente– que estaba a mi lado: «¿Qué va a ser?». Agarré un rebote de mucho cuidado: «Pues no sé», me metí por medio. «Con el tiempo será ingeniero, o médico, o abogado. Pero yo he llegado antes que él». El camarero me miró con una sonrisa helada: «No, señor. Él estaba antes». A lo que el joven, para mi sorpresa, terció: «No. Él estaba antes». Casi le doy un abrazo.
Está claro que los dirigentes del PP han pasado por alguna escuela de hostelería. Tienen la habilidad de escucharme y hacer a continuación como si no hubiera hablado nadie.
Cada vez que me topo con uno que se refiere al proyecto de Ley de Partidos Políticos y repite: «Nosotros jamás hemos dicho que queramos prohibir ideologías», le contesto: «Falso. El vicepresidente Rato manifestó hace más de un mes, en una entrevista publicada en El País, que ustedes sí que quieren prohibir ideologías. Es más: se declaró muy preocupado porque haya quien dice que no cabe prohibir estas o aquellas ideas».
Y me quedo esperando a que me respondan: «Pues Rato se equivocó». O, por lo menos: «¿Ah, sí? ¿Está usted seguro? Yo no lo leí». Pero no. Ellos continúan con su discurso, como si nada. Igual que si no me hubieran oído.
Rato afirmó eso, pero lo suyo es como lo del rey desnudo. Qué digo yo: más maravilloso todavía, porque en su caso da lo mismo que alguien proclame a voces que está desnudo. Sus colegas hacen como si no, y a correr.
De todos modos, es absurdo discutir sobre la hipotética prohibición de tales o cuales ideas. Naturalmente que ellos no pretenden prohibir ideas. Porque es imposible. Todo el mundo es libre de pensar lo que le dé la gana. Incluso en la más férrea de las dictaduras. Con tal de que no lo diga, claro.
De lo que estamos hablando no es de pensar, sino de decir. Y ellos sí se proponen prohibir la expresión de determinadas ideas. De hecho, el Código Penal ya lo hace, así sea veladamente. Por ejemplo: si yo me extendiera aquí en mi conocida tesis sobre la inferioridad de la raza blanca –¿qué digo inferioridad? Perversidad intrínseca–, ilustrándolo con un curso de tropelías raciales comparadas, podría ser acusado de promover el racismo y condenado a pena de prisión de uno a tres años y multa de seis a doce meses (art. 510 del CP). Ya sé que el Código habla de «promover», no de «expresar», pero eso no pasa de ser un torpe subterfugio, porque lo uno y lo otro se confunden: si argumentas una idea, la defiendes, y si la defiendes bien, la promueves.
Así que, mírese como se quiera, eso es lo que pretende la nueva Ley, entre otras cosas: limitar la libertad de expresión. Eso sí: con la mejor de las intenciones. Para que todos los españoles vayamos siendo más correctos. Y más españoles.
(14 de mayo de 2002)
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No se ha comentado demasiado el incidente, aunque lo merecía. Sucedió en la conferencia de prensa posterior al último Consejo de Ministros. Un periodista dirigió dos preguntas al titular de Interior, Mariano Rajoy. Y los micrófonos captaron que, al final de su intervención, el ministro, dirigiéndose a su colega Pilar del Castillo, susurró, en referencia al periodista: «Éste es tonto del culo».
La intemperancia y la grosería hubieran estado de más en cualquier caso. Pero conviene que el personal sepa que la reacción del señor Rajoy vino motivada por el hecho de que el periodista le hizo dos preguntas sobre sendos asuntos acerca de los cuales el ministro o no tenía ni pajolera idea o no sabía qué contestar. Ambos referidos a cuestiones de Canarias. La primera pregunta se refirió a un acuerdo que el Gobierno de las islas ha alcanzado con los Cabildos para la acogida de inmigrantes menores de edad (un asunto cuya importancia ha quedado suficientemente subrayada por los posteriores acontecimientos de Melilla). El ministro desconocía la existencia del acuerdo, y el periodista se lo tuvo que explicar, cosa que, por lo visto, no le hizo la menor gracia. La otra pregunta aludió a las quejas que se oían en Tenerife porque, hasta el momento, más de un mes después de la riada que asoló Santa Cruz y que destrozó un centenar de viviendas, sólo diez familias habían sido realojadas, pese a las promesas oficiales.
Así que, de «tonto del culo», nada. Si el ministro no está informado de las cuestiones propias de su departamento, o si demuestra que no es capaz de cumplir sus promesas, la culpa es exclusivamente suya.
Pero su soberbia le impide tomarse las cosas con calma. Y con una adecuada dosis de espíritu autocrítico.
El incidente pone de manifiesto cómo es el señor Rajoy: engreído, pagado de sí mismo. Pero eso no agota la cuestión. Conviene plantearse también por qué, siendo así, se cree autorizado a disimularlo tan poco.
Primero: porque no está acostumbrado a que los periodistas le planteen preguntas incómodas sobre su gestión. Trata demasiado con periodistas de cámara.
Segundo: porque no teme que, ante una salida de tono como la suya, los profesionales de la información se planten y le comuniquen que, mientras no se disculpe personal y públicamente con el compañero al que insultó, nadie le dirigirá ni una sola pregunta.
En resumen: que son así porque se lo consentimos.
(13 de mayo de 2002)
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