Diario de
un resentido social
Semana del 29 de abril
al 5 de mayo de 2002
Algunas veces –pocas– me vienen a la memoria los versos de Aragon:
No te muevas: es tan
frágil, tan precario, tan por azar
este instante de
sombra para nosotros dos
en el silencio de la ciudad...
Los recordé de
nuevo ayer a las 17 y 27: un sol suave sobre el valle; el aire transparente,
limpísimo; dos leves nubes de guata sobre la montaña, y abajo el mar; y el
silencio sólo roto por las voces de Lluís, Maria del Mar y Marina entonando el
Cant del enyor:
Ni que només
fos
per veure’t la claror del ulls mirant el mar...
Ni que només
fos
poder-nos dir un
altre adeu serenament...
Ni que només
fos
pel suau lliscar d’un
temps perdut al teu costat...
Ni que només
fos
perquè sentissis com
t’enyoro…*
Y yo, a la vez maravillado por la impresionante belleza del momento y rendido en la lucha contra un hombro –¿o una columna?– que se niega a moverse sin chirriar, y que me lacera, y que me impide escribir.
Contradictoria: tan hermosa, tan dolorosa, la vida.
––––––––––––––––––
* «Así fuera tan sólo para
verte la claridad de los ojos mirando el mar... Así fuera tan sólo poder
decirnos otro adiós serenamente... Así fuera tan sólo el suave resbalar de un
tiempo perdido en tu costado... Así fuera tan sólo para que comprobaras cómo te
añoro...» (Lluís Llach, Cant de
l’enyor.)
(5
de mayo de
2002)
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Escuché ayer en la radio que ha muerto José Luis Lassaleta, ex alcalde de Alicante. Me vino inmediatamente a la memoria la consigna de una manifestación: «¡Qué jeta, Lassaleta, subir una peseta!». Y un suceso: la riada que sufrió Alicante durante su mandato. «Hace ahora veinte años», dijeron en el informativo.
No recuerdo qué tal fue Lassaleta como alcalde. Supongo que malo, para variar. Alicante los colecciona.
Lo de la consigna de la peseta nació por la subida del precio del autobús urbano. Me acuerdo de ella sólo porque me hizo gracia el ripio. No fue ningún acontecimiento.
La riada, en cambio, la recuerdo muy bien.
De lo que no tenía conciencia es de que se cumplieran ahora veinte años.
Vine de Madrid para hacer un reportaje y lo viví todo de muy cerca.
Fue por aquel tiempo cuando empecé a frecuentar Alicante. Había estado ya dos o tres veces por la zona, sí, pero como se pasa por tantas: que si una reunión, que si una charla, que si un par de días de asueto. Esta vez llegué, como quien dice, para quedarme. Desde entonces he venido cada dos por tres. Al principio, a casa de una amiga con la que tuve amores. Luego ya a mi propio refugio de Aiguës.
Veinte años. El tópico mueve a pensar aquello de «¡Si parece que fue ayer!». O a echar mano del tango: «Que veinte años no es nada». Mi sensación es exactamente la opuesta: siento como si hubiera transcurrido un siglo. No me sale decir: «¿Veinte años ya?» sino: «¿Sólo veinte años?». Es como un siglo. Un siglo en la memoria. Un siglo de sentimientos. Un siglo sobre estas doloridas espaldas que apenas me permiten ya escribir, las muy cabronas.
Supongo que debería estar contento: en 54 años he vivido probablemente más que la mayoría de los hombres en toda su vida. He conocido la tira de sitios –lo que tampoco me importa gran cosa: soy viajero a mi pesar–, he hecho cientos de amigos –cientos, y no exagero: de eso sí que me enorgullezco–, he disfrutado de momentos inolvidables, de compañías maravillosas, de manjares exquisitos... Y por volver a los tópicos: tengo dos hijas, en mi casa hay un centenar de árboles... y he escrito ni sé cuanto: lo que no está escrito.
Pero me da rabia que me salga hacer balance. Por amplio que resulte el haber y magro el debe.
Era yo muy niño cuando le oí decir al abuelo de un amigo: «No se es rico por lo que se tiene, sino por lo que se gasta». Me temo que él hablaba de bancos, pero yo lo apliqué a la vida.
Sé qué debería pensar: «¿Que han pasado veinte años? Pues qué bien. ¡A por los siguientes veinte!».
El espíritu es fuerte, pero la carne es débil.
(4
de mayo de
2002)
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Esta historia que les voy a contar no tiene nada de extraordinario.
Empezó allá por los primeros 30 del pasado siglo, cuando Fermín A., natural y vecino de Zeanuri (Vizcaya), de profesión jornalero, decidió abandonar su pueblo y buscar mejor fortuna en Sestao. Allí logró un trabajo de ajustador en La Naval, lo que le permitió instalarse modestamente en la margen izquierda y casarse con Pilar L., también procedente de Zeanuri, por parte de padre.
El 8 de marzo de 1935 la pareja tuvo una niña a la que pusieron por nombre Igone, según consta en el Registro Civil de Sestao, folio 32, tomo 64, sección 1ª.
Vino enseguida el levantamiento militar de Franco, y Fermín, que se había afiliado al PNV, fue a combatir con el bando republicano.
Terminada la contienda con el resultado conocido, Fermín fue encarcelado.
El 14 de mayo de 1940, mirando los papeles a su cargo, un probo funcionario del Registro Civil de Sestao reparó en la existencia de una niña que acababa de cumplir 5 años y que se llamaba nada menos que Igone. Así que abrió un expediente y resolvió: «Se le pone la palabra legítima y se le cambia el nombre de Igone por el castellano Ascensión». Acto seguido, impuso a Fermín A. y Pilar L. una severa multa. Pero hete aquí que, hurga que te hurga en los papeles, comprobó que la pareja era reincidente, porque tenía otro hijo llamado... ¡Andoni! Procedió a cambiar su ilegítimo nombre por el castellano Antonio e impuso a los padres otra multa más.
Igone –perdón, Ascensión– tuvo con el tiempo tres hijos, a los que hubo de inscribir en el Registro como Antonio, Juan José y María Olatz, aunque todo el mundo los llamara desde siempre Andoni, Jon y Olatz, salvo en la escuela y otros centros oficiales.
Ya les he dicho al comienzo que esta historia no tenía nada de extraordinaria. Es sólo el relato de tres generaciones obligadas a poner y quitar nombres propios a gusto del Estado español, aderezada con algo de cárcel y unas cuantas multas.
Podía haber sido una historia mucho más terrible. Y mucho más larga. Podría haberla remontado a 1766, cuando el conde de Aranda prohibió los libros en euskara, hasta llegar a 1925, cuando Alfonso XIII dictó la suspensión de empleo y sueldo para los maestros que enseñaran la lengua vasca. Pero habría sido un recuento imposible para una columna. Más adecuado para un libro.
Que yo sepa, los nietos de Fermín y Pilar no han empuñado nunca las armas contra nadie. Ni ganas.
Pero saben. Y recuerdan.
Créanme: muy a menudo, es imposible entender lo que pasa si no se cuenta con que todo, absolutamente todo, tiene su historia.
P.D. ¿Cómo fue aquello que dijo hace unos meses nuestro rey? Ah, sí: «Nunca fue la nuestra una lengua de imposición, sino de encuentro. A nadie se obligó nunca a hablar en castellano».
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(3
de mayo de
2002)
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Me escribe un periodista amigo bien informado para matizar una observación que hacía yo el otro día a propósito de las elecciones francesas. Dice mi amigo que la dispersión del voto que se produjo en la primera vuelta no revela que haya fracasado el intento de los medios de comunicación de concentrar la atención de los votantes en el duelo Chirac-Jospin, como yo escribí. Según mi amigo, ese intento fue secundado sólo de manera limitada por los medios, dado que la legislación francesa sobre información electoral obliga a dar un trato igualitario a todos los candidatos.
Cuando yo me volví de Francia, hace ya más de un cuarto de siglo, la televisión era de titularidad pública. La radio teóricamente también, pero había poderosas emisoras privadas que emitían en onda larga desde países vecinos y que contaban con amplísima audiencia. El carácter público de la TV, sin embargo, no garantizaba en absoluto la imparcialidad de la información y la propaganda electorales. Los candidatos de los grandes partidos copaban las mejores franjas horarias. De entonces a aquí, se ha privatizado buena parte de la ORTF y emiten numerosos canales de TV privada, tanto por satélite como a ras de suelo. En esas condiciones, cabe suponer que la neutralidad electoral de los medios con respecto a los diversos candidatos no habrá ido precisamente a más.
Pero es fácil, con todo, que el papel de los grandes medios de comunicación haya sido en Francia menos obsesivamente bipartidista que en España. En tal caso, lo único que se demostraría es que el pluralismo real de la sociedad se ha visto algo menos contrariado allí por los medios de lo que lo suele ser en España.
El problema sobre el que intento llamar la atención es el de la mixtificación de la democracia al que estamos sometidos en el conjunto de Occidente, en el reino de las supuestas democracias: factores correctores del voto, reglas que priman el voto mayoritario y penalizan –o eliminan, sin más– el voto minoritario, desigualdad de trato a las diversas opciones, ventaja de las candidaturas ricas sobre las pobres... No es que las sociedades no sean plurales: es que todo está pensado para que esa pluralidad no pueda manifestarse. Y cuando, pese a todo, acaba aflorando, entonces no saben qué hacer con ella y proclaman que esa sociedad «está enferma».
Los sufridos usuarios del Outlook están sufriendo una infección masiva de un worm (virus del tipo llamado “gusano”) francamente pernicioso. En realidad no es uno, sino varios de la misma familia, cuyos nombres empiezan por W32.Klez o W32.Elkern.
Todos los servidores de programas antivirus (Norton, McAfee, Kaspersky, Panda, etc.) lo tienen bien localizado y proveen a sus usuarios –a quienes tienen la sana costumbre de actualizar su antivirus con frecuencia– de los detectores correspondientes. Pero, desgraciadamente, muchos internautas no se ocupan con la necesaria asiduidad de la actualización de su antivirus, con lo que no sólo ellos resultan infectados, sino que se convierten en involuntarios remitentes de los gusanos de marras a todos cuantos figuramos en sus libretas de direcciones.
Esto no nos acarrea ningún peligro de infección, puesto que nuestros antivirus detectan de inmediato el intento de “asalto” y lo bloquean, pero nos da la vara a base de bien, porque nos hace perder tiempo de conexión (el que tardan en descargarse los mensajes infectados) y nos da trabajo (el de eliminar esos mensajes).
Cuando estoy en Madrid y trabajo con la conexión ADSL, no me importa gran cosa, porque todo el proceso se desarrolla en un abrir y cerrar de ojos, pero cuando estoy de viaje, o en Aigües, la pejiguera es considerable, porque me conecto a Internet por línea telefónica convencional. Ayer, 1º de Mayo, sin ir más lejos, recibí diez mensajes infectados. En total, la gracia me hizo perder algo así como 20 minutos. 20 minutos de sol. 20 minutos de tumbona. 20 minutos de no hacer nada. ¡Jopé, 20 minutos de vida!
Hago una sentida petición a quienes no tengan instalado un buen antivirus o no lo actualicen con frecuencia: ¡cambiad de costumbres, por favor! Vuestro comportamiento es muy insolidario. Involuntariamente insolidario, pero insolidario, en la práctica.
Entretanto, hacedme un favor que os va a costar muy poco. Utilizad un programita que ha puesto a punto Simantec (la fabricante del Norton Antivirus), que permite hacer un rápido barrido de la memoria del ordenador, localizando los gusanos de este tipo y ayudando a destuirlos.
El programa se llama FixKlez, y podéis bajároslo pinchando directamente en el nombre. O, si queréis tener la certeza de que se trata de una ruta de acceso segura –todas las precauciones son pocas hoy en día– e informaros ya de paso mejor sobre el asunto, podéis pasar previamente por http://securityresponse.symantec.com/avcenter/venc/data/w32.klez.removal.tool.html. El fichero tiene sólo 132 KB, así que se descarga bastante rápido, incluso con modems de poca velocidad.
No hace falta tener instalado el Norton Antivirus para que el programa funcione. Y los beneficios de su uso son estupendos.
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(2
de mayo de
2002)
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El Tribunal Superior de Justicia de Navarra ha decidido que no cabe reprochar nada al Juzgado que desoyó las continuas denuncias de una mujer de Villaba, que pidió una y otra vez el auxilio de la Ley frente a su ex marido, que la amenazaba de muerte y que acabó matándola.
Dice el TSJN que el juez encargado del asunto hizo lo que debía, exigiendo al individuo que se mantuviera a un mínimo de 500 metros de su ex mujer.
Si esta gente con toga no fuera tan zopenca, se darían cuenta de que una medida así carece de sentido en una localidad tan pequeña como Villaba. Para que el condenado ex marido pudiera cumplirla, habría tenido que estar informado permanentemente de los movimientos de ella. Bastaba con que ambos se movieran un poco para que se tropezaran, incluso sin pretenderlo.
En un caso de contumacia tan palmaria como la de ese tipo, la única medida mínimamente eficaz que habría cabido es el destierro. Y, si se lo saltara, así fuera una sola vez, proceder a recluirlo.
Se gastan el dinero en las cosas más absurdas, pero no lo tienen para establecer un sistema de control a distancia, mediante chips localizadores, que permita saber dónde están los individuos potencialmente peligrosos que viven en libertad.
Esos localizadores existen. Han sido experimentados con un margen de éxito más que aceptable. Se le instala al tipo y, como se acerque a Villaba, salta la alarma y se le trinca.
Menos palabrería altisonante y vacua, menos hablar de «terrorismo doméstico» –valiente tontería: ¿acaso los maridos violentos están organizados?–, y un poco más de decisión. Y de dinero. Eso es lo que haría falta para empezar a afrontar de verdad el problema.
Post Scriptum.– Annan dice que, como Sharon siga poniendo tantas trabas a la Comisión Investigadora sobre la matanza de Yenín... ¡renunciará a enviarla! ¡Qué represalia tan terrible! Es, casi casi, como el bombardeo de Bagdad.
(1
de mayo de
2002)
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El
cruzado mágico
Sharon dicta a las Naciones Unidas sus condiciones: la comisión internacional de investigación sobre lo ocurrido en Yenín tendrá esta composición y no esta otra, irá cuando se le deje, estudiará lo que se le mande, no podrá emitir condena alguna contra su Gobierno, trabajará con la vigilancia y la supervisión que les imponga...
Sharon dicta y Kofi Annan traga. Y traga Washington, que supuestamente votó a favor del envío inmediato de esa comisión. Y traga la UE, que se había declarado «horrorizada» por lo sucedido en el campo de refugiados, ahora convertido en solar y cementerio.
Todo el mundo traga. ¡Cuánta tolerancia! ¡Y cuán extraordinaria!
Sadam Husein se habría dado con un canto en los dientes por disfrutar del 5% de esas tragaderas. A él le encasquetaron una comisión de control inapelable. Y, así que se permitió el lujo de poner trabas al libre ir y venir de los comisionados, se ganó –le ganó a su pueblo– unos bombardeos de aquí te espero. A añadir al bloqueo previo, por supuesto.
Me parece que el recluso Milosevic también podría decir algo sobre este particular. Trató de ponerse gallito y se enteró en un abrir y cerrar de ojos de lo que vale un peine. ¿Un peine, digo? Y un edificio de televisión, con sus trabajadores dentro. Y un mercado público, con su gente comprando. Ahí está ahora, en La Haya, con todo el tiempo del mundo para meditar sobre los beneficios de sus ínfulas.
Fue con él cuando empezó a hacerse popular eso de la «tolerancia cero», que tanto les gusta ahora a todos.
¿«Tolerancia cero»? Según y cuándo. Según y para qué. Según y con quién.
Eh, y no nos olvidemos del Gobierno cutre de los talibán afganos. ¿Se acuerdan ustedes de la contestación que recibieron el día en que se ofrecieron a negociar con EEUU el destino de Ben Laden, intentando parar la guerra que se les venía encima? «Se ha acabado ya el tiempo de las palabras», sentenció Bush, «y ha llegado el tiempo de la acción».
Les dieron para el pelo. Y cuidado que tenían.
Toda la arrogancia, toda la impaciencia, toda la intransigencia «de principios» exhibida por «la comunidad internacional» en esos tres y en tantos otros casos, se vuelve torpe balbuceo, inacción absoluta y tolerancia infinita cuando quien se mofa de las resoluciones internacionales es Israel.
Con Israel no hay plazos fijos, ni condiciones sine qua non, ni exigencias insoslayables.
Lo de Israel es mágico. Israel tiene bula.
La de la Santa Cruzada, supongo.
––––––––––––––––
Nota de régimen interno.–
Inicio
hoy, como tantos otros habitantes de la capital del Reino de España, un largo
puente vacacional, que me tendrá a orillas del Mediterráneo hasta el
próximo domingo. Tengo la firme intención de dedicar estos días a descansar,
para reponerme del agotamiento que arrastro desde hace dos meses. Voy a dormir,
dormir, dormir, tomar el sol –si lo hay–, pasear, leer... O sea, que me voy a
entregar a eso que se suele llamar il dolce far niente. Atenderé este
Diario, pero no sé ni con qué entusiasmo ni a qué horas. Quienes vayan a hacer
lo mismo que yo y no quieran perder comba pueden marchar en paz. Si quieren, el
lunes y martes próximos podrán consultar los apuntes de toda la
semana.
(30 de abril de
2002)
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–¿A ti te gusta el fútbol, verdad? –me pregunta mi buen amigo Gervasio Guzmán.
–¿El fútbol, dices? ¿Así, en general? No. Me gusta sólo el buen fútbol –le contesto.
–¡Pues bien que te tragas partidos por la tele los fines de semana...! –me objeta.
–Es que hasta que no los veo no sé si van a ser buenos o no –le explico.
No es verdad que vea muchos partidos. Me pongo delante de la pantalla del televisor pero, a nada que el partido demuestra ser un petardo, me dedico a leer, y levanto la vista sólo cuando escucho griterío, para comprobar qué ha pasado, no vaya a ser que tenga alguna gracia. Tampoco es infrecuente que me quede dormido.
Por eso no acudo a los campos de fútbol. Si te plantas allí –y más si vas acompañado–, ya estás (casi) obligado a tragarte lo que te echen. Aparte de que ¿a qué estadio iba a acudir yo, viviendo en Madrid?
Melchor Miralles, fanático madridista, me dijo en cierta ocasión que un verdadero aficionado sólo disfruta realmente del fútbol en el campo. Lo cual confirma que no soy un aficionado de verdad, porque yo prefiero estar sentado en el sofá de mi casa, en semioscuridad, con el aire acondicionado trabajando a tope, una copa sobre la mesa y nadie que pegue gritos por las cercanías. Y con la alternativa de la lectura siempre disponible.
Los verdaderos aficionados –se lo he oído decir a Javier Clemente– nunca se aburren en un partido de fútbol. Ellos siempre encuentran cosas de interés, incluso en el peor encuentro. Es posible que eso explique por qué Clemente me disgusta tan profundamente como entrenador. Él, como se divierte con cualquier cosa, propicia cualquier cosa. Y a mí no me vale con cualquier cosa. (Parece que al Tenerife tampoco.)
He escrito que me gusta sólo el buen fútbol. Así dicho, se me podría tomar por un fino esteticista. Nada de eso. Para que un partido de fútbol me guste, no sólo tiene que ser bueno: además debe implicarme. Un encuentro entre el River Plate y el Rácing de Avellaneda podrá ser todo lo excelso que le dé la gana pero, como ninguno de los dos equipos me despierta particular interés, no disfruto ni poco ni mucho contemplándolo. Tengo que estar a favor de uno y contra otro.
Haré otra confesión impúdica: cuando empiezo a ver un partido, concedo plena libertad a mis vísceras para que ellas decidan a favor de quién estamos.
Mis vísceras son muy suyas. Están invariablemente en contra del Real Madrid (se ve que tienen un ramalazo edípico: mi padre era ferozmente madridista). Secundariamente, se inclinan del lado de la Real Sociedad, por el aquel de los orígenes. Y, por esa misma razón, sienten viva antipatía por el Athlétic de Bilbao (a no ser que juegue contra el Real Madrid, claro). Como llevan más de una década dorándose al solecillo de Aigües, mis vísceras se me han vuelto también valencianistas.
Fuera de eso, suelen ponerse del lado del equipo más pobre y tercermundista o, en caso de igualdad de medios, por el costero, en el supuesto de que alguno lo sea (al infierno si lo entiendo: ya les he dicho que son mis vísceras las que mandan en esto).
Con todos estos datos sobre la mesa, se comprenderá que el pasado sábado fuera para mí un día de gozo sublime.
Me acomodé en el salón para ver el partido Valencia-Espanyol y dejé encendido el televisor de la cocina conectado con el encuentro entre la Real Sociedad y el Real Madrid. Por razones de partidismo debería haber sido al revés, pero mis vísceras apostaron por el campo en el que suponían que el buen fútbol estaba asegurado.
Acertaron de pleno. Vi en el salón un partido glorioso por todos los conceptos, salpicado por embelesadoras visitas a la cocina.
Imagino que, si sumamos la gente a la que le importa un bledo el fútbol con aquella que no comparte ni poco ni mucho mis preferencias futboleras, este apunte de mi diario le habrá parecido una perfecta caca a la mayoría de mis lectores (y lectoras, sobre todo).
Les pido excusas: lo han escrito mis vísceras.
(29 de abril de
2002)
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He insistido ya varias veces en que no tiene sentido sorprenderse de que en Francia exista una extrema derecha sociológica relativamente numerosa. Siempre la ha habido. Ha tenido, eso sí, diversas expresiones políticas y electorales. A veces específicas, diferenciadas; otras, integradas en agrupaciones más amplias (caso del gaullismo, durante un cierto tiempo).
El mundo mental de la extrema derecha francesa está íntimamente vinculado a la experiencia colonial, todavía reciente, y a las frustraciones y los traumas de la descolonización, todavía más recientes.
Ésa es una de las razones que explican la virulencia de su sentimiento anti estadounidense: aún sangra por la herida del juego sucio que hizo Washington para facilitar el hundimiento del colonialismo francés y sustituirlo por su imperialismo de nuevo cuño en algunos puntos estratégicos del globo, muy especialmente en la vieja Indochina. Un tanto al modo de lo que le sucedió a España en 1898 en Cuba, pero en mucha mayor escala... y con los protagonistas todavía en vida.
Ese sentimiento de gran potencia injustamente venida a menos encuentra también reflejo en las fortísimas reticencias de buena parte de la derecha francesa hacia el proceso de construcción europea, sentimiento al que no son ajenos –aunque por sus propias y justificadas razones– amplios sectores de la izquierda. Por decirlo amablemente, ni Gran Bretaña ni –muchísimo menos– Alemania gozan de un gran prestigio histórico en Francia.
Como gran potencia colonial, Francia mantuvo durante largos decenios un doble juego político y moral. O, si se prefiere, un reparto de papeles. Tenía una escala de valores y unas posiciones de principio de obligado cumplimiento para uso de la metrópoli, y otras, radicalmente diferentes, destinadas a garantizar el orden –su orden– en las colonias. La Francia metropolitana era librepensadora, defensora a ultranza de los derechos humanos, acogedora, libre. En las colonias, sus militares, sus policías –y, si hacía al caso, también sus colonos– se regían por normas mucho menos consideradas. Mandaban sin miramientos sobre las poblaciones autóctonas. Quienes protagonizaban esta última realidad sentían un hondo desprecio por la molicie metropolitana: ellos estaban haciendo el trabajo sucio sobre el terreno, en los lugares más alejados e inhóspitos, para que los señoritos de París pudieran gozar de todas las comodidades y entretenerse con sus remilgos filosóficos y artísticos. Por supuesto que hablar de «todas las comodidades» y de «remilgos filosóficos» a propósito de la clase obrera francesa de los años 50 y 60 no pasa de ser un sarcasmo de dudoso gusto, pero la perspectiva de los agentes de la Francia colonial, uniformados o civiles, era ésa.
Muchos de ellos instalados en las lejanas posesiones del imperio desde tiempos inmemoriales, vivieron como una insoportable humillación su expulsión de ellas manu militari y su regreso obligado a una metrópoli en la que algunos –no pocos–, los miraban con desprecio y hasta se permitían juzgar severamente su comportamiento.
El
fenómeno de la inmigración tampoco es nuevo en Francia. Siempre ha sido
receptora de emigrantes. De muchas procedencias. No sólo de sus colonias
africanas y de sus dominios y territorios de ultramar, sino también de
España, de Italia y del Este europeo. Pero el fenómeno nunca había alcanzado
cotas tan importantes como en la actualidad. Nunca su amplitud había dado tanto
pie para que los colonialistas derrotados de hace unos decenios y quienes han
heredado ese trauma sientan la sensación de que los pueblos de las colonias ha
decidido invadir la metrópoli y, en cierto modo, emprender un proceso de
colonización inversa, por la vía de la ocupación en masa, cual si de una especie
de revancha histórica se tratara. Sienten peligrar su identidad, su cultura, su
modo de vida: el ser de Francia.
Tratándose de este sentimiento de raíz colonial, tampoco debe extrañar que se extienda con cierta aparente transversalidad política. Hablo ahora del estupor que produce en muchos el hecho de que buena parte de la base social del Partido Comunista Francés, concentrada en el cinturón obrero de París y en otros núcleos industriales, se haya pasado con armas y bagajes a las filas de Le Pen. Conviene recordar que el PCF fue un bastión del poder colonial francés y que se opuso con uñas y dientes a la descolonización, echando mano para ello de los argumentos más peregrinos. Durante la guerra de Argelia, el PCE organizó una verdadera caza de brujas contra la gente de izquierda que defendía la independencia de la colonia, hasta tal punto que los militantes comunistas que apoyaban al FLN argelino tuvieron que organizarse clandestinamente dentro de su propio partido.
Quiero decir con esto que sus votantes obreros no han dado un salto cultural tan portentoso. Su giro político ha venido considerablemente facilitado, además, por el hecho de que son ellos los que viven más intensamente el problema: los que ven cómo sus barriadas han sido ocupadas por ingentes masas de inmigrantes que les roban sus tradiciones, alteran sus paisajes urbanos e imponen sus extraños estilos de vida. La inseguridad ciudadana, protagonizada por sectores marginalizados muy vinculados a la inmigración, es palmaria, y afecta sobre todo a las clases sociales de medios económicos más escasos.
Todo lo cual ha contribuido a la recuperación –o, si se prefiere, a la readaptación– de los viejos tics coloniales. Ahora ya no se trata de aplicarlos en Argel, en Hanoi o en la Martinica, sino en los enormes núcleos urbanos empobrecidos de la metrópoli.
No digo que esto lo explique todo. Digo tan sólo que conviene tener en cuenta estos datos a la hora de preguntarse que está sucediendo en Francia. Mejor no conformarse con los cuatro tópicos al uso en las tertulias capitalinas, empeñadas en que nuestros vecinos se ven metidos en problemas porque no tienen a su frente una mente tan preclara como la de Aznar.
(28 de abril de
2002)
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¿Es Le Pen un mal en sí? Quiero decir: ¿lo es él, por nombre Jean-Marie, con su pasado colonial, sus chanzas de mal gusto, su ex faltona, su ojo de cristal y sus discursos de retórica ampulosa? Tal parece.
A mí, el señor Le Pen me parece abominable, por supuesto. Pero como tantos otros. Su persona –porque de su persona estoy hablando– no me suscita una repulsión cualitativamente más aguda o visceral que la de muchos otros políticos. Probablemente porque lo absoluto no admite grados.
Pero a muchos otros se ve que sí.
Me
preocupa que la xenofobia anti árabe de Le Pen atraiga muchos votos en Francia.
Pero no porque se los lleve el señor Le Pen, sino por sí mismos, porque existen,
porque reflejan que gana adeptos el rechazo violento de la inmigración. Pero
hete aquí que bastantes políticos y no pocos analistas reflexionan en voz alta y
dicen: «Si no queremos que Le Pen capitalice ese estado de ánimo social en auge,
hagámonos nosotros eco de él, atendámoslo». Y proponen endurecer las leyes de
inmigración y urbanizar más la presencia de los inmigrantes, de modo que
su marginalidad social incomode menos a la población autóctona. O sea que, para
que Le Pen no progrese, lo que pretenden es que los políticos «del sistema»
apliquen su programa. Con mejores modos, más finamente. Pero con la misma
voluntad y el mismo espíritu genuinamente xenófobo. Una especie de lepenismo
sin Le Pen. Un lepenismo de rostro humano.
Invierten los términos del problema real. Lo preocupante no es que exista un señor como Le Pen, sino que un señor como Le Pen pueda convertirse en representativo de un amplio sector de la sociedad francesa. Emprenderla contra la expresión política del problema sólo tiene sentido si, simultáneamente, se afronta la necesidad de resolver el problema. Pero manifestarse contra él y, a la vez, defender una aplicación vergonzante de sus recetas no pasa de ser un engañabobos.
Es este modo de encarar la cuestión el que permite entender por qué en España no ha surgido un partido como el de Le Pen. Y por qué los intentos de ponerlo en marcha –Blas Piñar, Gil y Gil– han fracasado estrepitosamente. ¿Acaso no hay aquí una ultraderecha sociológica relativamente amplia? Claro que la hay. Pero no siente la necesidad perentoria de tener un partido específico: en lo esencial, el PP ya atiende sus reivindicaciones más sentidas.
(27 de abril de
2002)
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