Diario de un
resentido social
El supuesto incumplimiento de discutibles resoluciones de las Naciones Unidas le ha valido ya en varias ocasiones a Irak las más enérgicas represalias. Algunas de ellas –las económicas, principalmente– de carácter indefinido.
El régimen de Milosevic no gozó de un margen mucho mayor de maniobra: así que demostró que no iba a someterse a los dictados de la comunidad internacional, con vara alta el el Consejo de Seguridad de la ONU, le dieron sopas con honda.
Del Afganistán de los talibán, para qué hablar: cuando su Gobierno anunció que quería negociar, Bush le respondió que ya había pasado «el tiempo de las palabras» y que había llegado «el momento de los hechos». También para las Naciones Unidas llegó «el momento de los hechos». De los hechos consumados, en concreto, a los que se adaptó con perfecta destreza.
No se esfuerce nadie en buscar en estos ejemplos ninguna pauta de aplicación universal. Saltarse a la torera una resolución de la ONU puede ser mortal de necesidad...o anécdota circunstancial. Todo depende de quién lo haga. Si es el Gobierno de Israel, puede permitírselo con cuanta arrogancia le venga en gana: el Consejo de Seguridad ordena, él se niega a acatar la resolución y ya está. No pasa nada.
Se excusan los paladines de la permisividad pro-israelí alegando que tampoco «la otra parte» cumple lo que se le manda. Dicen que también han exigido a Arafat que cesen los actos de terrorismo palestino y que, sin embargo, los atentados continúan. «También Arafat podría hacer mucho más de lo que hace», declaró ayer un portavoz de Washington. ¡Y tienen el santo morro de decirlo cuando Arafat se encuentra encerrado en un sótano, rodeado por fuerzas israelíes y sin posibilidad alguna de establecer contacto con el exterior! Arafat no sólo no puede hacer «mucho más», sino que no puede hacer estrictamente nada, salvo esperar a ver si Sharon decide matarlo o dejarlo con vida. Su maldita equidistancia, empeñada en que «las dos partes» son igualmente culpables, ha alcanzado extremos de auténtica caricatura.
Siempre fue falsa, en cualquier caso. Todo el mundo sabe que la llamada Autoridad Nacional Palestina nunca ha tenido verdadera autoridad. Ni se la han concedido sus adversarios ni la ha podido imponer sobre unos combatientes que, en no poca medida, siempre han pensado que Arafat era víctima de sus propias debilidades, y que actuaban en consecuencia.
Pedir a «ambas partes» que se reporten es como contemplar a un energúmeno que está apaleando a un crío que patalea para defenderse y pretender que uno está mediando porque ha reclamado moderación a los dos.
Una broma de mal gusto. Hipocresía, sin más.
Post Scriptum.– El dolor que tengo en la
espalda, tan intermitente como brutal –y misterioso–, me permite trabajar sólo
a ratos. Me pondré en manos de la Medicina en cuanto abandone mi retiro
campestre y regrese a la rutina capitalina. Entretanto, lo que escribo me queda
así de desangelado. Uno no pìensa demasiado bien entre punzada y punzada. Lo
siento. Pido disculpas también a quienes me están mandando correos electrónicos
durante estos días. No estoy en condiciones muy propicias para corresponder.
Por lo demás, el tiempo es
excelente. De eso ya no puedo quejarme.
(31-III-2002)
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Hace unos días, en Beirut, ante la Liga Árabe, Aznar expresó su rechazo «tanto del terrorismo como de la violencia injustificada» en el Oriente Próximo. El mensaje implícito estaba claro: para la UE –de la que él ejerce la Presidencia de turno–, terrorismo es lo de los palestinos; lo de Israel se queda en violencia injustificada.
En rigor, terrorismo es toda acción violenta e indiscriminada que se ejerce sobre una población civil para forzarla a aceptar algo que no desea (o para que fuerce a sus dirigentes a aceptarlo, lo que a efectos prácticos es lo mismo).
Hay quien emplea el adjetivo terrorista como insulto. Es una devaluación del lenguaje. No toda violencia inaceptable es terrorismo.
¿Es terrorismo lo que practican las organizaciones violentas palestinas? En parte, sí. Lo es en la medida en que se sirven de la violencia indiscriminada para forzar a la población israelí a rendirse (o, al menos, a acordar la paz en unas condiciones que no desea). No lo es, en cambio, técnicamente hablando, en aquellos casos en los que los atentados son expresión de un sentimiento de odio, de desesperación y de deseo de venganza.
¿Es terrorismo la violencia que ejerce el Estado de Israel contra el pueblo palestino? Lo es, sin lugar a dudas, porque comporta una acción violenta e indiscriminada dirigida contra la población civil del enemigo con el ánimo de obligarla a someterse (o de forzar a sus representantes a que se sometan en su nombre).
En esas condiciones, la distinción que hacen los organismos rectores de la Unión Europea –y Aznar en su nombre– entre el «terrorismo» (palestino) y la «violencia indiscriminada» (del Estado de Israel) carece de cualquier justificación racional.
Tal vez haya quien piense que establecen esa diferenciación porque consideran que sólo cabe hablar de terrorismo cuando la acción violenta e indiscriminada contra la población civil es obra de fuerzas irregulares, y no del Gobierno de un Estado. Se equivocará quien crea tal cosa. Hace tiempo que la llamada comunidad internacional ha aceptado que también los gobiernos y los estados pueden incurrir en actos de terrorismo. La parafernalia conceptual puesta a punto durante la Guerra del Golfo, desarrollada más tarde a propósito de la Guerra de los Balcanes y llevada ahora a sus últimos extremos por George W. Bush con su doctrina sobre el Eje del Mal no deja lugar a ninguna duda sobre este extremo.
Así las cosas, ¿por qué se niega la UE a tipificar como terrorista la enloquecida actividad desarrollada por la maquinaria de violencia del Estado de Israel? Sencillamente, porque no quiere asumir las consecuencias que se derivarían de esa catalogación.
El Gobierno de los Estados Unidos de América dice que «entiende la necesidad de autodefensa» de Israel. La UE se manifiesta en parecidos términos. Pero, ¿qué es lo que «autodefiende» el Estado de Israel? Una realidad territorial que, en buena medida, es usurpada. Israel está violando la legalidad internacional, empezando por la propia resolución de las Naciones Unidas que legalizó su existencia: recuérdese que aquella resolución determinó que en esa zona habría dos estados, uno judío y otro árabe. Desde entonces, Israel no ha parado de ampliar sus fronteras de manera ilegal, mientras impedía manu militari la creación de un Estado palestino. ¿Qué «autodefensa» hay que entender ahí? ¿La del derecho de conquista?
Cada vez que se produce una nueva barbaridad israelí, los máximos dirigentes de la comunidad internacional se hunden en un mar de palabrería, reclamando que se tenga en cuenta el contexto. Todo con tal de no llamar a las cosas por su nombre: al asesinato, asesinato; a la invasión, invasión; al sojuzgamiento, crimen.
Resulta grotesco. Pero más grotesco aún cuando esa farfulla sale de los labios de los dirigentes españoles, especializados en no tolerar que entre nosotros haya nadie que quiera contextualizar los actos de violencia cruel e inaceptable que se producen en Euskadi.
O no se contextualiza ningún crimen –yo no lo hago– o se contextualizan todos.
(30-III-2002)
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Como casi todo el mundo, tengo mis manías cinematográficas. Y mis debilidades. De una de ellas –las películas de submarinos– ya escribí hace tiempo.
Odio las astracanadas y el humor de sal gruesa, a lo Jerry Lewis. Tampoco simpatizo con las historias de falsos torpes, que se tropiezan sin parar, lo rompen todo y todo les sale mal (tal vez por eso tardé en disfrutar realmente con Woody Allen). Adoro, en cambio, las comedias inteligentes, de las que Hollywood produjo tantas y tan buenas en los últimos años del cine en blanco y negro y en los primeros del color: Luna de papel, Arsénico y encaje antiguo, La fiera de mi niña, Cuento de Filadelfia, The Shop around the Corner (aquí traducida no me acuerdo cómo), To Be or Not To Be... La mayoría estaban hechas con cuatro duros –muchas eran mera transposición de obras de teatro–, pero daba igual: ni te enterabas, fascinado como estabas con las continuas ocurrencias de los diálogos, la hilarante originalidad de los personajes y la brillantez de las historias que contaban. Qué pedazo de directores: Lubitch, Cuckor...
Y Wilder. Wilder sobre todo. Sabio, impresionante Wilder, con su especialísima capacidad para reservar un punto de amargura a todo lo dulce, una pizca de sarcasmo a todo lo inocente y un trasfondo de ternura a todo lo desastroso.
Vuelvo a las manías. Otra de las mías es bajar un par de escalones la importancia de los directores para subir la de los guionistas. Hay películas que ya sobre el papel son una joya. Ayer pasaron por televisión Espartaco: me volví a enfurecer viendo qué grandes eran las letras que señalaban el nombre de Stanley Kubrick y qué pequeñas las que recordaban que ese pedazo de guión lo escribió Dalton Trumbo. ¿Qué hubiera sido de El tercer hombre sin Graham Green y Orson Wells, que le pusieron todo en bandeja al artesano que acabó por firmarla? Si alguien te trae a la cocina una merluza recién desembarcada de un pesquero de Hondarribia, tienes que ser tú mismo un merluzo para que no te quede bien. Tres cuartas partes de la mejor cocina las pone la cuidadosa elección de la materia prima.
El guión es la materia prima de las películas. Y Hollywood contó en aquella época con guionistas de bandera. Los mejores.
Pero es que Wilder era también el guionista de sus películas, y aún le quedaba ingenio para escribir guiones para otros directores. Es como si él mismo se encargara de hacerse a la mar, pescar la merluza, cubrirla mimosamente de hielo, desembarcarla, llevársela a casa y cocinarla con mano de maestro para ponérnosla en la mesa en el momento preciso.
Otra manía más que tengo en materia cinematográfica (y ya acabo con ellas por esta vez): ignoro por qué, la mitomanía general se centra siempre en las mismas obras de los grandes directores, desdeñando otras que son tan buenas o mejores que las elevadas a la cumbre. ¿Por qué, cuando se recuerda a Houston, casi nadie pone en primera fila ese prodigio de sensibilidad que fue Dublineses? En el caso de Wilder, veo hoy que todo el mundo recuerda El apartamento, Primera página –un magnífico remake, pero un remake, a fin de cuentas–, Con faldas y a lo loco, La tentación vive arriba... pero casi nadie recuerda esa enorme, esa brillante, esa deliciosa maravilla que fue Avanti!, con el más espléndido de los espléndidos Jack Lemmon que quepa imaginar y el más intachable de los intachables guiones que el genial húngaro-polaco escribiera en su vida. En Avanti!, como años antes en Un, dos, tres, Wilder supo ridiculizar los tópicos de la gente bien norteamericana con el más astuto de los gestos de los que dispone el espíritu crítico: la ironía.
Ha muerto con 95 años. Parece que ha disfrutado de la vida. Y nos ha hecho disfrutar a ratos –a grandes ratos– de la nuestra. Bendito sea.
(29-III-2002)
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El PSOE está muy enfadado porque el Centro de Investigaciones Sociológicas ha incluido en su último sondeo de opinión una pregunta sobre los efectos que puede tener la dimisión de Nicolás Redondo Terreros sobre el futuro de su partido. Los socialistas dicen que es inaceptable que el CIS se dedique a sondear a la opinión pública sobre un asunto interno de una organización política y recuerda que es la primera vez que formula una pregunta de este tipo desde hace muchísimos años. No lo hizo ni siquiera cuando González anunció que no volvería a presentar su candidatura a la Presidencia del Gobierno.
El Ejecutivo responde a esa crítica alegando que el CIS es un organismo autónomo y que, en tanto que tal, está habilitado para introducir en sus barómetros mensuales las preguntas que considere oportunas. Lo cual es, de un lado, jurídicamente inexacto –una cosa es la autonomía y otra la independencia, como muy bien sabe el PP– y, del otro, políticamente ridículo: el Gobierno tiene atribuciones para juzgar la labor del CIS y corregir su orientación, si lo considera oportuno, destituyendo a su director y nombrando a otro menos dado a las preguntas de doble intención (o de inequívoca intención partidista).
El PSOE se ha cabreado con la preguntita sobre Redondo Terreros por razones privadas, pero lo cierto es que el último barómetro demoscópico del organismo oficial es, todo él, una joya. En concreto, en la lista de los «principales problemas» sobre los que pide opinión a los españoles, incluye dos que retratan su intencionalidad ideológica con perfecta transparencia.
Uno es «la inmigración». Así, a secas. El CIS, por su cuenta y riesgo, invita a la población a que piense en qué medida «la inmigración», globalmente considerada, puede ser uno de sus principales problemas.
Otro «problema» que mete en la lista: «el ocio de los jóvenes». ¡Tócate las narices! ¡Famosísimo problema general!
Con la carrerilla que ha cogido, no es fácil imaginar cuáles pueden ser los centros de atención en los que el CIS acabará invitándonos a depositar nuestro interés en los próximos meses. ¿Tratará de indagar la proporción de españoles que considera que su problema principal es que Arzalluz sigue en libertad? ¿Preguntará cuántos consideramos –o reconocemos– que Aznar es el líder más guapo e ingenioso (a escala mundial, por supuesto)? ¿Se interesará por el castigo que debería imponérsele a Odón Elorza, una vez demostrados sus muchos crímenes de lesa patria? ¿Nos interrogará sobre las posibilidades que tendría María San Gil como miss Alicante?
No se pierdan el próximo barómetro del CIS. Anuncia borrasca.
Post Scriptum.– Por si alguien tiene
interés en conocer el balance de mi último viaje a Canarias, helo aquí:
GANANCIAS.– Me he traído el texto de
un horóscopo que recomienda a los de mi signo astral que evitemos «las
especulaciones poco consistentes y las explicativas demasiado imposibles»
(enigmático consejo que pilla justo encima de un anuncio de Pompas fúnebres
“La Soledad” – Servicio 24 horas – Sepelios náuticos – Amplia gama de vehículos
– Agilidad en los servicios).
PÉRDIDAS.– Gracias a la inapreciable
colaboración de Spanair, llegué ayer a Madrid sin una maleta en la que
traía.... todo, salvo el ordenador portátil, que lo cargué como equipaje de
mano. La compañía no sabe nada de mi voluminosa valija.
Me he traído también un
intenso dolor en la paletilla izquierda que de vez en cuando –y sin previo
aviso– me hace ver las estrellas. Tiene la virtud suplementaria de que, cuando
decide hacerse presente, me impide escribir (asunto que, como es bien sabido,
me importa muy poco).
La conferencia sobre Van Morrison, muy bien. Concurrida y simpática.
El cheque con el que me la pagaron, en la maleta.
(28-III-2002)
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[Nota.—Ya sé que este apunte no es sino otra versión del
de anteayer, titulado Ganas de perder el tiempo. Pero quería meter esta
reflexión como columna de El Mundo, para el “gran público”, y carecía
del tiempo necesario para fabricar uno nuevo por entero para el Diario
de hoy, porque he de coger un avión a las 07:20. Así que he aquí lo que he dado
de mí. Ustedes perdonen.]
El ministro del Interior, firme defensor de la ilegalización de Batasuna, alega que su aspiración tiene muy nobles precedentes. Cita viejas experiencias vividas en la Europa democrática.
Mariano Rajoy debería pedir asesoramiento a alguno de los muchos ex izquierdistas que ahora le rodean y le ríen las gracias. Le podrían contar que, en efecto, hace muchos años, las autoridades de varios países europeos promovieron la prohibición de determinados partidos radicales. Pero le darán cuenta también de que los integrantes de esos partidos volvieron de inmediato a la palestra amparados en siglas diferentes –a veces muy poco diferentes, a decir verdad--, con lo que la aparatosa medida tuvo unos efectos prácticos más bien limitados.
Pero habrá un aspecto todavía más importante sobre el que todos ellos le llamarán la atención, si su babosería actual se lo permite: le señalarán que ninguno de los partidos entonces ilegalizados tenía detrás de sí un movimiento social estable y con peso. Fueron espuma de los días, que la marea del 68 empujó hacia la orilla durante unos meses y se llevó acto seguido mar adentro con pasmosa facilidad, dejando tras de sí un rastro más cultural que político.
Lo que el PP y el PSOE se están planteando ahora es algo muy diferente, tanto en el plano jurídico como en el social. En el jurídico:: no se disponen a prohibir esta o la otra sigla, sino a ilegalizar cuanta organización se oriente en una determinada línea. Y en el social: quieren que sea el BOE el que se encargue de conceder o quitar predicamento a las diversas corrientes de pensamiento. Si el viejo Franco prohibió la lucha de clases por decreto, ¿por qué no podría la democracia exigir al 20% de los integrantes de una sociedad que se metan su derecho de asociación y de libre sufragio por donde les quepa?
No simpatizo una pizca con Batasuna, pero algo me dice –tal vez la experiencia-- que los problemas sociales no se resuelven por la vía del ordeno y mano (o el quieto parado, que te mando a Garzón y te vas a enterar de lo que vale un auto).
Por lo demás, no deja de tener su aquel esa nueva Ley de Partidos Políticos que quieren sacar adelante. Me he dado cuenta de que todo depende de con que espíritu se lean las causas de ilegalización que tipifica. Aplíquenselas ustedes malévolamente al resto de los partidos, y verán que casi todos podrían ser ilegalizados. Empezando por los dos que promueven la ley.
(27-III-2002)
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El PP exige al PSOE, dentro de sus acuerdos antiterroristas, que se atenga fielmente a lo que llama «el principio de coherencia». Entienden los de Aznar que el respeto al tal «principio» obliga a defender las mismas posiciones de manera invariable, al margen de toda contingencia de tiempo o de lugar. «Que lo que se dice en Madrid se diga también en San Sebastián, y que lo que ayer se tuvo por válido merezca idéntica consideración hoy o mañana».
Ah, ya.
Pues bien: si el PP se atuviera estrictamente al susodicho «principio de coherencia», no podría, para empezar, suscribir ningún acuerdo de principios con los socialistas. Debería ser coherente con el criterio que expresó hace unos años, cuando sentenció que el PSOE era un partido corrupto que actuaba al margen de los más elementales dictados del Estado de Derecho. Como quiera que los herederos de González no han seguido las estaciones del necesario vía crucis purificador –no han confesado sus pecados, no han mostrado propósito de la enmienda y no ha cumplido ninguna penitencia, por lo menos voluntariamente--, el respeto al «principio de coherencia» obligaría al PP a seguir apartándose de ese partido como de la peste.
Claro que hay más. Recordemos, por ejemplo, que el PP, con su presidente a la cabeza, fue partidario de negociar con ETA, y hasta mandó una delegación a Viena para que se entrevistara con los dirigentes de la organización terrorista, a ver si lograba acordar algo con ellos. ¿De qué modo habría de actuar ahora en ese terreno, para que «el principio de coherencia» no se resintiera?
Ítem más: durante largas y penosas semanas, el PP se benefició del voto coincidente de Batasuna para bloquear los Presupuestos del Gobierno Vasco. ¿Cómo se consigue que «el principio de coherencia» no sufra cuando ahora se asegura enfáticamente que no es lícito apoyarse en Batasuna ni siquiera para hacer oposición?
El PP tiene una idea muy particular del «principio de coherencia». Consiste en considerar modélico todo lo que él hace y reclamar al PSOE que le siga en sus sucesivos zigzags. Y, si no, leña, por incoherente.
Para coherencia, la de quienes los tienen catalogados a todos ellos como perfectos sinvergüenzas y oportunistas redomados. Anteayer, ayer y hoy. Aquí, en Madrid, en Euskadi y en Kuala Lumpur. Oigan: y sin un ápice de variación.
(26-III-2002)
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Ojeo la nueva Ley de Partidos Políticos que se disponen a sacar adelante el PP y el PSOE.
Me da que, ateniéndose estrictamente a la literalidad de la nueva Ley, cabría reclamar sin demasiado problema la ilegalización de los dos partidos que la están promoviendo. Por doble vía: por su actuación en el marco español y por sus alianzas internacionales. Los dos han sido autores materiales, colaboradores necesarios, cómplices o justificadores de diversas actuaciones criminales de intencionalidad política, históricas o recientes.
Eso a escala local.
En el plano internacional, los dos colaboran con regímenes y partidos políticos de aquí o de allá que pisotean a diario el derecho a la vida.
Pero da igual.
Rajoy dice que es una gran idea sacar una ley que permita ilegalizar Batasuna y pone como ejemplo a la RFA y Francia, que también ilegalizaron a algunos partidos molestos en un momento u otro. El precedente existe; eso es verdad. Como también lo es que esas decisiones acarrearon a las autoridades de ambos países no pocos problemas legales. Las leyes anticomunistas en la RFA tuvieron que ser reformadas con el paso del tiempo y Francia hubo de admitir que los partidos prohibidos reaparecieran con otros nombres. Pero la apelación a esos precedentes falla de pleno por otro lado: aquellos partidos no eran la expresión política de un fenómeno social tan poderoso y airragado como el que representa Batasuna.
Pongamos que la ilegalizan. Bien. A partir de ese día, pertenecer a Batasuna constituirá un delito perseguible de oficio. Vale. Bueno, pues imaginemos que, dos días después, doscientas mil personas se presentan en los juzgados de guardia de tropecientos puntos reconociendo que acaban de cometer el delito de afiliarse a Batasuna. ¿Los encarcelará Garzón a todos?
Es ridículo pensar que los fenómenos sociales pueden ser libremente conducidos por donde uno quiere a golpe de leyes. Que lo intenten. Ya verán la que arman.
(25-III-2002)
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