Diario de un
resentido social
Semana del 11 al 17 de
marzo de 2002
Noche toledana
Me despierto a las 4 de la madrugada con un espantoso dolor intestinal. Son como punzadas que van in crescendo hasta alcanzar una intensidad insoportable. Luego el dolor desaparece por completo, pero regresa a los dos o tres minutos. Todavía adormilado, me pregunto a cuento de qué. Cené ligero a eso de las 10 de la noche: aquello tiene que estar más que digerido. No entiendo nada.
Mi hija se despierta sobresaltada por los gritos. Le cuento de qué va la cosa. Me pregunta si quiero que me prepare algo, le digo que no y se vuelve a la cama. Al poco me dice que se ha desvelado y que va a tratar de recuperar el sueño leyendo mi libro sobre Ibarretxe. Me parece una idea excelente, a falta de El criticón, de Gracián. De joven, a mí me bastaban un par de páginas de El Criticón para caer fulminado. Supongo que Ibarretxe puede muy bien hacer las veces.
Sonrío recordando la conversación que mi padre contaba que había mantenido con un amigo suyo. El hombre había dicho, hablando de no sé qué medicamento: «Me hizo caer en los brazos de Orfeo». A lo que mi padre le apuntó: «No, hombre, no. Orfeo no. Con eme». Y el otro le respondió: «Ah, sí: Orfeom».
El dolor sigue regresando intermitentemente. Comienzo las visitas al WC, inicialmente sin demasiado éxito. Me tomo un vaso de sal de frutas. Me coloco una manta eléctrica en el vientre. Poco a poco, le voy cogiendo el truco a la cosa. Compruebo que si me tumbo en posición decúbito supino –o sea, reposando sobre la espalda, pero dicho en plan forense– el dolor tarda más en venir y es menos intenso. Enciendo la radio, a ver si me distrae, y prendo un cigarrillo con la coartada de que el tabaco tiene efectos laxantes. Terminado el cigarrillo, me adormilo.
Media hora después vuelve a despertarme el dolor. Más visitas al WC, más sesiones de manta eléctrica. Pasa el tiempo. «¡Vaya nochecita toledana!», me digo. Hago memoria para recordar el origen de la expresión. Me viene finalmente: en tiempos, las noches de Toledo eran una juerga de mosquitos, que martirizaban a los visitantes que no estaban advertidos de la gracia.
Entre retortijón y retortijón, me doy cuenta de que hay un tipo en la cadena Ser que está recitando el horóscopo de la semana. Llega a mi signo, Acuario: «Salud: excelente». No me cago en todos sus ancestros porque mis intestinos no están por la labor, pero aprovecho para despotricar a gusto: habrase visto, una radio que se pretende seria, dedicando media hora a semejante estupidez; pero ¿cómo diablos le va a ir igual durante toda la semana a la doceava parte de la Humanidad? «Dinero: bien», dice el menda. Sí, hombre, mayormente a los Acuario de Etiopía y Ruanda. Anda y que te den.
Y en esas estoy cuando por fin me quedo dormido de verdad.
Despierto a
las 9:30. Tengo el intestino de mírame y no me toques, pero los retortijones
han desaparecido. Deduzco que debía de ser algo de vesícula, habida cuenta de
lo bien que me ha sentado echar una abundante dosis de mala bilis contra la
emisora de Polanco.
(17-III-2002)
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La tolerancia
Me telefonea mi buen amigo Gervasio Guzmán. Le noto cabreado. Le pregunto qué le pasa.
–¿Que qué me pasa? Que acabo de escuchar el enésimo mitin sobre las virtudes de la tolerancia. ¡Estoy hasta los mismísimos de oír loas a la tolerancia!
–Yo también –le tranquilizo.
–Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que te molesta a ti?
–No, tú primero, que eres el que llama. Suelta tu parte.
Noto que coge carrerilla.
–Pues, por molestarme, me
molesta hasta el término. Mírate lo que dice el diccionario sobre el verbo tolerar:
«Del latín tolerare. 1. Sufrir, llevar con paciencia. 2. Permitir algo que
no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente. 3. Resistir, soportar,
especialmente alimentos, medicinas, etc.». ¿Qué es lo que da a entender el que
proclama su espíritu tolerante en relación a tal o cual polémica, o con
respecto a esta o la otra diferencia? Que sabe muy bien que la razón y el buen
sentido están de su lado, pero que, como es buen chico, prefiere no hacer
sangre con las torpezas y desvaríos de sus oponentes. Es un término
perdonavidas, prepotente. «Mostremos tolerancia con las costumbres y los
hábitos culturales de los inmigrantes». ¡Toma ya! ¿Y quién te ha dicho a ti que
tus costumbres son las fetén y que no son los otros los que tienen que tolerar
las tuyas?
–Ajá –apunto.
Y, como compruebo que no sigue:
–¿Eso es todo?
–¿Te parece poco, o qué? –se me
mosquea.
–Pues sí –tomo el turno–. Estoy
de acuerdo con lo que dices, Gervasio, pero no creo que eso agote todas las
pejigueras de la tolerancia, ni mucho menos. Añade como poco esta otra:
según qué asuntos estén en juego, la tolerancia puede incluso ser un crimen.
Por poner el ejemplo clásico: si te topas con un tío que está violando a una
niña, ¿debes mostrarte tolerante y «llevar con paciencia» su comportamiento?
–¡Eso es delito, incluso!
–Bueno, depende. Nada es nunca
tan sencillo. Imagínate que eres un viejecito tullido: no creo que ningún juez
te condene por no lanzarte al combate. Pero dejemos de lado los casos extremos
y el Código Penal. De lo que hablo es de la actitud que hemos de tener ante la
vida, en general: ¿debemos ser tolerantes con los poderosos que se aprovechan
de su fuerza para expoliar a la gente desheredada? ¿Hemos de mostrar elegancia
y fair play ante los que justifican la opresión y llenan su cartera
cantando los presuntos méritos de las sanguijuelas multinacionales? Por mí, que
los tolere su abuela.
–Deja a su abuela en paz.
Pobrecilla –me replica Gervasio.
Pero me coge predispuesto ya
contra la tolerancia, incluso con él.
–Vete a saber. Lo mismo la
abuela es también asquerosa.
Y colgamos los dos sin
despedirnos. Como en las películas.
(16-III-2002)
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El poder burbuja
Tienen miedo. Se han rodeado de un blindaje impresionante; el más aparatoso que se haya visto jamás a este lado del Pirineo: calles cortadas, policías por todas partes, vigilancia por tierra, mar y aire. No quieren que nadie ajeno a su tinglado pueda verlos, así sea de lejos. Tampoco ellos quieren ver ni de lejos a nadie que no tengan en nómina. Como al pobre niño aquel que mantuvieron vivo aislándolo de toda posible infección, encerrándolo dentro de un pequeño espacio totalmente purificado –«el bebé burbuja», lo llamaron–, también ellos han decidido enclaustrarse en un espacio de asepsia total, que no pueda ser contaminado por nada que proceda del aire libre.
Ahí los
tienen ustedes, reunidos en Barcelona. Ese es alto mando de la Unión Europea:
el poder burbuja.
¿Tan temibles son los riesgos
que afrontan? ¿Tan peligrosos son los manifestantes que les esperan a algunos
kilómetros de su torre de marfil con la intención de hacerles patente su
desacuerdo? El ministro del Interior lleva meses rumiando su obsesión y
haciéndosela saber a todo aquel que quiera oírle: dice que teme que este fin de
semana se junten en Barcelona unos cuantos cientos de kale borrokalaris procedentes
de Euskadi con otros tantos okupas con residencia in situ. ¿Y
para enfrentarse a esa moderna reedición de la Armada Invencible era necesario someter
a la capital catalana a un auténtico estado de excepción durante varios días,
colapsando la vida de varios millones de ciudadanos?
No; no es la hipotética lluita
al carrer de unos cuantos cientos de jóvenes lo que les angustia. Lo que
temen es la difusión por todo el mundo de las imágenes de un puñado de jefes de
Estado y de Gobierno abrumados por el abucheo de una ingente multitud de
ciudadanos que no los tragan, porque no tragan lo que están haciendo. Quieren
evitar que esa multitud de congregue, y para ello han elegido la vía de la
intimidación, del amedrentamiento. Porque saben muy bien que la inmensa mayoría
de quienes desean manifestarse contra ellos está compuesta por gente pacífica,
que ni quiere pegar a nadie ni quiere, desde luego, que nadie le pegue. Su
exhibición de fuerza hostil pretende tener un efecto disuasorio que reduzca al
mínimo el éxito de las manifestaciones previstas para este fin de semana.
La verdad es que lo quieren
todo. Porque, si lo único que les importara fuera reunirse al margen del
mundanal ruido, donde el populacho no pueda molestarlos, les habría bastado con
ajustarse a la literalidad de su lenguaje y haber celebrado su cumbre en
alguna cumbre de montaña que sólo fuera accesible por helicóptero. O haberse
reunido discretamente, sin boato alguno, en cualquier parte. Pero no. Se
empeñan en meter su fanfarria en el corazón de las grandes ciudades, todas
ellas llenas, por definición, de lo que más le molesta en este mundo: la gente.
(15-III-2002)
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Una pregunta
Un buen puñado de lectores y
lectoras del apunte de anteayer en este Diario –o de mi columna de ayer en El
Mundo– me han escrito para hacerme una pregunta aclaratoria. Una pregunta
que es ya vieja para mí, por nueva que sea para quienes me la formulan. Me
instan a que aclare si, cuando digo que todas las ideologías deben gozar de
libertad, me refiero también a los planteamientos ideológicos de signo nazi, fascista,
racista, antisemita, etcétera.
A lo cual sólo puedo responder
que, si digo «todas las ideologías», es porque quiero abarcarlas todas, sin
excepción. En consecuencia, incluyo el nazismo, el fascismo, el racismo, el
antisemitismo... y cuantos otros idearios se me quiera citar.
Soy hostil por principio a la
prohibición de ideas. Defiendo que todas, incluidas las más aberrantes, puedan
ser libremente defendidas.
Y libremente atacadas, por
supuesto.
Personalmente, no veo qué podría
ganar con la prohibición de tales o cuales ideas. Quien crea en ellas, que lo
diga, y que trate de justificarlas. Me interesa ver cómo lo argumentan. Me
interesaría así fuera sólo para ver por qué flancos atacan, para saber por
dónde creen que flaqueamos más sus enemigos.
Convendrá tal vez que precise,
no obstante, que estoy refiriéndome a la exposición de idearios, no a la incitación directa a la
comisión de crímenes. No es lo mismo tratar de teorizar la supuesta
superioridad de la raza blanca que convocar al vecindario para que nos acompañe
a cazar inmigrantes negros o árabes. Lo primero es un planteamiento ideológico
(imbécil, pero ideológico); lo segundo desborda por entero los límites de la
libertad de pensamiento para situarse de lleno en el terreno de la incitación
al delito.
«No siempre resulta fácil trazar
la frontera entre lo uno y lo otro», se me objetará. Y es verdad. A veces todo
tiende a enmarañarse terriblemente.
Pero será imposible acertar con
el tratamiento correcto de cada caso concreto si no se tienen claros los
principios generales.
Empezando por ese criterio
rector: la libertad de todos no gana nada con la prohibición de las ideas de
nadie.
(14-III-2002)
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«Tolerancia cero»
En la última Junta General de
Accionistas del BBVA, el nuevo presidente del banco, Francisco González, exigió
a las autoridades que apliquen un nivel de «tolerancia cero» al terrorismo y
sus actividades.
Deduzco que, si el tal González
reclama un nivel de «tolerancia cero», es porque considera que aún no lo hay.
Es decir, que entiende que las autoridades toleran en una u otra medida la
existencia del terrorismo.
No parece una acusación que
quepa lanzar de pasada, tal como él la presentó, cual si estuviera refiriéndose
a un hecho evidente por sí mismo, que no necesite de mayor demostración.
Tampoco creo que las autoridades concernidas puedan dejar a beneficio de
inventario la formulación de un reproche de tal gravedad: podría deducirse que
lo consideran de recibo.
Si el señor González se cree con
derecho a plantear esa exigencia, está obligado a concretar su denuncia,
aclararando en qué terrenos hay tolerancia, según él, en qué consiste ésta y
sobre quién recae la responsabilidad de que se produzca.
Estaría bien que forzaran al
presidente del BBVA a explicarse in extenso. Resultaría altamente
ilustrativo. Porque, según me relata una persona que estuvo presente en la
citada Junta General, el individuo demostró tener una concepción del terrorismo
de lo más sui generis. En el amplio saco que puso sobre la mesa para
referirse al terrorismo y sus aledaños metió también, sin cortarse un pelo, al
conjunto del movimiento contra la globalización neoliberal y, más en concreto,
a cuantos reprochan a su banco la labor de expolio que ha realizado en
Argentina. No sólo lo hizo en la teoría, sino también en la práctica, ordenando
al servicio de orden del acto que diera cumplida y contundente cuenta de las
contadas voces que osaron reprocharle sus desmanes ultramarinos.
En realidad, lo que está
pidiendo este caballero es que las autoridades tapen la boca –a bofetadas, si
se tercia– a todo aquel que no bese el suelo por el que camina.
Llama a eso «tolerancia cero»,
pero por las mismas podría llamarlo «tolerancia total». Todo depende de qué
lado se mire el embudo que él quisiera ver convertido en ley.
(13-III-2002)
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Preocupante Rato
El vicepresidente Rato confiesa
que está «muy preocupado» porque ha escuchado al lehendakari Ibarretxe decir
que las ideologías no se pueden prohibir. Objeta don Rodrigo, entre sarcástico
y escandalizado: «Estamos continuamente prohibiendo ideologías. Si no, ¿qué
hacemos con el señor Milosevic en La Haya?».
Admito que, tras oírle, yo
también me he quedado preocupado.
Me preocupa, para empezar, que
el vicepresidente segundo del Gobierno español se sorprenda ante la afirmación de
Ibarretxe. Porque es cualquier cosa menos novedosa. Mucho, muchísimo antes de
que Ibarretxe llegara a lehendakari, muchísimo antes incluso de que viniera al
mundo no él, sino el abuelo de su abuelo, ese criterio figuraba ya en el
ideario esencial de todos los defensores de los Derechos Humanos. Formulado en
1789 por la Asamblea Nacional francesa, puede encontrarse su versión
contemporánea en el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos
Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en diciembre de 1948: «Todo individuo
tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión. Este derecho incluye el
de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir
informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por
cualquier medio de expresión».
Busque Rato en la propia
Constitución Española la más mínima referencia a la posibilidad de prohibir
ideologías. No la encontrará. No la hay.
Me temo que el número 3 del
Gobierno confunde las ideas y los actos, y que es eso lo que le lleva a dar por
hecho que la persecución de los delitos cometidos en nombre de una ideología
debe aparejar la prohibición de la ideología misma. Es un disparate. Piénsese
qué efectos habría tenido la aplicación de tan singular lógica a la hora de
castigar, por ejemplo, los crímenes de los GAL. ¿Recuerda el vicepresidente en
qué ideología se amparaban quienes fueron condenados por aquellos hechos?
«Estamos continuamente
prohibiendo ideologías», dice. ¿Sí? ¿Quiénes? ¿Y cómo se las arreglan para que
los demás no nos enteremos?
«Si no, ¿qué es lo que hacemos
con el señor Milosevic en La Haya?», se pregunta. Le recomiendo que, si alberga
dudas al respecto, repase las actas del procedimiento en curso. Comprobará que,
según el Tribunal, es sólo Milosevic el que está siendo juzgado, no sus ideas.
Y verá que está siendo juzgado no por sus ideas, sino por sus actos.
Agradezca Rato que la
legislación penal española no castigue los desvaríos ideológicos. Eso que sale
ganando.
(12-III-2002)
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¡Circulen!
Una de las divisas del neoliberalismo es la libertad de
circulación: de personas, de mercancías, de capitales... De todo. (Bueno, de
todo lo legal, se entiende 1.)
Lo tienen como principio indiscutible: los intentos de poner
trabas a la libre circulación –dicen– son atávicos y retrógrados (Aznar
prefiere llamarlos «reaccionarios»: me da que se toma el uso de ese término
como una pequeña travesura).
Cavilando sobre ese particular, y firmemente decidido a no
ser reaccionario –en todo caso no más de lo imprescindible en alguien de mi
edad–, he estado analizando a qué campos todavía inexplorados debería
expandirse la libertad de circulación. Y me he dado cuenta de que hay uno que
está todavía prácticamente virgen: el de las Fuerzas Armadas.
Es cierto que las Fuerzas Armadas occidentales tienen
establecidas algunas formas de colaboración y de actuación conjuntas: que si la
OTAN, que si los cascos azules... Pero no es lo mismo. Eso viene a ser
como si Repsol y British Petroleum llegaran a determinados acuerdos para el uso
conjunto de tal o cual oleoducto. Una simple variante de lo de «cada uno en su
casa y Dios en la de todos». Yo de lo
que hablo es de la plena libertad de mercado. De que, del mismo modo que
Telefónica pudo entrar a saco en Argentina y hacerse con el control de la
telefonía local, las Fuerzas Armadas españolas –con OPA previa o sin ella–
pudieran trabajarse la cosa hasta adueñarse de los mecanismos de su
especialidad en cualquier otro país.
Ya me hago cargo de que eso obligaría a dar un paso previo:
la privatización del sector. Pero no veo que tal cosa constituya un
inconveniente insalvable. ¿Que la Defensa tiene un carácter estratégico? También
lo tienen las telecomunicaciones, y los combustibles, y la red eléctrica, y el
transporte férreo, y la red viaria, todo lo cual se está privatizando a marchas
forzadas. Si el propio Gobierno favorece la expansión de las policías privadas
y se plantea la privatización total o parcial de las instituciones
penitenciarias, ¿por qué no habría de hacerlo con las Fuerzas Armadas? Examine
cada país qué necesidades de Defensa tiene y qué Ejército puede proporcionarle
un servicio más acorde con ellas, en función de sus limitaciones
presupuestarias. Que la oferta y la demanda impongan su ley, y santas pascuas.
Pero no les veo yo muy por la labor. Me da que no acaban de
ser del todo consecuentes con sus propios principios.
Para mí que son un poquitín reaccionarios.
––––––––––-
(1)
Los neoliberales insisten mucho en ello: lo ilegal no debe circular. Una
pretensión bastante modesta, si bien se mira, porque su aspiración lógica
debería ser que lo ilegal no existiera, lo que resolvería de un plumazo el problema
de su circulación.
(11-III-2002)
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Fin de semana del 9 y 10
de marzo de 2002
¿Cosas del azar?
Creo en la casualidad.
Hay quien se empeña en recalcar machaconamente que
«casualidad» es tan sólo el término que los mortales reservamos para designar
aquellos procesos que están sujetos a tantas y tan complejas determinaciones
que desbordan ampliamente nuestra capacidad de predicción. En ese sentido, la
casualidad no sería, en último término, sino una variedad especial de la
causalidad.
Pero el pensamiento humano es eminentemente práctico. Y, a
fines prácticos, lo que nos interesa de la casualidad no son los aspectos
genéricos que la emparentan con las otras formas de determinación, sino las
especificidades que la convierten en funcionalmente indomeñable. Por supuesto
que el resultado de cada tirada de dados viene prefijado por la colocación de
éstos en el cubilete, las variaciones que experimenta su posición cuando el
jugador los agita, la fuerza con que los arroja, la textura de la superficie
sobre la que caen, el grado de humedad del aire, etcétera. Pero lo que interesa
al resto de los jugadores –lo que justifica que jueguen– es que nadie puede
controlar todas esas variables para ponerlas al servicio de sus propios fines.
A tales efectos, es igualmente indiferente que el juego de los dados esté
sometido, en su conjunto, a la ley de probabilidades. Porque el dinero se juega
en cada tirada concreta.
Ahora bien: una cosa es creer en el azar y otra, muy
distinta, considerar que si el suelo se moja cuando llueve es por pura
casualidad.
Tomemos el caso de las últimas detenciones efectuadas por
Garzón en Euskadi.
Sabemos que el ministro del
Interior, Mariano Rajoy, viene vaticinando desde hace meses que las
manifestaciones que van a realizarse en Barcelona con motivo de la próxima
Cumbre de la UE degenerarán en graves incidentes como resultado de la
confluencia de las huestes vascas de la kale borroka y los contingentes
de okupas de la propia capital catalana. Y nos encontramos con que, en
vísperas de esas manifestaciones, Garzón realiza una espectacular redada de
militantes de Segi, de los que dice que «se preparaban para viajar a
Barcelona». Rajoy, alborozado,
presenta esas detenciones como una imprevista confirmación de que los
actos contra la globalización neoliberal vienen envueltos en un halo de
amenazante violencia, con la obvia intención de intimidar a la mucha gente
pacífica que quisiera participar en ellos, pero que no tiene el menor deseo de
verse en medio de una batalla campal.
¿Conclusión? Que sí, que la
casualidad existe. Pero el resultado de sumar dos y dos es un asunto de otro
género.
(10-III-2002)
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Por lo civil
Me hastían los recursos polémicos de los fanáticos. Da igual
lo que puedas decir o escribir; tienen en su cabeza un retrato-robot de
quienes se oponen a su causa y, como tú no encajes en su idea previa, peor para
ti: ellos se encargan de encajarte, por las buenas o por las malas.
Escribí el miércoles pasado contra algunas de las
coartadas que suelen utilizar por aquí los incondicionales de las autoridades
de Israel. Un buen puñado de los aludidos me ha escrito para ponerme de vuelta
y media, cosa que me parece perfectamente comprensible y normal. Lo que no
considero ni normal ni comprensible es que se permitan hacer caso omiso de
mis argumentos, me achaquen posiciones que jamás he defendido y me abronquen
por ellas.
Me acusan, por ejemplo, de defender posiciones antisemitas.
No sólo no lo hago, sino que sería absurdo que lo hiciera. Todos los habitantes
del Oriente Medio son semitas. Lo son tanto los hebreos como los palestinos. El
antisemitismo, sencillamente, no pinta nada en esta desdichada disputa.
Otro reproche igual de inventado: dan por hecho que soy
antijudío. ¿De dónde se sacarán esa falacia? Durante los siete lustros que
llevo ejerciendo de opinador, nunca he dejado de abominar las imputaciones
genéricas. Todas. Soy alérgico a los prejuicios en general y, muy
especialmente, a los que apelan a circunstancias de raza, etnia, nación,
pueblo, casta o clase social. He sostenido invariablemente que nadie puede ser
considerado ni mejor ni peor a causa de su cuna.
Me repugnan los pogromos en cualquiera de sus versiones.
Pero, por la misma razón, tampoco puedo aceptar que haya quien reclame para su
pueblo la categoría de «elegido».
De acuerdo con ello, siempre he visto el sionismo con viva
antipatía, tanto por el fundamento literal y explícitamente mesiánico de su
ideología como por sus prácticas de demostrada agresividad expansionista. Pero
mi rechazo del sionismo es estrictamente político-ideológico. De hecho, conozco
a muchos judíos que tienen por el sionismo aún menos simpatías que yo. Como
conozco también a bastantes no judíos que lo apoyan, buena parte de ellos por
mera complicidad anti-islámica.
Mis simpatías están del lado de quienes, judíos y árabes, se
esfuerzan en aquella sufrida tierra por crear las condiciones que permitan
establecer una ciudadanía laica, tan respetuosa de cualquier fe como ajena a
todas ellas. Una ciudadanía plenamente civil, dicho sea en la sexta acepción
que recibe ese término en el diccionario de la lengua castellana: ni militar ni
eclesiástica.
(9-III-2002)
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